Prólogo: Este libro
Me resulta muy fácil recordar cuándo y dónde conocí
a Adolfo Bioy Casares. Ocurrió en el último tramo del año 1969 y en la vereda
par de la avenida Santa Fe, en la cuadra que corre desde Juan B. Justo hasta
Humboldt. Ése era mi barrio, y yo me sentía jugando de local.
En aquella época Bioy Casares no era aún la persona
cuyo rostro conocen inclusive quienes no lo han leído; pero yo sí lo había
leído —y con mucha aprobación y con mucho entusiasmo— y había visto su foto
alguna que otra vez. De manera que me permití detenerlo y saludarlo, y entonces
se produjo allí un breve diálogo en el que seguramente Bioy se mostró cordial y
simpático, y yo, nervioso y atolondrado: la prueba está en que sólo recuerdo
que prometió enviarme su último libro.
Supongo que fingí creer en su promesa y, puesto en
la actitud de quien está siguiendo una broma, le habré dado un papelito con mi
nombre y domicilio. Pero lo cierto es que ahora —junio de 1992— tengo frente a
mí un libro de tapas verdes y páginas que tienden al ocre: es el Diario de
la guerra del cerdo, con la dedicatoria de Adolfo Bioy Casares fechada en
noviembre de 1969.
Hacía muchos años que yo deseaba realizar un libro
de entrevistas a Bioy Casares, parecido al que hice hacia 1970 con Borges.
Tuve, tengo y tendré la ineficaz costumbre de embarcarme al mismo tiempo en más
proyectos de los que puedo con sensatez cumplir, de tal manera que unos a otros
se van abortando mutuamente, y, en fin, son pocos los que llegan a nacer.
No diré nada nuevo si afirmo que, en general, yo no
hago lo que quiero sino lo que puedo: pese a mis deseos, la concreción de las
entrevistas parecía, a través de los años, diferirse hasta el infinito.
Sintácticamente hablando, mis circunstancias de tiempo, lugar y modo tendían a
no coincidir con las de Bioy.
Sin embargo, el día llegó en que pude sentarme, con
un grabador, frente a Bioy Casares, en el quinto piso de la calle Posadas,
ahora con una rutina y un plan establecidos. Terminaba el invierno de 1988, y
así, durante siete mañanas de sábados, me dediqué a grabar mis preguntas y sus
respuestas.
Casi en seguida llegó aquel 1989 de infausta
memoria, y yo —como tantos— me vi envuelto en una maraña de imposibilidades
vitales, que me vedó ocuparme no sólo de estas Siete conversaciones, sino
también de cualquier clase de actividad literaria o paraliteraria. Dejé de
escribir y, casi, de leer. Y, a lo largo de esos tres años, no dejaba de
hostigarme la idea de qué pensaría Bioy Casares de aquel personaje que, tras
molestarlo con tantas preguntas durante siete sábados, ahora parecía olvidar
del todo la empresa en la que tan entusiasmado se había manifestado.
Ninguna descripción impertinente del abatimiento
pretenderá justificar mi demora. De cualquier manera, como yo no soy periodista
de revista de actualidades, lo que dijimos en 1988 no diferirá gran cosa de lo
que hubiéramos dicho en 1992.
En fin, aquí está el libro. Ya no temo —como antaño—
explicar lo obvio (porque comprobé más de cuatro veces que, para muchas
personas, no existe la categoría de obvio): el Bioy de este libro es un señor
que conversa, no un señor que escribe; no redacta borradores ni relee para
corregir; puede equivocarse y decir una palabra por otra; como no es un
político, no está a la defensiva, cuidando los vocablos y tratando de ganar
prosélitos o de convencer; así, va diciendo lo que le da la gana; olvida el
grabador, se encuentra distendido y matiza su conversación con pausas,
inflexiones, silencios, sonrisas, miradas y hasta alguna carcajada de vez en
cuando… El papel escrito —obviamente— no puede reproducir tales armonías.
