la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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CUENTOS DE LA GAVETA: LOS OTROS JODEDORES, por Armando Africano, Caracas, 1 de diciembre de 2021/ Ilustración: Lisardo Rico Rattia

 




Aunque ya son como de la familia, pero de la parte de los miembros que joden…

Desde que me enteré que existían, me han estado haciendo acoso psicológico, sobre todo cuando se instalan cómodamente en mi habitación y se toman su tiempo haciendo una especie de danza contemporánea para desubicarte y, después que seleccionan el lugar más apetecible, que siempre son las peores partes léase, los pies, manos, el cuello, la parte de la espalda que se salió de la sabana, adonde por supuesto no llego para rascarme, los zancudos me pican exactamente cuando ya estoy colocado en pose para dormir, y al sentir la picazón viene la arrech… que va seguida inmediatamente de un intento —por lo general fallido— de acabar con ellos a manotazos y entonces comienza mi danza mata zancudos, hasta que me convierto en bailarín de plamenco (palmero con flamenco).

Me da la sensación que se burlan de mí y comienzo a planificar la gran venganza -como buen escorpión. Vienen a mi mente los muchísimos insecticidas que cada día son menos efectivos y por consejos de los amigos ya picados, me unto menjurjes que me regalan o me dan la receta. He llegado a incendiar cartones de huevos como si estuviera esparciendo incienso por todos lados y he terminado totalmente ahogado y tosiendo como carro sin tubo de escape; he probado con las pastillas anti zancudos llamadas plagatox, raid, etc… son muchísimas. Me he inyectado y tomado pastillas de vitamina B… según dicen los ahuyentan porque -ique- detestan el olor de la vitamina: me imagino a los zancudos escupiendo la vitamina B,  sacándome la lengua mientras continúan alimentándose de mí, de mi sangre… pero igual creo que instalaré una ducha con vitamina B diluida en agua para ver si logro ahuyentarlos y que me dejen en paz.

Menos mal que hay algo a favor de mis zancudos visitantes, ninguno está infectado, gracias a Dios son zancudos sanos. 

Detalle asqueroso: los muy cochinos nos inyectan saliva con agentes anticoagulantes  mientras se alimentan,  te inyectan saliva en la piel porque les facilita la succión de la sangre y pueden bebérsela como refresco y no como atol, y para joder aún más, la saliva es la que ocasiona la comezón. Además,  a medida que van succionando la sangre, eliminan el exceso de sangre por detrás y cuando te escogen, ¡los hijos de la gran zancuda!, te rondan y te cantan algo conocido como zumbido, lanzándose una serenata desesperante completa y exactamente en el oído. Como si fuera poco, no zumban para avisar a sus víctimas sino para llamar la atención de otros compañeros dispuestos a aparearse, ósea, toda una gran rumba alrededor de tu cabeza y la música montada en tu oído, porque están eufóricos reunidos en el hotel seleccionado y en su restaurant favorito con la comida servida. Pienso que están siempre celebrando que existen cerca de 3500 especies de estos pequeños vampiros, picando a todo el mundo, y que  cuando hay luna llena pueden incrementar su actividad en un 500 por ciento. 

Son unos insectos clasistas, porque no todos los pertenecientes a esta plaga voladora nos ven como a una comida deliciosa. Ellos son selectivos, nos escogen, son atraídos más por la química corporal de unas personas que por las de otras. Ciertas sustancias químicas como el dióxido de carbono, que se emite al exhalar, y el ácido láctico, un elemento presente en el sudor, nos hace muy apetitosos, y nuestro problema comienza cuando el animalito te elige como objetivo prioritario de su alimentación.  

Tu vida se complica después de que te pican porque las recomendaciones son: ponerte hielo en la picada, muy difícil porque lo simpáticos animalitos no cenan en el mismo lugar, debe ser que tenemos distribuidos nuestros sabores y les gusta hacer un tour por todo tu cuerpo (quedó muy sexy este comentario) o sea, pegarnos el hielo en donde te llame la picazón; también puedes untarte con aloe vera, miel o alguna crema, pomada o medicamento, distribuirte el menjurje, aquí sí, aquí no, aquí también o tal vez optar por la recomendación -tipo regaño- ¡la próxima vez evitar vestirnos de negro, porque a los mosquitos les encanta ese color, vístase con ropa clara porque los chupasangre enanos detestan la ropa oscura! (sabio consejo).  

Los muy asquerosos hacen la diferencia en la cantidad de picadas porque les apetecen más las personas sudadas, hedionditas, que contienen una mayor diversidad de microbios y de olores en la piel, que las que tiene la costumbre de oler bien. 

Esta especie de engendros tiene sus trapos sucios, sólo las hembras pican y se alimentan de sangre porque necesitan inmunoglobulina para terminar la fecundación de sus huevos; los machos, por su lado, degustan flores y sacan néctar para tener energía y así reproducirse con la mayor cantidad posible de hembras.  

Son unos indeseables, pero aman nuestro olor, nuestra transpiración, nuestra respiración y llevan nuestra sangre… “son mi familia”.  

 ©Armando Africano

Ilustración Lisardo Rico Rattia

 

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CUENTOS DE LA GAVETA: SEÑORA, UN ACCIDENTE, por Armando Africano, enero 2021/Ilustración: Lisardo Rico Rattia

 






Llueve torrencialmente, oscuridad total, una joven empapada camina de un lado a otro en una parada de autobús marcando desesperada el celular, la calle es un gran río, un carro se detiene y abre la ventanilla, la joven se acerca y habla apresuradamente, gracias por acercarse señor, estoy muy asustada y preocupada, tengo ya más de una hora no me atrevo a irme a pie porque no se puede caminar está todo anegado, no pasan taxis. Gracias a Dios ya lo reconocí, ¿Usted es el señor Mario? Gracias por auxiliarme. ¡Dios me quiere, no me abandona! ¿Usted va para mi edificio? Gracias por ayudarme, es usted muy amable.  

