la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Adolfo Bioy Casares opina sobre Roberto Arlt, Eduardo Mallea y Manuel Mujica Láinez/ “Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares” de Fernando Sorrentino (fragmento)






Prólogo: Este libro


Me resulta muy fácil recordar cuándo y dónde conocí a Adolfo Bioy Casares. Ocurrió en el último tramo del año 1969 y en la vereda par de la avenida Santa Fe, en la cuadra que corre desde Juan B. Justo hasta Humboldt. Ése era mi barrio, y yo me sentía jugando de local.
En aquella época Bioy Casares no era aún la persona cuyo rostro conocen inclusive quienes no lo han leído; pero yo sí lo había leído —y con mucha aprobación y con mucho entusiasmo— y había visto su foto alguna que otra vez. De manera que me permití detenerlo y saludarlo, y entonces se produjo allí un breve diálogo en el que seguramente Bioy se mostró cordial y simpático, y yo, nervioso y atolondrado: la prueba está en que sólo recuerdo que prometió enviarme su último libro.
Supongo que fingí creer en su promesa y, puesto en la actitud de quien está siguiendo una broma, le habré dado un papelito con mi nombre y domicilio. Pero lo cierto es que ahora —junio de 1992— tengo frente a mí un libro de tapas verdes y páginas que tienden al ocre: es el Diario de la guerra del cerdo, con la dedicatoria de Adolfo Bioy Casares fechada en noviembre de 1969.
Hacía muchos años que yo deseaba realizar un libro de entrevistas a Bioy Casares, parecido al que hice hacia 1970 con Borges. Tuve, tengo y tendré la ineficaz costumbre de embarcarme al mismo tiempo en más proyectos de los que puedo con sensatez cumplir, de tal manera que unos a otros se van abortando mutuamente, y, en fin, son pocos los que llegan a nacer.
No diré nada nuevo si afirmo que, en general, yo no hago lo que quiero sino lo que puedo: pese a mis deseos, la concreción de las entrevistas parecía, a través de los años, diferirse hasta el infinito. Sintácticamente hablando, mis circunstancias de tiempo, lugar y modo tendían a no coincidir con las de Bioy.
Sin embargo, el día llegó en que pude sentarme, con un grabador, frente a Bioy Casares, en el quinto piso de la calle Posadas, ahora con una rutina y un plan establecidos. Terminaba el invierno de 1988, y así, durante siete mañanas de sábados, me dediqué a grabar mis preguntas y sus respuestas.
Casi en seguida llegó aquel 1989 de infausta memoria, y yo —como tantos— me vi envuelto en una maraña de imposibilidades vitales, que me vedó ocuparme no sólo de estas Siete conversaciones, sino también de cualquier clase de actividad literaria o paraliteraria. Dejé de escribir y, casi, de leer. Y, a lo largo de esos tres años, no dejaba de hostigarme la idea de qué pensaría Bioy Casares de aquel personaje que, tras moles­tarlo con tantas preguntas durante siete sábados, ahora parecía olvidar del todo la empre­sa en la que tan entusiasmado se había manifestado.
Ninguna descripción impertinente del aba­ti­mien­to pretenderá justificar mi demora. De cualquier manera, como yo no soy periodista de revista de actualidades, lo que dijimos en 1988 no diferirá gran cosa de lo que hubiéramos dicho en 1992.
En fin, aquí está el libro. Ya no temo —como antaño— explicar lo obvio (porque comprobé más de cuatro veces que, para muchas personas, no existe la categoría de obvio): el Bioy de este libro es un señor que conversa, no un señor que escribe; no redacta borradores ni relee para corregir; puede equivocarse y decir una palabra por otra; como no es un político, no está a la defensiva, cuidando los vocablos y tratando de ganar prosélitos o de convencer; así, va diciendo lo que le da la gana; olvida el grabador, se encuentra distendido y matiza su conversación con pausas, inflexiones, silencios, sonrisas, miradas y hasta alguna carcajada de vez en cuando… El papel escrito —obviamente— no puede reproducir tales armonías.
Yo percibo a Bioy como un hombre superior, y libre, por eso mismo, de necedades y de suspicacias; un hombre que sabe reírse de sí mismo y que relata con una sonrisa algún episodio en el que no sale del todo bien parado; un hombre al que no lo molesta en absoluto mi opinión de que tal obra suya tiene tal o cual defecto; un hombre que no se mueve histriónicamente en una escenografía de profeta angustiado, apta para impresionar a personas tan cándidas como indocumentadas…
Para mí, concluir este libro fue tarea muy grata. A Bioy Casares vaya el reconocimiento por la indulgencia que me tuvo durante las grabaciones; al lector, me gustaría trasmitirle algo del placer experimentado durante ellas.

