la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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El día en que el mundo volvió a quedar patas para arriba/ por Silvina Friera, foto Sara Facio, Página 12, Buenos Aires, 11 de enero de 2011



SIN EMBARGO ESTOY AQUÍ, RESUCITANDO > A LOS 80 AÑOS, MURIÓ AYER LA ESCRITORA Y COMPOSITORA MARÍA ELENA WALSH


Creadora de personajes entrañables, como Manuelita la tortuga, y de canciones inolvidables, fue una de las grandes figuras de la cultura popular del siglo XX. Escribió más de 40 libros y no esquivó nunca –ni siquiera en dictadura– el debate político.



Por Silvina Friera


Verano imperdonable, con la tristeza embotellada en los ojos, en el cuerpo. El país está de riguroso luto. Las niñas y los niños de ayer, las mujeres y los hombres de hoy que siguen cantando a coro a Manuelita que vivía en Pehuajó tienen una pena infinita. Esas voces ahora se quiebran –la congoja siempre desafina– cuando intentan completar lo que hizo la tortuga: un día se marchó. 

"¡Qué de campanas en la sangre siento
cada vez que me olvido de la muerte!
Pero sucede que ella no me olvida”.

Estos versos, pletóricos de exquisito dolor adolescente, pertenecen al primer libro que publicó María Elena Walsh, Otoño imperdonable, en 1947. Prologaban, con la energía desmesurada de los primeros pasos, la obra de una artista genial, tan fuera de serie que todo lo que tocaba –poesía, narrativa, música, dramaturgia– devenía inmediatamente en oro. Tan fuera de serie es –en presente, porque su inmenso legado no admite el pretérito– que considerarla un “icono nacional, “prócer cultural”, “blasón de casi todas las infancias”, “un mito o patrimonio de la Argentina”, es recitar –de memoria– una seguidilla de lugares comunes de la lengua contra los que ella luchó hasta pulverizarlos. La muerte no se olvidó de ella. Aunque se deseó que la noticia se hiciera humo, como un mal presagio, ayer murió María Elena o la Walsh –como prefiera cada lector–, a los 80 años, “luego de una prolongada internación y como epílogo de padecimientos crónicos que la aquejaban”, según indicó el parte emitido por el Sanatorio de la Trinidad.

La muchacha que alguna vez se definió como “desabrida, limpia y chúcara” nació en “cuna de oro” el 1º de febrero de 1930, en Ramos Mejía. Su padre, Enrique Walsh, era un alto empleado de los ferrocarriles, “un anglo-argentino enamorado de Dickens y fabuloso músico autodidacto” que tocaba muy bien el piano. Su madre, Lucía Elena Monsalvo, descendía de andaluces. En la tranquila población de la línea del Oeste, la niña trovadora crecía con el abono ideal: infancia de clase media ilustrada, rodeada de libros y de cine. Entre sus fantasías más secretas –confesaría muchos años después, cuando ya era María Elena Walsh y se arrimaba a la orilla de lo que se llama un clásico– se imaginaba cantando y bailando en un escenario, como en las “maravillosas” comedias musicales que admiraba, las de Ginger Rogers y Fred Astaire. En el aula de sus recuerdos brillaba la alumna aplicada, amiga atenta de los árboles y las gallinas, y del pastito que brotaba entre los ladrillos de las antiguas veredas, las mismas que evocó en una de sus canciones, “Fideos finos”. En ese ambiente de libertad, el oído se afinó con las canciones tradiciones inglesas para niños que su padre le cantaba. Ahí comenzó a meter manos a la obra gracias a las construcciones verbales del nonsense británico.

Dueña de un pudor victoriano que se confundía tal vez con timidez, María Elena se plantó, incorregible en su rebeldía, cuando a los 12 años decidió ingresar a la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. Allí conoció a la fotógrafa Sara Facio, quien con los años se convertiría en su “gran amor, ese amor que no se desgasta sino que se transforma en compañía perfecta”, como se lee en su última novela autobiográfica, Fantasmas en el parque, publicada en 2008. En 1945, con tan sólo 15 años, apareció su primer poema, titulado “Elegía”, en la revista El Hogar, y también escribió para el diario La Nación. Dos años después, en ese 1947 dolorosamente inolvidable, murió su padre al mismo tiempo que publicaba el poemario Otoño imperdonable, que recibió el segundo Premio Municipal de Poesía. Una lluvia de elogios coronó a la “joven promesa”. Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo y Juan Ramón Jiménez celebraron ese primer libro.

Cuando se recibió de profesora de Dibujo y Pintura, enfiló con una beca para la Universidad de Maryland (Estados Unidos), invitada por Jiménez, el autor de Platero y yo. Los seis meses que permaneció junto al poeta fueron una experiencia traumática. Inolvidable, en el peor de los sentidos. “Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo, repasar mi insignificancia, cubrirme de una desdicha que hoy me rebela –escribió Walsh en un texto publicado en la revista Sur, en 1957–. Me sentía averiguada y condenada. Suelo evocar con rencor a la gente que, mayor en mundo, tuvo mi verde destino entre sus manos y no hizo más que paralizarlo.”

De regreso en Buenos Aires, consiguió la medicina para superar ese mal trago junto a Jiménez. Volvió a escribir ensayos en diversas publicaciones y frecuentó los círculos literarios e intelectuales.

 “Como a sus vanas hojas
el tiempo me perdía.
Clavada a la madera de otro sueño
 volaban sobre mí noches y días.” 