El carro avanza, solo se escuchan truenos, mucha lluvia y.… un gran frenazo, impacto de choque, explosión y gritos.   

Un teléfono repica muchas veces, lo atiende una señora muy asustada: ¡aló!... ¡aló! dígame, hábleme más despacio, no entiendo lo que dice, por favor, no grite… por favor, entiéndame usted, son las tres de la mañana… Sí, esta es la familia, dígame… ¿Cómo? Sí, claro yo llamo de inmediato a la señora, por favor, espere un momento… ¡Señora! ¡Señora! ¡Señora Sonia, un accidente!  

Aló… sí ¿qué pasa?... ¡No! ¡No puede ser, no puede ser! ¡¿Dónde está?! Sí, ya vamos y gracias por avisar (llorando), ¡Marta, Marta, tu papá! Vamos rápido, está en el hospital… solo me dijo que tu papá tuvo un accidente… por Dios, si tu papá me falta yo me muero, él es mi todo ¡qué será de mi vida sin Mario! La vida no puede pagarme así, es el hombre más bueno del mundo, es un santo, y mi gran amor, tú sabes que tu papá es mi vida, si le pasa algo yo no podré seguir viva, ¡mi amor, no me puedes hacer esto! Cálmate mamá, no sabemos todavía qué fue lo que pasó, tranquilízate que te va a dar algo.  

Llegamos al hospital y mi mamá al entrar comenzó a correr y a todo el que encontraba en el camino le preguntaba ¿dónde está Mario? ¿dígame dónde está? Nadie le contestaba, la veían como una loca que gritaba, yo traté de calmarla, era prácticamente imposible, y comencé a buscar al médico de guardia. Al ubicarlo le pregunté por un accidente automovilístico que había ocurrido en la medianoche y, lamentablemente delante de mamá, dijo: “Hicimos todo lo posible pero el accidente fue terrible, no pudimos salvar al señor, pero gracias a Dios la señora está bien”.  

Inmediatamente mi mamá se estremeció, yo la abracé, se acercó al doctor y le gritó ¡¿qué señora?! Y el doctor, mirándome sorprendido y muy apenado, le contestó su esposa, su hija, su hermana, ¡¿su quéééé?! Bueno, su acompañante… Disculpe señora, hablo de la joven que estaba con él, milagrosamente se salvó, está fuera de peligro descansando aquí al doblar, ¡¿dónde?! La segunda puerta. Mi mamá salió corriendo hacia la habitación de la joven, seguía gritando ¡¿su señora?! ¡¿su señora?!  ¡¿cómo que su señora?! Entró a la habitación y se le fue encima a la muchacha, todo era confusión, no paraba de golpearla, gritar y decirle groserías, fue terrible la escena, seguía gritando ¡¿su quéééé?!   La agarró por los cabellos, fue muy difícil separarla, la joven muy asustada con la expresión de no entender qué pasaba, entraron el doctor de guardia y varios enfermeros y lograron sentarla en la cama y le inyectaron un calmante, se fue relajando y logré traerla a la casa, le di un somnífero, y se quedó dormida. 

Comencé a arreglar lo del funeral, mamá durmió todo el día, organicé el velatorio en la casa como me imaginé que mamá querría, yo estaba recibiendo a los muchos amigos que querían darnos el pésame, estaba colocando unas flores y sentí de pronto un gran silencio… estaba entrando mi mamá con un vestido de colores.  Todos se quedaron mirándola, su cara reflejaba una amargura muy grande, no era tristeza, era rabia, se sentó cerca del ataúd, su mirada estaba perdida, fija en una ventana, y su rabia la pagaba con todos los que se le acercaban a darle el pésame y no aceptaba que nadie la abrazara, los rechazaba, me pidió que me acercara y me dijo ¡no quiero verte llorando, deja la cursilería! En ese momento sentí movimientos y murmullos, miré a la puerta de entrada, era Rosa, mi hermana, que estaba llegando, desesperada me abrazó y me dijo, ha sido terrible, menos mal que logré cupo en el avión, tenemos que tener mucha resignación, es un gran golpe para todos, en unos segundos se nos cambia la vida, mamá debe estar destruida,  voy a consolarla, se le acercó y mamá le dijo: ¡cállate! compórtate como una adulta, él no merece ni una sola de tus lágrimas, lo que nos hizo no tiene perdón. Rosa me mira desconcertada, la vuelve a tratar de abrazar y la rechaza de nuevo, ¿mamá qué te pasa? ¿qué tienes? ¿te sientes muy mal? ¿te traigo una pastilla? No quiero nada, solo que no hagas más el ridículo, y deja la lloradera, mamá no te entiendo y baja la voz, no digas esas cosas que me da vergüenza con las personas que vinieron a acompañarnos, no es el momento ni el lugar, hablamos después que se lleven a papá, él era un gran hombre, dedicado a nosotras y te adoraba…  ese que está ahí para mí es un ser extraño, no quiero ni oír su nombre, no descansará nunca.  

Rosa se fue de nuevo a estudiar, las cosas en la casa después de un año de la muerte de papá están tranquilas, nunca más se le mencionó en la casa y menos cerca de mamá.   

¿Mamá qué haces vestida de negro? Tienes que acompañarme, acabo de leer que se murió el marido de la señora Beatriz, arréglate que vamos a darle el pésame a la viuda González, pero mamá, tú no eres amiga de esa señora, creo que ni los conoces, Marta, si tú no vienes iré sola.  

