la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Silvina Ocampo & Adolfo Bioy Casares: extraña pareja / Alicia Dujovne Ortiz, La Nación 6 de febrero de 2005


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Desde la muerte de Marta, su mujer, el padre de Adolfito vive con ellos. Cada día, al regresar de su bufete de abogado, se cambia de arriba abajo para pasar al comedor, se sienta ceremoniosamente en el lugar indicado y come mirando el plato, esquivándole a ella la mirada y sin sumarse a las risas de Adolfito y de Borges: Georgie. Por suerte para ella vendrán los Pepes; Pepe Bianco, el escritor, y Pepe Fernández, el muchachito risueño que toca el piano, el amigo de Wilcock. A los Pepes y a Johnny (para ellos Wilcock siempre será Johnny) los hace venir para alivianar el aire, para no estar aislada; su suegro por su lado, Adolfito con Georgie por el suyo, y ella, sola.
Siempre tiene frío. Esta noche, para sen-tarse a la mes­a se volverá a envolver en su tapado de piel de tigre. Ha mandado encender la calefacción, pero no demasiado. Para qué andar gastando; cuanto menos tenga que abrir las bolsas de plástico llenas de plata guardadas en el ropero, mejor será.
Nada ha cambiado desde que era la hermana feúcha, la menorcita aplastada bajo el peso de las otras: Victoria, la brillante; Rosa, Pancha y Angélica, con su fama de ser la más inteligente de las cinco (la sexta ha muerto hace tiempo). Salvo Victoria, que reina majestuosa en San Isidro, sus hermanas siguen viviendo cerca, cada una en su piso, y ella arrinconada en el suyo. La calle Posadas prolonga la casa natal de la calle Viamonte. A falta de lugar en la banda poderosa de sus hermanas, Silvina siempre ha andado escabulléndose por los rincones, espiando, curioseando a los pobres, a los raros.
Ahora podría compartir las rarezas de Georgie y Adolfito, pero algo en ella se resiste a divertirse igual. Sus rarezas no son las mismas. Anoche se han reído juntos los dos durante toda la comida, imaginando colores cambiados. "¿Y si el cielo fuera verde?", decía Georgie. Ja, ja. "¿Y si el pasto fuera violeta?", decía Adolfito. Ja, ja, ja. En ese momento, hasta la seriedad inabordable del suegro le ha resultado más afín que esos chistes de nenes genios.
El suegro a ella no la quiere. Primero no la quiso por su amistad con Marta, demasiado íntima para su gusto. Pero el colmo para él fue asistir impotente al casamiento de su hijo, bellísimo, talentosísimo, riquísimo, con la feaza de los Ocampo, que tenía tanta plata como él, pero que le llevaba sus buenos años (las respectivas fechas de nacimiento, 1903, 1914, aún le suenan a insulto). Silvina no podrá hacerlo abuelo. La concentrada y oscura bronca ni siquiera se le calmará cuando Adolfito y Silvina viajen a Pau, Francia, para buscar a Marta, la hija.
Se estremece sin pausa, tal vez de miedo. Esa tarde ha visto a Alejandra, la poeta. Alejandra Pizarnik. Con Alejandra se ríe, pero comparte sobre todo el temblor. Ella también es una criatura feíta y abandonada. Por eso la ama: otra nena genial, pero habitante de una región profunda que no acepta risitas de niños bien. No es que Alejandra sea compungida ni solemne, es que sus enigmas no son un juego. Los de ella tampoco. Enigmas espeluznantes de verdad, porque rozan la muerte: ¿qué son los cuentos de Silvina sino pequeños sepulcros adornados con plumas y piedritas, ritualesÛ de niña mala que ha matado un insecto y le rinde honores?
La primera vez que lo vio, en 1933, en casa de Marta, Adolfito llevaba una raqueta de tenis. Su belleza le resultó una puñalada. A ella le bastó verlo para sentirse desesperada de celos. Pero algo había en él peor que su hermosura: sus ojos hundidos bajo unas cejas despeinadas por un viento invisible revelaban su desamparo. Silvina en eso no era diferente de cualquier otra mujer: podía resistirse a la salud, a la fuerza; al desamparo no. Por lo demás, en ese rostro tan fino se anunciaba un rasgo futuro, al que tampoco se resiste ninguna mujer: con el tiempo, a ambos lados de la boca, los músculos se le dibujarán con nitidez, labrándole dos surcos que no aludirán a vejez, sino a virilidad. Poco tiempo después, el muchacho estatuario publicaba La invención de Morel.
Le propuso casamiento siete años más tarde. Ella se preguntó por qué razón la elegía, elegante, graciosa, creativa y Ocampo, pero madura, nada linda y de una sexualidad incierta. Sospechó que la elegía por razones literarias y, más oscuramente, para acercarse a su madre por caminos oblicuos. Después ya no se preguntó más nada: Adolfito y Silvina se convirtieron en ese monstruo de dos cabezas llamado pareja. Aunque cada uno de los dos existió por separado -él con su guirnalda de amores, ella también enguirnaldada pero menos, apartada y secreta, jugando a las escondidas, como siempre-, los dos existieron en conjunto. En la pareja de Silvina y Adolfito cabían muchos. No por eso dejaban de ser la criatura bifronte denominada los Bioy.