Otra vez llegó un libro, el segundo poemario, Baladas con Ángel, editado en un mismo volumen con Argumento del enamorado, de Angel Bonomini, quien entonces era novio de María Elena. No todo iba viento en popa, aunque pocos lo pudieran percibir. No soportaba las presiones familiares ni de la sociedad. Para ella el peronismo era una “dictadura”. Necesitaba un cambio, respirar otros aires. La aventura arrancó con una carta que sería el principio de una asociación artística y amorosa. La tucumana Leda Valladares, que entonces se encontraba en Costa Rica, la tentó con una propuesta: juntarse en Panamá para rumbear juntas hacia Europa. En el barco Reina del Pacífico, María Elena se probó el traje de cantante. Días y noches su voz se fue fogueando con las zambas de Yupanqui y los hermanos Abalos; cantó chacareras, bagualas y vidalitas anónimas, al son de los instrumentos de la compañera tucumana. Instaladas en París en 1952, en el Hôtel du Grand Balcon, una desvencijada pensión de artistas, la dupla fue eclipsando los escenarios parisienses con su exótico repertorio de canciones folklóricas. El dúo llegó nada menos que al famoso cabaret Crazy Horse. Pablo Picasso, Jacques Prévert y Joan Miró estuvieron entre su fascinado público. Las muchachas compartieron camarín con Charles Aznavour, por entonces un simple debutante.

En la “ruta a la libertad”, en la París donde se codeó con la chilena Violeta Parra y grabó sus primeros álbumes –Chants d’Argentine (1954) y Sous le ciel de l’Argentine (1955), con canciones de tradición oral del folklore andino argentino–, empezó a escribir su primer libro para chicos, Tutú Marambá. Leda & María Elena volvieron a la Argentina en 1956 y pronto salieron de gira por el noroeste argentino. Después grabarían los dos primeros álbumes en el país, Entre valles y quebradas vol 1 y Entre valles y quebradas vol 2, ambos de 1957. Canciones de Tutú Marambá (1960) incluye las primeras canciones que harían famosa a María Elena: “La vaca estudiosa”, “Canción del pescador”, “El Reino del Revés” y “Canción de Titina”. El espectáculo musical-dramático para niños concebido por el dúo, Canciones para mirar, se estrenó en el Teatro San Martín en 1962. A partir de doce canciones, Leda y María irrumpían en el escenario vestidas como juglares mientras los actores –Alberto Fernández de Rosa y Laura Saniez– representaban mímicamente, entre otras, “La Pájara Pinta”, “Canción del estornudo” y “La mona Jacinta”. La sociedad parió un nuevo espectáculo más, Doña Disparate y Bambuco, dirigido por María Herminia Avellaneda, donde aparecieron el Mono Liso y La tortuga Manuelita, el personaje insignia del universo infantil amasado por Walsh.

Antes de la separación de María Elena & Leda, hubo un último disco, Navidad para los chicos (1963). Etapa creativa y amorosa cerrada, publicaría un puñado de libros para chicos –El reino del revés (1964), Zoo loco (1964), Dailan Kifki (1966), Cuentopos de Gulubú (1966) y Aire libre (1967), que consolidó el universo infantil que MEW construyó en la década del ’60. Desde entonces, las infancias de millones de argentinos estarán enlazadas por una liturgia inoxidable.

Narradora del disparate, “milagrera” a la hora de expandir el humor y el absurdo, irreverente hasta lo inconcebible, además de irónica y satírica, no habrá otra igual. La genia MEW, como si fuera una hechicera, tenía una pulsión poética extraordinaria. En la matriz de su escritura está la poesía. En el prólogo de Hecho a mano, su poemario para adultos de 1965, está la clave. “No sé, yo solamente versifico / pura conversación a mi manera”, decía. Las etapas, del folklore a las canciones para chicos, pasaban. La poesía siempre quedaba. En el ’68 arrancó con sus recitales unipersonales para adultos, Juguemos en el mundo, que fue disco también y en 1971 se transformó en una película en la que actuó, dirigida por Avellaneda. Ese espectáculo-disco incluía la emblemática “Serenata para la tierra de uno”:

“Porque me duele si me quedo,

pero me muero si me voy

con todo y a pesar de todo

mi amor yo quiero vivir en vos”.


A la Walsh –opción que suena mejor para repasar sus intervenciones públicas– le encantaba levantar polvareda. La bandera que se enarboló como símbolo de libertad y coraje fue el artículo que publicó en 1979 “Desventuras en el País-Jardín de Infantes”, cansada por la censura y las prohibiciones de películas, programas de televisión y libros. Ya estaba retirada de los escenarios; dictadura, terror y espanto trajeron el parate artístico en 1978. Esa pieza contra la figura del censor merece ser revisada y discutida sin menoscabar la importancia capital que tuvo. Un párrafo de los menos recordados legitima sin artilugios lingüísticos el accionar de la represión y convalida la teoría de los “dos demonios”. “Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos –señaló en ese texto–. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabemos intrincada y de la que somos beneficiarios. Pero eso ya no justifica que a los honrados sobrevivientes del caos se nos encierre en una escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por qué.” Ante la posibilidad de implementar la pena de muerte en el país, en 1991 escribió un poema demoledor: “Cada vez que se alude a este escarmiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas”. La Walsh no sintonizaba con el imperativo de la “corrección política”. Una de sus últimas intervenciones más criticadas fue cuando –en 1996– invitó a la Carpa Blanca docente a retirarse de la plaza “por autoritaria e inofensiva”.