Yo percibo a Bioy como un hombre superior, y libre,
por eso mismo, de necedades y de suspicacias; un hombre que sabe reírse de sí
mismo y que relata con una sonrisa algún episodio en el que no sale del todo
bien parado; un hombre al que no lo molesta en absoluto mi opinión de que tal
obra suya tiene tal o cual defecto; un hombre que no se mueve histriónicamente
en una escenografía de profeta angustiado, apta para impresionar a personas tan
cándidas como indocumentadas…
Para mí, concluir este libro fue tarea muy grata. A
Bioy Casares vaya el reconocimiento por la indulgencia que me tuvo durante las
grabaciones; al lector, me gustaría trasmitirle algo del placer experimentado
durante ellas.
Buenos
Aires, junio de 1992
“Siete conversaciones con
Adolfo Bioy Casares” de Fernando Sorrentino (fragmento)
F.S.: Cuando en 1940 aparece
La invención de Morel, había dos escritores muy disímiles
entre sí, y que ya tenían bastante prestigio:
Roberto Arlt y Eduardo Mallea. ¿Cómo los veías, te han interesado, te han
influido?
A.B.C.: A Arlt no lo he conocido personalmente. Me
gustó El juguete rabioso. Leí muchas de las Aguafuertes porteñas, y
algunas de ellas me parecieron bastante buenas. Pero mi admiración no se
extiende al resto de la obra de Arlt: me parece que está muy sobrevaluado… Creo
que también Mallea está sobrevaluado. Yo era amigo de él. Creo que Mallea era
muy buena persona, pero no he leído ningún texto suyo que me haya gustado.
Ninguno. Tal vez Chaves sea un poco superior a otros, pero tampoco me
gusta. No hay un solo texto de Mallea que me guste. Así que no es mucho lo que
puedo decir de él… Recuerdo que una vez Mallea me dijo “Somos muy pocos los que
escribimos bien”; pero yo no me contaba entre ellos: él sí se había incluido. Y
yo siempre me he preguntado si Mallea realmente creía que escribía muy bien…
Hacia el final de su vida él sentía un gran desencanto, pero no creo que fuera
un desencanto sobre su obra sino sobre la estimación de su obra. A Mallea creo
que le ocurrió una cosa muy patética. Quiero decir: mucha gente, que es famosa
mientras vive, deja de ser famosa cuando muere: es como si esa fama hubiera
necesitado de la simpatía, de la capacidad de convicción, del prestigio social,
de la fuerza política, o de lo que sea, de la persona en cuestión. Desaparecido
el escritor, la obra por sí misma no se mantiene. Pero con Mallea ocurrió algo
peor. Mallea fue primero famosísimo en vida y después fue olvidado en
vida. A veces me pregunto si el hecho de que dejara de ser director del
suplemento literario de La Nación le restó la admiración de muchos
posibles colaboradores del suplemento… Bueno, esto, para admitirlo, hasta
parece demasiado satírico, parece demasiado craso. Pero es que realmente
ocurrió algo que fue paralelo a eso: antes todo el mundo admiraba a Mallea y
luego nadie lo siguió admirando… Desde luego lo que me parece más raro es que
lo admiraran: yo nunca lo admiré. Pero también me parece raro cómo, de repente,
dejaron de admirarlo. De todos modos, a veces encuentro personas que sienten
una gran admiración por Mallea, y te aseguro que tengo ganas de que me revelen
mi error y que me prueben que en Mallea hay algo muy bueno, porque él me
pareció una muy buena persona. Era tal vez un hombre obsesionado, y la obsesión
generalmente quita lucidez. Mallea estaba obsesionado contra cierta gente y,
hacia el final de su vida, también muy irritado. Pero creo que Mallea era
esencialmente un partidario del bien; era un hombre noble que quería el bien.