Silvina sabe todo, acepta todo y se calla, pero tiembla sin pausa. Tiene terror de las noches en las que él tarda en llegar. Para espiarlo, pone una silla delante de la puerta. El correrá la silla al abrir, y ella al oír el ruido se volverá a la cama a hacerse la dormida. Sentirse ridícula no disminuye la quemazón de la rabia.
Quizá Georgie tenga razón cuando dice: "Yo sospecho que para Silvina Ocampo, Silvina Ocampo es una de las tantas personas con las que tiene que alternar durante su residencia en la Tierra". Nadie podrá afirmar nunca cómo es Silvina; a lo sumo podrán preguntar: ¿cuál de ellas? Algunas Silvinas, por desgracia, se reconocen entre sí: la que al ver a Adolfo Bioy Casares con su raqueta de tenis sintióque su belleza la apuñalaba es la misma que por las noches espera su regreso, temiendo que alguien esta vez consiga retenerlo y ella lo pierda.
Su cuarto está caldeado, pero se estremece como nunca. Puede entenderlo todo, hasta que Adolfito la traicione con su propia sobrina. Pero no hay adivino que no tiemble, y Silvina adivina lo que vendrá. Como si ya intuyera el peligro que representará para ella el amor de Adolfito por Elena Garro. La mujer de Octavio Paz, excelente autora de cuentos fantásticos, escribirá una novela titulada Recuerdos del porvenir. Silvina siempre ha tenido recuerdos del porvenir. Ahora cree recordar un futuro en el que Adolfito se habrá ido con la escritora mexicana, y entonces mete la cabeza entre sus pieles de fiera frágil.
Si por lo menos Adolfito y ella hubieran continuado escribiendo de a dos. Si ella le hubiera demostrado que su guirnalda podía ser de mujeres, pero jamás de escritoras. Si ambos se hubieran convertido en otro monstruo de dos cabezas, pero esta vez literario: un Bustos Domecq formado por ambos Bioy. Al principio lo ha intentado: en 1946, Silvina ha escrito con Adolfito una novela policial de título elocuente, Los que aman odian. Ha sido una parodia, porque está escrita en broma, y porque Silvina se ha esforzado en adaptarse a los misterios de Bioy, que se resuelven gracias a una trama rigurosamente controlada, mientras que los de Silvina quedan flotando. Imposible competir con Georgie en ese terreno; la complicidad literaria ya no ha sido con ella, sino con él. ¿Pero entonces a ella qué terreno le queda, salvo escribir lo suyo en soledad? 
Esa noche de 1954, Silvina entra en el comedor envuelta en sus tigres, como una actriz adulada que en el fondo se muere de timidez. El suegro, Georgie, los Pepes y Adolfito la esperan desde hace rato. Se levantan, corteses. El cocinero de toca y el maître d'hôtel de guante blanco que presenta la bandeja se han esmerado: el soufflé está en su punto, la comida transcurre como siempre, ritual inamovible en el que Georgie y Adolfito comparten ese sentido del humor que a ella la cansa. Como siempre también, después del último bocado el suegro se despide y Adolfito se retira con Georgie al salón del café. Los Pepes la rodean inquietos. Son los únicos que se han dado cuenta de su inusual palidez. Silvina cae desvanecida. Hay corridas y gritos; Adolfito se asoma con la cara desencajada. Se la llevan alzada, llaman a un médico que diagnostica meningitis. Abrazado a sus amigos, Adolfito llora como un chico repitiendo: "Pero yo qué voy a hacer si Silvina se va, qué voy a hacer sin Silvina". Ella no puede oírlo. Si lo oyera entendería que su marido nunca se irá, porque sencillamente la adora.
Poco tiempo después viajaron a Pau para buscar a la nena, Marta, nacida tres meses antes. Un viaje del que Silvina regresaría convertida en madre legal. Cosa inesperada, la hija de Adolfito con esa presunta costurera que cumplió con su pacto de hacer mutis por el foro, a Silvina se le metió en el alma. (Cuando con el tiempo lleguen los nietos, Florencio, Lucila y Victoria, se mostrará igual de cariñosa). Nadie la había creído capaz de sentimientos maternales, ni siquiera ella misma, y sin embargo sí, los tuvo. Al principio lo hizo por Adolfito: él deseaba hijos y le rogó que hiciera de madre de este bebé. Después lo hizo porque Martita le cayó bien. Descubrió el placer de celebrarle los cumpleaños, de llevarla al Zoológico. Y se rió durante años del día en que enfrentó a la beba por primera vez. Estaba colorada hasta las orejas y, de puro nerviosa, dijo la primera zoncera que se le ocurrió: "Qué naricita más chica tiene, ¿no será homosexual?" "No -le contestó Adolfito, muy serio, como si la pregunta le pareciera de lo más atinada-; es que es ñatita".
Extraña Silvina. Extraña relación de pareja que no se pareció a ninguna, pero que lejos de ser una tranquila amistad fue un agitado amor.