Su primera novela para adultos, Novios de antaño, fue publicada en 1990, el mismo año en que recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba, cuando ya era –desde 1985– Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. En 1994 se recopilaron las canciones completas para niños y adultos bajo el título Las canciones; toda su obra literaria ha sido reeditada por Alfaguara y sus libros han sido traducidos al inglés, francés, hebreo, italiano, finés, danés y sueco. En una de sus últimas entrevistas con el suplemento Radar habló de su reconciliación con el peronismo. “Al ver los manejos de la Revolución Libertadora recapacité sobre todo lo que había sido la obra del peronismo, aparte de sus manejos, así, represivos, digamos. Me di cuenta de lo que había representado para el pueblo, que es mucho. Años después viajé por el interior y la única escuela que había y el único puente eran restos de esa época del peronismo.” Se burlaba, en esa entrevista, sobre lo que le generaba la palabra “póstumo”. La pensaba como “una especie de chiste”. Y confesaba que le gustaría ser recordada “como alguien que quería dar alegría a los demás”. La vida sin María Elena tiene un gusto amargo. Entre risas y lágrimas, dos sentimientos que no son incompatibles, los argentinos la despedimos, emocionados: “¡Gracias, maestra, por tanta alegría!”.

Fuente: Página 12


María Elena Walsh: cuentos y canciones infantiles



BISA VUELA 

Había una vez una ancianita con más años que hojas tiene un ombú. Alta y flaca y memoriosa y sabia.

Y había una vez un pueblo grande como dos sábanas cosidas al medio por las vías del ferrocarril. 
Y había en el pueblo varias familias con muchos chicos. 
Y había trenes que pasaban de largo, llenos de vacas y sin pasajeros.
La ancianita vivía sola en lo alto de un mangrullo. Guardaba cachivaches en un baúl de su antepasado el Conquistador. Y su grillo Pachimú se guardaba él solo dentro de una caja de fósforos.

Un buen día, los niños, reunidos en asamblea en el galpón del ferrocarril bajo las alas de un viejo avión herrumbrado, decidieron adoptar a la anciana como bisabuela de todos y llamarla Bisa. 
Y desde entonces vivieron felices, jugando con Bisa a la rayuela y al ajedrez.
Salían todos a pasear, algunos en bicicleta, otros en caballo de palo y alguno en un cajón tirado por un carnero.
Pescaban renacuajos para investigarlos y cultivaban enormes calabazas anaranjadas.

Bisa, en sus tiempos, había sido aviadora. Y el viejo avión era su famoso “Águila de Oro”.
La campeona de vuelo estaba jubilada –decía- desde que sus ojos se debilitaron y un mal día al aterrizar había atropellado a una pobre perdiz viuda.
Entre todos se pusieron a limpiar y aceitar el aeroplano, con la esperanza de volar algún día y llegar, por lo menos, hasta la orilla del mar.
¡Y ese día estaba cerca!
Porque ya las hélices rugían como dos leones tartamudos, comandados por la famosa aviadora.
Bisa abrió un baúl, sacó su viejo uniforme arrugado y se lo probó frente al espejo.

-No es tan distinto del uniforme de los astronautas, ¿verdad, Pachimú?

Pero el grillo, por ser tan pequeño, no sabía nada de astronautas.
Bisa se encasquetó la gorra y se puso unas antiparras que nunca había usado: eran un trofeo regalo de su madrina después de su último vuelo ¡tantos miles de días atrás!

-Estos anteojos se han vuelto locos -dijo Bisa. Y miró a Pachimú, y en su lugar vio un gato con cola de pavo real.

-Estás muy raro. ¿Qué te pasa, Pachimú?

Pero Pachimú, por ser tan pequeño, no sabía nada de rarezas.

Bajó de su casa y con el grillo en su caja dentro de uno de sus 54 bolsillos llenos de herramientas, corrió a contarles a sus bisnietos la novedad.
Los niños, por riguroso turno, se probaron las gafas y no vieron nada, sólo las encontraron asquerosamente sucias y empañadas.

-Estoy segura de que con estos anteojos maravillosos pondré en marcha el motor -dijo Bisa.

Los chicos abrieron los portones, Bisa trepó a la diminuta cabina, movió manivelas y palancas y… brrrrummmm… cruzó las vías y remontó vuelo.
Los bisnietos la siguieron un poco a la carrera, después se taparon los ojos temiendo lo peor.
Seguramente ustedes también tiemblan de espanto pensando que se va a estrellar contra el más alto de los eucaliptos.
Pero no, Bisa vuela, feliz. Mira hacia abajo y ya no ve a sus bisnietos ni el ocre de los monótonos campos.
Ve toda la ciudad de Nueva York, ve una carroza tirada por mariposas gigantes, ve las pirámides mexicanas, ve un cohete espacial que pasa cerca, y allá lejos ve algunas torres de la ciudad de Bagdad.
Como le quedaba escaso combustible, al divisar una calle ancha y poco transitada, decidió aterrizar. ¿Dónde estaría? ¡Buena pregunta para Pachimú!
Bisa se levantó las gafas y vio que los niños de un pueblo extraño se acercaban a recibirla, con sonrisas, besos, abrazos y un ramillete de margaritas.
Pero ¡ay!, hablaban en otra lengua, sólo entendieron el idioma de los cariños. Entonces Pachimú se puso a cantar, y a él sí lo entendieron, porque los grillos cantan en un idioma universal.
Salió de su caja y del bolsillo y desde el ala del avión trabajó de traductor.
Los chicos de ese pueblo también decidieron adoptar a Bisa como bisabuela de todos. Y le ofrecieron domicilio en una casita construida en las ramas de un árbol.
Desde entonces Bisa vuela de pueblo en pueblo y de bisnietos en bisnietos.
Ya aprendió otro idioma y, en cada viaje, que dura media hora o tres meses –nadie lo sabe-, sigue mirando encantada por los cristales de sus antiparras, las maravillas del mundo que siempre quiso conocer.