Buenos Aires, junio de 1992



Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares” de Fernando Sorrentino (fragmento)
 

F.S.:  Cuando  en  1940  aparece  La  invención de Morel, había dos escritores muy disímiles entre  sí,  y  que  ya  tenían  bastante presti­gio: Roberto Arlt y Eduardo Mallea. ¿Cómo los veías, te han interesado, te han influido?

A.B.C.: A Arlt no lo he conocido personalmente. Me gustó El juguete rabioso. Leí muchas de las Aguafuertes porteñas, y algunas de ellas me parecieron bastante buenas. Pero mi admiración no se extiende al resto de la obra de Arlt: me parece que está muy sobrevaluado… Creo que también Mallea está sobrevaluado. Yo era amigo de él. Creo que Mallea era muy buena persona, pero no he leído ningún texto suyo que me haya gustado. Ninguno. Tal vez Chaves sea un poco superior a otros, pero tampoco me gusta. No hay un solo texto de Mallea que me guste. Así que no es mucho lo que puedo decir de él… Recuerdo que una vez Mallea me dijo “Somos muy pocos los que escribimos bien”; pero yo no me contaba entre ellos: él sí se había incluido. Y yo siempre me he pregun­tado si Mallea realmente creía que escribía muy bien… Hacia el final de su vida él sentía un gran desencanto, pero no creo que fuera un desencanto sobre su obra sino sobre la estimación de su obra. A Mallea creo que le ocurrió una cosa muy patética. Quiero decir: mucha gente, que es famosa mientras vive, deja de ser famosa cuando muere: es como si esa fama hubiera necesitado de la simpatía, de la capacidad de convicción, del prestigio social, de la fuerza política, o de lo que sea, de la persona en cuestión. Desaparecido el escritor, la obra por sí misma no se mantiene. Pero con Mallea ocurrió algo peor. Mallea fue primero famosísimo en vida y después fue olvidado en vida. A veces me pregunto si el hecho de que dejara de ser director del suplemento literario de La Nación le restó la admiración de muchos posibles colaboradores del suplemento… Bueno, esto, para admitirlo, hasta parece demasiado satírico, parece demasiado craso. Pero es que realmente ocurrió algo que fue paralelo a eso: antes todo el mundo admiraba a Mallea y luego nadie lo siguió admirando… Desde luego lo que me parece más raro es que lo admiraran: yo nunca lo admiré. Pero también me parece raro cómo, de repente, dejaron de admirarlo. De todos modos, a veces encuentro personas que sienten una gran admiración por Mallea, y te aseguro que tengo ganas de que me revelen mi error y que me prueben que en Mallea hay algo muy bueno, porque él me pareció una muy buena persona. Era tal vez un hombre obsesionado, y la obsesión gene­ral­mente quita lucidez. Mallea estaba obsesionado contra cierta gente y, hacia el final de su vida, también muy irritado. Pero creo que Mallea era esencialmente un partidario del bien; era un hombre noble que quería el bien. Por qué escribía tan mal, no sé. A mí con Mallea me pasó algo raro. Yo sentía afecto por él como persona, y, sin embargo, él, en algún momento, y nunca supe bien por qué, se resintió terriblemente conmigo. Y me maltrataba casi ostensiblemente, y yo le tenía lástima y le perdonaba ese maltrato… Sospecho que una vez yo… —porque yo he revisado los hechos: ¿por qué Mallea estaría enojado conmigo?—, sospecho que una vez yo dije algo… Resulta que la mujer de Mallea era víctima de sus propios nervios, y estaba dominada por ellos. Y sus nervios eran realmente desorbitados, eran nervios terribles. A Mallea lo he visto maltratado por ella de una manera casi insoportable, y Mallea, con gran resignación, aguantaba eso y se mostraba como una perso­na que aceptaba la esclavitud, pero no por debilidad ni por bajos motivos, sino simplemente por cariño hacia su mujer. Entonces alguna vez yo comenté eso con un íntimo amigo de Mallea y dije que yo hubiera preferido que Mallea se liberara de esa mujer que tan­to lo maltrataba, aunque también comprendía que la actitud de Mallea era muy noble. Y pienso que, a lo mejor, Mallea se enteró de esto que dije yo, y desde entonces, por lealtad a su mujer, empezó a maltratarme. Finalmente, parece que se hubiera cansado de maltratarme y en los últimos años de su vida fue muy amistoso conmigo.

