¿Cuántas horas estuvimos con los libros y las flores
hablando en la habitación? Es el único detalle que no recuerdo. Escuchándolo a
él, no te dabas cuenta de que pasaba el tiempo. La historia de las torturas,
sobre todo, el origen de sus cicatrices. Las tenía por todas partes, me dijo.
Me mostró las de las manos, las muñecas, los brazos, los pies, el costado.
Éstas se hallaban exactamente donde estaban las heridas de Cristo, a la altura
del corazón. Se las habían hecho en presencia de Constantino Papadopoulos, el
hermano de Papadopoulos, con una plegadera despuntada, Pero me las mostraba con
indiferencia, sin ninguna autoconmiseración: lo insensibilizaba un excepcional y
casi cruel dominio de sí mismo. Tanto más cruel cuanto más te dabas cuenta de
que sus nervios no habían quedado intactos después de cinco años de infierno. Y
esto lo contaban sus dientes cuando mordía la pipa, lo contaban sus ojos cuando
relucían con llamaradas de odio o de mudo desprecio. Pronunciando el nombre de
sus torturadores, se aislaba en pausas impenetrables y no contestaba ni
siquiera a su madre que entraba preguntando si quería otra cerveza o un café.
Su madre entraba a menudo. Era vieja, vestida de negro como las viudas que en
Grecia no abandonan el negro, y su rostro era una telaraña de arrugas profundas
como sus dolores. El marido muerto de un ataque al corazón mientras Alekos
estaba en la cárcel. El hijo mayor desaparecido. El tercer hijo en la cárcel.
También ella había estado en la cárcel durante cuatro meses y medio. Pero ni
siquiera a ella habían conseguido doblegarla. Ni con amenazas ni con chantajes.
En una carta a un periódico de Londres, había escrito una vez de sus hijos:
«Los árboles mueren de pie». Los árboles eran sus hijos. Uno de aquellos árboles
había muerto casi seis años antes: Jorge.
Desde hacía casi seis
años, nadie había vuelto a saber nada de Jorge, el hermano mayor que había
seguido la carrera del padre y alcanzado el grado de capitán. En agosto de
1967, Jorge se había negado a permanecer en el ejército griego y, como Alekos, había
desertado. A través del río Euros había huido a Turquía y llegado a Estambul para
buscar asilo en la embajada italiana. Para nuestra vergüenza, la embajada italiana
se lo negó, tergiversando la necesidad de informar al gobierno turco, después al
gobierno italiano, y después Dios sabe a quién. Jorge huyó de nuevo, esta vez,
a Siria , y en Damasco volvió a
la embajada italiana que lo recibió de la misma manera. Pero una embajada más
digna, una embajada escandinava, lo acogió y en ella se quedó durante un
mes, hasta el día en que salió a la calle y la policía siria lo sorprendió sin pasaporte.
Huyendo de la policía siria, llegó al Líbano. En el Líbano quiso embarcarse para
Italia, pero no lo hizo porque los países árabes reconocían a la Grecia de los coroneles.
Prefirió entrar en Israel, un país que no tenía con ellos relaciones
diplomáticas, para ir a Italia embarcando en Haifa. Y en Haifa, sin embargo,
los israelíes lo detuvieron. Jorge confió en ellos, les dijo quién era y lo
detuvieron: para entregarlo al gobierno griego. Ni siquiera le dedicaron un
proceso. Simplemente, lo embarcaron en un barco griego que hacía el trayecto
Haifa-El Pireo: el "Anna María». Y en
este momento se perdía su rastro. Parecía
que estaba aún en el camarote antes de que la nave entrase en el tramo
comprendido entre Egira y El Pireo. Pero cuando el barco se acercó al puerto el
camarote estaba vacío. ¿Huyó saltando por el ojo de buey? ¿Lo empujó alguien
por el, ojo de buey? Su cuerpo no se encontró jamás. De vez en cuando el mar
devolvía un cadáver, las autoridades llamaban a Atena para que lo reconociese,
Atena contestaba: «No, no es mi hijo Jorge».
Oriana, Atena y Alexos
A determinada hora de la
noche interrumpimos la entrevista. La multitud de visitantes se había
dispersado y Atena me ofreció hospitalidad para la noche. También había
preparado una cena, presentada sobre su mejor mantel. Alekos estaba menos tenso,
menos solemne, y pronto abrió una de las puertas de sus infinitas sorpresas: se
dejó llevar hacia una conversación divertida. Por ejemplo, definía su celda
como «mi villa de Boiati», y la describía como una villa lujosísima, con
piscina cubierta y descubierta, campo de golf, cine privado, salones
resplandecientes y un chef que encargaba el caviar fresco de Irán, y odaliscas
que danzaban y daban brillo a las manillas. En este paraíso una vez hizo huelga de hambre «porque el
caviar no era fresco ni gris». O bien ilustraba su «archiconocida amistad» con
Onassis, Niarkos, Rockefeller y Henry Kissinger, describía sus
jet personales «o el yate que el día anterior había prestado a Ana de
Inglaterra». Y yo no daba crédito a mis ojos, a mis oídos. Parecía imposible
que en la tumba de cemento hubiera conseguido salvar su humor, la capacidad de
reír. Era posible, incluso indiscutible. Pero cuando volvimos a hablar para la
entrevista, Alekos volvió a ponerse serio y a morder nerviosamente la pipa.
Esta vez hablamos hasta las tres de la madrugada y a las tres y media caía
exhausta en la cama que me habían preparado en el salón. Sobre la cama había
una fotografía de Basilio, en uniforme
de coronel, y del marco
pendían medallas de oro, de plata y de bronce, testimonios de las diversas
campañas en las que había tomado parte hasta 1950. Había, en cambio, junto al
lecho, una fotografía de Alekos cuando era estudiante de ingeniería en el
Politécnico y miembro del Comité Central de la Federación Juvenil
del Partido «Unión de Centro». Un rostro inteligentísimo y agudo, en aquel
tiempo sin bigote, que no me ayudaba a penetrar un misterio. Entonces recordé
haber visto, en la habitación contigua, las fotografías de los dos hermanos
cuando eran niños. Me levanté y las estudié. La de Jorge hablaba de un niño
elegante y compungido, correctamente sentado en un almohadón rojo. En cambio,
la de Alekos mostraba un tigrecillo de ceño enfurecido y que, erguido sobre el
almohadón rojo, en un anuncio de independencia anárquica, parecía decir: «¡No y
no! ¡Yo no estoy sobre esto!» El trajecillo de punto le caía sin gracia como
para demostrar que le importaba un bledo su aspecto y que le tenía sin cuidado
que mamá le regañase y le suplicara; hacía lo que le daba la gana. Y como para
demostrar su rechazo de los consejos, órdenes e intervenciones ajenas, la manita
derecha se apoyaba, orgullosa y provocativamente en la cintura, y la izquierda sostenía
los pantalones en el lugar donde había perdido un botón. ¿Cuánto tiempo permanecí
estudiando aquellas fotografías? Esto, realmente, no lo recuerdo. Pero me acuerdo
de que en determinado instante otra cosa me atrajo la atención: un objeto rectangular
y cubierto de polvo. Lo cogí con la sensación de penetrar un secreto y descubrí
que era una Biblia del siglo XVII, con un documento que atribuía su propiedad a
Alekos Panagulis. Pero era un documento de hacía trescientos años y aquel Alekos
era su bisabuelo que había luchado como guerrillero contra los turcos. Más tarde
supe que, del siglo XVII a 1925, la familia Panagulis no había dado más que héroes.
Y algunos se llamaban Jorgos, es decir, Jorge, como aquel joven Jorgos que
había muerto en la batalla de Faliero en 1823. Pero casi todos se llamaban Alekos.
Al día siguiente partí
para Bonn. Ya se comprende que no era una marcha definitiva. Cuando me
acompañaba al aeropuerto, Alekos me hizo prometer que volvería y, pocos días después,
cuando él estaba en el hospital, volví, y descubrí cosas que ayudaban un poco a
desvelar los secretos de aquella inaprehensible personalidad suya. Ante todo aquella
poesía que me había dedicado. Se titulaba «Viaje» y hablaba de una nave que
partía hacia un viaje sin escala, una nave que no cedía nunca a la tentación o
a la necesidad de atracar en un puerto, de acercarse a una orilla: de echar el
ancla. La tripulación lo reclamaba, a veces lo imploraba, pero el comandante
les resistía como a la tempestad y continuaba siguiendo a una luz. La nave era
él; Alekos. Y también el comandante era él, y también la tripulación. El viaje
era su vida. Un viaje que se terminaría con la muerte porque nunca se echaría
el ancla. Ni el ancla de los afectos, ni el ancla de los deseos, ni el ancla de
un merecido reposo. Y ningún razonamiento, ningún halago, ninguna amenaza
podrían inducirle a hacer lo contrario. De este modo, si creías en esa nave, si esa nave te importaba, no debías
intentar detenerla, detenerla con el espejismo de orillas verdes, paraísos
terrestres. Había que dejarla emprender el insensato viaje que se había elegido
y que, en la selva de sus contradicciones, era el punto final de una coherencia
absoluta. «También Ulises al fin descansa. Llega a Ítaca y descansa», observé
después de haber leído el poema. Y él me respondió: «¡Pobre Ulises!» Luego me
envió otra poesía que empezaba así:
«Cuando desembarcaste en
Ítaca
qué infelicidad
experimentarías Ulises
Si otra vida tenías por
delante
¿Por qué llegar tan
pronto?»
Creo que aquel día llegué
a ser verdaderamente amiga suya, escuchándolo en el hospital. En efecto, varias
veces fui a Atenas y qué le vamos a hacer si, en cada ocasión, las autoridades
griegas estaban menos contentas. Con todo y no atreverse a negarme el permiso
de entrada, la policía fronteriza llenaba para mí papeles que no llenaba nunca
para nadie, y, durante mi estancia en Atenas, se ocupaba escrupulosamente de mi
persona. Cosa nada difícil, porque yo vivía en la casa de la calle Aristófanes
donde el teléfono estaba controlado y cuatro policías de uniforme y quién sabe
cuántos de paisano vigilaban cada puerta, cada ventana, la misma calle, a lo
largo de las veinticuatro horas.
Psicológicamente, era como
si Alekos estuviera todavía en la cárcel y yo estuviese con él. Una vez me
acompañó a Creta, durante cinco días. Y durante cinco días fuimos constantemente
seguidos, espiados, provocados. En Heraclion, adonde había ido para ver
Cnossos, los automóviles de la policía nos salían al encuentro a medio metro de
distancia. Entrábamos en un restaurante a comer y ellos se instalaban también
allí, esperándonos. Entrábamos en un museo y ellos también se instalaban allí,
esperándonos. A menudo los veíamos llegar a nuestro encuentro en dirección
contraria porque tenían radio y se turnaban en la vigilancia. Una pesadilla. En
el aeropuerto de Xania fui insultada por un agente vestido de paisano. En el
avión que nos llevaba a Atenas fuimos relegados a los dos últimos asientos y
sometidos a control todo el viaje. De nuevo en Atenas no podíamos permitirnos
el placer de una cena en El Pirco sin que en seguida nos alcanzase un policía
que nos iba pisando los talones. Nos atormentaron incluso en los funerales de
un ministro democrático muerto de un infarto de miocardio, y, naturalmente,
Papadopoulos no me concedió nunca la entrevista que, según la embajada griega
en Roma, parecía dispuesto a concederme. Lástima. Hubiera sido divertido preguntarle
al señor Papadopoulos qué entendía por democracia. Y también por amnistía. Y
aún hubiera sido más divertido decide que, por donde quiera que fuese, Alekos
era recibido como un héroe nacional. La gente lo paraba por la calle, lo abrazaba
y a veces intentaba besarle la mano. Los taxistas le hacían subir al coche
incluso en las zonas prohibidas. Los automovilistas paraban el tráfico para saludarle.