©María Elena Walsh
Bisa Vuela 
Hyspamérica,1985 



EL PATIO

Esta era una escoba que se aburría. Estaba en un rincón del patio, con la paja para arriba. Eso no le gustaba, porque la paja eran sus piernas y también sus manos. Estar en un rincón, patas arriba, y para colmo en un patio tan sucio, ¡qué mortadela de vida!

Las hojas secas, las pelusas, los diarios viejos, los carozos de banana, los pelos de gatiperro, las cáscaras de aceituna y las latas vacías le hacían cosquillas en la punta del palo, que era su cabeza, y ella pensaba (en el suelo) que alguien la debía llevar a barrer alguna vez.

Su abuela le contaba que en sus tiempos, los chicos se entretenían en montar una escoba, jugando al caballito, pero eso nunca le había pasado.

Un día alguien tiró junto a ella un trapo de piso. El trapo se le enredó en la cabeza como una bufanda. O como una media de lana. O como el turbante de Arafat.

¡Qué asquete! —pensó la escoba.

Y el trapo, que estaba sucio pero no era zonzo, la oyó.

—Por lo menos te acompaño y te abrigo —le dijo.

—Tengo frío no —dijo ella—, aburrida pero estoy, cuento un contame, dale.

Pero el trapo no entendió, porque la escoba trabucaba las palabras al estar con la cabeza para abajo. Además, no recordaba ningún cuento.

La familia de la casa era buena gente pero no tenía ganas de ocuparse del patio. Los chicos prometían baldearlo cada verano y después se iban a los videojuegos.

Un domingo se fueron todos al Zoológico, y entonces entraron dos ladrones. Cargados con el televisor, la licuadora, una lata de galletitas, un par de zapatillas y el reloj de cucú, quisieron escapar por el patio.

Cuando los vio, la escoba se cayó del susto, con tal puntería que un ladrón tropezó con ella y se rompió el coco. El trapo dio un salto y se le enredó al otro ladrón en la cabeza, que asustado empezó a disparar tiros a la bartola.

Al oír el tiroteo, el vigilante de la esquina se despertó y entró corriendo en la casa, después de abrir la puerta de un patadón inútil, porque ya los cacos la habían forzado.

Se agarró el pie golpeado y saltando en una pierna llegó al patio, empuñó la escoba y de un buen escobazo en la mano del asaltante hizo volar el arma, que cayó patinando hasta chocar con una maceta petisa. ¡Poiiiing!

De la maceta colgaba un helecho grande como una peluca de gigante.

El policía esposó a los ladrones y los llevó presos, a la vista de todos los vecinos, que aplaudieron como en el teatro y revolearon camisetas.

Los presos declararon que habían sido atacados por una escoba asesina y un trapo feroz.

Esto lo supo la familia cuando encontró su televisor y sobre todo su reloj de cucú despanzurrados por ahí, como otras basuras.

Entonces vieron lo sucio que estaba ese pobre patio y a pesar de que ya oscurecía se pusieron a baldear con alma y vida. Los chicos terminaron bailando con la escoba y al trapo lo colgaron, limpito, de un alambre, donde se hamacó hasta hartarse.

La tortuga Manuelita, que estaba durmiendo a pata suelta bajo el helecho, despertó sobresaltada y se desveló para el resto del invierno.

No quiso saber nada más de ese patio ni de esa maceta ni de ese helecho ni de esa escoba ni de ese trapo de piso ni de esos ladrones ni de ese vigilante ni de ese reloj de cucú ni de esos pelos de gatiperro.

¡Mucho menos de los carozos de banana!

Y decidió irse a recorrer el mundo.


©María Elena Walsh
Manuelita, ¿a dónde vas? 
Espasa Calpe, 1997



LA SIRENITA Y EL CAPITÁN 

Había una vez una sirena que vivía por el río Paraná. Tenía su ranchito de hojas en un camalote y allí pasaba los días peinando su largo pelo color de miel, y pasaba las noches cantando, porque su oficio era cantar.

En noches de luna llena por el río Paraná
una sirena cantando va.
Por aquí, por allá, el agua qué fría está.
Juncal y arena del Paraná,
una sirena cantando va.

Alahí se llamaba la sirena y, como era un poco maga, sabía gobernar su camalote y remontarlo contra la corriente. A veces iba hasta las Cataratas del Iguazú para darse una larga ducha fresquita llena de espuma.
Después tomaba sol en la orilla y conversaba con los muchos amigos que tenía por el cielo, el agua y la tierra. Ninguno le hacía daño. Hasta los que parecen más malos, como los caimanes y las víboras, se le acercaban mimosos.
A veces, toda una hilera de mariposas le sostenía el pelo y los pájaros se juntaban en coro para arrullarle la siesta.

Hace muchos años de esto. América todavía era india: no habían llegado los españoles con sus barbas y sus barcos. Las pocas personas que alguna vez habían entrevisto a Alahí, creían que era un sueño, y corrían a frotarse los ojos con ungüento para espantar la visión de esa hermosa criatura mitad muchacha y mitad pez.

Una noche de luna, Alahí se puso a cantar como de costumbre, y tanto se entretuvo y tan fuerte cantaba recostada en la orilla lejos de su camalote, que no oyó que por el agua se acercaba un enorme barco con las velas desplegadas. Los hombres del barco también venían cantando.