F.S.: Ese episodio, ¿de qué época es?

A.B.C.: Ese episodio puede haber sido del 64…, por ahí… Fue durante las últimas veces que él y yo estuvimos en el jurado del concurso de La Nación. Yo sentía que Mallea era abiertamente hostil conmigo. Y, como si hubiera sido un príncipe o Einstein, yo lo perdonaba a Mallea; normalmente, yo tendría que haberme enojado y tendría que haberlo mandado a la miércoles. Pero, con una especie de rara soberbia, yo lo perdonaba. Y, en definitiva, me alegro de haberlo perdonado, porque creo que todo el final de su vida fue muy duro y muy triste. Creo que él sentía su propia decadencia y sentía la tiranía de su mujer, que a su vez era víctima de algo que estaba en ella y que no era ella: era como si un demonio se hubiera posesionado de esa mujer… Y entonces —aunque se hubiera justificado que yo lo hubiera mandado a Mallea a la miércoles— me alegro de no haber contribuido con algo malo a esa triste decadencia. Era el hundimiento de una persona: era como si a Mallea todo lo hundiera, como si toda la gente lo hundiera. Y él estaba enfermo… Recuerdo que, en uno de los tra­bajos mandados al concurso de La Nación, el au­tor —para ser premiado— elogiaba a algunos miembros del jurado, y también a algunos otros escritores que no eran miembros del jurado… Y entonces lo elogiaba a Borges, me elogiaba a mí, elogiaba tal vez a Cortázar o tal vez a Arlt… Y entonces Mallea dijo tristemente: “Elogia a todos los que están de moda”. Era algo patético y a la vez torpe, porque ahí estábamos dos de ésos… En fin… Yo, cuando he hablado con él, tuve la impresión de que Mallea era bastante sensato. Pero, al leerlo, no he tenido la misma impresión. Y hasta podría decir que la admiración que en una época lo rodeó le hizo mal porque ¡escribió demasiados libros…! Él tendría que haberse dado cuenta de que eran demasiados. En definitiva, creo que Mallea debió de haber sido una persona bastante soberbia. Y hacia el final de su vida estuvo tristísimo, lo cual hace que todo sea aún más patético. Como destino, el de Mallea fue un destino tristísimo. En Alemania y en Estados Unidos pasó algo parecido: la gente estaba preparada para admirar a Mallea y des­pués se sintió decepcionada. En Estados Uni­dos publicaron Fiesta en noviembre, creo que le pusieron Fiesta no más…

F.S.: Hay un artículo de Amado Alonso que elogia muchísimo ese libro…

A.B.C.: Bueno, Amado Alonso era un típico profesor, desprovisto absolutamente de sentido crítico… Amado Alonso leía y leía, y para él era lo mismo una cosa que otra, y, si Mallea era admirado, bueno, él tenía también que ad­mirarlo… Cuando Fiesta en noviembre se pu­blicó en Estados Unidos, causó estupor. Porque la crítica estaba preparada para admirarlo, y se encontró con algo que no había por dónde ni cómo admirarlo.