Y no era raro que, en los bares, no quisieran que pagase la cuenta. Estaban
todos por él y con él. Sólo quien estaba al servicio de los coroneles estaba
contra él. Y yo seguía el extraordinario fenómeno comprendiendo finalmente un
poco a la difícil criatura objeto de ello. Intuyendo mejor, por ejemplo, los
disgustos y la infelicidad, la sed de una paz que jamás se alcanzaría y que se
manifestaba través de exposiciones de cólera desesperada y desesperante, o inútiles
audacias, o rabiosas llamadas telefónicas al hombre fuerte del régimen,
Joannidis, para desafiarlo a que lo detuviera de nuevo. O bien, siguiendo las
astucias de Ulises, las fulminantes intuiciones de Ulises a quien se parecía cada
vez más en todos los sentidos. Y las lágrimas que le llenaban los ojos cuando miraba
la Acrópolis,
símbolo, para él de todo aquello en que creía. Y sus sombríos silencios. Y los
impulsos de alegría que lo sacudían por entero en una juventud reencontrada por
unas horas, por unos minutos. Y las repentinas risas de muchacho, las
imprevisibles bromas canceladas pronto por sus cambios de humor. Y el pudor
exagerado, más bien puritano, que oponía a las mujeres cuando se le ofrecían
con cartas amorosas, francas invitaciones y zorrunas estratagemas. Por lo
demás, tanto si se trataba de sus pasadas aventuras como de sus sentimientos
actuales no confiaba nunca en nadie: «Un hombre serio no lo hace». Tímido,
terco, orgulloso, era mil personas
dentro de una sola persona que nunca podía renunciar a absolver. Qué alegría
oírle decir a propósito de su atentado: «Yo
no quería matar a un hombre. Yo no soy capaz de matar a un hombre. Yo quería
matar a un tirano».
Homenaje en Italia
Mientras tanto, él había
pedido el pasaporte. Pero ni siquiera obtener los documentos necesarios para la
petición le había sido fácil. En cualquier oficina a la que se dirigiese encontraba
obstáculos sordos, kafkianos. En el ayuntamiento de Glifada, por ejemplo, no
constaba que hubiese nacido. De pronto su nombre faltaba en el registro. Estaba
el de Atena, pero el suyo no. Él se reía de ello con mal disimulada amargura: «No
he nacido, ya ves. Nunca he nacido».
Pero una mañana volvió saltando de alegría: «¡He nacido! ¡He nacido!» No se
sabe por qué habían cambiado de idea. Siete días más tarde, un lunes, le dieron
el pasaporte: válido para un solo viaje de ida y vuelta. Y tres horas más tarde
partimos, en un avión de Alitalia, en dirección a Roma. Ni siquiera nuestra
marcha fue una marcha civilizada. Pasada la aduana, la policía de fronteras, el
registro, bajamos a la sala de espera e inmediatamente nos rodeó una nube de
policías de paisano con aire eminentemente provocador. Llamaron el vuelo y nos
dirigimos a la puerta número 2. Exhibimos nuestras tarjetas de embarque. Nos empujaron
hacia atrás. «¿Por qué?», preguntó Alekos. Silencio. «Tenemos un pasaporte en
regla y una tarjeta de embarque en regla. Y hemos cumplido todas las
formalidades.» Silencio. Los demás
pasajeros ya habían pasado, subido al autobús, bajado del autobús y subido a
bordo del avión. El avión no esperaba más que a nosotros. Y nosotros no
podíamos acercarnos ni siquiera a la escalerilla. Lo peor es que nadie nos daba
ninguna explicación ni tampoco a los empleados de Alitalia que nos escoltaban como
si fuéramos VIP. Diez minutos, quince, veinte, veinticinco, treinta...Aún no he
comprendido por qué, transcurridos treinta minutos, nos permitieron subir a bordo.
Tal vez habían telefoneado al jefe de Seguridad. Tal vez éste había informado a
Papadópoulos y Papadopoulos había decidido que no convenía, ni siquiera
internacionalmente, cometer el error de impedirle la salida en el último
momento. Tampoco comprendí otra cosa: no he comprendido por qué, cerradas las
puertas, el avión estuvo bloqueado en la pista cuarenta minutos. Aquel día no había
problemas con la torre de control. Sólo había una gran incomodidad a bordo.
Incomodidad que desapareció, sin embargo, cuando estuvimos en el cielo. El
cielo más azul del mundo.
Lo que sucedió a
continuación constituye otro libro, ya que Alekos se convirtió en el compañero
de mi vida, ya que un gran amor nos unió
hasta el día de su muerte, que se produjo la noche del Primero de Mayo de 1976,
al morir él en un simulado accidente automovilístico que el Poder se apresuró a
calificar hipócritamente de desgracia fortuita. Ello no obstante, es de
utilidad, para mejor comprender la entrevista siguiente -que a él le resultaba muy
cara-, conocer los principales acontecimientos que integran la osamenta de su existencia
entre el momento en que aquel avión
llegó a Roma y el de su asesinato. Son como sigue.
Tras haber salido de
Grecia en mi compañía, Alekos escogió Italia como base política y geográfica de
su lucha. En Roma ocupábamos la casa que hubiésemos mantenido durante largos
años, de donde partía para sus viajes a Francia, a Alemania, a Suecia y también
a su patria, adonde regresara varias a veces durante el exilio, clandestinamente, sin
que la policía de Joannidis lo localizase jamás. La revuelta del Politécnico y
la matanza de estudiantes provocaron, en 1973, un golpe dentro del golpe: Joannidis
había desautorizado a Papadopoulos sometiéndolo a arrestos y autoeligiéndose amo
indiscutido de Grecia. El primer enemigo de Alekos había pasado a ser, pues,
Joannidis, y era a Joannidis a quien ahora desafiaba con audacia suicida apenas
ponía el pie, provisto de un pasaporte
falso, en el aeropuerto de Atenas. Joannidis estaba al corriente de sus
movimientos y le buscaba sistemáticamente, pero siempre en vano. Cual un
Pimpinela Escarlata, Alekos conseguía colarse por entre las redes de la
policía, y previo a su marcha del país se daba incluso el gusto de enviarle una
tarjeta colmada de saludos burlescos. En Atenas, por lo demás, se detenía poco;
entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas, el tiempo necesario para organizar
a los camaradas o hacer estallar alguna bomba demostrativa. Había reconstruido
la organización Resistencia Helénica dando particular importancia al grupo
denominado Laos, Pueblo. Con él llevaba a cabo las acciones más peligrosas,
atento, sin embargo, a no vertir la sangre de los inocentes: ninguna bomba causó
jamás una víctima. En Europa, en cambio, actuaba a través de los emigrantes, de
los partidos demócratas, de la prensa, de la radio, de la televisión y de las
relaciones con los partidos socialistas, a los que estaba obviamente vinculado.
Eso duró hasta 1974, cuando la
Junta cayó arrastrada por sus errores y su incapacidad.
Papadopoulos se había mostrado un dictador astuto, no exento de sentido
político. Joannidis era un soldado ignorante que de política sabía bien poco. La
vana ilusión de anexionar Chipre a Grecia le llevó a derrocar a Makarios, quien
huyó por puro milagro de la isla, hecho que dio lugar a su invasión por los
turcos. Más adelante, y según Grecia se encontraba a punto de entrar en guerra
con Turquía, Joannidis convenció a la
Junta para que abdicase y, con decisión a un tiempo
desesperada y paradójica, entregó el gobierno a los mismos opositores a quienes
Papadopoulos había derrocado en 1967. Karamanlis regresó a Atenas para formar
un gobierno de emergencia. La democracia quedó formalmente restablecida.
En aquellos once meses que
pasé con Alekos no dejé de preguntarme cómo reaccionaría él de caer la dictadura
y suponiendo que no lo matasen
antes. A mi forma de ver, la política, a decir verdad, no era más que un
aspecto de su extraordinario talento y de su arrolladora personalidad. En él se
daban, es cierto, los distintivos del tribuno y del líder, y no era fácil que renunciase
a ellos. Según mi criterio, sin embargo, su valor nacía de una vocación
literaria, su auténtico temperamento era el temperamento poético. No en vano
gustaba de repetir: «La política es un
deber, la poesía es una necesidad». Pensaba yo, en suma, que sus dotes de
tribuno y de líder, que encontraba cabal expresión en las situaciones excepcionales,
la hallarían menos cumplida en la normalidad democrática. Y también a él debió
de asaltarle una duda semejante porque, para mi sorpresa, no regresó a Grecia inmediatamente
después del retorno de Karamanlis. Sólo se decidió a hacerlo el 13 de agosto,
aniversario de su atentado contra Papadopoulos. El regreso lo restituyó a su
destino de combatiente y lo exilió de la literatura. En Atenas se
preparaban las elecciones políticas. El Partido
de la Unión del
Centro se apresuró a ofrecerle una candidatura. Él aceptó y, por esa mágica
coincidencia de fechas que siempre había acompañado los grandes hitos de su
vida -incluido el de su muerte-, salió elegido el 17 de noviembre, aniversario
de su condena al fusilamiento, a la que había escapado en 1968. Y ni que decir tiene que la victoria lo exaltó
poquísimo: una semana más tarde se encontraba ya en Italia, adonde habría de
regresar una y otra vez con frecuencia obstinada, fiel. Había llegado a
considerar Italia su segunda patria. Hablaba el italiano con gran corrección.
Lo escribía casi sin faltas. Se vestía y comía a la italiana. Con muebles italianos
puso su apartamento en Atenas, haciendo de él una réplica exacta de nuestra
casa de Florencia.
En el Parlamento no
tardó Alekos en mostrarse el más
contestatario de los diputados. No daba cuartel a nadie, y menos todavía al
ministro de Defensa, Evanghdis Tositsas Averoff, hombre que bajo el régimen anterior había
tenido relaciones turbias.
La potencia de Averoff
superaba a la de Karamanlis porque se apoyaba en el ejército y porque de éste
procedía el peligro de un nuevo golpe de Estado. Alekos le consideraba una amenaza
para el país, y cuando pedía la palabra era siempre para acusarle en tales
términos. Conocía, en realidad, la existencia de documentos que demostraban el ex colaboracionismo de Averoff y los motivos que
le habían llevado a no depurar en ningún momento a los generales, coroneles y
capitanes que habían ostentado el mando durante la tiranía. Aquellos documentos
se encontraban en custodia en los archivos del EAT-ESA, la policía militar
misteriosamente desaparecida con la caída de la Junta. Durante todo 1975, la actividad principal
de Alekos, sin que nadie lo supiese, consistió en la búsqueda de esos archivos.
Y los juicios contra Papadopoulos, Makarezos, Pattakos, Joannidis y los demás
representantes de la Junta,
amén de los que luego se siguieron contra verdugos como Theoftiloyannakos y
Hazizikis, le ayudaron, en cierto modo, a guardar el secreto, ya que distrajeron
la atención general. Durante aquellos meses sólo se habló de Alekos para
mencionar su noble actitud hacia los encausados. Luchó verdaderamente a fin de que
Papadopoulos y los demás no fuesen condenados a muerte: «En época de dictadura el tiranicidio es un deber, en época de
democracia el perdón es una necesidad. La justicia no se obtiene abriendo
tumbas.”
Fue muy generoso cuando declaró
contra Theofiloyannakos, que con tanta crueldad lo había maltratado
físicamente: su testimonio duró apenas cuarenta minutos y en él se refirió sólo
a los episodios más graves, que expuso con frialdad y desapasionamiento. Llegó a declarar que en aquel
momento sus enemigos no eran los ex esbirros encadenados sino los dudosos representantes
del nuevo poder.
En los primeros meses de
1976 Alekos consiguió hacerse con los archivos del ESA y, en particular con los documentos que buscaba. Entre ellos los encontró, incluso, comprometedores para un
diputado que militaba en su partido, Demetrio Tzatzos. Eso contribuyó a su
decisión de abandonar la Unión
del Centro y de permanecer en el Parlamento como independiente de izquierdas.
Pero la orgullosa soledad en que se envolvió a partir de ese momento centuplicó
los peligros que en todo instante se habían cernido sobre él. Se había
convertido en el hombre más incómodo de Grecia. Sabía demasiadas cosas acerca
de los amos de una democracia falsa y vacilante. Y, como suele suceder, era
demasiado valeroso para dejarse intimidar. Su sentencia estaba firmada. Lo eliminaron la víspera del día en que había
de entregar los archivos al Parlamento. Instigada por Avcroff, la Magistratura había
prohibido su publicación. Y, por ese motivo, no le quedaba a Alekos más salida
que entregárselos a Karamanlis, en el Parlamento, en un gesto que produjo una
sacudida. El acto debía producirse la mañana del 3 de mayo. La noche del
viernes al sábado del primero de mayo, y cuando se dirigía a Glifada, para
dormir en casa de su madre, dos automóviles comenzaron a seguirle. En la calle Vouliagmeni
uno de ellos le dio alcance a gran velocidad y, mediante una hábil maniobra de
morro-trasera, lo empujó fuera de la calzada. Murió casi en el acto. A sus
funerales acudió un millón y medio de personas.