Después de que murió papá cada vez que se entera de un velorio, aunque no conozcamos a nadie, me exige que la acompañe a dar el pésame, sobre todo si el muerto es el marido.   

Al entrar busca a la viuda desconsolada llorando, ya en ese momento me mira y se sonríe, ubica un lugar donde pueda ver y oír bien, con una mueca de satisfacción y alegría mantiene toda su atención y se emociona con los desconsolados gritos de la viuda “¡no lo veré más, no lo puedo creer, me muero, es el amor de mi vida! ¡qué será de mi vida, era el hombre más bueno del mundo, era un santo, la vida no puede pagarme así!" Mamá no le quita la vista de encima, pero ni se le acerca, disfruta mucho viéndola, se queda mirándola fijamente y a medida que ella va diciendo cosas maravillosas del difunto mamá se embelesa y va transformándose, mantiene un disfrute muy extraño, formando una sonrisa contenida, una mueca de alegría,  estoy segura que lo disfruta mucho, viene a los velorios a disfrutar de lo que sienten y dicen las viudas, no se pierde de ningún movimiento.   

Cuando comenzamos a asistir a los velorios creí que lo hacía por solidaridad, pero con el tiempo me di cuenta que le gusta, lo disfruta, le encanta, mientras más gritan las viudas mi mamá lo disfruta más, la sonrisa contenida se hace más evidente, difícil de describir, a veces se pone el pañuelo en la cara como si estuviera llorando para disimular, y llega el momento en el que ya ha disfrutado suficiente de su espectáculo favorito y me dice, vámonos Marta, ya no tenemos más nada que hacer, mírala, mírala, pobre mujer, ahí está haciendo el ridículo. Dios es testigo que nosotras siempre cumplimos como buenas cristianas, en estos momentos de desgracia “tenemos que ser solidarias”, y se ríe, se ríe mucho.  

  


©Armando Africano

Ilustración Lisardo Rico Rattia










CUENTOS DE LA GAVETA: SUPLEMENTOS, por Armando Africano / Ilustración: Lisardo Rico Rattia

 




 

En mi época vivida en Barquisimeto, entre los 8 y 12 años, una de mis pocas diversiones era ir a matinée todos los domingos a las 3 de la tarde, a un cine cerca de donde yo vivía, a ver series de aventuras, de vaqueros, de guerra; también vi la de King Kong, aunque al final decía continuará, creo que nunca llegué a enterarme de la historia completa.  

Pero mi cuento en esta oportunidad no tiene que ver con el cine. El asunto era que yo era un gran lector, pero de suplementos, leía muchas comiquitas y las coleccionaba, estaba muy orgulloso de mi colección que tenía muchos y variados suplementos: Porki, Tobi, Archi, Periquita, El Fantasma, El Llanero Solitario, Mikey, Superman. En fin, como ya los había leído varias veces, un día se me ocurrió la idea de salir a vender o intercambiar ejemplares con otros protagonistas y otras historias; cambiarlos, algo así como “toma estos tres, yo me llevo estos tres”, nunca lo había hecho, me había enterado por compañeros del colegio que otros niños lo hacían  yyyy salí muy contento a negociar con una gran cantidad de ejemplares, creo habría como cuarenta, casi ni podía caminar porque los llevaba tipo bandeja. Como ya lo dije, era mi primera vez.  

Después de caminar buscando como ventilador de panadería, y darle la vuelta a varias calles cercanas, me encontré con un muchachito que traía una bolsa transparente, por lo que me di cuenta que estaba llena de suplementos. Le enseñé uno y se interesó por los míos, e inmediatamente comenzó a seleccionar, tipo este me gusta, este no, este lo tengo, este no me gusta, me decía; una vez seleccionados aproximadamente 20 suplementos, que los unió con los que él tenía en su bolsa,  era el momento en que yo comenzaría a seleccionar los que me gustaban de los que él había traído. Comencé a organizar los suplementos que me quedaban, los coloqué  abrazando debajo de uno de los brazos los que tenía cargados tipo bandeja, y en el momento que los estaba acomodando y tratando de comenzar a ver los de él, me quedé petrificado ¡el condenado muchachito salió corriendo y se llevó los de él y los que seleccionó míos! Comencé a correr detrás del delincuente, por supuesto pensando inmediatamente mi estrategia ¿qué hago para alcanzarlo? Yyyy no se me ocurrió otra cosa que llamar a otro muchachito que venía pasando y le dije “ayúdame, aquel muchachito me acaba de robar mis suplementos y tengo que perseguirlo para quitárselos”  yyyy… le entregué “todos” mis suplementos. Y con toda la seguridad de un héroe de película le dije “agárralos, guárdamelos, que ya yo vengo, cuídamelos porque sin ellos corro más rápido”  yyyy arranqué a correr buscando al niñito ladrón, tan ta  taaaa tan tan taaaa tan, como los protagonistas de mis películas de matiné detrás del malhechor…. Corrí, corrí, corrí y el muchachito hampón tenía entre sus antepasados al correcaminos. Corrí, corrí, corrí, busqué, busqué y el muchachito…desaparecido.   

Agotado y muy sudado regresé al lugar de mi genial idea de perseguir al malhechor sin suplementos para hacerlo mucho más rápido. Busqué en una esquina, en la otra,  busqué como pajarito en grama ¿y el otro niño? ¿y mis suplementos?  Cuando realmente me di cuenta que no estaba ni estarían más ni él ni mis suplementos, la reacción que tuve fue como ¿qué pasó? ¡Qué astuto! Corrí más rápido pero… ¿para dónde? 

Con el tiempo y la edad aprendí que eso se llama ¿ingenuidad? ¿inocencia?  ¿primera vez? Con el tiempo pensé en otras expresiones: ¿estupidez? ¿pendejera? ¿mi primera acción y reacción como pendejo?  