F.S.: Bueno, Mallea y Arlt eran mayores que vos. Pero Mujica Láinez era prácticamente de tu edad…

A.B.C.: Creo que Manucho era un escritor de verdad. Que sentía la literatura, que podía escribir, que tenía gran habilidad para escribir. Pero creo que frustraba algunas cosas porque las encaraba erróneamente. Yo creo que a él le hizo mal la vanidad. Manucho era muy vanidoso. Y, cuando se reía de su propia vanidad, resultaba encantador y muy inteligente. Pero, puerilmente, muchas veces quería lucirse, y entonces se demoraba demasiado en descripciones de objetos, de cuartos, de telas, etcétera. Esta morosidad quita el placer de la lectura y hasta irrita. Hace que a veces uno no entre en relatos que merecen ser leídos. Yo sé que más de una vez a mí un texto de Mujica Láinez me ha producido irritación y he tenido que sobreponerme para encontrar allí lo que había de bueno, que era mucho. Porque yo creo que Manucho era un verdadero escritor y que su obra merece ser leída.

F.S.: Yo a Mujica Láinez llegué al revés. Yo lo había visto en algún reportaje en televisión, y me resultaba más bien una persona antipática. Pero, cuando leí Misteriosa Buenos Aires, me pareció una maravilla, y cambié de opinión sobre el autor. Y después hemos cambiado algunas cartas, y ahora sólo tengo elogios para él: siempre fue muy simpático y muy bueno conmigo.

A.B.C.: Es que Manucho era muy bueno. Era muy buena persona. Oíme: él podía ser cruel por el placer de decir una cosa graciosa. Yo se la celebraba, porque sabía por qué la había dicho: él había visto la ocasión de hacer una buena frase y ¿por qué no la iba a hacer? Pero no por eso dejaba de quererte y de desearte el bien: simplemente sentía la diversión que le ofrecía ese efecto literario y, bueno, entonces hacía la broma. Pero, además, que eso esté un poco mal depende también de la valoración que le da el que lo oye. Si uno lo oye como una condena de algo, entonces se convierte en algo malo, en hundir a una persona porque sí. Pero, si lo que toma uno de eso es sólo lo que hay de gracioso y acertado literariamente, entonces no hay ninguna maldad, ya que uno no piensa mal de la víctima sino que piensa que ésta ha dado pie a una cosa ingeniosa.

Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares”
Este libro tuvo tres ediciones: Editorial Sudamericana (1992), Editorial El Ateneo (2001) y Editorial Losada (2007).


Fragmento y prólogo publicados con autorización de su autor. 
Puedes comprar el libro en: Amazon Barnes & NobleCúspide.com
Mas textos de Sorrentino en su web oficial: Fernando Sorrentino  




Buenos Aires, 15 de septiembre de 1914 - 8 de marzo de 1999. Escritor argentino. 

Nacido en una familia acomodada, recibe una educación esmerada y se interesa, desde bien joven, por la literatura. Su familia cuenta con una gran biblioteca que le sirve para acercarse a la literatura argentina y a los clásicos de la literatura universal, incluso en sus lenguas originales, como el inglés y el francés. Vive siempre en Buenos Aires, aunque a lo largo de su vida realiza numerosos viajes al extranjero. Uno de los primeros fue en 1928 cuando contaba con 14 años, por Egipto y Oriente Próximo. 

En 1932 conoce a 
Jorge Luis Borges, con quien entabla una amistad personal y literaria de por vida, y con quien posteriormente escribe muchas obras en colaboración, utilizando varios seudónimos que adoptaron entre los dos: C.I. Lynch, B. Suárez Lynch y el más conocido de todos, H. Bustos Domecq. 

En 1940 se casa con la pintora y escritora Silvina Ocampo, perteneciente a una conocida familia de intelectuales argentinos. Abandona la universidad para dedicarse a escribir, alentado por Borges y por Silvina. Su carrera literaria empieza muy pronto, al publicar la novela La invención de Morel en 1941  y obtener así el Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires.

Posteriormente publica numerosos cuentos y participa en varias revistas literarias, como Sur. Además, junto a Borges, dirige una colección de novelas policiales, El séptimo círculo, crea la revista literaria Destiempo, prepara laAntología de los mejores cuentos policiales y escribe varios ensayos y traducciones. En 1941 publican la Antología poética argentina 

Muchas de sus obras son llevadas al cine y sus novelas y cuentos se traducen en numerosas lenguas. Se le considera el maestro del cuento y de la literatura fantástica. La impecable construcción de sus relatos y la claridad de su lenguaje son los rasgos más característicos de su narrativa.    