Soy marinero y aventurero, vengo de España y olé.
Quiero gloria, quiero dinero y con los dos volveré.
Para mí será el dinero, la gloria para mi rey.


–¡Callad! –dijo el capitán, que era flaco y barbudo como Don Quijote– Callad, que alguien está cantando mejor que vosotros.
¿Será quizás un pintado pajarillo cual la abubilla o el estornino, capitán? –le dijo un marinero tonto.
–Calla, que los pajarillos no cantan de noche. ¡Tirad las anclas!
–¿Vamos a tierra, capitán?
–No, iré yo solo.
El barco amarró suavemente muy cerca de Alahí, que al ver a los hombres extraños enmudeció y trató de deslizarse hasta su camalote para huir. El capitán saltó a la orilla y la sorprendió.
Alahí se quedó quietita, muerta de miedo, mientras cundía la alarma entre todos sus amigos.

–¿Quién vive? –preguntó el capitán don Gonzalo de Valdepeñas y Villatuerta del Calabacete, que así se llamaba.

La sirena no contestó y trató de escapar.

–¡Alto allí!

El capitán alzó su farola y...

–¡Una sirena, vive Dios! ¿Estaré soñando? ¡Qué cosas se ven en estas embrujadas y patrañosas tierras!
–Más raro es usted, señor –dijo Alahí–, todo vestido de lata y más peludo que un mono, señor.
–Eres tan bella que paso por alto tu insolencia. Serás mi esposa y reina de los ríos de España.
–No, señor, lo siento mucho pero no... 
 Y Alahí trató de escurrirse entre las hojas.
–¡Detente!

El capitán la ató al tronco de un árbol. En las ramas los pajaritos temblaban por la suerte de su querida sirena.

–Haré un cofre y te encerraré para que no te escapes.

El capitán sacó su hacha y allí mismo se puso a hachar un árbol para construir la jaula para la pobre sirena.

–Ay, tengo frío –dijo Alahí.

El capitán, que era todo un caballero, quiso prestarle su coraza, pero no se la pudo quitar porque se había olvidado el abrelatas en el barco.


A todo esto, los amigos de Alahí se habían dado la voz de alarma y cuchicheaban entre las hojas, mientras el capitán talaba el árbol. Varios caimanes salieron del agua y se acercaron sigilosos. Muy cerca relampagueaban los ojos del tigre con toda su familia.
Cien monitos saltaron de árbol en árbol hasta llegar al de Alahí. Un regimiento de pájaros carpinteros avanzaba en fila india. Las mariposas estaban agazapadas entre el follaje. Las tortugas hicieron un puente desde la otra orilla para que los armadillos pudieran cruzar.
Cuando estuvieron todos listos, un papagayo dio la señal de ataque:

–¡Ahora!

Los monitos se descolgaron sobre el capitán, chillando y tirándole de las orejas.
Los caimanes le pegaron feroces coletazos. Las mariposas revolotearon sobre sus ojos para cegarlo. Dos culebras se le enredaron en los pies para hacerlo tropezar.
El tigre, la tigra y los tigrecitos le mostraron uñas y colmillos, porque no hacía falta más. Luego llegó el escuadrón blindado de los mosquitos y obligaron al capitán a escapar despavorido y trepar por una escala de cuerda hasta la borda de su barco.

–¡Alzad el ancla, levad amarras, izad las velas, huyamos de esta tierra de demonios!

Mientras el barco soltaba amarras, los pájaros carpinteros terminaron el trabajo picoteando las cuerdas hasta liberar a la pobre Alahí.

–¡Gracias, amigos, gracias por este regalo, el más hermoso para mí: la libertad!

Amanecía cuando la sirena volvió a su camalote, escoltada por cielo y tierra de todos sus amigos. Allá, muy lejos se iba el barco de los hombres extraños. Alahí tomó el rumbo contrario en su camalote y se alejó río arriba, hasta Paitití, el país de la leyenda, donde sigue viviendo libre y cantando siempre para quien sepa oírla.



©María Elena Walsh
La Sirenita y el Capitán
Editorial Estrada, 1974




LA PLAPLA


Felipito Tacatún estaba haciendo los deberes. Inclinado sobre el cuaderno y sacando un poquito la lengua, escribía enruladas “emes”, orejudas “eles” y elegantísimas “zetas”.
De pronto vio algo muy raro sobre el papel.

–¿Qué es esto?, se preguntó Felipito, que era un poco miope, y se puso un par de anteojos.

Una de las letras que había escrito se despatarraba toda y se ponía a caminar muy oronda por el cuaderno.
Felipito no lo podía creer, y sin embargo era cierto: la letra, como una araña de tinta, patinaba muy contenta por la página.
Felipito se puso otro par de anteojos para mirarla mejor.
Cuando la hubo mirado bien, cerró el cuaderno asustado y oyó una vocecita que decía:

–¡Ay!

Volvió a abrir el cuaderno valientemente y se puso otro par de anteojos y ya van tres.
Pegando la nariz al papel preguntó:

–¿Quién es usted señorita?

Y la letra caminadora contestó:
–Soy una Plapla.
–¿Una Plapla?, preguntó Felipito ajustadísimo, ¿qué es eso?
–¿No acabo de decirte? Una Plapla soy yo.
–Pero la maestra nunca me dijo que existiera una letra llamada Plapla, y mucho menos que caminara por el cuaderno.
–Ahora ya lo sabes. Has escrito una Plapla.
–¿Y qué hago con la Plapla?
–Mirarla.
–Sí, la estoy mirando pero... ¿y después?
–Después, nada.