A pesar del tiempo y la vida ya vivida, a veces tengo reacciones en las que me doy cuenta que sigo comportándome de la misma manera espontánea de mi infancia. Menos mal que es de vez en cuando y sin querer, muy de vez en cuando, pero eso sí… me entero después.

©Armando Africano

Ilustración Lisardo Rico Rattia

 

 


CUENTOS DE LA GAVETA: Reflexiones de momentos, por Armando Africano, Caracas, 5 de febrero de 2016 / Ilustración: Lisardo Rico Rattia

 




 

Hoy es uno de esos días en que quiero escribir, aunque no tenga nada cuerdo que decir… busco… y dándole vueltas a mi vida, a través de mis recuerdos y mi pendrive, me planteo lo rápido que se me ha pasado la vida, haciendo mil cosas yyyy me viene a la mente que pertenezco a la generación que tenía una sola obligación… ser feliz. 

Ya he demostrado minuciosamente quién soy, como ser humano, como prójimo, como estudiante, como profesor, como amigo, como compañero de trabajo, como familia, hasta como bufón de las oficinas donde he laborado; he mostrado mis sentimientos, mis defectos, mis virtudes, mis estados de ánimo, mis actos malos y buenos, mis errores, mis aciertos… ya lo que me queda por hacer es repetirme,  porque no puedo cambiar, seguiré mi vida, con mis inevitables repeticiones.

Desde mi jubilación, ensayo cada día cómo pasarla mejor, como distraerme y divertirme un poco. Intento disfrutar, haciendo lo que me hace sentir bien: tomando café con alguien, tratando de escribir y hacer teatro, hablando por teléfono, escribiendo chistes estúpidos en Facebook o cursilerías a mis amigas más queridas, cantando duetos a gritos con algún cantante conocido (gracias a YouTube) con la computadora… yyyy a veces, prefiero no hacer nada, no pensar, porque me frustra no poder planificar mi vida “nueva” para después de mañana.  

Es difícil aprender a vivir conmigo mismo, siento que definitivamente después de haber hecho tantas cosas, debo encontrar la fórmula mágica de la vida, pasan días que quiero dejarlo todo y días de querer comenzar todo (nuevo o diferente) yyyy también, en quedarme ahí, en el mimismo… para siempre.  

 

Pienso que ya la palabra tristeza perdió su significado, el tiempo y las experiencias nos hacen cambiar hasta los sentimientos. Cuando leo una de tantas malas noticias o me participan de una desgracia cercana o lejana, me conmueve el hecho y me preocupan los que quedan con ese dolor tan grande, y las frases de consuelo me suena vacías,  las prehechas como… pero quedó vivo…gracias a Dios no le hicieron daño, las cosas materiales se recuperan, etc., nada de esa vaina sirve. Si es una noticia inesperada que me estremece, me viene gritar de impotencia las mismas y repetidas groserías de toda la vida, que mejor las llamaría gritos de consuelo o de desahogo emocional, porque las emociones y sentimientos están ahí y pronunciar algunas con fuerza y determinación, ayudan a hacernos sentir un poco menos mal.

¿Qué hacemos? Para mantener la esperanza, encontrar algo que te motive positivamente. Es lamentable y preocupante que la vida se te pueda estar oscureciendo, que a veces no le vemos el comienzo de algo nuevo, bonito, positivo, hay momentos que te desconcierta el no sentir algo emocionalmente tangible.  

Podremos pensar en algo más allá de nuestro día a día, que Dios nos guíe y bendiga, porque siempre terminamos preguntándole a él, el por qué, no podemos permitirnos dejar que se nos apague la luz.

Sé que ninguna palabra, ningún abrazo, ningún gesto, en esos momentos nos confortará, pero estoy seguro que puede ayudarnos a saber que no estamos solos, que somos muchos con el mismo deseo… la tranquilidad, la paz interior y que las muestras de afecto, de solidaridad, de generosidad, nos movilizan esa luz interna y nos produce emociones bonitas. 

Con tus rabietas y amarguras lo único que cambia en tu vida es tu salud y la situación de tus seres queridos más cercanos. Tenemos que hacernos responsables de nuestro comportamiento, de nuestra salud mental, de no alterarle la vida a nuestros semejantes. Mafalda decía “Mi problema son los demás” y “los demás” somos nosotros, que debemos revisarnos, revisar nuestros “detalles” de convivencia, tratar de crear nuestro propio mundo íntimo, de paz.

Nunca podemos volcar nuestras frustraciones en el trato a los demás, debemos buscar cómo ser felices, internamente, a escondidas, en tu soledad, por tu beneficio y salud, si quieres o si te provoca. 

Los “demás” que uno quiere y sigue queriendo a pesar del tiempo y la distancia, ya están identificados y resguardados muy celosamente en nuestro corazón, y les deseamos lo mejor, y les enviamos saludos, bendiciones, abrazos, besos, dedicatorias cursis, cuentos, chismes, etc., etc., etc. Nuestro mundo íntimo mejora un poquito cada día si encontramos nuestra propia paz, si encontramos nuestra propia formula de disfrutar esos toques de felicidad que vienen a tu encuentro, y tratar siempre de aprender a disfrutarlos… uno se va acostumbrando a engrandecer momentos.     

Prueba a hacerlo. “Y sin esperar respuestas”, nunca está demás decir: Te quiero, te necesito, te extraño, y muchas otras frases que nos vienen a la mente decir, y no lo hacemos.  Se siente bien dar los buenos días, pedir disculpas, sonreír, practicar la buena educación, no más gritos, no más descalificaciones, ejercer la solidaridad.  No permitas que las situaciones que nos llegaron sin invitación te amarguen, hay que darle la vuelta a tu estado emocional. 