En 1990 obtiene el Premio Miguel de Cervantes, máximo galardón de las letras hispánicas.






©Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de Lengua y Literatura.
Sus cuentos suelen entrelazar de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que no siempre es posible determinar dónde termina la primera y empieza la segunda. Parte de situaciones muy “normales” y “cotidianas”: pero, paulatinamente (y con toques de humor), ellas se van enrareciendo y se convierten en insólitas o turbadoras.
Algunos de sus libros son Imperios y servidumbres (1972), El mejor de los mundos posibles (1976), En defensa propia(1982), El rigor de las desdichas (1994), Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (2005), El regreso (2005), Costumbres del alcaucil (2008), El crimen de san Alberto (2008), El centro de la telaraña (2008), Paraguas, supersticiones y cocodrilos (2013). Muchos de sus cuentos han sido traducidos a diversas lenguas europeas y asiáticas.
Le pertenecen dos volúmenes de entrevistas: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1974) y Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (1992).
Se han publicado libros suyos en Brasil, México, Estados Unidos, España, Portugal, Inglaterra, Italia, Alemania, Hungría, Rumania, Bulgaria, India, China…






Silvina Ocampo & Adolfo Bioy Casares: extraña pareja / Alicia Dujovne Ortiz, La Nación 6 de febrero de 2005