Pero, como he dicho antes,
eso constituye otro libro. Un libro que venga a esclarecer exclusivamente los
hitos más importantes de su vida tras la entrevista. Una entrevista que va mucho
más allá del autorretrato del hombre a quien amé, a quien amo y que me amó. A
cuatro años de distancia no puedo menos que considerarla, verdaderamente, una especie de testamento
espiritual, una exposición de lo que Alekos buscó siempre en vano. Porque lo
que él buscó siempre, lo que toda criatura digna de haber nacido debe buscar, no existe. Es un sueño que se llama libertad,
que se llama justicia. Y llorando, blasfemando y sufriendo podemos sólo
alcanzarlo diciéndonos a nosotros mismos
que cuando una cosa no existe se inventa. ¿No hemos hecho lo mismo con Dios?
¿Acaso el destino de los seres humanos no es inventar lo que no existe y pelear
por un sueño?
Oriana en el funeral de Alexos
ORIANA FALLACI: No
tienes un aire feliz Alekos. ¿Cómo
es eso? ¿Estás finalmente fuera de aquel infierno y no eres feliz?
ALEJANDRO PANAGULIS. No, no lo soy. Sé que no me creerás,
sé que esto te parecerá imposible, absurdo, pero yo me siento más indignado que
feliz, más triste que feliz. Me siento como el domingo pasado cuando oí aquellas vivas
que salían de la celda de los otros detenidos, e ignoraba el porqué de los
vivas, y pensé: «Debe tratarse de alguna amnistía. Papadopoulos está haciendo
su proclama y prepara el espectáculo con una amnistía capaz de impresionar a
los ingenuos. Ahora puede permitirse el lujo de tener menos miedo. Más bien de
fingir que tiene menos miedo. Tanto, que le cuesta sacamos de aquí a algunos de
nosotros». Pensé: «Algunos de nosotros» porque no creía que me liberase también
a mí. Y cuando lo supe, el lunes por la mañana, no experimenté ninguna alegría.
Ninguna. Me dije: si ha decidido que le conviene ponerme en libertad también a
mí, significa que su designio es más ambicioso; significa que piensa realmente
legalizar la Junta
en el ámbito de la
Constitución y buscar el reconocimiento de los antiguos
adversarios. Entrando en la celda, el comandante de la cárcel me había
anunciado la gracia: «Panagulis, has obtenido la gracia». Le contesté: «¿Qué
gracia? Yo no he pedido gracia a nadie». Luego añadí: «En seguida os daréis
cuenta de que meterme aquí dentro es fácil, pero echarme es difícil. Antes de
llegar a Eritrea, me habréis encarcelado otra vez». Eritrea es un arrabal de
Atenas.
¿Les has dicho
esto?
Claro. ¿Qué otra cosa
podía decirles? ¿Acaso tenía que decirles gracias, muy amable, transmita mis
saludos al señor Papadopoulos? Además, el martes fue peor. No sé si sabes que
hay un procedimiento especial para leerle al condenado el decreto de amnistía,
una especie de ceremonia con el pelotón que presenta armas, los otros en
posición de firmes, etcétera. De manera que, hacia el mediodía, llega el
procurador Nicolodimus para la ceremonia y me hacen salir de la celda para llevarme
a las estancias del comandante donde están todos de pie, etcétera. Yo veo una
silla e, inmediatamente, me siento. Extrañeza, sorpresa, y: «¡Panagulis! iDe
pie !», ordena Nicolodimus. «¿Por qué? -pregunto- ¿por qué tiene que leer un
papel que llaman decreto presidencial, pero que para mí es sólo el papel de un
coronel...? No, no me levanto. iNo!» Y sigo sentado. Los demás de pie y yo
sentado. No me habría levantado de la silla ni que me hubieran hecho pedazos. Tuvieron
que celebrar la ceremonia mientras yo estaba así, cómodamente sentado. Nunca he
dejado de provocarles. Cuando el teniente coronel fue a buscarme, hacia las dos
de la tarde, también le provoqué a él... "Panagulis, eres libre. Recoge
tus cosas.» "Yo no recojo nada, recójalo usted. Yo no he pedido que me
dejasen salir.»
¿Y él qué
dijo?
Oh, él repitió la frase de
los otros: «En cuanto estés fuera ya no lo dirás. Descubrirás la "dolce
vita" y cambiarás de idea. Luego cogieron mis bolsas y las llevaron hasta
la verja, como maleteros. Fue divertido porque dentro de una de las bolsas que
me llevaban como maleteros yo había escondido las últimas poesías que he
escrito y las pequeñas sierras que utilizaba para cortar los barrotes. Son
sierras minúsculas, mira. Pero funcionan. Diecisiete veces encontraron estas
sierras, pero siempre conseguí procurarme otras y, cuando salí de Boiati, tenía
una docena. Las tengo aquí, ¿ves? Y la próxima vez... Yo siempre espero que vuelvan a prenderme y que
me lleven allí. IY quieres que sea feliz!
Pero, cuando estuviste
fuera, cuando viste el sol y a tu madre, debió ser muy hermoso.
Ni siquiera fue hermoso.
Fue como si me quedara ciego. Hacía tantos años
que no salía de aquella tumba de cemento, hacía tantos años que no veía
el espacio y el sol. Me había olvidado de cómo era el sol y fuera hacía un sol
intenso. Guando lo vi de cerca, tuve que cerrar los ojos. Luego los abrí un
poco, pero sólo un poco, y con los ojos semicerrados empecé a andar. Y andando
empecé a descubrir el espacio. Ya no me acordaba de cómo era el espacio. Mi
celda tenía un metro y medio por tres y caminando sólo podía dar dos pasos y
medio. Descubrir el espacio me dio vértigo.. Y lo sentí rodar a mi alrededor
como un tiovivo, y me mareé, y estuve a punto de caer. Ahora, si camino más de
cien metros, me siento cansado y desorientado. No, no fue hermoso. Y si no lo
crees no me importa. O sí me importa y me aguanto. Hacía un esfuerzo terrible
para andar con todo aquel sol, con todo aquel espacio. Y luego, de repente, en
todo aquel sol, en todo aquel espacio, descubrí una mancha. Y la mancha era un
grupo de gente. Y de aquel grupo de gente se destacó una figura negra. Y me salió
al encuentro y, de repente, se convirtió en mi madre. Y detrás de mi madre se
destacó otra figura. Y se convirtió en la señora Mandilaras, la viuda de Nikoforos
Mandilaras, asesinado por los coroneles. Y yo abracé a mi madre, abracé a la
señora Mandilaras y después...
Después lloraste.
¡No! ¡No lloré! Ni
siquiera mi madre lloró. Nosotros somos gente que no llora. Y si acaso se
llora, nunca se hace delante de los demás. En estos años lloré sólo dos veces:
cuando asesinaron a Georghatyz y cuando me dijeron que mi padre! había muerto. Pero
nadie me vio llorar ; estaba en mi celda. Y luego... luego nada. Vine a casa
con mi madre, la señora Mandilaras y el abogado. Y en casa encontré a muchos amigos. Estuve con los amigos hasta las seis de
la mañana, y luego me fui a la cama, a mi cama, y no me preguntes si me ha
conmovido dormir en mi cama, porque no
me ha conmovido. Oh, no soy
insensible, sabes! iNo lo soy!
Pero me he endurecido. Me he endurecido mucho, y ¿qué otra cosa hay que esperar
de un hombre que durante cinco años ha estado enterrado vivo en una tumba de
cemento, sin otro contacto con el exterior que los que le golpeaban, le
insultaban le torturaban, o intentaban
asesinarlo? No me han ajusticiado después de haber dictado la condena de
muerte, es cierto. Pero me han sepultado igual: vivo en lugar de muerto. Y por
esto los desprecio. Estaban en su derecho de matarme porque había cometido un
atentado. Pero no tenían derecho a enterrarme vivo en lugar de muerto. He aquí
por qué no siento más que rabia hacia esos payasos que ahora me permiten dormir
en mi lecho.
Alekos, no digas esto. ¿Quieres volver a la cárcel?
Si tuviésemos que mirar
las cosas con lógica, tendría que haber vuelto allí antes de llegar a Eritrea.
Yo estoy dispuesto a volver a la cárcel en cualquier momento.
Desde este momento. Desde ayer, desde anteayer, desde el instante en que me
cegó el sol. Te diré más: si es útil que yo esté en la cárcel, estaré contento
de volver a la cárcel. Porque ¿a consecuencia de qué tendrían que mandarme otra
vez a la cárcel? ¿A consecuencia de lo que digo a los demás o a ti? Pero decir lo
que pienso ¿no es acaso uno de mis derechos en un régimen democrático, y no
sostiene Papadopoulos que Grecia es una democracia? Papadopoulos está muy interesado
en mantenerme fuera y demostrar al mundo que no le importa en absoluto lo que
yo diga. Y, si quiere hacerme daño con inteligencia, tendrá que hacerme caer en
alguna trampa. Y esto ya lo ha intentado. El día después de mi salida de la cárcel
vino aquí un muchacho que decía ser estudiante aunque, hasta por el corte de
pelo, se veía en seguida que pertenecía a la policía militar. Me contó que
hacía algún tiempo había matado a un norteamericano tomado como rehén para
liberar a Panagulis, y luego me pidió algunas metralletas. Lo eché a gritos y
telefoneé inmediatamente a la policía militar. Pregunté por el jefe, uno de los
que me torturaban. No estaba y le dije al telefonista: «Dile que si me manda a
otro de sus agentes provocadores, lo mataré a puntapiés». No han conseguido
doblegarme en la cárcel, figúrate si van a hacerlo ahora.
Alekos, ¿no tienes miedo de que te maten?
iBah! Dado que quieren
aparecer como liberales, como demócratas, no les conviene matarme;
por lo menos en este momento. Pero podría ocurrírseles. En marzo de 1970,
inmediatamente después del asesinato de Policarpos Georghatzis, el héroe de la guerra de
liberación de Chipre y ministro del arzobispo Makarios, lo intentaron. Eran casi las siete de la
tarde y yo estaba en el quinto día de una nueva huelga de hambre. De repente oí
un silbido y el jergón se incendió. Me tiré al suelo, grité: asesinos,
bastardos, bestias, abridme la puerta. Pero pasó más de una hora antes de que
me sacasen de allí, antes de que me abriesen la puerta. Una hora durante la
cual el jergón se iba quemando, quemando... Ya no veía, ya no podía respirar.
Cuando llegó el médico de la cárcel, un joven subteniente, estaba en coma. Como
supe más tarde, les dijo qué me llevasen en seguida al hospital. Los hombres de
la Junta se
mostraron del todo indiferentes. A menudo me desmayaba y no podía hablar porque
el tórax me dolía e incluso respirar me producía dolores. Después de cuarenta y
ocho horas, el joven subteniente consiguió que me visitasen oficiales médicos
de más edad y, cuando éstos vieron las condiciones en que me hallaba, se indignaron.
El jefe de los oficiales médicos dijo que era un crimen tenerme en la celda y
telefoneó a sus superiores para protestar. Si es cierto lo que supe más tarde,
telefoneó incluso al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas que ahora es vicepresidente
de la seudodemocracia, Odisseo Angelis. Le dijo que su negativa a trasladarme
al hospital era un acto delictivo y que lo denunciaría. Y gracias a él finalmente
accedieron. En el hospital me encontraron en la sangre un noventa y dos por ciento
de anhídrido carbónico. No hubiera resistido más de dos horas, y aunque hubiese
superado las dos horas, tampoco hubiera sobrevivido. Pero... ¿tú sabes por qué
liberaron a Teodorakis?
¿A Teodorakis? No.