Y la Plapla siguió patinando sobre el cuaderno mientras cantaba un vals con su voz chiquita y de tinta.

Al día siguiente, Felipito corrió a mostrarle el cuaderno a la maestra, gritando entusiasmado:

–¡Señorita, mire la Plapla, mire la Plapla!

La maestra creyó que Felipito se había vuelto loco.
Pero no.
Abrió el cuaderno, y allí estaba la Plapla bailando y patinando por la página y jugando a la rayuela con los renglones.
Como podrán imaginarse, la Plapla causó mucho revuelo en el colegio.
Ese día nadie estudió.
Todo el mundo, por riguroso turno, desde el portero hasta los nenes de primer grado, se dedicaron a contemplar a la Plapla.
Tan grande fue el bochinche y la falta de estudio, que desde ese día la Plapla no figura en el Abecedario.
Cada vez que un chico, por casualidad, igual que Felipito, escribe una Plapla cantante y patinadora la maestra la guarda en una cajita y cuida muy bien de que nadie se entere.

Qué le vamos a hacer, así es la vida.


Las letras no han sido hechas para bailar, sino para quedarse quietas una al lado de la otra, ¿no?

 ©María Elena Walsh
Cuentopos de Gulubú  
Fariña Editores, 1966



María Elena canta sus grandes canciones


MANUELITA LA TORTUGA 
© María Elena Walsh


Manuelita vivía en Pehuajó
Pero un día se marchó
Nadie supo bien por qué
A París ella se fue
Un poquito caminando
Y otro poquitito a pie


Manuelita, Manuelita
Manuelita dónde vas
Con tu traje de malaquita
Y tu paso tan audaz


Manuelita una vez se enamoró
De un tortugo que pasó
Dijo: ¿qué podré yo hacer?
Vieja no me va a querer
En Europa y con paciencia
Me podrán embellecer


En la tintorería de París
La pintaron con barniz
La plancharon en francés
Del derecho y del revés
Le pusieron peluquita
Y botines en los pies


Tantos años tardó en cruzar el mar
Que allí se volvió a arrugar
Y por eso regresó
Vieja como se marchó
A buscar a su tortugo

Que la espera en Pehuajó









TWIST DEL MONO LISO 

© MARÍA ELENA WALSH

¿Saben saben lo que hizo
El famoso Mono Liso?
A la orilla de una zanja
Cazó viva una naranja
¡Qué coraje, qué valor!
Aunque se olvidó el cuchillo
En el dulce de membrillo
La cazó con tenedor.

La naranja se pasea
De la sala al comedor.
No me tires con cuchillo
Tírame con tenedor

A la hora de la cena
La naranja le dio pena,
Fue tan bueno el Mono Liso
Que de postre no la quiso.
El valiente cazador
Ordenó a su comitiva
Que se la guardaran viva
En el refrigerador

La naranja se pasea
De la sala al comedor.
No me tires con cuchillo
Tírame con tenedor.


Mono Liso en la cocina
Con una paciencia china
La domaba día a día,
La naranja no aprendía
Mono Liso con rigor
Al fin la empujó un poquito
Y dio su primer pasito
La naranja sin error


La naranja, Mono Liso,
La mostraba por el piso,
Otras veces, de visita,
La llevaba en su jaulita
Pero un día entró un ladrón,
Se imaginan lo que hizo,
El valiente Mono Liso dijo:
"Ay, qué papelón"


La naranja se pasea
De la sala al comedor.
No me tires con cuchillo
Tírame con tenedor

A la corte del Rey Momo
Fue a quejarse por el robo,
Mentiroso, el rey promete
Que la tiene el Gran Bonete.
Porque sí, con frenesí
De repente dice el Mono:
"Allí está detrás del trono
La naranja que perdí".

La naranja se pasea
De la sala al comedor.
No me tires con cuchillo
Tírame con tenedor.


Y la reina sin permiso
Del valiente Mono Liso
Escondió en una sopera
La naranja paseandera
Mono Liso la salvó
Pero a fuerza de tapioca
La naranja estaba loca
Y este cuento se acabó.


La naranja se pasea
De la sala al comedor
No me tires con cuchillo
Tírame con tenedor








Pepe Fernández: "Recuerdos de una amiga: y la malicia no murió" por Alicia Dujovne Ortiz, La Nación, 10 de octubre de 2014


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Siempre afable y risueño, en la Ciudad Luz Pepe Fernández cambió el piano por la cámara fotográfica para hacer de su vida un permanente desfile de retratos