Por qué escribía tan mal, no sé. A mí con Mallea me pasó algo raro. Yo sentía
afecto por él como persona, y, sin embargo, él, en algún momento, y nunca supe
bien por qué, se resintió terriblemente conmigo. Y me maltrataba casi
ostensiblemente, y yo le tenía lástima y le perdonaba ese maltrato… Sospecho
que una vez yo… —porque yo he revisado los hechos: ¿por qué Mallea estaría
enojado conmigo?—, sospecho que una vez yo dije algo… Resulta que la mujer de
Mallea era víctima de sus propios nervios, y estaba dominada por ellos. Y sus
nervios eran realmente desorbitados, eran nervios terribles. A Mallea lo he
visto maltratado por ella de una manera casi insoportable, y Mallea, con gran
resignación, aguantaba eso y se mostraba como una persona que aceptaba la
esclavitud, pero no por debilidad ni por bajos motivos, sino simplemente por
cariño hacia su mujer. Entonces alguna vez yo comenté eso con un íntimo amigo
de Mallea y dije que yo hubiera preferido que Mallea se liberara de esa mujer
que tanto lo maltrataba, aunque también comprendía que la actitud de Mallea
era muy noble. Y pienso que, a lo mejor, Mallea se enteró de esto que dije yo,
y desde entonces, por lealtad a su mujer, empezó a maltratarme. Finalmente,
parece que se hubiera cansado de maltratarme y en los últimos años de su vida
fue muy amistoso conmigo.
F.S.: Ese episodio, ¿de qué época es?
A.B.C.: Ese episodio puede haber sido del 64…, por
ahí… Fue durante las últimas veces que él y yo estuvimos en el jurado del
concurso de La Nación. Yo sentía que Mallea era abiertamente hostil
conmigo. Y, como si hubiera sido un príncipe o Einstein, yo lo perdonaba a
Mallea; normalmente, yo tendría que haberme enojado y tendría que haberlo
mandado a la miércoles. Pero, con una especie de rara soberbia, yo lo
perdonaba. Y, en definitiva, me alegro de haberlo perdonado, porque creo que
todo el final de su vida fue muy duro y muy triste. Creo que él sentía su
propia decadencia y sentía la tiranía de su mujer, que a su vez era víctima de
algo que estaba en ella y que no era ella: era como si un demonio se hubiera
posesionado de esa mujer… Y entonces —aunque se hubiera justificado que yo lo
hubiera mandado a Mallea a la miércoles— me alegro de no haber contribuido con
algo malo a esa triste decadencia. Era el hundimiento de una persona: era como
si a Mallea todo lo hundiera, como si toda la gente lo hundiera. Y él estaba
enfermo… Recuerdo que, en uno de los trabajos mandados al concurso de La
Nación, el autor —para ser premiado— elogiaba a algunos miembros del
jurado, y también a algunos otros escritores que no eran miembros del jurado… Y
entonces lo elogiaba a Borges, me elogiaba a mí, elogiaba tal vez a Cortázar o
tal vez a Arlt… Y entonces Mallea dijo tristemente: “Elogia a todos los que
están de moda”. Era algo patético y a la vez torpe, porque ahí estábamos dos de
ésos… En fin… Yo, cuando he hablado con él, tuve la impresión de que Mallea era
bastante sensato. Pero, al leerlo, no he tenido la misma impresión. Y hasta
podría decir que la admiración que en una época lo rodeó le hizo mal porque
¡escribió demasiados libros…! Él tendría que haberse dado cuenta de que eran
demasiados. En definitiva, creo que Mallea debió de haber sido una persona
bastante soberbia. Y hacia el final de su vida estuvo tristísimo, lo cual hace
que todo sea aún más patético. Como destino, el de Mallea fue un destino
tristísimo. En Alemania y en Estados Unidos pasó algo parecido: la gente estaba
preparada para admirar a Mallea y después se sintió decepcionada. En Estados
Unidos publicaron Fiesta en noviembre, creo que le pusieron Fiesta no
más…
F.S.: Hay un artículo de Amado Alonso que elogia
muchísimo ese libro…
A.B.C.: Bueno, Amado Alonso era un típico profesor,
desprovisto absolutamente de sentido crítico… Amado Alonso leía y leía, y para
él era lo mismo una cosa que otra, y, si Mallea era admirado, bueno, él tenía
también que admirarlo… Cuando Fiesta en noviembre se publicó en
Estados Unidos, causó estupor. Porque la crítica estaba preparada para admirarlo,
y se encontró con algo que no había por dónde ni cómo admirarlo.