Pensar en el pasado me lleva a revisar mentalmente tantas cosas que me hicieron daño y me costaron tanto olvidarlas, que, prefiero tratar de no pensar, porque no puedo borrarlas y buscando para olvidarlas, las reencuentro y me inmovilizan mi futuro.

  


 ©Armando Africano

Caracas 5 de febrero de 2016 

Ilustración: Lisardo Rico Rattia

 

 

 

 

 

 

 

 

 


CUENTOS DE LA GAVETA: Cuento Escato i lógico “Un chispín”, por Armando Africano, Caracas, mayo 2018 / Ilustración: Lisardo Rico Rattia

 




Adolescente, antes de entrar a estudiar en la universidad, me inscribí en una academia de dibujo arquitectónico en el centro de Caracas que quedaba en un edificio frente al Congreso,  las clases terminaban al mediodía y me regresaba en un grandísimo autobús que me dejaba a tres cuadras de la casa. El día de este cuento fue realmente muy difícil y sudé como nunca creo haber sudado en mi corta vida.

Salgo rápido de la clase, con mucha hambre, es exactamente el mediodía -el momento en que la inmensa pepa de sol te ataca desde arriba- llega mi autobús, pago el pasaje, me siento y arranca… mi tortuosa aventura. Comienza con unos ruidos y movimientos como eléctricos en la barriga, me aflojo la correa del pantalón, comienzan unos retortijones, mi  pobre barriga brinca, suena, vibra, y yo con esa pena, ¿los estarán oyendo? ¿se habrán dado cuenta que esos sonidos vienen de mí? Menos mal que había poca gente.  Me tocaba fuerte la barriga, en silencio,  porque estaba muy asustado por lo que esos ruidos me estaban anunciando. Yo sentía que todas las paradas que realizó el autobús eran eternas, pero logré aguantar y llegué a mi destino, me bajé del autobús, descansé unos segundos -enderezándome- comencé a caminar como podía, pero a la media cuadra ya no podía más, el malestar y el movimiento en la barriga eran infernales, entonces decidí  detenerme pegado a una especie de columna pequeñita, creo que era de la CANTV, que había en la orilla del muro de una de las casas y comencé a pensar ¿y ahora? ¿qué puedo hacer? Y después de algunas alternativas que surgieron en mi mente -que ninguna era mejor que la otra-  como genio adolescente que se las sabe todas, decidí que, si lograba soltar un chispín, una gota, un trocito de eso que estaba amenazando salirse, se me calmaría y podría llegar a la casa sin problemas. Así que mirando para todos lados con muchísima pena porque en todas esas cuadras vivían familias conocidas,  pegado del  muro mirando para todo lados como pajarito en grama y sudando más que mantequilla en sartén,  me dije valientemente “¡que salga el chispín y ya!”.   

Me programé mentalmente y sentí que fue un segundo del puf… no creo que fueran más de dos segundos, qué alivio, me sentí mejor y me dije, ya puedo seguir, ahora agarro la carpeta con los cuadernos,  me pongo firme y arranco, bueno, traté de arrancar, porque cuando comencé a caminar no podía avanzar ni un paso, era increíble lo que realmente salió en ese puf, en lo que se había convertido el chispín, en una bola gigantesca, en el interior había como un inmenso pañal y los pasos que avance los retrocedí y volví a quedar pegado del muro. Y ¿ahora? ¿qué hago? Menos mal que los pantalones que se usaban en esa época eran  muy anchos, en la cintura, en las piernas, en el ruedo y podía, según me ordenó mi pensamiento, meter las manos por los lados del pantalón,  romper los interiores y formar una gran bola que bajaría por una de las piernas del pantalón.

Sigo actuando como pajarito en grama, además de sudado aterrorizado, y comienzo a ejecutar mi brillante idea salvadora, meto un brazo, rompo los lados de los interiores y logro hacer la gran bola envuelta en el interior y la dirijo por la pierna para así comenzar a bajarla poco a poco pero, nada más comencé a dirigirla hacia abajo, la gran bola se volteó y en caída libre bajó por toda la pierna con la tela del interior por el lado del pantalón y todo lo demás embarrando la pierna, medias, zapatos … Ya solo me quedaba terminar de sacarla y dejarla envuelta en varias hojas de mi cuaderno detrás de la especie de columna, cosa que hice, y arranco a caminar la cuesta, porque es una gran subida, para llegar a la casa; parecía  Michael Jackson bailando thriller, menos mal que no encontré a nadie conocido que me viera danzando con cara de susto y movimientos extraños de baile. Me faltaba solo una cuadra y media, pero a mí me pareció eterno, caminé como la canción, un pasito pa´ lante, un pasito pa´ trás, por supuesto que pegado a los muros de las casas que quedaban para terminar de llegar, todo muy lento, lentísimo, con ese gigantesco sol odiándome por asqueroso y cochino, hasta que llegué. Al entrar todos me vieron y me recibieron con un “¡qué bueno que ya llegó!”, “¡venga a almorzar de una vez!” y yo, mudo, seguí hasta la ducha y me metí con todo, a bañarme y a lavar zapatos, medias, pantalón, camisa, que gran momento por inventar que un chispín me ayudaría.   

Nadie se enteró hasta después de estar ya adulto, que resolví contar a modo de chiste algunas historias de eventos que, inevitablemente, quedaron en el recuerdo de esos días claves que guardamos apenados en la memoria y los recordamos para divertirnos o para hacernos sentir incomodos. Con el tiempo decidí burlarme de mí mismo buscando, o tratando, que la historia de mi vida fuera más ligera, simpática, más divertida, y he constatado que me ha ayudado mucho el utilizar el humor para relajar mis recuerdos.