Porque yo estaba a punto
de morir. Y estaba aquel francés en Atenas: Servan Schreiber. Y parecía que
había venido para llevarme con él. No me hubieran entregado a Servan Schreiber
ni aunque hubiera estado bien, naturalmente. Y, además, estaba en estado de
coma debido a la tentativa de asesinarme. De manera que, en previsión del
escándalo qué estallaría con mi muerte, le regalaron a Teodorakis. Divertido ¿no?
No quiero decir con esto que no me sintiera feliz por la liberación de
Teodorakis. Había sufrido mucho en la cárcel. Pero la historia sigue siendo
divertida.
Interesante. Pero ¿cómo te las arreglaste para tener pruebas de
que habían intentado asesinarte?
Algunos días antes del
hecho se habían llevado el jergón para “quitarle el polvo». Sucedía muy
raramente, cada tres o cuatro meses. Y, cuando lo devolvieron a la celda, el
centinela se me acercó. El centinela era un amigo. Me preguntó: «Alekos,
¿habías escondido algo dentro del jergón?» No. Nada. ¿Por qué?, pregunté. “Porque
he visto al cabo Karakaxas que maniobraba en su interior como si buscase alguna
cosa.» No le di importancia al hecho entonces, pero lo primero que pensé cuando
el jergón se empezó a quemar es que habían metido fósforo, o plástico o algo
por el estilo. Y el primer nombre que me vino a la cabeza fue el de Karakaxas.
Naturalmente me acusaron de haberlo incendiado yo mismo. Pero cuando les
recordé que desde hacia seis días me habían quitado hasta los cigarrillos y las
cerillas, comprendieron que la cosa iba mal. Vino a verme el mayor Kutras, de la
policía militar, y me dijo: «Si no le cuentas a nadie lo que ha sucedido, te
doy mi palabra de honor de que te dejaremos libre para ir al extranjero». Y
como me negué incluso a discutir tal oferta, al cabo de diez días me
devolvieron a la celda y, desde aquel momento, me prohibieron hasta las visitas
de mi madre. En cuanto a mi abogado, en cinco años no lo he visto nunca. Nunca
he recibido sus cartas y él nunca ha recibido las mías. Y también esto
demuestra el comportamiento ilegal y criminal respecto a mí. Evidentemente,
tenían miedo de que yo revelase el intento de asesinato y por tanto toda mi
correspondencia acababa en la mesa del director de la cárcel. Hasta las cartas que
le escribía a Papadopoulos. Le escribía a Papadopoulos como jefe moral de la Junta, para expresarle mi
disgusto y mi desprecio. Debiera haber tenido el valor de publicar aquellas
cartas, o por lo menos de hacerlas publicar. Le he enviado tantas y a tantas
direcciones... Y también escribía al presidente del Areópago, el Tribunal
constitucional. Le enviaba telegramas para denunciar lo que había hecho conmigo
y para decirle que me encontraba mal. Pero tampoco él recibió nunca mis
telegramas y...
Y ahora ¿cómo te
encuentras Alekos?
Menos bien de lo que
parece. Mi salud no marcha. Me siento siempre débil, agotado. A veces me dan
colapsos. Ayer tuve uno y tuve otro apenas salí de la cárcel. No consigo andar
ni un rato: tres pasos y me
siento. Y, aparte de esto, hay un montón de cosas que no funcionan: el hígado,
los pulmones, los riñones. Me han llevado a la clínica y los primeros exámenes no han sido tranquilizadores; el
lunes tengo que volver para que me hagan otros. Todas aquellas huelgas de
hambre, por ejemplo, me han, debilitado. Me dirás: ¿por qué infligirte además
aquellas huelgas de hambre? Porque en los interrogatorios la huelga de hambre
es un medio para hacerles frente. Les demuestras que no pueden quitártelo todo
porque tienes el valor de rechazarlo todo. Me explicaré méjor. Si rehúsas comer
y les atacas, ellos se ponen nerviosos y el hecho de estar
nerviosos no les permite aplicar una forma sistemática de interrogatorio.
Durante las torturas, por ejemplo, si el torturado mantiene una actitud
provocadora y agresiva,
el interrogatorio sistemático se convierte en una lucha personal del propio torturado. ¿Comprendes?
Quiero decir que, con la huelga del hambre el cuerpo se debilita, lo que no permite que
continúe el interrogatorio porque es inútil interrogar y torturar a
alguien que pierde el conocimiento. Estas condiciones se producen al cabo de
tres o cuatro días sin comida ni agua, sobre todo si pierdes sangre por las
heridas producidas por las torturas. De esta manera se ven obligados a
trasladarte al hospital y... Oh,
también mis recuerdos del hospital son dolorosos. Intentaban alimentarme con un
tubo de plástico que me introducían en la nariz. Sufría mucho, aunque tenía la
sensación de ganar tiempo. Y luego...
¿Y luego?
Luego, del hospital me
llevaban otra vez a la sala de torturas y
continuaban torturándome. Entonces yo hacía otra huelga de hambre, les provocaba otra vez, y
otra vez me mostraba despreciativo y agresivo.
Y su sistema fallaba de nuevo. Y de
nuevo se veían obligados a llevarme al hospital donde, de nuevo, intentaban
alimentarme con la sonda en la nariz. También el comportamiento de algunos
médicos era desagradable. En el hospital, mis torturadores continuaban el
interrogatorio, pero de manera menos consistente porque allí no podían usar sus
métodos, por supuesto. Ganaba tiempo, repito, y esto era sumamente importante
para mí. En pocas palabras: me hubiera resultado imposible renunciar a la
huelga de hambre. Era un arma absolutamente indispensable.
Durante los
interrogatorios lo comprendo... Pero después, Alekos, en la cárcel...
En la cárcel no tenía un
medio más eficaz para expresar mi disgusto, mi desprecio, y para demostrarles que
no podían doblegarme. Ni aunque fuera un
detenido. Rebelándome a través de la
huelga de hambre tenía la
sensación de no estar solo y ofrecer
algo a la causa de Grecia. Pensaba que si mantenía una actitud firme, valerosa,
los soldados, los guardias y los mismos oficiales comprenderían que yo
estaba allí representando a un pueblo decidido a vencer. Además, muchas de las
huelgas de hambre que hice en la cárcel estaban provocadas por el comportamiento
de que hacían gala respecto a mí. Me negaban hasta un periódico, un libro, un
lápiz, un cigarrillo. Y para conseguir un periódico, un libro, un lápiz, un
cigarrillo, rechazaba la comida. Durante días y días. Hice una huelga
que duró cuarenta y siete días, otra que duró cuarenta y cuatro, otra cuarenta, otra
treinta y siete, dos de treinta
y dos, una de treinta, cinco entre veinticinco y treinta días... Hice muchas. Y, pese a ello, nunca dejaron de
pegarme. Nunca. Recibí muchos golpes en aquella celda. Las costillas que me
rompieron cuando me pegaban con barras de hierro apenas están curadas.
¿Cuándo te
pegaron por última vez..?
Si hablas de palizas
serias, el 25 de octubre de 1972: al trigésimo quinto día de una huelga de
hambre. Vino Nicholas Zakarakis, el director de la cárcel de Boiati, y yo estaba tendido en el
jergón. Ya no tenía fuerzas y casi no podía respirar. De todas maneras,
empezó á insultarme y a
decir que me habían pagado por el atentado a Papadopoulos y que había colocado el dinero
en Suiza. Y no me dio la gana de callar. Reuní la escasa voz que me quedaba y
le grité: «Malacas! Puerco Malakas!» Malakas, en griego, es una palabra
fea. Zakarakis reaccionó con tal lluvia de golpes que aún me molesta
recordarlo. Habitualmente, yo me defendía. Pero aquel día no podía mover un
dedo y... También el 18 de
marzo me propinaron otra paliza. Me habían atado a la cama y me
golpearon durante hora y media.
Cuando el doctor Zografos levantó la sábana y vio mi cuerpo, cerró los
ojos horrorizado. Era un cuerpo negro como la tinta, de la cabeza hasta los pies.
Me habían golpeado sobre todo sobre los pulmones y los riñones, y durante dos semanas escupí
sangre y oriné sangre. ¿Cómo quieres que me encuentre bien ahora?
Además, lo de orinar sangre se debe a otra cosa que me hicieron durante el
interrogatorio.
No te lo
preguntare, Alekos.
¿Por qué no? Es una cosa
que también conté en el proceso y de la que informé a la Cruz Roja Internacional.
Me la hacía Babalis, uno de mis torturadores. Mientras yacía desnudo, atado a
aquella cama de hierro, me introducía en la uretra un hilo de hierro. Una
especie de aguja. Luego, mientras los otros gritaban obscenidades, con el
encendedor calentaban el trozo de hierro que quedaba fuera. Una cosa tremenda. Preguntarás:
«Pero ¿no te hicieron el electrochoc?» No, no lo saben hacer. Pero me hicieron
esto y, cuando se habla de torturas, ¿cómo
se hace para determinar cuál es la peor? ¿Estar diez meses esposado, diez meses digo, día y noche,
no es acaso una tortura? Diez meses, día y noche. Sólo a partir del noveno mes,
me liberaron las muñecas durante algunas horas. Dos o tres horas por la mañana,
ante la insistencia del médico de la prisión. Tenía las manos hinchadas, las muñecas
me sangraban y en muchos puntos mostraban llagas purulentas... Conseguí
informar a mi madre que presentó al procurador general una acusación oficial,
escrita. Y aquella acusación es una prueba porque, si mi madre hubiese escrito
una falsedad, ellos la habrían incriminado; ¿sí o no? ¿Acaso no incriminaron a
la señora Manganis cuando reveló que su marido, Giorgio Manganis, había sido
torturado? Metieron en la cárcel a esta gran señora, aunque había dicho la verdad.
Pudieron permitírselo porque, en su caso, habría sido difícil probar la acusación.
Pero en mi caso no. No podían encarcelar a mi madre: las pruebas existían. Y
evidentes. Eran las heridas y las cicatrices que llevaba por todo el cuerpo. Si
tuviera que hacer la lista de las torturas... Mira estas tres cicatrices en la
parte del corazón. Me las hicieron el día que me rompieron el pie izquierdo con la
«falanga». Naturalmente, me hacían siempre la «falanga», que consiste en
golpearte las plantas de los pies con un palo hasta que el dolor te llega al cerebro
y te desmayas. Yo la soportaba bastante bien. Pero aquel día, Babalis golpeó
con tal fuerza que me rompió el pie izquierdo. Cinco minutos después, llegó
Constantino Papadopoulos, el hermano de Papadopoulos. Me puso la pistola en la
sien y gritó: «¡Ahora te mato, ahora te mato !», y me golpeaba. Mientras él me
golpeaba, Theofiloyannakos me pinchaba sobre el corazón con una plegadera de
hierro, despuntada: «¡Te la clavo en el corazón, te la clavo en el corazón!»
Son estas tres cicatrices.
¿Y
estas cicatrices de las muñecas?
Estas me las hicieron cuando fingían cortarme
las venas. Nada grave. Sólo me hacían cortes superficiales. Además, ¿sabes?,
tengo cicatrices por todo el cuerpo. De vez en cuando, descubro una y me digo:
y ésta, ¿cuándo me la hicieron? A la tercera semana de torturas ya no les hacía caso. Sentía que la sangre me corría
por un lado, que la carne se abría por otro, y sólo pensaba: «Otra vez».
Empezaban las torturas habituales azotándome con un cable. Lo hacía Theofiloyannakos.
O me colgaban del techo por las muñecas y me dejaban así durante horas. Es duro
porque la parte superior del cuerpo, al cabo de poco rato, queda como
paralizada. Quiero decir que no sientes ni los brazos ni la espalda. No puedes
respirar, no puedes gritar, no puedes rebelarte de ninguna manera y... Ellos
sabían todo esto, naturalmente, y cuando llegaba a este punto me pegaban
bastonazos en los riñones. ¿Sabes a lo que no me acostumbré nunca? A la
sofocación. También me la hacía Theofiloyannakos, tapándome con ambas manos la
nariz y la boca. Era lo peor de todo. iDe todo! Me tapaba la nariz y la boca
durante un minuto, mirando el reloj, y sólo me dejaba tomar aliento cuando me
ponía morado. Dejó de hacerlo con las manos cuando le mordí. Un mordisco que
casi le arranco un dedo. Pero entonces empleó un cobertor y... Otra cosa que
soportaba mal eran los insultos. Nunca me torturaban en silencio. Nunca.