Silvina Ocampo murió en 1994. Veinte días después de su muerte, su hija Marta murió atropellada por un automóvil. Bioy Casares las sobrevivió cinco años. Finalmente, había sido Silvina la que lo había abandonado a él. Cuando se hizo evidente que ella se tropezaba con las cosas, con las ideas, él contrató a unas cuidadoras encargadas de vigilarla. De creerle a su mucama Jovita, testigo de una de las Silvinas que compusieron a Silvina, la anciana señora no se lo perdonó. Nunca más volvió a hablarle. Arrodillado ante ella, el viejo señor le suplicaba llorando como un chico, igual que en 1954: "Silvinita, por favor, contestame, dame un beso, Silvinita, no me dejes aquí". Ella le daba vuelta la cara, por una vez de viaje sin él.

Periodista y escritora  
La Nación,  6 de febrero de 2005
Fuente: La Nación



Silvina Ocampo: tres cuentos inéditos / foto Sara Facio

Silvina Ocampo por Sara Facio


Para Silvina Ocampo, recordar la niñez supone inventarla, volverla literatura. No es casual que su hermana Victoria haya expresado su desconcierto por el modo en que sus propios recuerdos no coinciden con los que su hermana ficcionaliza.

 


La calesita

En el jardín donde ellas juegan el día está tan claro que pueden contarse las hojas de los árboles. Mis hijas son de la misma altura, llevan gorritas de sol hechas de un género escocés. No se les ve el color del pelo porque lo llevan totalmente escondido debajo de la gorra, no se les ve el color de los ojos porque están velados de sombras: sombras extrañas de forma escocesa enjaulan los ojos de mis hijas.
Las dos son de la misma altura, tienen un peso y una altura que corresponde bien a la edad de cinco años: ese dato que me llena de alegría lo he verificado por veinte centavos en la balanza de la farmacia. Las alegrías que tengo son variadas e infinitas como las hojas de estos árboles, siendo algunas de un verde muy tierno y otras de un verde encendido y azul de fondo de mar.
Salgo de la casa. Es una mañana traslúcida y nacarada. Los pájaros atraviesan el espacio que hay entre cada árbol con indecisión intrépida de bañista. Los rosales están cubiertos de telarañas; no les tengo miedo. No les tengo miedo a las arañas en el jardín, les tengo miedo en los cuartos, congregadas en el techo de la sala e iluminadas por las arañas con caireles del hall.
Se diría que todo está tejido con hebras brillantísimas de seda. Salimos caminando juntas, abrimos el portón y salimos a pasear porque el jardín no nos alcanza para mover nuestro asombro, tenemos piernas ligeras como alas.
Las tres hemos nacido en la alta casa anaranjada que en los días de tormenta brilla entre los árboles madurando un color rojo. Las tres hemos jugado en el mismo jardín y estamos hermanadas por los mismos juegos detrás de los mismos árboles. Las tres nos hemos escondido en el mismo invernáculo que contiene plantas prisioneras entre los vidrios rotos. Las tres hemos subido siempre con preferencia al tercer piso de la casa porque allí reinan las palanganas llenas de agua con lavandina, el azul, el agua jabonada, las planchas, las flores de estearina, la ropa tendida, las viejas niñeras que duermen en un cuarto muy adornado de fotografías o de estampas con olor a sémola. Allí suben como al cielo las lavanderas cantando de tener las manos siempre en el agua. Allí suben las opulentas planchadoras con los ojos llenos de bienaventuranza.
Mis hijas y yo tenemos los mismos secretos: sabemos el imposible misterio de andar en triciclo sobre los caminos de piedras.
Las tres tenemos una calesita. Me la regalaron en mi infancia. Pintada de color verde y rojo, tenía, o más bien tiene aún, cuatro asientos que dan vueltas mediante un movimiento combinado de manubrios y pedales.
