Había una mujer barriendo la vereda y un
hombre se acercaba caminando. Era sábado 15 de mayo con muchas hojas
secas. Anduve las calles para encontrar al compañero. Cuando apareció,
también llegaron dos autos cargados con hombres y armas que pararon,
bajaron y nos tomaron. Yo grité. Grité tanto… La señora quiso protestar,
defenderme el señor; nos apuntaron y amenazaron. Yo seguía gritando y
retorciéndome hasta que una trompada en el estómago quebró mi
resistencia. Me metieron al auto. Al muchacho también. Era sábado, mayo,
otoño, hojas secas de esas que yo amaba. Allí en ese lugar, en esa
calle de Alta Córdoba, frente a esa señora que quiso ayudarme, empezó la
muerte. Empezó La Perla.
El campo de concentración estaba instalado en esa calle de Alta Córdoba. El poder. Esa
escena es el Terrorismo de Estado: Es la señora que barre y no puede
defender a una chica de veinte años que golpean delante de ella. Son
hombres apuntándola en una mañana de sábado sin ley, sin amparo. Hay
zona liberada para ellos. Eso es el Terrorismo de Estado: el desamparo,
la total intemperie. Es el desamparo absoluto de Graciela corriendo
atada, pidiendo ayuda. Es su marido cayendo acribillado. Pero también
es el testigo, el otro joven allí, el que vio, que quiso ayudar y no
pudo porque lo mataban también, y que 37 años después lo contó en este
Tribunal y dijo “ahora estoy aliviado de este peso”. Eso fue el Terrorismo de Estado.
Y la muerte, la omnipresencia de la muerte. Y mi testimonio
constante: ese que aparece cuando no lo convido. Que se sienta conmigo a
decir lo que no voy a decir en el juicio aunque lo diga. No lo digo
porque nunca alcanza, porque siempre hay más y más y más.
En ese testimonio yo digo –y parece una perogrullada, sin embargo– yo
digo que lo peor fue la muerte de mi mamá, de mi hijo, de mi compañero,
de mi hermano, de mí. Y también la tortura, que estaba en la venda en
los ojos, en la humillación permanente, en la inmovilidad, en las burlas
sistemáticas, en la absoluta falta de intimidad, en el hambre, en los
gritos de los otros, en el terror, en el camión. Y la desolación de
despertarse cada mañana con los gritos de los guardias, e irse dando cuenta que uno está en un campo de concentración, sin límite, sin tiempo, sin salida, sin esperanza.
Pero también y sobre todo, el haber entrado en ese territorio de
ilegalidad, quedando sometidos a la arbitrariedad absoluta de los
militares secuestradores y sus jefes. No había reglas ni horarios.
Todo era inasible, impredecible. La venda podía estar levantada a media
frente o ceñidísima a la cabeza. Un detenido era torturado hasta morir
apenas era secuestrado, y a otro lo dejaban tirado en la colchoneta
durante dos o tres días sin tocarlo. Los que te quieren no saben dónde
estás. Nada de vos.
Ariel Dorfman, escritor chileno escribió en su cuento “Asesoría”, en
base a los relatos de los compañeros exiliados de la dictadura que
habían sufrido prisión y tortura. Él comenta y cito: “Lo absurdo de
aquella situación límite: un militar, mientras descansa, consulta sobre
su sobrepeso como si fuera un paciente al médico al que está torturando;
la brutal y ordinaria crueldad que acompaña el terror, así como los
lazos personales que pueden establecerse entre víctimas y victimarios.
El estar sumidos con tanta distancia íntima. Todo lo que sabe aquel
doctor y cómo va empleando el mínimo poder que le da su profesión para
tratar de defenderse, de parar el dolor. El horror verdadero de lo que
sucede al personaje principal no es su tortura física o psicológica;
sino algo más siniestro e inesperado –dice Dorfman-, una complicidad con lo perverso que todavía me perturba”.
Y me resuena este párrafo a mí, habla del verdadero horror, y tiene
razón. Y se mete y está allí con su amigo, y casi lo vive con él.