"Aquí está todo, bien guardadito -me dijo martilleando con el dedo sobre unas grandes carpetas- Todas mis fotos, desde el principio hasta hoy." Otro habría dicho "la obra de mi vida", pero Pepe era incapaz de llenarse la boca con la palabra "obra" y quizás -en ese instante que a los dos nos sonaba a un adiós para siempre, disimulado, por cortesía, detrás de las risas- con la palabra "vida".
Imposible imaginarlo con cara de circunstancias, aunque éstas lo habrían justificado. Tras haber vivido tan rodeado y haber fotografiado tantas caras famosas, al punto de que todo él se había convertido por dentro en una galería de retratos, Pepe Fernández pasaba ahora sus últimos años en un departamentito de Saint-Germain des Près, uno de esos inventos parisienses compuestos por varias chambres de bonne [cuartos de servicio] pegadas entre sí, solo. Quinto piso sin ascensor, en el barrio más hermoso del mundo, un verdadero sueño del pibe a condición de serlo, no de tener los años de Pepe, un corazón operado y unos amigos a los que también, para ese entonces, subir a verlo se les hacía muy cuesta arriba.
Riendo, por no perder la costumbre, Pepe me mostró la especie de ropero con puertas corredizas que escondía la ducha. Cuando, días después, me enteré de que el portero del edificio había comprendido que algo allá arriba no andaba bien, porque un hilo de agua bajaba por las escaleras, lo pude imaginar muriéndose acurrucado en el recinto estrecho. ¿Habrá recordado, en un chispazo, otra muerte solitaria que lo tocaba de cerca: la del poeta Rodolfo Wilcock, desaparecido años atrás en su casona de campo, en Italia, donde tampoco a él lo visitaba nadie? Wilcock, que para el Pepe adolescente significó, aquella noche de los años cincuenta, a la salida del Colón, el comienzo de todo.
Pepe había ido a escuchar el concierto junto a su hermana. Lo comentaban con una petulancia que el poeta de veintiocho años encontró deliciosa. Él era fino, cultísimo, y Pepe, de acuerdo con sus propias palabras, "un brutito en todo salvo en música (en ese entonces pensaba dedicarme al piano)". Pero un brutito desopilante que, gracias a su descubridor, se convirtió en el gran amigo de Silvina Ocampo y en el fiel comensal de aquellas comidas que ella presidía, y en las que siempre estaban Bioy Casares, Borges, el otro Pepe (Bianco) y Wilcock. Es de imaginarlo al pibe del barrio de Flores, jugando en el patio de los grandes y adoptado con entusiasmo por una Silvina que se aburría ostensiblemente y que, mientras Borges y Bioy desgranaban sus chistes sonsos ("¿y si el pasto fuera rosa?", ja, ja, "¿y si las nubes fueran verdes?", ja, ja), se inclinaba hacia su protegido y, acercándole a la oreja su gran boca de comisuras amargas, le susurraba con voz de bajo profundo: "¿A vos te divierte Borges?"



 
Astor Piazzolla, a orillas del Sena, un paisaje tan melancólico como su música, en 1980. Foto: Pepe Fernández

Desde ese momento la existencia de Pepe se volvió un desfile. Contaba con amigos maravillosos que iban a verlo a su departamento de Ramón L. Falcón 2172 (tengo motivos para conocer la dirección exacta) y después, a Ramos Mejía. El sentido del humor a sus padres tampoco les faltaba. La primera vez que Wilcock fue invitado a comer, olió la cacerola y dijo: "No me gusta". "En la esquina hay un restaurant -le contestó la madre-. Vaya y vuelva para el café."
En Ramos Mejía, el pequeño pianista conoció a una chica de melenita de oro. Se llamaba María Elena Walsh. Bajo la magnolia del jardín de los Fernández se juntaban Héctor Bianciotti, Ernesto Schoo, Alberto Greco, Sara Reboul, Roberto Sualés, Bernardo Verbitsky. Para ellos, reírse era un imperativo y a la vez una trampa: prohibida la expresión de los sentimientos, bienvenidas las carcajadas que creaban lazos secretos, de tribu, de secta.
El grupo, que también se reunía en La Sombra (un pedazo de campo abierto donde Wilcock plantaba papas y lentejas, con una miserable casilla de techo de zinc y un vecino austríaco y quizás nazi que vivía en una cueva cavada en tierra), se desbandó con la llegada del peronismo. En 1951, la partida de Wilcock fue el puntapié inicial. En lo sucesivo asistirían a una sucesión de adioses en el Puerto que pretendían no ser desgarradores. Tres años más tarde, Wilcock se fue de verdad, junto a Nene Pugliese, a Elsa Secreto, a Alfredo Novelli. Siempre la tribu, risueña y solidaria, ¿imaginaría su futuro aislamiento en la campiña italiana, exclusivamente acompañado por un gato parlante (bilingüe, se comprende, dado que a partir de cierto momento la producción poética de su amo se desarrolló en dos idiomas, italiano y español)?
Ese día de 1954, en el muelle, Silvina temblaba como nunca. Arrebujada en sus famosas pieles de tigre, bastante ajadas, y con los anteojos negros para tapar el brillo de los ojos, le dijo: "A Wilcock lo vas a tener que reemplazar vos". Dicho y hecho, a partir de entonces lo llamó a cualquier hora: "Vení enseguida". Pepe se precipitaba a la estación, llegaba sin aliento, y ella: "¡Es que no te veo desde ayer!". Fue en el Colón, sitio en el que a Pepe acostumbraban cambiarle el rumbo, donde Bioy Casares le entregó un sobre de parte de Silvina: "Para que te compres el pasaje. Nos vamos a Europa".
Se embarcó ese mismo año. En París lo esperaban María Elena con Leda Valladares y también Cortázar, Lalo Schiffrin. A Wilcock viajó a verlo a un pueblito del condado de Kent (el poeta prefería siempre la Sombra, no las luces de la ciudad). Luego volvió a París con el pintor Carlos Courau, probó fortuna en Niza y conoció la experiencia que relata Héctor Bianciotti en su autobiografía, dormir en la calle y comer salteado. Pero tras un regreso a Buenos Aires, en 1963 emigró para siempre. Ya en Buenos Aires, María Elena sintió ese viaje sin regreso como un abandono y escribió la "Zamba para Pepe" donde le dice: "Hace muchos años que te fuiste/ y sin una lágrima te despedí/ [?]. Cuando un amigo se va,/ nadie nos devolverá/ todo el corazón que le prestamos/ tanta compartida soledad".