F.S.: Bueno, Mallea y Arlt eran mayores que vos.
Pero Mujica Láinez era prácticamente de tu edad…
A.B.C.: Creo que Manucho era un
escritor de verdad. Que sentía la literatura, que podía escribir, que tenía
gran habilidad para escribir. Pero creo que frustraba algunas cosas porque las
encaraba erróneamente. Yo creo que a él le hizo mal la vanidad. Manucho era muy
vanidoso. Y, cuando se reía de su propia vanidad, resultaba encantador y muy
inteligente. Pero, puerilmente, muchas veces quería lucirse, y entonces se
demoraba demasiado en descripciones de objetos, de cuartos, de telas, etcétera.
Esta morosidad quita el placer de la lectura y hasta irrita. Hace que a veces
uno no entre en relatos que merecen ser leídos. Yo sé que más de una vez a mí
un texto de Mujica Láinez me ha producido irritación y he tenido que
sobreponerme para encontrar allí lo que había de bueno, que era mucho. Porque
yo creo que Manucho era un verdadero escritor y que su obra merece ser leída.
F.S.: Yo a Mujica Láinez llegué al
revés. Yo lo había visto en algún reportaje en televisión, y me resultaba más
bien una persona antipática. Pero, cuando leí Misteriosa Buenos Aires, me
pareció una maravilla, y cambié de opinión sobre el autor. Y después hemos
cambiado algunas cartas, y ahora sólo tengo elogios para él: siempre fue muy
simpático y muy bueno conmigo.
A.B.C.: Es que Manucho era muy bueno. Era muy
buena persona. Oíme: él podía ser cruel por el placer de decir una cosa
graciosa. Yo se la celebraba, porque sabía por qué la había dicho: él había
visto la ocasión de hacer una buena frase y ¿por qué no la iba a hacer? Pero no
por eso dejaba de quererte y de desearte el bien: simplemente sentía la
diversión que le ofrecía ese efecto literario y, bueno, entonces hacía la
broma. Pero, además, que eso esté un poco mal depende también de la valoración
que le da el que lo oye. Si uno lo oye como una condena de algo, entonces se
convierte en algo malo, en hundir a una persona porque sí. Pero, si lo que toma
uno de eso es sólo lo que hay de gracioso y acertado literariamente, entonces
no hay ninguna maldad, ya que uno no piensa mal de la víctima sino que piensa
que ésta ha dado pie a una cosa ingeniosa.
“Siete conversaciones con
Adolfo Bioy Casares”
Este libro tuvo tres ediciones: Editorial Sudamericana (1992), Editorial El Ateneo (2001) y Editorial Losada (2007).
Fragmento y prólogo publicados con autorización de su autor.
Contacto: fersorrentino@gmail.com
Buenos Aires, 15 de septiembre de 1914 - 8 de
marzo de 1999. Escritor argentino.
Nacido en una familia acomodada, recibe una educación esmerada y se interesa, desde bien joven, por la literatura. Su familia cuenta con una gran biblioteca que le sirve para acercarse a la literatura argentina y a los clásicos de la literatura universal, incluso en sus lenguas originales, como el inglés y el francés. Vive siempre en Buenos Aires, aunque a lo largo de su vida realiza numerosos viajes al extranjero. Uno de los primeros fue en 1928 cuando contaba con 14 años, por Egipto y Oriente Próximo.
En 1932 conoce a Jorge Luis Borges, con quien entabla una amistad personal y literaria de por vida, y con quien posteriormente escribe muchas obras en colaboración, utilizando varios seudónimos que adoptaron entre los dos: C.I. Lynch, B. Suárez Lynch y el más conocido de todos, H. Bustos Domecq.