Dorfman roza el verdadero horror pero ¿complicidad? ¿Esa es la palabra?
¿Hay complicidad en esa conversación? La disparidad del poder entre uno
y otro lado de la tortura es tan inmensa, que me parece impensable esa
manera de calificar ese diálogo, inverosímil, pero que nos pasó tantas
veces.
Prefiero decir, tal vez, “cercanía”. El verdadero horror es la
cercanía con lo perverso. Esa cercanía que contamina con la sola
existencia. Eso es el verdadero horror. El torturador y el torturado, en
esa intimidad de cuerpo presente, que acerca desde la pérdida más
absoluta de la privacidad de tu cuerpo desnudo y doliente. No. No es
complicidad, es apropiación. Absoluta asimetría.
Hace unos días se murió, tranquila y lúcida, Alicia Sommer, con 110
años, sobreviviente de Terezin, campo de concentración nazi
(Theresienstadt). En la película que hicieron sobre su vida hay una
escena imposible, filmada por los nazis: los chicos prisioneros del
campo, disfrazados y pintados como en una feria escolar, cantando una
ópera. Y las madres y los guardias mirándolos como público. Casi ninguno
sobrevivió. Hay que ver esos ojos, esas caritas. Saben el absurdo. Esa tristeza disfrazada es más perversa y enloquecedora que el nítido territorio de la prisión. Esa foto, también es el verdadero horror, estoy tratando de decir.
Me llevaron a mi pueblo de noche. Me dejaban por dos días. Era
la primera vez de ese ritual de cada quince días. Mis viejos querían
que durmiera en su cama. No pude. Nunca me fugué. Esa mañana fría
desperté a Lisandro que tenía seis años. Lo llevé a la escuela. El
orgulloso presentándome a su maestra de primer grado: su hermana, que
volvía de viaje.
Después me fui a las viejas de la familia. A mis tíos, había una zona de irrealidad en toda esa escena: yo paseando por Bell Ville como si fuera libre.
A la siesta fui al río. Hay fotos de ese primer viaje. Mis viejos me
sacaron muchas fotos con toda la familia para constatar que yo había
estado allí, que estaba viva; ver esos rostros que intentan sonreír. Se
lee el dolor y el miedo que hay abajo. Es otra escena imposible. No es Terezin en el ’43; es Bell Ville en invierno del ´77.
Parecía que habían decidido que iba a vivir, pero me volvían a llevar.
Y en la colchoneta de al lado, la chica que tomaba mate cocido y me
contaba su vida, que estaba condenada a muerte. Ahora había un abismo
entre ella y yo. Esta situación me fue enfermando cada vez más: salir, ver a mi familia, mi hermanito, primos, y volver a La Perla.
Empecé a asfixiarme. Me faltaba el aire. No podía respirar,
literal y simbólicamente. Me lastimaba las manos con las uñas de tanto
apretar los puños. Tomaba Valium todo el tiempo. Y entonces empecé a
escribir. Dejé de sentirme sólo una cucaracha, que es lo que habían
logrado, “el efecto cucaracha” como le digo, y que mi terapeuta dice que
se empieza a curar cuando lo puedo nombrarlo con cierta ironía. O
también, piedad. Dejé de ser –o sentirme- sólo una cucaracha y pasé a ser, ahora puedo verlo, una cucaracha escribiente. Cada quince días, en mi pueblo, me encerrada en la pieza y escribía. Diez nombres me llevaba en la memora. Diez nombres cada quince días. Cuadernito Gloria, color naranja, como en la escuela. Mis viejos, con cuidado, con amor, lo guardaron.
Fue conmigo a Perú. Iba con los documentos y los pocos libros. Cuando volví, lo llevé a la CONADEP, y allí lo dejé.
Ya estaba. Ahí estaban los nombres. Los nombres que no pudieron borrar.
Los nombres que hoy están en el muro frente al río. Los nombres que
escribí en el cuadernito Gloria. Que guardó la memoria que yo no pude.