Gritaban, gritaban... Con voces que no eran voces sino aullidos... y luego los
cigarrillos encendidos en los testículos... Oye, ¿por qué quieres saber estas cosas
sólo de mí? No es justo. No me las han hecho sólo a mí. Ve al hospital militar 401,
si te parece, y pregunta por el mayor Mustaklis. A él, durante el
interrogatorio, le hicieron el aloni. ¿Sabes qué es el aloni? Los
torturadores se ponen en círculo, te lanzan al centro y te golpean todos a la vez. A
él le golpearon sobre todo en la columna vertebral y en la nuca. Quedó
completamente paralítico. Yace en un lecho como un vegetal, y los médicos le definen
«clínicamente muerto».
Quisiera preguntarte una
cosa, Alekos. Antes de que sucediese esto, ¿soportabas bien el dolor físico?
¡Oh, no! No. El mínimo
dolor de muelas me hacía sufrir mucho y no soportaba la vista de la sangre.
Sufría incluso viendo sufrir a la gente y miraba con incredulidad a las
personas capaces de soportar el dolor físico. Pero el hombre es una criatura
extraordinaria, llena de sorpresas: Es increíble cómo puede cambiar un hombre,
y es maravilloso cómo un hombre puede revelarse capaz de soportar lo insoportable.
Aquel retórico proverbio de «el acero se templa con el fuego» es absolutamente
cierto, ¿sabes? Yo, cuanto más me atormentaban, más duro me volvía. Cuanto más
me atormentaban, más resistía. Algunos dicen que en las torturas se invoca la muerte como una liberación. No
es cierto. Al menos para mí. Mentiría si dijese que nunca tuve miedo, pero
también mentiría si dijese que deseaba morir. Es la última idea que me hubiera
pasado por la cabeza: morir. Pensaba sólo en no ceder, en no hablar, en
rebelarme. ¡Si supieras cuántas veces les he golpeado también yo! Si no estaba atado
a la cama de hierro, la emprendía a patadas, a mordiscos, a puntapiés. Era
utilísimo porque entonces se enfurecían más y me golpeaban aún más fuerte y yo me
desmayaba. Siempre quería desmayarme, porque es como reposar. Luego volvían a
empezar, pero...
Disculpa, Alekos. Tengo
una curiosidad. ¿Tú sabias
que el mundo entero se estaba ocupando de ti y protestaba por ti?
No. Me enteré el día en
que ellos entraron en mi celda enarbolando los periódicos y gritando:
«Los tanques rusos han entrado en Checoslovaquia. Ahora ya nadie tendrá tiempo
ni ganas de ocuparse de ti». Y luego lo comprendí cuando me mostraron a los
periodistas después de mi primera tentativa de fuga. Eran muchos, de muchos
países. Y yo me dije: «Entonces, lo saben». Y sentí como una caricia en el
corazón. Y me pareció que estaba menos solo. Porque la cosa peor, ¿sabes?, no es sufrir. Es sufrir solo.
Continúa tu relato,
Alekos.
Decía que cuando me
insultaban diciéndome «criminal, bastardo, traidor» y otras vulgaridades
irrepetibles, yo les insultaba a ellos. Les chillaba cosas espantosas. Por
ejemplo: « ¡Me tiraré a tu hija!» Pero fríamente, sin perder la cabeza, ¿me
explico? Yo, que soy tan pasional, con la rabia me vuelvo frío. Un día me enviaron
a un oficial proclive al interrogatorio psicológico. Uno de aquellos que dicen:
«Querido, es-mejor-que-hables». Puesto que era tan amable, le pedí un vaso de
agua. Me lo hizo traer, presuroso. Pero cuando tuve el vaso en la mano, en lugar
de beber el agua, lo rompí. Después, con el vaso roto, me lancé contra aquellos
bandidos. Herí a dos o tres antes de que
se me echasen encima y me derribaran al suelo, sobre los trozos de vidrio, uno
de los cuales me cortó casi por la mitad el meñique derecho. Hasta me cortó el
tendón, mira... No puedo mover este dedo. Es un dedo muerto. Y, ¿sabes qué hizo
aquel bestia de Babalis? Llamó al doctor y, sin desatarme las manos que llevaba
atadas a la espalda, me hizo coser el meñique. Así, sin anestesia. ¡Espantoso! Aquel
día grité. Grité como un loco.
Oye, Alekos, ¿nunca
sentiste intenciones de hablar?
¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!
Nunca dije nada. Nunca. Jamás comprometí a nadie. Jamás. Puesto que había
asumido toda la responsabilidad del atentado, ellos querían saber quién habría
asumido la responsabilidad del gobierno si el atentado hubiera tenido éxito.
Pero de mi boca no salió ni media palabra. Un día que estaba tendido en la cama de hierro y ya no podía más,
me trajeron un griego que se llama Brindisi. Había hablado y lloraba. Y
llorando decía: «Basta, Alekos. No sirve de nada. Habla, Alekos». Pero yo
pregunté: «¿Quién es este Brindisi? No conozco más Brindisi que un puerto
italiano». El mismo día me trajeron a Avramis. Avramis era un miembro de la Resistencia griega, y
era ex oficial de policía, un hombre valeroso, honesto. Negué que lo conociera
y negué que perteneciera a la
Resistencia griega. Theofiloyannakos gritaba: «Como ves, él
te conoce. Ya lo ha admitido. Reconócelo tú también y acabaremos para siempre
con este asunto». Yo le contesté: «Escucha, Theofiloyannakos. Si te tuviera durante una
hora en mis manos, te haría confesar cualquier cosa. Incluso que has violado a
tu madre. No conozco a este hombre. Lo habéis torturado y ahora dice lo que
vosotros queréis». Y Theofiloyannakos: «Tanto da si hablas como si no, nosotros
diremos que has hablado». Escúchame: ni siquiera bajo las torturas más atroces
he traicionado a nadie. A nadie. Y ésta es una cosa que hasta estas bestias respetan.
La dirección de mis torturas estaba confiada al jefe de policía, el entonces
teniente coronel y ahora general Joannidis. Una noche, viéndome escupir sangre,
sacudió la cabeza y dijo: «No hay nada que hacer. Es inútil insistir. Sucede
una vez entre cien mil que alguien no hable. Pero aquí tenemos un caso. Es
demasiado duro este Panagulis. No hablará». Joannidis ha dicho siempre: «El
único grupo que no estamos seguros de haber diezmado es el de Panagulis. Ese
tigre rompía las esposas». Bueno, tal vez no está bien que te lo cuente. A lo
mejor crees que soy un vanidoso y escribes que me gusta hablar de mí. Pero te
lo digo porque es una gran satisfacción. ¿No es justo?
Si. Lo es. Y ahora
quisiera saber otra cosa, Alekos. Ésta: después de tanto sufrir, ¿eres aún
capaz de amar a los seres humanos?
¿Amarles aún? ¡Amarles
más, querrás decir! ¿Cómo se te ha podido ocurrir semejante pregunta? ¿No
creerás que identifico a la humanidad con las bestias de la policía militar
griega? ¡Pero se trata de un puñado de hombres! ¿No te dice nada que en todos
estos años hayan sido siempre los mismos? ¡Siempre los mismos! Mira: los malos son
una minoría. Y por cada malo hay mil, diez mil buenos: sus víctimas. Aquellos
por quienes hay que luchar. ¡No se puede, no se debe ver todo tan negro! ¡He
encontrado tanta gente buena en estos cinco años incluso entre los policías. ¡Sí,
sí! ¡Piensa en los soldaditos que arriesgaban la piel para llevar mis cartas,
mis poesías, fuera de la prisión! ¡Piensa en todos los que me han ayudado en
las tentativas de fuga! Piensa en los médicos que me hicieron llevar al
hospital y ordenaban a los guardias que no me ataran por los tobillos a la
cama. «No puedo hacerlo»,
respondían los guardias. Y los médicos: «¡Esto no es una cárcel! ¡Esto es un hospitaaal!»
¿Y el tal Panayotidis que participaba en las torturas y me escupía siempre
encima? Un día se acercó a mí muy confuso y me dijo: “Alekos, lo siento. He
hecho lo que me mandaban hacer. Lo hubiera hecho aunque se hubiese tratado de
mi padre. No tengo el valor de negarme. Perdóname,
Alekos». Oh, el Hombre...
¿Quieres decir que el
Hombre es fundamentalmente bueno, que el Hombre nace bueno?
No. Quiero decir que el
Hombre nace para ser bueno y que más a menudo es bueno que malo. Y mira: a mí,
para aceptar a los hombres, me basta aquello que me sucedió cuando estaba en el
hospital después de la tentativa de asesinarme con el jergón en llamas. Había
en aquella sala una anciana asistenta. Una de esas viejas que friegan los
suelos y limpian los lavabos. Un día se me acercó, me acarició la frente y me dijo:
“¡Pobre Alekos! ¡Estás siempre solo! ¡Nunca hablas con nadie! Esta tarde vengo
aquí, me siento a tu lado, y me cuentas cosas, ¿eh?» Luego se dirigió a la
puerta y allí la detuvieron los guardias
que se la llevaron. No vino aquella tarde. Yo la esperé, pero no vino. No la vi
más. Nunca he sabido qué le hicieron y....
¿Lloras, Alekos? ¿¿¡¿Tú?!?
No lloro. Yo no lloro. Yo
me conmuevo. La amabilidad me conmueve. La bondad me conmueve. Y ahora estoy
conmovido. ¿Comprendes?
Comprendo. ¿Eres
religioso Alekos?
¿Yo? No. Quiero decir que
no creo en Dios. Si me hablas de Dios, te daré la respuesta de Einstein: creo
en el Dios de Spinoza. Llámalo panteísmo, llámalo como te parezca. Y si me
hablas de Jesucristo, te diré que me parece bien porque no lo considero hijo de
Dios sino hijo de los hombres. El solo hecho de que su vida haya estado
inspirada por la voluntad de aliviar el dolor humano, el solo hecho de que haya
sufrido y muerto por los hombres y no por la gloria de Dios, me basta para
considerarlo grande. El más grande de todos los dioses inventados por el
Hombre. Verás, el hombre no puede prescindir de la idea del amor porque no
puede vivir sin amor. Yo he recibido mucho odio en la vida, pero también he
recibido mucho amor. De niño, por ejemplo. Fui un niño feliz porque crecí en
una familia en que nos amamos mucho. Pero no era solo una cuestión de familia.
Era una cuestión... ¿como decirlo? De descubrimientos. Por ejemplo, durante la ocupación
italiana nos habíamos refugiado en la
isla de Leucade donde había muchos soldados italianos. Me llamaban siempre: «¡Pequeño,
pequeño, pequeño!»,y me regalaban algo: una chocolatina, una galleta. Mi padre,
oficial del ejército, no quería que lo aceptase y pretendía que tirase aquellos
regalos. Mi madre, en cambio, no: «Cógela y da las gracias». Mi madre sabía que
no lo hacían para insultarme sino para ser amables. Sabía que no eran soldados
malos sino hombres buenos. He sido menos feliz luego, de mayor. No es fácil
sentirse completamente feliz cuando te das cuenta de que a los demás no siempre
les importan las mismas cosas que te importan a ti. Y cuando veía a mis coetáneos
indiferentes a los problemas de la vida, yo... bueno, no era capaz de ser feliz. Como hoy.
Es curioso, Alekos, hablas como un hombre que ni siquiera puede concebir la idea de un atentado,
la idea de matar.
Yo, antes del 21 de abril,
o sea, antes del advenimiento de los coroneles, ni siquiera concebía la idea de
matar. No hubiera podido hacer daño ni a mi peor enemigo. Aun hoy, la idea de matar
me repugna. No soy un fanático. Quisiera que todo cambiase en Grecia sin una
gota de sangre. No creo en la justicia aplicada de modo personal. Y creo mucho menos en la palabra venganza.