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Desde la muerte de Marta, su mujer, el padre de Adolfito vive con ellos. Cada día, al regresar de su bufete de abogado, se cambia de arriba abajo para pasar al comedor, se sienta ceremoniosamente en el lugar indicado y come mirando el plato, esquivándole a ella la mirada y sin sumarse a las risas de Adolfito y de Borges: Georgie. Por suerte para ella vendrán los Pepes; Pepe Bianco, el escritor, y Pepe Fernández, el muchachito risueño que toca el piano, el amigo de Wilcock. A los Pepes y a Johnny (para ellos Wilcock siempre será Johnny) los hace venir para alivianar el aire, para no estar aislada; su suegro por su lado, Adolfito con Georgie por el suyo, y ella, sola.
Siempre tiene frío. Esta noche, para sen-tarse a la mes­a se volverá a envolver en su tapado de piel de tigre. Ha mandado encender la calefacción, pero no demasiado. Para qué andar gastando; cuanto menos tenga que abrir las bolsas de plástico llenas de plata guardadas en el ropero, mejor será.
Nada ha cambiado desde que era la hermana feúcha, la menorcita aplastada bajo el peso de las otras: Victoria, la brillante; Rosa, Pancha y Angélica, con su fama de ser la más inteligente de las cinco (la sexta ha muerto hace tiempo). Salvo Victoria, que reina majestuosa en San Isidro, sus hermanas siguen viviendo cerca, cada una en su piso, y ella arrinconada en el suyo. La calle Posadas prolonga la casa natal de la calle Viamonte. A falta de lugar en la banda poderosa de sus hermanas, Silvina siempre ha andado escabulléndose por los rincones, espiando, curioseando a los pobres, a los raros.
Ahora podría compartir las rarezas de Georgie y Adolfito, pero algo en ella se resiste a divertirse igual. Sus rarezas no son las mismas. Anoche se han reído juntos los dos durante toda la comida, imaginando colores cambiados. "¿Y si el cielo fuera verde?", decía Georgie. Ja, ja. "¿Y si el pasto fuera violeta?", decía Adolfito. Ja, ja, ja. En ese momento, hasta la seriedad inabordable del suegro le ha resultado más afín que esos chistes de nenes genios.
El suegro a ella no la quiere. Primero no la quiso por su amistad con Marta, demasiado íntima para su gusto. Pero el colmo para él fue asistir impotente al casamiento de su hijo, bellísimo, talentosísimo, riquísimo, con la feaza de los Ocampo, que tenía tanta plata como él, pero que le llevaba sus buenos años (las respectivas fechas de nacimiento, 1903, 1914, aún le suenan a insulto). Silvina no podrá hacerlo abuelo. La concentrada y oscura bronca ni siquiera se le calmará cuando Adolfito y Silvina viajen a Pau, Francia, para buscar a Marta, la hija.
Se estremece sin pausa, tal vez de miedo. Esa tarde ha visto a Alejandra, la poeta. Alejandra Pizarnik. Con Alejandra se ríe, pero comparte sobre todo el temblor. Ella también es una criatura feíta y abandonada. Por eso la ama: otra nena genial, pero habitante de una región profunda que no acepta risitas de niños bien. No es que Alejandra sea compungida ni solemne, es que sus enigmas no son un juego. Los de ella tampoco. Enigmas espeluznantes de verdad, porque rozan la muerte: ¿qué son los cuentos de Silvina sino pequeños sepulcros adornados con plumas y piedritas, ritualesÛ de niña mala que ha matado un insecto y le rinde honores?
La primera vez que lo vio, en 1933, en casa de Marta, Adolfito llevaba una raqueta de tenis. Su belleza le resultó una puñalada. A ella le bastó verlo para sentirse desesperada de celos. Pero algo había en él peor que su hermosura: sus ojos hundidos bajo unas cejas despeinadas por un viento invisible revelaban su desamparo. Silvina en eso no era diferente de cualquier otra mujer: podía resistirse a la salud, a la fuerza; al desamparo no. Por lo demás, en ese rostro tan fino se anunciaba un rasgo futuro, al que tampoco se resiste ninguna mujer: con el tiempo, a ambos lados de la boca, los músculos se le dibujarán con nitidez, labrándole dos surcos que no aludirán a vejez, sino a virilidad. Poco tiempo después, el muchacho estatuario publicaba La invención de Morel.
Le propuso casamiento siete años más tarde. Ella se preguntó por qué razón la elegía, elegante, graciosa, creativa y Ocampo, pero madura, nada linda y de una sexualidad incierta. Sospechó que la elegía por razones literarias y, más oscuramente, para acercarse a su madre por caminos oblicuos. Después ya no se preguntó más nada: Adolfito y Silvina se convirtieron en ese monstruo de dos cabezas llamado pareja. Aunque cada uno de los dos existió por separado -él con su guirnalda de amores, ella también enguirnaldada pero menos, apartada y secreta, jugando a las escondidas, como siempre-, los dos existieron en conjunto. En la pareja de Silvina y Adolfito cabían muchos. No por eso dejaban de ser la criatura bifronte denominada los Bioy.
Silvina sabe todo, acepta todo y se calla, pero tiembla sin pausa. Tiene terror de las noches en las que él tarda en llegar. Para espiarlo, pone una silla delante de la puerta. El correrá la silla al abrir, y ella al oír el ruido se volverá a la cama a hacerse la dormida. Sentirse ridícula no disminuye la quemazón de la rabia.