Mi primer testimonio. Ahora mi memoria falla. Dice Julio Cortázar: “La
memoria nos teje y atrapa a la vez. Se asemeja a una araña
esquizofrénica que teje telas aberrantes con agujeros, zurcidos,
remiendos. Trabaja por su cuenta. Nos ayuda engañándonos. O quizás, nos
engaña para ayudarnos.
Cuando empezó el 2013, el año se abrió como el juicio, la Megacausa,
enorme, infinita. Tiene claros acusados; tiene víctimas, abogados,
jueces, testigos. Me cruzo con el mandato: sobrevivir para contarlo.
Inapelable. Me paso leyendo el Diario del Juicio. No voy pero voy. Sigo
escribiendo. Alrededor del juicio, en sus orillas, transcurren
encuentros propiciados por los duendes que andan por allí reparando
sueños. Vinieron buscando el hilo que se cortó y que a lo mejor
encuentran en mi relato. Los que se quedaron con las manos vacías, las
cuencas, la matriz, el ombligo vacío. ¿Dónde está el cordón? ¿Dónde mi
hijo? El nombre. Poder dar cuenta del nombre. Ese nombre había estado en
el campo. El interminable dolor de los otros. La hermana con sus padres
que se murieron buscando al hijo, cuya foto me pregunta y no tengo
respuesta. No lo vi. Sólo puedo darle el nombre porque lo copié de
una lista y me lo robé, y me lo llevé conmigo en ese cuadernito que
ahora parece servir para que esa hermana pueda poner al jovencito de
ojos verdes y enormes en algún lugar. Por eso vine. Porque el Nico me pidió la hojita donde está el nombre de su papá. Por el Seba, por el Marcelo, por Ernesto.
(*) Texto que leyó en la audiencia de la megacausa La Perla. Lo incluyó luego en su libroEl silencio. Postales de La Perla, editorial Los Ríos.
Cada
quince días la sobreviviente era llevada a su casa, donde anotó a
escondidas todo lo que vio y vivió. Tras la dictadura, entregó esos
datos a la Conadep.
Desde Córdoba
Invierno de 1977. Ya había pasado poco más de un año desde
su secuestro el 15 de mayo de 1976, cuando Ana Iliovich se dio cuenta de
que los represores la iban a dejar vivir un tiempo más. “Día a día
veía a los que se llevaban al pozo y esto me fue enfermando cada vez
más”, atestigüó en el megajuicio La Perla-Campo de La Ribera en abril de
2014.
A esa rutina mortal se sumó en el pesar de la cautiva lo que los
torturadores comenzaron a hacerle a algunos de los prisioneros: “Como se
sentían dueños de sus vidas y zozobras, los sacaban del campo de
concentración y los llevaban a ver a sus padres, a sus familiares”.
declaró. Contó que hasta comían en la misma mesa con los
aterrorizados parientes de la víctima, como un modo de prolongar la
prisión más allá de los sitios de exterminio. Ejercieron así otra
refinada, perversa manera del tormento y el terror colectivo. Les
permitían a algunos de los que consideraban sus prisioneros directos
vivir una ficticia cotidianidad, un fulgor de cercanía familiar, para
luego llevarlos de regreso al encierro. A la muerte. A la tortura
física, psicológica. A la esclavitud. A La Perla.
Afuera quedaban los seres amados sumergidos en la pavura y la atroz incertidumbre.
Fue después de una de esas visitas a su familia en Bell Ville, donde
nació en 1955, cuando Ana tuvo la idea que le ayudaría a sobrevivir a la
“literal asfixia” a la “falta de aire” que había comenzado a cerrarle
el pecho, el cuerpo, la vida. Empezó a memorizar nombres y fechas y escribirlos cada vez que la llevaban a su casa. De esa manera fue que combatió lo que llamó “el síndrome cucaracha”, frente al tribunal del megajuicio.