Ni siquiera para quienes me han torturado concibo la palabra venganza. Uso la
palabra castigo y pienso únicamente en un proceso. Me bastaría que les
condenasen a un solo día de cárcel donde yo he estado cinco años. Creo demasiado
en la ley, en el derecho, en el deber. De hecho, nunca le he discutido a
Papadopoulos el derecho a procesarme y condenarme. Siempre he protestado por el
modo como cumplían sus ordenes, por las
palizas que me daban, por las crueldades
que me infligían, por la tumba de cemento en la que me tenían prohibiéndome
incluso leer o escribir. Pero cuando uno
hace lo que yo hice, un atentado quiero decir, no va contra la ley. Porque
actúa en un país sin ley. Y a la no-ley,
se responde con la no-ley. ¿Me explico? Mira, si tú vas por la calle y no
molestas a nadie, y yo la emprendo a bofetadas contigo y tú no puedes denunciarme
porque la ley no te protege, ¿qué piensas?¿Qué haces? Fíjate: he hablado de
bofetadas, de nada más. Una bofetada ni siquiera hace daño, es sólo un insulto.
¡Pero incluso siendo así, tiene que existir una ley que me prohíba emprenderla a
bofetadas contigo! ¡Una ley que me prohíba incluso darte un beso si tú no quieres!
Y si esta ley no existe, ¿qué haces tú? ¿No tienes acaso el derecho de reaccionar y tal vez de matarme para que no te
moleste más? ¡Tomarte la justicia por tu mano se convierte en una necesidad!
Más bien en un deber. ¿Sí o no?
Sí.
No me da miedo decírtelo:
también conozco el odio. Amo mucho al amor y estoy lleno de odio hacia los que
matan la libertad, hacia los que la han matado en Grecia, por ejemplo. Es
difícil decir ciertas cosas sin parecer retórico, pero… Hay una frase que se encuentra a menudo en la
literatura griega: «Feliz de ser libre y libre de ser feliz». De modo que
cuando un tirano muere de muerte natural en su cama, yo... ¿Qué quieres que le
haga? Me siento trastornado por la rabia. Me siento lleno de odio. Según mi opinión,
es un honor para los italianos que Mussolini haya tenido el fin que tuvo y es
una vergüenza para los portugueses que Salazar haya muerto en su cama. No se
puede aceptar que toda una nación se convierta en un rebaño. Y escucha: yo no sueño
una utopía. Sé muy bien que la justicia absoluta no existe, que no existirá
nunca. Pero sé que existen países donde se aplica un proceso de justicia. Y lo
que yo sueño es un país en el que si eres agredido, insultado, privado de tus
derechos, puedas pedir justicia a un tribunal. ¿Es mucho pretender? ¡Bah! A mí me
parece que es lo mínimo que puede pedir un hombre. He aquí por qué la emprendo
contra los cobardes que no se rebelan cuando sus derechos fundamentales son violados.
En las paredes de mi celda escribí: «Odio a los tiranos y me dan náuseas los
cobardes».
Es una
pregunta difícil. ¿Qué
sentiste cuando te condenaron a muerte?
De momento, nada. Nada. Lo
esperaba. Estaba preparado y por tanto no sentí nada, salvo la consciencia de
contribuir con mi muerte a una lucha que se continuaría a través de otros.
¿Y estabas
seguro de que te fusilarían?
Sí. Absolutamente seguro.
Alekos... ésta es una
pregunta aún más difícil. No sé si querrás contestarla. ¿Qué piensa un hombre que está a punto de ser
fusilado?
También me lo he
preguntado yo. Muchas veces. y he intentado decirlo en una poesía que escribí
mentalmente la mañana en que vinieron a preguntarme si pedía el indulto y
contesté que no... Es una poesía que expresa bien la idea de lo que pensaba en
aquel momento:
«Como las ramas de los
árboles escuchan
los primeros golpes del
hacha
así
aquella mañana
llegaban las ordenes
a mis oídos.
En el mismo momento
antiguos recuerdos
que creía muertos
inundaban mi pensamiento
como sollozos
sollozos lacerantes del
pasado
por un mañana que no
llegaría.
La voluntad
aquella mañana
era sólo deseo.
La esperanza
también se perdía,
pero ni siquiera
un momento me arrepentí
de que el pelotón esperase».
Y mira, que yo sepa, hay
tres escritores que lo han contado de un modo muy parecido. Uno es Dostoviesky
en El Idiota. Otro Camus en El Extranjero. Y el tercero es Kazantzakis en el libro en
que cuenta la muerte de Cristo. Lo que decía Dostoievsky, lo sabía; había leído
El idiota. Pero El extranjero no lo había leído y cuando lo leí mucho
tiempo después, en Boiati, me impresionó descubrir que había experimentado las
mismas cosas mientras esperaba la hora de la ejecución. Me refiero a todas las
cosas que uno querría hacer si no estuvieran a punto de cortarle la cabeza.
Escribir una poesía, por ejemplo, o una carta. Leer un libro, crearse una
pequeña vida en aquella pequeña celda. Una vida igualmente maravillosa por ser
vida... Pero sobre todo me impresionó leer la versión de Kazantzakis sobre la
muerte de Cristo. En aquel libro, Cristo en la cruz, cierra los ojos y duerme.
Y sueña un sueño que es un sueño de vida. Sueña que... Pero no quiero hablar de
eso. No es hermoso hablar de esto.
No importa,
de todas maneras he comprendido que soñaste que hacías el amor con una mujer. En
el libro de Kazantzakis, Cristo sueña que ama a Marta y María, las hermanas de
Lázaro. Ya... diez minutos de sueño para soñar la vida... es justo, es hermoso.
El resto de la noche ¿cómo lo
pasaste?
La celda era una celda
desnuda, sin ni siquiera un catre. Me habían puesto una manta en el suelo.
Estaba esposado. Siempre esposado. Durante un rato estuve así esposado, tumbado
en el suelo. Luego me levanté y me puse a hablar con los guardianes. Mis
guardianes eran tres suboficiales jóvenes, sobre los veintiún años. Tenían el
aspecto de buenos chicos y no me demostraban ninguna hostilidad, más bien
parecían tristes por mí, abatidos por la idea de que dentro de poco me fusilarían.
Para darles ánimos me puse a discutir de política. Me dirigía a ellos como si
me dirigiera a los estudiantes en una manifestación. Les explicaba que no
debían permanecer inertes, que tenían que combatir por la libertad. Y ellos me
escuchaban con respeto. Incluso les recité una poesía que había escrito: Los primeros muertos. Aquella sobre la que Tedorakis ha
compuesto una canción. Mientras la recitaba, ellos escribían los versos sobre
los paquetes de cigarrillos. Luego, con el cambio de guardia llegaron otros
tres, y tras éstos otros, entre los cuales había uno que cantaba en el coro de
una iglesia. Me dejé arrastrar a un juego cruel. Le pedí que me cantase lo que cantan en las misas fúnebres. Me lo cantó.
Y yo, siempre bromeando, le dije: «Hay algunas palabras que no me gustan.
Cuando cantes para mí en la misa de funeral, no digas estas palabras. Por
ejemplo, no me llames siervo-del- Señor. Nadie
es siervo de nadie. Ningún hombre debe ser siervo de nadie. Ni siquiera del
Señor».Y él prometió que no cantaría para mí, aquellas palabras, que no me
llamaría siervo-del-Señor. Luego abandonamos aquel juego cruel y pasamos a
cantar algunas canciones de Teodorakis.
Alekos... ¿qué siente un hombre cuando le dicen que ya no
le fusilarán?
Nunca me dijeron que se
había suspendido la pena de muerte. Durante tres años no me lo dijeron. Y la
pena de muerte, en Grecia, es válida por tres años. En cualquier momento,
durante aquellos tres largos años, hubieran podido abrir la puerta de mi celda
y decir: «Vamos, Panagulis. El pelotón de ejecución te espera». La primera
mañana, yo esperaba que me fusilasen hacia las cinco o las cinco y media. Hasta
la fosa estaba preparada. Cuando vi que pasaban las cinco y media, y las seis,
y las seis y media, las siete, empecé a sospechar que había algo de nuevo. Pero
no pensé que hubieran suspendido la ejecución; pensé que la habrían retrasado
algunas horas. Tal vez el helicóptero había sufrido un retraso, tal vez el
procurador se había encontrado con algún obstáculo burocrático... Luego, hacia
las ocho, vino un pelotón a la puerta de mi celda. Y me dije: «Ya estamos»,
pero alguien dio una orden y el pelotón se alejó. En seguida me dijeron que aquella
mañana no me fusilarían porque era la fiesta de la Presentación de la Virgen y, por tanto, no
había ejecuciones. Me fusilarían al día siguiente, el 22 de noviembre. Volvió
la espera del amanecer, y la segunda noche fue como la primera, y al amanecer estaba
de nuevo dispuesto. Llegó un oficial
y me dijo: «Firma la petición de gracia
y no te fusilarán». Rehusé y, en el mismo momento en que rehusaba, oí a otro oficial
que, secamente, daba una orden a los soldados: fuera. Y pensé: «Ahora sí que ya
está. Ahora va en serio». Pero no sucedió nada y por la tarde me sacaron de la
cárcel de Egina. Me llevaron al puerto militar y allí, con la motonave P21, me
llevaron al despacho de la policía militar. Al de los interrogatorios. Allí
había un oficial que me dijo: "Panagulis, los periódicos han anunciado ya
tu fusilamiento. Ahora podremos interrogarte como nos gusta a nosotros. Te haremos
decir todo lo que queremos y morirás bajo las torturas. Y nadie lo sabrá,
porque todos creen que ya te han fusilado». Era sólo una perversa amenaza;
aquel día no me torturaron. Al amanecer del 23 de noviembre, me hicieron subir
a un automóvil y me dijeron: «Panagulis, las bromas han terminado. Te llevamos
a la ejecución».Pero me llevaron a Boiati.
Alekos, me pregunto cómo
te las has arreglado para mantener una mente lúcida después de haber pasado
cinco años solo y sepultado en una caja de cemento un poco mayor que un lecho. ¿Como lo has conseguido?
Sencillamente, rechazando
la idea de haber sido derrotado. Nunca me sentí derrotado. Por esto no dejaban
de golpearme. Cada día era una nueva batalla. Porque quería que cada día fuese
una nueva batalla. Nunca me he permitido a mí mismo caer en la inercia. Pensaba
en mi pueblo oprimido y mi rabia se convertía en energía. Esta energía que me
ayudaba a imaginar siempre nuevos medios para escapar. No quería huir por el
simple hecho de huir, para no estar ya más en la cárcel. Quería huir para
continuar mi lucha, para estar de nuevo con mis compañeros. Había entrado en la
lucha decidido a darlo todo de mí, y la desesperación nacía de la certeza de
haber dado demasiado poco, de haber hecho demasiado poco. Cuando Grecia fue
trastornada por la dictadura, yo dije a mis amigos: «Mi única ambición es la de
dar mi vida para poner fin a esta dictadura, mi único deseo es el de ser el
último muerto de esta batalla. No para vivir más que los demás, sino para dar
más que los demás». Y hoy, con toda sinceridad, puedo decir lo mismo a mis
amigos y no me importa que nuestros enemigos lo sepan. Lo prefiero. No me hago
en absoluto ilusiones de estar vivo el día en que se celebre la victoria, pero
creo de todo corazón que llegará a celebrarse este día. Más para que esto
suceda, tengo que seguir luchando. Y esta idea, junto a la idea de huir, me
ayudó a no volverme loco.
Pero ¿cómo querías escaparte aquella tumba?
De las formas más
increíbles. Ante todo, pensaba en la manera de enviar mensajes a mis compañeros...
Aun sabiendo que había poquísimas probabilidades de que la fuga tuviera éxito,
la idea no me abandonaba nunca. Nunca. Mi
principio era el de hoy: fallar es mejor que abandonarse a la inercia. Ahora te
voy a contar dos tentativas que fallaron, pero que me parecen divertidas. Una
tarde, los guardias abrieron la puerta de mi celda, a la hora de siempre, y no
me encontraron dentro. Como había previsto, aquellos mentecatos se dejaron
ganar por el pánico y empezaron a gritar, a resoplar, el acusarse
recíprocamente, a buscarme en las paredes, en el techo y no pensaron en mirar en
el único lugar donde hubiera podido esconderme: debajo del catre. Estaba bajo
el catre y me divertía mucho escuchándoles: "Eres tú quien ha entrado en
la celda esta mañana». Y el otro: «¡Eres tú el que tiene las llaves!» «¡Basta,
no nos peleemos! Pensemos más bien en encontrarlo.» Y corrió, fuera de la celda,
a dar la alarma: dejando la puerta
abierta. Me lancé afuera y corrí, en la oscuridad, unos cincuenta metros. Me
escondí tras un árbol. De este árbol pasé a otro, luego a la sombra de la
cocina y de allí a la muralla. El campamento era un único grito: «¡Alarma,
alarma!» También yo gritaba, pero diciendo: «¡Cesó la alarma!» Esperaba que
alguien me oyese y lo creyera. Sólo me faltaba saltar el muro. Estaba a punto
de hacerlo cuando un soldado me vio y me detuvo.