Mi alegría daba vueltas vertiginosas con música de muchos colores el día que desempaquetaron la calesita que mi padre había hecho venir de Alemania. Todavía me acuerdo como si fuese hoy: mi padre, el jardinero y un señor muy bajito con grandes bigotes blancos que estaba de visita, tuvieron que armarla entre los tres, mientras yo esperaba la sorpresa en el otro extremo del jardín. Llegaban volando los papeles que la envolvían porque era un día de viento y no un día tranquilo como éste. No se mueve una sola hoja. Llegaban volando los papeles hasta que llegó el último desplegando túnicas y alas como un mensajero muy blanco. Entonces mi nombre empezó a llenar el jardín. Todo el mundo me llamaba. Pero yo no corrí, fui caminando con la cara encendida y me detuve cerca de los árboles de magnolia hasta que volvieron a llamarme.
Los regalos me dolían en proporción a su tamaño, pero me acerqué buscando alivio; la calesita estaba frente a mis ojos, nunca tuve un juguete tan grande y complicado. “Súbase niñita” - “Súbase muñeca” - “Subite mi hijita”, me decían voces por todos lados. Yo me resistía. La calesita parecía frágil y transparente como una lámina de papel, pero insistieron tanto que finalmente tuve que subir. Los manubrios eran duros, los pedales eran duros. No podía hacerla andar. No había música, no había vueltas vertiginosas ni caballos deslumbrantes como en las calesitas de París. “Hay que enaceitarla”, dijo mi padre y sentí ganas de pedirle perdón. Al día siguiente la enaceitaron, pero no anduvo mejor. En cuanto yo subía en la calesita se desvanecía, en cuanto me bajaba de ella volvía a encontrarla con sus vueltas, sus músicas y mi anhelo por subirme.
Hace pocos días que mis hijas descubrieron la vieja calesita arrumbada en un rincón del garaje. Enseguida quisieron andar en ella. El jardinero, ayudado por un peón, transportó la calesita al jardín mientras mis hijas echaban la cabeza para atrás haciendo gárgaras extrañas en signo de júbilo. “Una calesita, una calesita”, gritaban moviendo los brazos en forma de vuelos rápidos y repetidos. Pero no la podían hacer andar. Igual que en mi infancia, recién cuando se bajaban de la calesita andaban en ella. Y pasaron muchos días subiendo y bajando desesperadamente, buscándole vueltas, músicas y caballos como si hubiesen calcado mis movimientos de entonces.
Pienso todas estas cosas y sin darme cuenta camino cada vez más despacio. Mis hijas están protegidas por infinidad de movimientos. Estamos paseando por una calle de paraísos con racimos azules de flores. Un aguaribay nos ofrece su follaje llovido de frescura adentro de una quinta. Nos encaminamos hacia la plaza que queda frente a la iglesia. Dos cuadras antes de llegar les digo a mis hijas para hacerlas correr: “Tomen ese camino, yo tomaré éste. Veremos quién llega antes a la plaza”. Mis hijas salen corriendo entre los árboles. Pero de pronto la cuadra se llena de gente. Las he perdido de vista. “¿Dónde están mis hijas?” Estoy cercada por mis propios gritos. La calle se llena de chicas con gorritas escocesas. No conozco el rostro de mis hijas. Me doy cuenta de que nunca he visto ni mirado el rostro de mis hijas. Voy corriendo y mis llantos llenan la cuadra. Me parece que estoy soñando. Oigo que mis labios repiten una misma frase para apiadar a los transeúntes: “Mis hijas perdidas en la revolución española”, pero nadie me escucha, yo sola estoy conmovida por mis palabras. Se multiplican las chicas con gorritas de sol escocesas.
Las he perdido para siempre. Sólo recuerdo el color del género de las gorritas y la orfandad en que me dejaron. Era verde, blanco y azul con líneas finísimas de rojo y negro. Pero debajo de esas gorritas nunca conocí el rostro que llevaban.
©Silvina Ocampo