Antes de desaparecer como “el ser humano que era”, grababa en su
cerebro y de a puñados, los nombres que aparecían en las listas que
había en las oficinas de La Perla donde la sometían a trabajo-esclavo
junto con otros cautivos. “Dejé de sentirme una cucaracha, que es lo
que ellos habían logrado, y me convertí en una cucaracha escribiente”,
dijo ante los jueces. Una versión femenina del Gregorio Samsa de Kafka.
Una que sirviera para sobrevivir y vivir.
Ana Iliovich contó que “guardaba” en su mente “de a diez nombres por
vez, con sus respectivas agrupaciones y fechas de caída”, tal como la
burocracia de la maquinaria de muerte de La Perla había anotado. Y que, cada
quince días cuando la llevaban a su casa, se encerraba en su dormitorio
y los escribía en “un cuadernito Gloria de esos que llevábamos a la
escuela, y que mi papá guardaba con mucho coraje en una caja fuerte”.
Cuando en marzo de 1978 le dieron “la opción para salir del país” que
se les daba a los presos reconocidos “a disposición del Poder Ejecutivo
Nacional" y voló a Perú, Ana llevó el cuadernito con las listas. Al regreso, en 1983, pudo entregárselo a los miembros de la Conadep.
Treinta y un años después, en el juicio a Luciano Benjamín Menéndez y más de medio centenar de represores, el fiscal Facundo Trotta, en
una larguísima audiencia, le preguntó a Ana, nombre tras nombre, por
cada uno de ellos. “A muchos no los ví personalmente –aclaró Iliovich–
pero estaban en las listas de La Perla. Había nombres desde enero de
1976, desde antes del Golpe. A los que no ví, pero los nombraron, los
memoricé. Y cuando no se daban cuenta hasta los anotaba en papelitos
mínimos y me los guardaba entre la ropa".
"Así saqué números de documentos de identidad. No aprendí de memoria
esos DNI, eso sería imposible… Pero sí fechas de caídas (secuestros). A
otros los anoté porque los conocí personalmente en el tiempo en que
estuve en La Perla. Compañeros entrañables… Pero todos los anotados
estaban porque los ví o estuvieron, aunque no hayan pasado en la misma
época que yo”, recalcó una y otra vez, para que no quedaran dudas.
Así Ana Iliovich nombró al sindicalista René Salamanca, líder de SMATA, uno de los primeros secuestrados y asesinados en La Perla. Y a Tomás Di Toffino,
compañero de lucha de Agustín Tosco en Luz y Fuerza, a quien
mantuvieron cautivo varios meses y asesinaron en febrero de 1977. Un
hombre que “por tener mucha experiencia en resistencia obrera y ser más
grande que nosotros, ayudó con su temple y su dignidad a los que éramos
más jóvenes”, lo describió después.
Ana recordó y dio testimonio también por Graciela Doldan, una militante que fue compañera del líder montonero Sabino Navarro, una mujer por la que el represor Ernesto "Nabo" Barreiro “había desarrollado un sentimiento personal”, según él mismo admitió en el juicio. Y al “Sapo” Ricardo Ruffa. Todos ellos militantes reconocidos antes y después del Cordobazo.
Iliovich también anotó los nombres de Silvina Parodi, la hija
embarazada de la titular de Abuelas de Plaza de Mayo Córdoba, Sonia
Torres; y de su esposo, Daniel Francisco Orozco. “Ví los dos nombres
en las listas. Los anoté. Silvina y Daniel ya no estaban en el campo
cuando yo caí”, le aclaró a la querellante de Abuelas Marité Sánchez,
quien luego apuntó que “ese dato es coincidente con lo que sabemos de
los traslados que sufrió Silvina hasta que tuvo a su hijo y se lo
robaron”.
-¿Y ustedes cómo sabían que los mataban?-, le preguntó el fiscal Trotta en la audiencia.