¿Cómo te sentiste cuando
te detuvieron?
No muy feliz, claro. Pero
no me enfurecí y pensé: no importa, la próxima vez irá mejor. La próxima vez
fue con una pistola de jabón. Me la había hecho yo, usando miga de pan y jabón,
y luego la había pintado de negro con la
punta de las cerillas usadas. ¿Sabes? una cerilla cada vez, como si fuese una
plumilla. El cañón lo había hecho con el
papel de un paquete de cigarrillos y parecía totalmente un cañón de metal. Una
tarde entraron como de costumbre en la celda para traerme la comida y... les
apunté con mi pistola. Eran tres. Se asustaron tanto que el que llevaba la
bandeja, la dejó caer. En cambio los otros dos parecieron paralizados. Todo era
tan cómico que no pude continuar: el impulso de reír era demasiado fuerte. No
me creerás, pero si no hubiera sido por aquellas ganas de reír tal vez hubiera
conseguido escapar. Pero me quedó el consuelo de haberme divertido. Que no es
poco.
Pero ¿cuántas veces has
intentado escapar, Alekos?
Muchas veces. Una vez, por
ejemplo, excavando la pared de la celda con una cuchara. Era en octubre de 1969
y, en aquel tiempo, había logrado que me pusieran un water-closet en la celda. Y
luego, con una huelga de hambre, conseguí
también que me pusieran una cortina delante del water-closet. Elegí aquel lugar
para hacer el agujero: la cortina me servía de parapeto. Trabajé por lo menos quince
días y el 18 de octubre el agujero estaba hecho. Me introduje en él, pero no conseguí
pasar al otro lado porque llevaba demasiadas ropas encima. Tuve que
quitármelas, tirarlas fuera del agujero y meterme otra vez dentro. Esto me perdió.
En efecto, pasó un guardia , vio los vestidos y dio la alarma. Inmediatamente
cayeron sobre mí. El interrogatorio empezó en seguida. No querían creer que
hubiese excavado la pared sólo con una cuchara. Me torturaron para saber cómo
lo había hecho. ¡Oh, no puedes imaginar cómo me torturaron! Después de las
torturas, me devolvieron a la celda y me quitaron hasta el camastro. Volví a
dormir en el suelo, sobre una manta y esposado. Dos días más tarde reapareció Theofiloyannakos:
«¿Cómo lo hiciste?» «Con una cuchara, ya lo sabes.» «¡No es posible! ¡No es
cierto!» «¡Ya mí qué me importa si lo crees o no, Theofiloyannakos!» Y fue el
principio de otros puñetazos, de otros puntapiés. Quince días más tarde, vino
incluso un general, Fedón Ghizikis. Muy amable, muy educado. «No puedes quejarte,
Alekos, si te tienen esposado. Después de todo has hecho un agujero en la pared
con una cuchara.» Y yo: «¿No creerá usted a esos imbéciles? ¿No tomará en serio
la historia de la cuchara? ¿Qué? ¿Acaso una pared es como un flan?» Le sentó
mal. Y por aquello tuve que recurrir otra vez a la huelga de hambre. No querían
devolverme el camastro ni quitarme las esposas. Por último me las quitaron y me
devolvieron el catre, después de cuarenta y siete días de alimentarme sólo con
algunas gotas de café. Escribí una poesía.
¿Cuál?
La que se titula «Quiero»:
Quiero rezar
de la misma manera que
quiero blasfemar.
Quiero castigar
con la misma fuerza con
que quiero perdonar.
Quiero dar
con la misma fuerza con
que lo quería al principio.
Quiero vencer,
puesto que no puedo ser
vencido.
Pero ahora te contaré otra
tentativa. La de finales de febrero de 1970. En enero me habían trasladado al
Centro de Adiestramiento de la policía militar en Gudí y entre los guardias
había un amigo. Planeé en seguida una nueva fuga. Mi celda estaba cerrada con
dos candados. Le pedí a mi amigo que comprara en el mercado todos los candados que pudiese,
parecidos a aquellos dos. Y junto a los candados, las llaves. Me trajo un
centenar. Las probamos una por una y una de ellas era la que buscábamos. Pero
abría sólo un candado, evidentemente. Había que encontrar la segunda. Le dije
que volviera al mercado y que comprase más candados. Lo hizo y, dos días después,
el 18 de febrero, estaba él de guardia: de las ocho a las once de la mañana, de
las diez a la medianoche más tarde. Empleamos la mañana probando los nuevos
candados y encontramos la llave que abría el segundo candado. Me volví loco de
alegría: escaparía aquella noche. Más bien nos escaparíamos porque él no podía
quedarse allí después de la fuga. Todo estaba preparado. Parecía imposible
ningún fallo. Y, sin embargo... Dos horas después, hacia las once de la mañana,
fueron a buscarme y me llevaron de nuevo a Boiati, donde me habían construido una
celda especial. De cemento armado. El traslado a Gudí, ahora lo comprendía,
había sido sólo mientras me construían la nueva celda. Una celda segura, de
cemento armado.
¿La
celda en que estuviste hasta el otro día?
Sí. Y me encerraron allí.
También de esta celda intenté huir. La primera vez, el 2 de junio de 1971.
Entonces me trasladaron de nuevo al Centro de la policía militar, pero también
aquí intenté la fuga: el 30 de agosto. Fue la fuga que tuvo más publicidad
porque estaba implicada Lady Fleming y siguió todo aquel proceso. Mira, el secreto es no resignarse, no sentirse
nunca una víctima, no comportarse como una víctima. Yo nunca me he hecho la
víctima, ni siquiera cuando me consumía por
las huelgas de hambre. Siempre he imaginado nuevas soluciones para escapar y
siempre me he mostrado de buen humor o agresivo. Aunque reventara de tristeza.
La tristeza... La soledad... La que he contado en aquel libro de poesía que
ganó el premio Viareggio. Mira: a la soledad se la vence con la fantasía.
Cuántas vidas he parido en mi mente intentando vencer la soledad. Y cuán
intensamente he vivido cada vida a través de la fantasía.
Alekos, una vez
conseguiste escapar, ¿no?
Sí, con Jorge Morakis, que
por culpa mía ha sido condenado a dieciséis años de cárcel y ni siquiera se
beneficia de esta amnistía porque está condenado como desertor. Jorge Morakis
era un joven suboficial y me ofreció espontáneamente su ayuda. Oh, fue muy
divertida mi fuga con Morakis. Yo iba vestido de cabo y llevaba en la mano el manojo
de llaves de todas las celdas. Cuando llegamos a la última puerta, tiré las
llaves al soldadito de guardia y le dije: «Abre la puerta, quinto». El
soldadito no me reconoció. Abrió, y hasta le ordené que no diera los «quién
vive» en caso de que volviéramos atrás. Comprende, siempre había la posibilidad
de que algo no marchara y de tener que regresar a la chita callando a la cárcel
en caso de no poder saltar el muro. La
última puerta nos llevaba dentro del campamento militar; para salir de allí no
había más que saltar el muro. Aunque el muro era muy alto y rematado por alambre espinoso. Me incliné, Morakis subió sobre
mis espaldas y saltó el muro. Luego Morakis me tendió los brazos y ¡fuera! A
pasear por Atenas. ¡Lástima que nos cogieran cuatro días después! Me detuvieron
en casa de un traidor, Takis Patitsas. Este Patitsas tenía relaciones con la Resistencia griega
desde 1967. Trabajaba en una agencia de viajes y nos había proporcionado
algunos pasaportes robados. En los interrogatorios me habían también torturado
para saber algo de él y, naturalmente, no hablé. De hecho, a Patitsas no le
habían detenido nunca. Después de la fuga fui a su casa absolutamente confiado.
Pensaba quedarme sólo algunos días. El tiempo de obtener información y
contactos con mis compañeros de la Resistencia griega. Me recibió con besos y
abrazos, pero al día siguiente abandonó la casa donde me hospedada y no volvió
hasta pasadas cuarenta y ocho horas. Hablamos, comimos juntos, y a la mañana
siguiente salió diciendo que iba a trabajar. Pero no fue a trabajar. Fue a la
comisaría y entregó las llaves. Y me detuvieron así: abriendo la puerta con las
llaves de Patitsas. Como compensación recibió una tajada de quinientas mil dracmas.
Unos diez millones de liras. Hablemos de otra cosa por favor.
SI, hablemos de otra cosa.
Hablemos de Papadopoulos.
Mira, yo no puedo tomarme
en serio al tal Papadopoulos. Es un tipo al que sólo se puede comprender
analizando su historia. Una historia que demuestra en seguida lo deshonesto,
mentalmente enfermo y mentiroso que es. Durante seis años no ha dicho más que
mentiras, ¡y cuántas veces se lo he
escrito para vomitar mi disgusto! Sabes, aquellas cartas que le daba al
director de la cárcel. En cada una le llamaba cómico, payaso, ridículo, bufón,
criminal y enfermo mental. No creas que estoy exagerando o que me deje llevar
por la ira. Todas estas cosas resaltan abundantemente en su biografía. Es el
capitán que participó en el golpe de Estado, fallido, de 1951, con los bergantines
“Cristeas” y “Tabularis”. El que, como
teniente coronel, fue secretario de la comisión que preparó el famoso Plan
Pericles con el que intentaron falsear los resultados de las elecciones de
1961. Cuando el gobierno democrático ordenó una investigación sobre el Plan
Pericles, aquel cretino contestó que no conocía la sintaxis griega y por tanto
no podía ser el responsable. Encontrarás esta noticia en los documentos oficiales,
y publicada en todos los periódicos griegos de entonces. Fue él quien, a principios
de 1965, llevó a cabo un sabotaje en su sección y luego torturó personalmente a
algunos de sus soldados para que confesasen que se trataba de un sabotaje
comunista. Estaba al frente de la oficina de propaganda y de guerra psicológica
y todos saben que fue él el inductor del episodio en el que intentaron
asesinarme en la cárcel. Que, por lo demás, es un hombre ridículo, lo puede hasta demostrar el hecho de que ha
hecho extensiva la amnistía a los torturadores. ¿Acaso esto no significa
admitir que la tortura existía? ¿Y no equivale acaso a alentar otras torturas?
Si, pero esto no le impide
estar en el poder y permanecer en él.
Mira, si me respondes que
todo esto no excluye su capacidad para mantenerse en el poder, te replico con
una observación. Cuando estuve en Roma vi una película en que aparecía Mussolini
hablando a la multitud desde el Palazzo Venezia. Y me pregunté, asombrado, cómo
había sido posible que los italianos hubieran dado crédito durante tantos años
a un hombre tan ridículo y que hablaba de manera tan ridícula. Y Mussolini era
un dictador poderoso y, a su modo, capaz. ¿Robar el poder y mantenerlo impide
acaso ser ridículo? La diferencia entre Papadopoulos y Mussolini es que, buena
o mala, Mussolini tenía una base popular. Papadopoulos, en cambio, no la tiene.
Su poder se basa sólo en la
Junta, o sea, en diez oficiales que controlan a todo el ejército.
Es el pequeño líder de una pequeña pandilla. Y, además, va de mala fe. Se
presenta hablando de revolución y, por si fuera poco, de democracia.
¡Democracia! ¿Pero qué tipo de democracia es una democracia donde uno se
presenta a las elecciones solo, sin tener siquiera el pudor de inventarse un
adversario y una oposición? Y dirás: pero tú estás fuera por la amnistía de
Papadopoulos. Pero ¿no te das cuenta que se trata de un engaño, de una burla? ¿No
comprendes que detrás de esta actuación se esconde una estratagema para
prolongar la tiranía?
¿Que piensas de Constantino, Alekos?