Quizá Georgie tenga razón cuando dice: "Yo sospecho que para Silvina Ocampo, Silvina Ocampo es una de las tantas personas con las que tiene que alternar durante su residencia en la Tierra". Nadie podrá afirmar nunca cómo es Silvina; a lo sumo podrán preguntar: ¿cuál de ellas? Algunas Silvinas, por desgracia, se reconocen entre sí: la que al ver a Adolfo Bioy Casares con su raqueta de tenis sintióque su belleza la apuñalaba es la misma que por las noches espera su regreso, temiendo que alguien esta vez consiga retenerlo y ella lo pierda.
Su cuarto está caldeado, pero se estremece como nunca. Puede entenderlo todo, hasta que Adolfito la traicione con su propia sobrina. Pero no hay adivino que no tiemble, y Silvina adivina lo que vendrá. Como si ya intuyera el peligro que representará para ella el amor de Adolfito por Elena Garro. La mujer de Octavio Paz, excelente autora de cuentos fantásticos, escribirá una novela titulada Recuerdos del porvenir. Silvina siempre ha tenido recuerdos del porvenir. Ahora cree recordar un futuro en el que Adolfito se habrá ido con la escritora mexicana, y entonces mete la cabeza entre sus pieles de fiera frágil.
Si por lo menos Adolfito y ella hubieran continuado escribiendo de a dos. Si ella le hubiera demostrado que su guirnalda podía ser de mujeres, pero jamás de escritoras. Si ambos se hubieran convertido en otro monstruo de dos cabezas, pero esta vez literario: un Bustos Domecq formado por ambos Bioy. Al principio lo ha intentado: en 1946, Silvina ha escrito con Adolfito una novela policial de título elocuente, Los que aman odian. Ha sido una parodia, porque está escrita en broma, y porque Silvina se ha esforzado en adaptarse a los misterios de Bioy, que se resuelven gracias a una trama rigurosamente controlada, mientras que los de Silvina quedan flotando. Imposible competir con Georgie en ese terreno; la complicidad literaria ya no ha sido con ella, sino con él. ¿Pero entonces a ella qué terreno le queda, salvo escribir lo suyo en soledad? 
Esa noche de 1954, Silvina entra en el comedor envuelta en sus tigres, como una actriz adulada que en el fondo se muere de timidez. El suegro, Georgie, los Pepes y Adolfito la esperan desde hace rato. Se levantan, corteses. El cocinero de toca y el maître d'hôtel de guante blanco que presenta la bandeja se han esmerado: el soufflé está en su punto, la comida transcurre como siempre, ritual inamovible en el que Georgie y Adolfito comparten ese sentido del humor que a ella la cansa. Como siempre también, después del último bocado el suegro se despide y Adolfito se retira con Georgie al salón del café. Los Pepes la rodean inquietos. Son los únicos que se han dado cuenta de su inusual palidez. Silvina cae desvanecida. Hay corridas y gritos; Adolfito se asoma con la cara desencajada. Se la llevan alzada, llaman a un médico que diagnostica meningitis. Abrazado a sus amigos, Adolfito llora como un chico repitiendo: "Pero yo qué voy a hacer si Silvina se va, qué voy a hacer sin Silvina". Ella no puede oírlo. Si lo oyera entendería que su marido nunca se irá, porque sencillamente la adora.
Poco tiempo después viajaron a Pau para buscar a la nena, Marta, nacida tres meses antes. Un viaje del que Silvina regresaría convertida en madre legal. Cosa inesperada, la hija de Adolfito con esa presunta costurera que cumplió con su pacto de hacer mutis por el foro, a Silvina se le metió en el alma. (Cuando con el tiempo lleguen los nietos, Florencio, Lucila y Victoria, se mostrará igual de cariñosa). Nadie la había creído capaz de sentimientos maternales, ni siquiera ella misma, y sin embargo sí, los tuvo. Al principio lo hizo por Adolfito: él deseaba hijos y le rogó que hiciera de madre de este bebé. Después lo hizo porque Martita le cayó bien. Descubrió el placer de celebrarle los cumpleaños, de llevarla al Zoológico. Y se rió durante años del día en que enfrentó a la beba por primera vez. Estaba colorada hasta las orejas y, de puro nerviosa, dijo la primera zoncera que se le ocurrió: "Qué naricita más chica tiene, ¿no será homosexual?" "No -le contestó Adolfito, muy serio, como si la pregunta le pareciera de lo más atinada-; es que es ñatita".
Extraña Silvina. Extraña relación de pareja que no se pareció a ninguna, pero que lejos de ser una tranquila amistad fue un agitado amor.

Silvina Ocampo murió en 1994. Veinte días después de su muerte, su hija Marta murió atropellada por un automóvil. Bioy Casares las sobrevivió cinco años. Finalmente, había sido Silvina la que lo había abandonado a él. Cuando se hizo evidente que ella se tropezaba con las cosas, con las ideas, él contrató a unas cuidadoras encargadas de vigilarla. De creerle a su mucama Jovita, testigo de una de las Silvinas que compusieron a Silvina, la anciana señora no se lo perdonó. Nunca más volvió a hablarle. Arrodillado ante ella, el viejo señor le suplicaba llorando como un chico, igual que en 1954: "Silvinita, por favor, contestame, dame un beso, Silvinita, no me dejes aquí". Ella le daba vuelta la cara, por una vez de viaje sin él.

Periodista y escritora  
La Nación,  6 de febrero de 2005
Fuente: La Nación