 
Una carta de María Elena Walsh, datada en 1966, a su amigo de siempre. Foto: Pepe Fernández

En París, Pepe "cambió el sol por la neblina", como también le canta María Elena, y el piano por la fotografía. Pepe fotografiaba con una picardía impertinente que revelaba en sus modelos aspectos impensados. El "instante decisivo" del que hablaba Cartier-Bresson lo iluminó más que nunca cuando fotografió a Borges parado en el vestíbulo de L'Hôtel, sobre unos mosaicos en forma de sol. "Quédese ahí", le pidió, y se subió a una escalera de caracol para tomarlo desde arriba. Esa foto de Borges mirando hacia lo alto, de pie sobre los rayos geométricos, ha dado la vuelta al mundo y fue la elegida por la colección La Pléiade de la editorial Gallimard al publicar sus obras completas.
Pepe, que en realidad se llamaba José María, cosa que siempre ocultó, se dio a conocer en la Argentina a través de una exposición en la Fotogalería del Teatro San Martín organizada por Sara Facio. Fue él quien presentó a Susana Rinaldi y a Bruno Quoquatrix, del Olympia de París. Sus desnudos, sus fotos de Piazzolla, de Jairo, de Monzón, también han dado varias veces la vuelta al mundo.
Cuando en 1991 volvió a Buenos Aires, de paso, quiso ver a Silvina pero Bioy Casares no lo dejó. Ella no estaba bien. Pepe se alojó en casa de Guillermo Vilas y desde sus ventanas se quedaba mirando las de Silvina, justo enfrente. Qué condena más rara, saberla ahí, sola como se está siempre ante la muerte, y no poder hablarle, recordar junto a ella los chistes de su marido y los de Borges, que a ella la hacían bostezar, y despedirse, esta vez sin retorno.
Después, el corazón de Pepe empezó a flaquear. Cuando subí los cinco pisos rumbo a su departamentito chorizo, me dijo lo que tantos argentinos perdidos por el mundo vivimos repitiendo: "Anoche escuché el tango Volver'. Me gustaría pero ¿adónde? ¿Tengo un lugar?". A modo de respuesta le canturreé la zamba de su amiga, aquella de la melenita de oro:

Como el argentino de los tangos
te quedaste solo en París
Hace muchos años que te quiero
y hace muchos más que te olvidas de mí
Te veré una noche por Corrientes
esquina Rivoli.
Todo cambia desde que te fuiste,
ya los argentinos no somos así.
Estamos mirándonos por dentro
y olvidándonos de París.
Quedan pocos de los que decían
que en este país no se puede vivir.

Una declaración de cariño que incluye una certera patadita muy de las suyas, comenté. Pepe estalló en una de esas carcajadas que desde los tiempos de la tribu le servían de máscara y, en ese momento lo entendí, también de país. Cuando a Gardel, exasperados por la incertidumbre que él mismo propiciaba, le preguntaron de dónde era, si de Toulouse o de Tacuarembó, contestó con sobriedad: "Mi patria es el tango". La de Pepe Fernández era la risa. Pero debe de ser difícil reírse solo cuando se ha vivido de manera constante junto a los otros, descubriendo sus rostros y lo que éstos ocultaban; difícil resumir el catálogo, la enumeración de nombres que fue su vida, a uno solo, el suyo.



 
Una imagen de la poeta y cantautora en la Place Saint-Sulpice (1974). Foto: Pepe Fernández


¿Por qué digo que tengo motivos para conocer su dirección exacta, en el barrio de Flores? En 1978, cuando llegué a París, me apresuré a llamarlo por teléfono. Jamás lo había visto, o eso creía, pero Pepe representaba para los argentinos un papel de embajador. Imposible instalarse en esta ciudad sin apelar al inspirador de la famosa zamba. De haber existido Manuelita, la tortuga, a ella también la habría llamado. Su respuesta me dejó muda:
-¡Alicia! -exclamó- ¡No te imaginás la importancia que has tenido en mi vida!
Al observar mi silencio, Pepe agregó:
-A ver, cerrá los ojos y tratá de recordar quién fue tu primer profesor de piano.
Obedecí, cerré los ojos y volvió a mi memoria un corredor oscuro, largo. Al final se abría una puerta en cuyo vano se erguía un joven de elevada estatura. Yo vivía en el departamento B, tenía seis años y caminaba por el corredor hacia el departamento del fondo, para ir a recibir mi primera lección de piano.
-¿Ese muchacho alto eras vos? -me sorprendí, mientras Pepe se reía encantado, ante todo para festejar que el recuerdo no se hubiera perdido, y también porque aquel petisito de quince años, que a mí me parecía enorme, no había crecido mucho desde entonces.
-Yo con vos me moría de miedo -confesó-. Fuiste mi primera alumnita.
Un periodista argentino, Jorge Forbes, se contó entre los pocos que se animaron con los cinco pisos de Saint-Germain para subir a verlo. Pero Pepe, esa vez, me había asegurado, mientras martilleaba con el dedo sus carpetas llenas de fotos: "Esto no se pierde, hay amigos que lo saben y que harán algo".

Años más tarde la predicción se cumple. La exposición de las obras de Pepe Fernández en Buenos Aires demuestra que el título de la nota que publiqué a su muerte, "Una malicia que no debe morir" (nota de la que transcribo en ésta bastantes párrafos, ¿acaso entre tanto he vuelto a tener noticias suyas como no sea en sueños?), osciló entre la premonición y el estímulo. No, esa malicia no debía morir, y no lo ha hecho, por suerte para todos. Conmueve, alivia y reconforta comprobar que las obras sobreviven a un episodio tan fútil como caerse muerto.



Periodista y escritora
La Nación, 10 de octubre de 2014

Fuente: La Nación