Siempre he sido un
republicano, naturalmente, y no seré precisamente yo quien llore por
Constantino. Además, creó las condiciones para ser expulsado del país cuando
forzó a Papandreu a dimitir, en julio de 1965. No me interesa subrayar si
Constantino me gusta o no. Me interesa saber si Constantino es útil en la lucha
contra la Junta. Quizá
sí. Porque tal vez Constantino tiene todavía influencia en algunas secciones
del ejército; entre los oficiales sobre todo. Hoy por hoy no lo podemos
ignorar. Y tampoco podemos plantear su problema. Ahora es un enemigo de la Junta y no tiene otra salida
que la de continuar siendo un enemigo de la Junta.
Alekos, ¿crees que
Papadopoulos os haya sacado para derrocarlo?
No. Él cree que no se está
en condiciones de derrocarlo. Y aquí está su error, porque la resistencia en
Grecia es una realidad. La gente participa en ella aunque por ahora sea de
forma pasiva. Participa, por ejemplo, rechazando la dictadura por unanimidad.
El compromiso asumido por todo el mundo político griego es el de seguir la
voluntad popular. Y tal Compromiso se manifiesta no ayudando a Papadopoulos a
legalizar su régimen. Estoy seguro que ningún político respetable, en Grecia,
participará en la mascarada de las elecciones. Debe comprender que podemos
derrocarlo. Papadopoulos no ha salido de una guerra civil como Franco; salió de
un golpe de Estado. Cuando Franco llegó al poder sus opositores habían sido
derrotados. Aquí es distinto. Aquí no ha sido derrotado nadie. Y, para que la
dictadura termine, basta que el pueblo griego no se duerma como se durmió el pueblo
italiano. El pueblo tiende siempre a dormirse, a resignarse, a aceptar. Pero
basta muy poco para despertarlo. Tal vez me falte realismo, información, e
incluso lógica. Pero si se habla de lógica, respondo: ¿desde cuándo la lógica
ha hecho la historia? Si la lógica hiciese la historia, los italianos no se
hubieran dejado fascinar por Mussolini, y Hitler no hubiera existido, y
Papadopoulos no habría acabado en el poder. Sólo controlaba algunas unidades
militares en Ática y algunas en Macedonia.
¿Cuál es
tu ideología política, Alekos?
No soy comunista, si es
esto lo que quieres saber. Nunca podría serio, puesto que rechazo los dogmas.
Donde hay dogma no hay libertad, y, además, a mí los dogmas no me van. Ni los
dogmas religiosos ni los político-sociales. Y aclarado esto, me es difícil
colocarme un distintivo y decir que pertenezco a ésta o a aquella ideología.
Sólo puedo decirte que soy un socialista; en nuestra época es normal, yo diría
que inevitable, ser socialista. Pero cuando hablo de socialismo, hablo de un socialismo aplicado en régimen
de libertad total. La justicia social no puede existir si no existe la
libertad. En mi opinión, son dos conceptos inseparables. Y ésta es la
política que me gustaría hacer si en Grecia tuviésemos una democracia. Esta es
la política que me ha seducido siempre. Si perteneciese a un país democrático,
creo incluso que me hubiera dedicado a la política; porque lo que ahora hago o
lo que he hecho hasta ahora no es política: es sólo un flirt con la política. Y
a mí me gusta flirtear, sí, pero el amor me gusta mucho más. Hacer política en una
democracia se convierte en algo tan bello como hacer el amor con amor. Y ésta es
mi desgracia. Mira, hay hombres capaces de hacer política sólo en tiempo de
guerra, es decir, en circunstancias dramáticas, y hay hombres capaces de hacer
política sólo en tiempo de paz, es decir, en circunstancias normales.
Paradójicamente, yo pertenezco a los segundos. En resumen, entre Garibaldi y
Cavour, prefiero a Cavour. Pero hay que comprender que desde el momento en que la Junta se hizo con el poder
ni yo ni mis compañeros habíamos hecho política. Ni la haremos hasta que sea
derrocada. No debemos ni podemos hacer política a menos que contemos con una fuerza operante. Y esta fuerza operante
es la resistencia, es decir, la lucha.
Alekos, tú dices que
paradójicamente eres cavouriano. Desde luego, paradójicamente, puesto que como personaje político te has hecho famoso
por un atentado más bien
garibaldino. Alekos, ¿alguna
vez has maldecido el día en que cometiste aquel atentado?
Nunca. Y por las mismas
razones por las que nunca me he arrepentido de ello. Mira, me hubiera bastado
decir en el proceso que estaba arrepentido y no me hubieran condenado a muerte.
Pero no lo dije, como no lo digo ahora, porque nunca he cambiado de idea. Y
pienso que tampoco cambiaré en el futuro. Papadopoulos es culpable de alta traición
y de otros muchos crímenes que en mi país se castigan con la pena de muerte. No
he actuado como un loco fanático y no soy un loco fanático. Yo y mis compañeros
hemos actuado como instrumentos de la justicia. Cuando a un pueblo se le impone la tiranía, el deber de cada ciudadano
es matar al tirano. No hay que arrepentirse y nuestra lucha continuará
hasta que la justicia y la libertad sean restablecidas en Grecia. Hemos tomado
un camino del que no se vuelve atrás.
Lo sé. Háblame del
atentado, Alekos.
Era un atentado muy bien
preparado, hasta los mínimos detalles. Lo había previsto todo. Tenía que abrir
el contacto eléctrico de las dos minas a una distancia aproximada de doscientos
metros. Las dos minas estaban bien colocadas. Las había fabricado yo. Eran dos
buenas minas. Cada una contenía cinco kilos de TNT y un kilo y medio de otro
material explosivo, el C3. Las había colocado a una profundidad de un metro a
los dos lados del pequeño puente que el automóvil de Papadopoulos tenía que
cruzar siguiendo la carretera que costea el mar de Sunio a Atenas. La explosión
debía alcanzar una extensión de cuarenta
y cinco grados y abrir una fosa circular de aproximadamente dos metros de
diámetro. Bastaría una sola explosión, la explosión de una sola mina, para dar
en el blanco si el automóvil pasaba en el momento justo. Pero, por un error del
compañero que la había colocado en el portaequipajes del automóvil, la mecha
estaba anudada y enredada de tal manera que no se podía aprovechar más que unos
cuarenta metros. El hecho es que no era posible abrir el contacto a aquella
distancia porque no hubiera tenido ningún lugar donde esconderme. El único
lugar donde podía esconderme estaba entre ocho y diez metros del puente. De
todas maneras tenía que intentado. Comprendí inmediatamente los inconvenientes
y los peligros de tal situación. Lo más grave es que no podía ver bien la
carretera. Había hecho muchas pruebas, antes del atentado, y había elegido la
posición a doscientos metros porque había notado que, cuando el automóvil
quedaba entre el puente y yo, lo veía semioculto por una señal indicadora. Y
aquél era el momento de hacer funcionar el contacto. En cambio, en la nueva
situación, no tenía una buena panorámica de la carretera y, por tanto, no podía
distinguir el automóvil en el momento en que hubiera debido encender la mecha.
El otro inconveniente de mi nueva posición era que escapar de allí resultaría
casi imposible. A lo largo de la carretera, cada cincuenta o cien metros había
un guardia, y un poco más lejos, muchos coches policiales. Uno de ellos a no
más de diez metros.
¿Y desde
allí tenías que saltar al mar?
Exacto. Y una veloz gasolinera
me esperaba, escondida, a unos trescientos metros. En seguida me di cuenta que
escapar no era casi imposible, sino imposible, pero decidí hacerlo igualmente.
Abrí el contacto y salté inmediatamente al agua. Nadé bajo el agua durante veinte
o treinta metros. Luego saqué la cabeza para respirar y en seguida me di cuenta
que no me habían visto arrojarme al mar. Los policías acudían desde todas
partes hacia el punto de la explosión. Nadé un poco más y luego salí del agua
para llegar a la gasolinera con más rapidez, avanzando por las rocas. Corría
muy agachado, con la cabeza baja. Y de golpe vi que la gasolinera se alejaba,
El plan preveía que me esperase cinco minutos, no más. Pero no me desesperé. El
plan tenía una alternativa: si la gasolinera no hubiera podido venir o tuviese que
partir antes de recogerme, yo me escondería en una roca hasta que fuera noche cerrada. Había
muchos automóviles que me esperarían en diversos lugares y, saliendo de mi
refugio, en la oscuridad, llegaría a uno de estos automóviles. Estaría incómodo
porque no llevaría encima más que el traje de baño, pero esto no constituía un
problema excesivo. Me escondí en una pequeña caverna y allí estuve dos horas.
Dos horas durante las cuales la policía costera y la policía militar me buscaron
sin descanso. Y durante aquellas dos horas empecé a sentirme optimista: si no me habían
encontrado hasta entonces, no me encontrarían nunca. Luego sucedió aquello que
sólo se puede definir como fatalidad. Precisamente sobre la caverna donde
estaba escondido había un oficial de la gendarmería. Oí que decía: «No está
aquí, echemos una ojeada detrás de aquellas matas y busquémosle por la otra
parte». Pero cuando iba a dirigirse hacia la otra parte cayó hacia atrás y...
fue a parar precisamente delante de mí. Me vio en seguida. En una fracción de
segundo cayeron todos sobre mí, golpeándome y preguntándome: «¿Quién eres?
¿dónde están los demás? ¿Quién ha escapado en la gasolinera? ¡Habla, habla!» Y
golpes y más golpes cayeron sobre mí... Fingí ser mudo y no contesté a ninguna
de sus preguntas. Entonces me cogieron y me metieron dentro de un automóvil y…
No continúes si no
quieres. Ya es suficiente.
¿Por qué? Iba a decir que
en el automóvil estaban el ministro de la Seguridad Pública,
general Zevelekos, y el coronel Ladas. Un policía que me conocía desde hace
tiempo exclamó: «¡Es Panagulis!», y los oficiales creyeron que era mi hermano
Jorge. El capitán Jorge Panagulis al que buscaban desde agosto de 1967. Se
pusieron a gritar: «¡Te hemos cogido, capitán. ¡Te costará la piel!» Necesitaron
treinta horas para comprender el equivoco. Durante aquellas treinta horas me
aplicaron los métodos de interrogatorio más brutales, más infames. Me decían:
«Hemos arrestado a Alejandro, en Salónica. Y Alejandro sufre aún más que tú en
estos momentos!» Me preguntaban también sobre oficiales que, naturalmente, no
conocía. Me preguntaron, por ejemplo, por el general Anghelis, que era en aquel
tiempo comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Querían saber si estaba
implicado en el atentado y me torturaban para saberlo. Estaban aterrorizados y
me hacían cosas terribles y me interrogaban de cualquier manera menos sistemáticamente:
con histeria. Cuando por último comprendieron que yo no era Jorge sino
Alejandro, se enfurecieron hasta tal punto que redoblaron las torturas.
No pienses más en ello,
Alekos. Tal vez resulte atroz decirlo, pero todo ha ido como tenia que ir. Porque hoy eres un
símbolo al que hasta los enemigos miran
con admiración y respeto.
Te pareces a esos que
dicen: «Alekos, ¡eres un héroe!» No soy
un héroe y no me siento un héroe. No soy un símbolo y no me siento un símbolo.
No soy un líder y no quiero ser un líder. Y esta popularidad me cohíbe, me
turba. Ya te lo he dicho: no soy el único griego que ha sufrido en la cárcel.
Yo, te lo juro, sólo consigo soportar esta popularidad cuando pienso que sirve
lo mismo que hubiera servido mi condena a muerte. Pero, aun planteada así, es
una popularidad muy incómoda y antipática. Yo, cuando me preguntáis
«que-harás-Alekos», me siento desmayar. ¿Qué tengo que hacer para no
decepcionaros? ¡Tengo tanto miedo de decepcionaros a los que veis tantas cosas
en mí! ¡Oh, si consiguieseis no verme como un héroe! ¡Si consiguieseis ver en
mí sólo a un hombre!
Alekos, ¿qué significa ser
un hombre?
Significa tener valor,
tener dignidad. Significa creer en la humanidad. Significa amar sin permitir
que un amor se convierta en un ancla. Y significa luchar. Y vencer. Mira, más o
menos lo que dice Kipling en aquella poesía titulada «Si». Y para ti, ¿qué es
un hombre?
Diría que un hombre es lo que tú eres, Alekos.
Atenas,
septiembre1973
“Entrevista
con la Historia”
Editorial
Noguer