En 1940 se casa con la pintora y escritora Silvina Ocampo, perteneciente a una conocida familia de intelectuales argentinos. Abandona la universidad para dedicarse a escribir, alentado por Borges y por Silvina. Su carrera literaria empieza muy pronto, al publicar la novela La invención de Morel en 1941 y obtener así el Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires.
Posteriormente publica numerosos cuentos y participa en varias revistas literarias, como Sur. Además, junto a Borges, dirige una colección de novelas policiales, El séptimo círculo, crea la revista literaria Destiempo, prepara laAntología de los mejores cuentos policiales y escribe varios ensayos y traducciones. En 1941 publican la Antología poética argentina.
Muchas de sus obras son llevadas al cine y sus novelas y cuentos se traducen en numerosas lenguas. Se le considera el maestro del cuento y de la literatura fantástica. La impecable construcción de sus relatos y la claridad de su lenguaje son los rasgos más característicos de su narrativa.
Nacido en una familia acomodada, recibe una educación esmerada y se interesa, desde bien joven, por la literatura. Su familia cuenta con una gran biblioteca que le sirve para acercarse a la literatura argentina y a los clásicos de la literatura universal, incluso en sus lenguas originales, como el inglés y el francés. Vive siempre en Buenos Aires, aunque a lo largo de su vida realiza numerosos viajes al extranjero. Uno de los primeros fue en 1928 cuando contaba con 14 años, por Egipto y Oriente Próximo.
En 1932 conoce a Jorge Luis Borges, con quien entabla una amistad personal y literaria de por vida, y con quien posteriormente escribe muchas obras en colaboración, utilizando varios seudónimos que adoptaron entre los dos: C.I. Lynch, B. Suárez Lynch y el más conocido de todos, H. Bustos Domecq.
En 1940 se casa con la pintora y escritora Silvina Ocampo, perteneciente a una conocida familia de intelectuales argentinos. Abandona la universidad para dedicarse a escribir, alentado por Borges y por Silvina. Su carrera literaria empieza muy pronto, al publicar la novela La invención de Morel en 1941 y obtener así el Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires.
Posteriormente publica numerosos cuentos y participa en varias revistas literarias, como Sur. Además, junto a Borges, dirige una colección de novelas policiales, El séptimo círculo, crea la revista literaria Destiempo, prepara laAntología de los mejores cuentos policiales y escribe varios ensayos y traducciones. En 1941 publican la Antología poética argentina.
Muchas de sus obras son llevadas al cine y sus novelas y cuentos se traducen en numerosas lenguas. Se le considera el maestro del cuento y de la literatura fantástica. La impecable construcción de sus relatos y la claridad de su lenguaje son los rasgos más característicos de su narrativa.
En 1990 obtiene el Premio Miguel de Cervantes, máximo galardón de las letras hispánicas.
Fuente
: Instituto Cervantes
©Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de Lengua y Literatura.
Sus cuentos suelen entrelazar de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que no siempre es posible determinar dónde termina la primera y empieza la segunda. Parte de situaciones muy “normales” y “cotidianas”: pero, paulatinamente (y con toques de humor), ellas se van enrareciendo y se convierten en insólitas o turbadoras.
Algunos de sus libros son Imperios y servidumbres (1972), El mejor de los mundos posibles (1976), En defensa propia(1982), El rigor de las desdichas (1994), Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (2005), El regreso (2005), Costumbres del alcaucil (2008), El crimen de san Alberto (2008), El centro de la telaraña (2008), Paraguas, supersticiones y cocodrilos (2013). Muchos de sus cuentos han sido traducidos a diversas lenguas europeas y asiáticas.
Le pertenecen dos volúmenes de entrevistas: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1974) y Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (1992).
Se han publicado libros suyos en Brasil, México, Estados Unidos, España, Portugal, Inglaterra, Italia, Alemania, Hungría, Rumania, Bulgaria, India, China…