El arrepentido

La rama que acariciaba mi cabeza, me deleitaba cuando salía del sueño. El amor me seducía en momentos inesperados, y lo que prefería era triturar un pedazo de carne entre mis dientes y después beber agua helada entre las piedras que bajan de la vertiente. Dicen que me parezco al hambre, a la violencia, al infierno; fui feliz como un rey hasta que la conocí. Si fuera un niño estaría llorando, si fuera un santo los silicios hubieran consumido mi cuerpo, si fuera una hiena devoraría mis propias entrañas. Si fuera Dios volvería a crearla. El mundo es antiguo y no sé lo que tendría que envidiar, pero este instante es mi eternidad. Los días pasan tan lentamente que esperar la luz por la noche se vuelve intolerable, sin esperanzas. ¿Cómo es el sol? Olvido su forma, su color, la impresión que me causa. Al verlo caigo desvanecido, y luego el lento aprendizaje del día, de la luz que no sirve para iluminar algo que valga la pena me mata y me hace esperar la noche que tampoco llega y que tampoco recuerdo. ¿Qué es la noche? ¿Cómo es su faz? Caigo desvanecido cuando llega y advierto que no oculta nada en su oscuridad, ni un tesoro. A veces cuando llueve y no me preocupan ni la oscuridad ni la luz, algo que descansa más que el sueño me ocurre, me deslizo sobre el barro a una velocidad increíble, mi piel se desgarra y caigo al pie de las montañas como una piedra, con las mandíbulas cerradas, cubierto de barro y escarcha. Cuando me volvía para mirar hacia atrás a veces me faltaba una oreja, otras veces una pata o la cola, otras veces la lengua que es tan necesaria. No me lo confesaba a mí mismo. Me daba vergüenza. Me preocupaba. Tardé en darme cuenta de lo que ocurría: soy un sueño, estoy en el sueño de alguien, de un ser humano. Busqué a la persona que soñaba conmigo: era una niña dormida. De un zarpazo la maté, jugué con ella, con su vestido bordado y sus trenzas largas, atadas con nueve cintas rojas. La escondí en un lugar del bosque sobre las altas matas de pasto porque no tenía hambre. Cuando volví a buscarla ya no estaba. Mirando la luna aullé toda la noche esperando que algo me la devolviera. Sobre la tierra quedaba su olor y el gusto de su sangre. Los pájaros se burlan de mí y las hembras de mi estirpe me fastidian siguiéndome a todas horas, queriendo adivinar un secreto que no pueden comprender. Pude morir en un incendio, pero atravesé las llamas como las piedras, apenas chamuscado; pude morir despeñándome por una montaña, pero llegué al fondo de un precipicio sin una herida para relamer; pude morir en un pueblo donde entré para devorar a un hombre, pero huí entre los balazos como en los días de tormenta bajo el granizo.
Los días son monótonos, sin peligro. ¡Por qué no devoré a esa niña que soñaba conmigo! Hubiera cumplido con un deber de tigre; ya que soy inmortal, por lo menos quisiera tener una conciencia pura.