©Armando Africano

Caracas, mayo de  2018

Ilustración: ©Lisardo Rico Rattia






CUENTOS DE LA GAVETA: HOY… ME ALBOROTARON LA CULPA, por Armando Africano, Caracas, agosto de 2017/ Ilustración: Lisardo Rico Rattia





Me sucedió porque hoy hice algo fuera de mi ruta normal de precaución (casa – casa – casa), rompí mi rutina de vida repetida y salí a la superficie y me resultó: angustiante, alarmante, atormentante. 

 

Y no es que viva en una cueva, en un caserío lejano, en el pueblo de nunca jamás, o en un sótano súper secreto: yo vivo en un apartamento en el piso 40 de Parque Central yyyy comenzaré mi cuento por…

 

Había una vez un náufrago capitalino que se atrevió a romper su rutina “a la sombra” que vive a diario, decidí hacerlo porque ya como que olía a guardao y salí a refrescarme, a ver gente personalmente y fui directamente a montarme en el metro. En el trayecto al metro encuentro muchos vendedores ambulantes gritando su mercancía, algunos con mesitas, algunos paqueticos de mercancía, y unas hojas-letreros pegadas con teipe con el precio en dólares y oferta en mayúsculas, traté de comprar algo y no aceptan moneda nacional, bolívares, solo verdes, aparentemente nuevos, sin escritos ni marcas, ni arrugas. “Ya me fui pa otra cosa”. Paso a contar mi episodio en el metro. Bajé las necesarias escaleras y “logré” por suerte entrar de inmediato, aunque realmente no fue normal mi entrada, más bien dicho, me entraron a empujones… obviamente, me guindé como gancho de ropa y arranca mi aventura…

 

 Al cerrar las puertas del vagón, comienzan a acercarse pedidores de oficio: algunos te muestran una carpeta llena de radiografías, facturas, etc. -que por supuesto no se te ocurre querer ver-,contándonos de su problema médico (ya empiezas a sentirte mal por el pobre señor); del lado contrario salen a escena personajes haciendo: dúos, tríos, solistas con o sin instrumentos -dependiendo del vagón al que por azar entraste- que te cantagritan caminando por los vagones. Una pareja se nos acerca muy despacio pidiendo para su niño enfermo, pero, más enfermos se veían ellos, o era el aspecto que querían dar -ya me siento culpable de comentar esto- y aplico toda mi rudeza, diciéndome mentalmente  –no se le debe dar, nada, porque “esos” no tienen a nadie enfermo- “que comentario tan pesado”, metí mi mano derecha en el bolsillito y saqué un billetico todo arrugado de 10 bolívares y se los di y vuelvo a sentirme culpable ¿Será que he debido darles más? ¡Pobre muchachito! 


Pero la cruel memoria me trajo de inmediato a mi complicada mente el recuerdo de una pareja que utilizaba ese mismo truco (perdón, me vino la culpa ¿era truco lo del metro?) hace un tiempo, a la entrada del teatro Teresa Carreño. Una señora treintona muy angustiada era la que llevaba la voz cantante y un hombre cincuentón, muy flaco y alto, que se movía como perrito de taxi, afirmando todo y por momentos lloraba… nos hicieron una escena… muy bien montada por cierto, queríamos aplaudirlos, pero como ya nos habíamos salido del carro y estábamos a punto de seguir al Café Rajatabla, nos conformamos con sonreírles y casi que nos abrazamos a ellos de la angustia y preocupación que nos produjo la situación de su hermoso niñito, y todos nos miramos las caras y comenzamos a buscar dinero en todas partes: bolsillos, ceniceros, bolsos, carteras y les entregamos, “cual atraco”, con mucha pena “por no tener más”, y en ese acto bondadosísimo caímos los 5, le entregamos tooodooo, billetes, monedas y hasta consejos.

 

Cuando lentamente salía de escena la versátil pareja (siempre en su papel), una de las muchachas gritó:

 

-     - ¿Se van a pie? No, no, no, no, yo tengo que tener algún billete escondido (buscó desesperada en el bolso), aquí me queda este billetico, váyanse en taxi, el pobre niño no puede estar solo.

 

Y debido a la hemorragia de solidaridad, recuerdo que como la enfermedad del niño era ataque de asma, decidimos todos montarnos en el carro y acercarnos al lugar que dijeron estaba el pequeño -el Hospital de Niños- y llegamos cual película de drama. Una de las muchachas, la de la idea del taxi, salió corriendo a entrevistar a una enfermera, la que al ver la angustia y preocupación le informó que, en más de 15 días, no tenían ningún niño con ataque de asma.

 

Creo que lo del Teresa Carreño me dejó un poco enredado en relación a “creer o no creer, es la pregunta”, porque casi siempre reaccionamos cual prismacolor -por creyones-. “Los 5 cazados” del cuento del niño enfermo prometimos no darle dinero a más nadie, más nunca, cosa que por lo menos yo no cumplí, por eso de… “todos no son iguales” o “qué sabes tú si lo que te están contando es verdad”. 

 

Ya me desvié otra vez, me fui de lo que quería contar sobre mi culpa. Sigo guindado en el metro. Se nos acercó uno que, al entrar al metro, dio, mejor dicho gritó los buenos días y comenzó por regañar a los que no le contestaron su saludo, y de inmediato se lanzó un gran discurso acalorado -casi sin respirar- de su reciente salida de la cárcel y que necesitaba ayuda para poder regenerarse y que pertenecía a una asociación que cura a los adictos y, rasantemente, enseña un papel sellado con sus estampillas y firmas, contándonos que era su oficial salida de la cárcel ese mismo día, nadie le dio nada y se fue alejando hasta que el siguiente personaje que irrumpió en nuestro vagón fue un sordo mudo, con unos cuadritos de papel fotocopiado (volantes) en el que nos pedía ayuda, que nos daba la Feliz Navidad, en agosto, las navidades son muy emotivas, y… me volvió la culpa y saqué otro billetico, se lo entregué bajo sospecha.