©Silvina Ocampo



Silencio y oscuridad

En letras luminosas se veía anunciado en el frente del edificio: SILENCIO Y OSCURIDAD. El cartel llamaba la atención. La entrada no estaba permitida a los mayores de cincuenta años, el espectáculo podía deprimirlos o causarles un infarto. A los menores de catorce tampoco les estaba permitida la entrada, podían protestar lanzando petardos, hacer bulla y molestar al público. En la sala celeste y fresca, sentados sobre mullidas butacas, los espectadores cerraban los ojos siguiendo las instrucciones que se repartían en la entrada del teatro; luego, siempre de acuerdo a las instrucciones, para que la impresión no fuera demasiado fuerte al abrir los ojos, echaban la cabeza hacia atrás para contemplar lo que no veían desde hacía tiempo, la absoluta oscuridad, y para oír lo que también hacía tiempo que no habían oído, el silencio total.
Hay diferentes grados de silencio como hay diferentes grados de oscuridad. Todo estaba calculado para no impresionar demasiado bruscamente al público. Había habido suicidios. En el primer momento se oía el canto infinitesimal de los grillos que iba disminuyendo paulatinamente hasta que el oído se habituara de nuevo a oírlo surgir del fondo aterrador del silencio. Luego se oía el susurro más sutil de las hojas, que iba creciendo y decreciendo hasta llegar a las escalas cromáticas del viento. Después se oía el susurro de una falda de seda, y por último, antes de llegar al abismo del silencio, el rumor de alfileres caídos sobre un piso de mosaico. Los técnicos del silencio y de la oscuridad se las habían ingeniado para inventar ruidos análogos al silencio para llegar por fin, gradualmente, al silencio. Una lluvia finísima de vidrios rotos sobre algodón sirvió para esos fines durante un tiempo, pero sin resultado satisfactorio; un crujir lejano de papeles de seda parecía mejor pero tampoco dio resultado; a veces los primeros inventos son los mejores.
En la entrada del teatro, en unos enormes mapas del mundo se veían trazados en colores los sitios donde el silencio podía oírse mejor y en qué años se modificaba de acuerdo a las estadísticas. Otros mapas indicaban los lugares en que podía obtenerse la oscuridad más perfecta, con fechas históricas hasta su extinción.
Mucha gente no quería ir a ver este espectáculo tan importante y tan a la moda. Algunos decían que era inmoral gastar tanto para no ver nada; otros, que no convenía acostumbrarse a lo que hacía tanto tiempo habían perdido; otros, los más estúpidos, exclamaban: “Volvemos al tiempo del cinematógrafo”.
Pero Clinamen quería ir al teatro de la oscuridad y del silencio. Quería ir con su novio para saber si realmente lo amaba. “El mundo se ha vuelto agresivo para los enamorados”, exclamaba vistiéndose con una minifalda. La luz pasa a través de las puertas, el ruido atraviesa cualquier distancia.
“Sólo en la oscuridad y en el silencio antiguos sabré decirte si te quiero”, dijo Clinamen a su novio. Pero el novio de Clinamen sabía que todo lo que su novia hacía lo hacía por timidez. No la llevó al teatro del silencio y de la oscuridad y nunca supieron que se amaban.

Fuente: Página 12   

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