Llegué al centro comercial a donde tenía destinado ir y caminé por los dos primeros pisos, había muchísima gente haciendo lo mismo que yo, curioseando y viendo cosas que no podía comprar e, inmediatamente, decidí devolverme pero en camionetica. Me coloqué en la parada y llegó mi esperado transporte público, con la suerte que logré entrar, y me enteré después que no me podía bajar, que el chofer que me tocó era la versión criolla de Fangio, nos llevaba como si todos los pasajeros, al entrar, como en la películas, le hubiéramos dicho a coro “vamos rápido, siga ese carro”. Me volví a guindar cual gancho de ropa y respiré varias veces tratando de relajarme un poco, hasta que sentí un desagradable olor, alguien se le ocurrió lanzar una ventosidad, obviamente sin sonido, pero con mucho olor,  hediondísimo, y todos comenzamos a mirarnos con caras de angustia, desesperación y sobre todo de sospecha, porque no pudimos seguir las huellas del espontáneo peorro, parecía que todos resolvimos culparnos con la mirada unos a otros y tratando todos a la vez de acercarnos a la ventanilla, pero era imposible por el gentío; sentí algunas risas nerviosas y unas señoras gritando y contrapunteando cochinos, asquerosos, sucios, para ellas fue un hombre el donador, y con una mano apretando la nariz como gancho de ropa,  llegué a mi destino, con el olor pegado de la nariz y con el corazón y los riñones en el cuello.

  

Me volví a perder en mi cuento de culpabilidad. Acotación: por supuesto que tuvimos una gran variedad de “comerciantes” vendiendo caramelos, chocolates, agua, etc. que lograban asomarse y anunciar su mercancía. Este chofer no dejaba entrar a los pedigüeños por necesidad, los sacaba cuando se daba cuenta, “nada de pedigüeños aquí” y tampoco tenían espacio para realizar su performance (me volvió la culpa al sentirme solidario con el chofer). 

 

Logré bajarme y me dirigí a mi casa atravesando por el pasillo debajo de la avenida Bolívar y me encontré con un señor que es ciego, ¿será ciego?, siempre que lo veía me hacía la misma pregunta (qué malpensado y retorcido soy). Este señor se para todos los días en una escalera muy angosta al final de ese pasillo, y se coloca en la mitad obstruyendo media escalera, porque estira tanto el brazo con su latica que a la gente solo le queda una vía, ya que es salida y entrada. Obviamente es doble vía, que es ida y vuelta para todos, pero tratar de pasar por ahí se vuelve un semáforo fuera de servicio con una sola vía, y tú pasas renegando del señor atravesado porque tienes que hacer cola para pasar y, y, y, y, y, y  vuelve la culpa, la misma o parecida a la que comencé a contar al principio… pobre señor… es ciego. 

 

Volviendo a mi salida no habitual, que fue realmente o es siempre turismo de aventura, hoy me llené de culpa una vez más y juro que no soy culpable y además no quiero tener la culpa, además ¿DE QUÉ? El asunto es que cuando vuelva a salir a la superficie, ¿salgo con gríngolas? o me autocensuro. (Viene el auto regaño). ¿Pero qué te pasa? ¿Qué te piensas? ¿Que eres hermano y vivías con Alicia, la del país de las maravillas? ¿O que nací y viví siempre en la Isla de la Fantasía? Mijitico, ¿dónde vives tú? O será que al querer tratar de ayudar y no saber cómo, ¿me desubico? 

 

Tengo tanto tiempo “guardado sin ser semilla” que, definitivamente, estoy desubicado, ¿será genético? ¿por qué pienso eso? Creo que es genético, debo pensar y asimilar que soy un desubicado y que me desubiqué a propósito… para no sentir culpa… porque ¡¡¡SOY INOCENTE!!! 

 

©Armando Africano

Caracas, agosto de 2017

Ilustración: Lisardo Rico Rattia





 

 

CUENTOS DE LA GAVETA: BONCHE INFANTIL por Armando Africano, Caracas, junio de 2020/ Ilustración: Lisardo Rico Rattia

 



 

Yo tendría como 5 o 6 años y recuerdo con mucha ternura a Tatiana, que era mi única y gran amiga en esa etapa de mi pequeña vida, éramos muy unidos. Ella vivía a media cuadra de mi casa, estudiaba para ser bailarina de ballet, creo que tendría unos 7, 8 años, no preciso la edad porque es una dama…

Nos visitábamos y jugábamos todos los días. Su casa quedaba en frente de un colegio muy grande de padres salesianos. La casa donde yo vivía estaba a una cuadra de la plaza Bolívar de Valera, era bastante grande, sobre todo muy larga. Al entrar, a la izquierda después del zaguán, había una escalera para el segundo piso, que era de madera muy gastada, donde nos recibía una especie de “salita” con dos poltronas, una máquina de coser, una vitrola, una mesita, una hamaca; al frente de esta “sala”, una gran puerta que daba a una inmensa terraza de cemento, que siempre estuvo programada para hacerse una ampliación que, creo, nunca se realizó. Y lo que recuerdo con mucha nostalgia era la hermosísima vitrola de las que se les daba cuerda y nunca olvidaré que la aguja que se le colocaba parecía un trozo de clavo pero sonaba de maravilla y nos alegraba nuestras fiestas, porque Tatiana y yo decidimos organizarnos fiestas con piñata para divertirnos en las tardes.

Los invitados éramos ella y yo, más nadie, así que, cada tantos días  que nos provocaba, la organizábamos; casi siempre poníamos los mismos discos, a pesar de que teníamos muchos de 78 revoluciones, los repetíamos, sobre todo los de música más alegre, una de las canciones que cantábamos y además la bailábamos era Sin corazón en el pecho, nos la sabíamos completica 

Yo la esperaba en la puerta de la casa, subíamos, brindábamos con refresco y poníamos la música. No sabíamos bailar -bueno- yo menos que Tatiana, pero realmente nos movíamos, cada uno por su lado, y solucionábamos; al terminar el disco nos sentábamos a hablar, podíamos tomar un poco más de refresco, paseábamos por la terraza, luego bailábamos de nuevo y venía la tumbada de la piñata.

Alternábamos nuestras funciones con la piñata, uno la subía y bajaba y el otro le daba palo hasta tumbarla, solo que había otra regla que teníamos que cumplir después de lanzarnos a recoger los caramelos: solo podíamos comernos uno, porque los demás eran para llenar otra bolsita, guindarla y comenzar de nuevo la fiesta.

La organización era muy simple, teníamos reglas que no podíamos dejar de realizar, por ejemplo, el refresco servido en vaso pequeño: solo podíamos tomar para el brindis de bienvenida, mientras hablábamos al comenzar nuestra reunión bailable, al terminar el primer baile y otro sorbo después de tumbar la piñata. Era muy importante,  siempre, tener guardadas varias bolsitas de papel marrón, de las que traía el pan que compraban en nuestras casas, que atesorábamos cada vez que estaban mal puestas, además del mecate, un palo para golpear la piñata y principalmente la música para bailar.

Nuestro evento lo repetíamos varias veces el mismo día con el mismo protocolo: al terminar la última bailada, después de la piñata, nos despedíamos. Tatiana salía para su casa, luego a los 2 o 3 minutos volvía a tocar el timbre, yo la buscaba y comenzaba de nuevo el rumbón. 

Una de nuestras rumbas, que fue inolvidable sobre todo para mi tía, fue cuando Tatiana inventó que teníamos que hacer una fiesta de carnaval y por supuesto, ir disfrazados, por lo que ella se ofreció a realizarme un disfraz.  

Me dijo: yo te hago el tuyo, uno de Cantinflas que es muy fácil, tú me traes un pantalón negro y yo le pongo remiendos, te guindas unas tiritas arriba de una franela blanca y ya está… ya yo tengo mi disfraz, tú solo  tienes que buscar trozos de tela para los remiendos del pantalón… Y comenzó mi búsqueda de los trozos de tela para que Tatiana realizara mi disfraz, busqué por todos lados, en gavetas, escaparates, debajo de las camas y nada, hasta que recordé que en el cuarto de mi tía había como una especie de closet en un rincón detrás de la puerta; raudo y veloz fui y me metí debajo a buscar en las cajas que ella guardaba y al subir la mirada  vi que estaba guindado un gran vestido largo, con enorme cantidad de tela que llamaban tul. Al ver cómo era ese amuñuñamiento de tul, ¿un vestido con tanta tela junta?,  descubrí que tenía otro tipo de tela en la falda de la parte central y de inmediato pensé, ¿cómo se va a enterar mi tía que le falta un pedacito a esta parte del vestido si está todo lleno de muchos metros de tela?  E inmediatamente busqué la tijera y procedí a cortarle un cuadro de tela y salí muy contento para casa de Tatiana a entregarle el pantalón, la franela y el trocito de tela.  

Y logramos hacer la consabida fiesta de disfraces, nuestra fiesta de carnaval, la rumba fue igualita a todas las otras fiestas, solo que al llegar fingíamos que no nos conocíamos, logramos bailar, tomar refresco, reconocernos ¿a que no me conoces? con sorpresa incluida, tumbar la piñata y hasta premiación para los “dos” disfraces, el primero y segundo lugar lo alternábamos, fueron muy divertidos nuestros desfiles frente al jurado (ella y yo),  pero el gran acontecimiento fue al día siguiente…

…Como a la 9 de la noche, yo, como buen angelito, a punto de dormir. Comenzaron unos aullidos desgarradores y todos hablando a la vez,  yo, inocente, me asomo a ver qué pasa: era mi tía, roja como tomate, pegando alaridos y con el vestido en la mano. Yo me dije, ¿será porque se nota la falta del pedacito de tela? y salí disparado a esconderme. A lo lejos oía mi nombre pronunciado a gritos con toda la rabia que podía haber causado por ese pequeñito pedacito de tela,  todos se unieron cual escuadrón en la búsqueda del pequeño niño destructor de la ida al baile de mi tía. Poco a poco ella se fue calmando,  buscó otro vestido y se fue a su baile, su carácter no le permitía estar mucho tiempo molesta.  Al día siguiente gran regaño, me castigaron muy severamente y por varios días no pudimos hacer fiesta.  

Otra de las “travesuras” que hacía era que me divertía pisando con los dedos los encajes que tenían unos muñecos antiguos de porcelana, que a ella le encantaban. 

Mi tía siempre fue maravillosa, ¿cómo se calaba todos los desastres que hacía yo?, Que no eran dirigidos a ella, por supuesto, pero como era la que siempre estaba conmigo, pagaba las consecuencias 

Un año después se casó y se fue de Valera para Brasil y dos años después a mí me llevaron a vivir a Barquisimeto. 

 En Barquisimeto tengo otro cuento. 

 

©Armando Africano

Caracas, junio de 2020

Ilustración: ©Lisardo Rico Rattia