-Ellos (los represores) comentaban eso. Comentaban incluso cómo los
mataban. Que abrían fosas... Y cuando venía el camión -al que los
prisioneros rebautizaron como "Menéndez Benz"- todo era más obvio. A la
gente la llamaban por números. Todos esperábamos que nos llamaran con
nuestro número. Era una cosa absolutamente azarosa y arbitraria... Los
“viejos”, los que estábamos hacía tiempo, sabíamos de qué se trataba. Se llevaban a la gente y un tiempo después comentaban sobre “el pozo”. Y el pozo era la muerte.
Uno alguna vez al pasar, comentó lo de los fusilamientos, y otras veces
pasó que alguno de nosotros vio la manera en que los ataban antes de
llevárselos…
En la lista de Iliovich figura la familia Coldman (padre, madre e hija: David, Eva Wainstein y Marina); Rosa Assadourián,
a quien mataron en la tortura y cuyo cadáver -aún no se sabe porqué- sí
entregaron a su familia. "A Rosa -contó su hermana María Sonia en su
testimonio- la mataron de una forma terrible: le arrancaron los ojos, la nariz y la boca". La mutilación como otro modo de sembrar terror a sus deudos.
Ana Iliovich dio fe de haber visto y anotado el nombre de la adolescente Alejandra Jaimóvich, de 17 años, “salvajemente violada y torturada por el plus de ser mujer y judía”. Y a los también jovencísimos Oscar Liñeira y Claudia Hunziker, “que era hermosa hermosa, y tenía el pelo rojo…”.
La mujer-memoria, la Ana que sobrevivió para escribir y contar, recordó también ante los jueces al albañil Luis Justino “El Negro” Honores, de la UOCRA,
quien murió luego de una feroz sesión de tortura en la cuadra de La
Perla. De contextura fuerte por su trabajo, fueron varios los testigos
que atestiguaron sobre su terrible agonía “durante días y noches” hasta
que murió en brazos de otro compañero, Eduardo Porta, que lo cuidó hasta el final.
Iliovich nombró al matrimonio Mónaco-Felipe. Los habían secuestrado en Villa María, donde Ester y Luis acababan de tener una bebé. Ester Felipe es la hermana de Liliana Felipe -la cantante argentino-mexicana-,
y su esposo Luis, que trabajaba como periodista en el canal de la
Universidad Nacional de Córdoba, hijo del artista plástico del mismo
nombre.
-¿Usted los vio?-, quiso saber el fiscal.
-Sí los ví y hablé con ella. Y fue muy terrible porque tenían una
bebita muy chiquita (Paula Mónaco Felipe, quien sobrevivió y ahora
ejerce el periodismo en México) y ella, Ester, me contó que tenía los
pechos llenos de leche…
En este punto de su testimonio, Iliovich se envolvió en sus propios
brazos y se permitió sollozar por breves instantes. "Mire... es de las
cosas más terribles que me acuerdo porque después he tenido hijos y sé
de qué se trata. Los mataron. A los dos los mataron”, denunció. La
testigo anotó en su cuaderno que “fue en febrero de 1978”. Hacía poco
menos de un mes que Ester había dado a luz a su beba cuando los
secuestraron.
Entre los sindicalistas y dirigentes gremiales, la testigo también recordó a Eduardo Requena, líder de los docentes y a Julio Roberto Yornet, que fueron secuestrados juntos de un bar en pleno centro de Córdoba el 23 de julio de 1976 y fusilados en La Perla.
Iliovich tampoco se olvidó de quienes la secuestraron a ella:
“Fueron (Héctor Pedro) Vergez; (Ernesto 'Nabo') Barreiro; (Luis)
Manzanelli; (Ricardo 'Fogo') Lardone y (Exequiel 'Rulo') Acosta",
declaró. Además aseguró haber visto en La Perla “al 'Chubi' López
(José Arnoldo López), a (José Carlos “Juan XXIII) González, a (Emilio
César) Anadón, al 'Salame' Hermes Rodríguez, al (coronel Raúl) Fierro, a
(Héctor) 'Palito' Romero y al que le decían 'HB' (Carlos Alberto Díaz).
Todos torturaban. Claramente, verdugos eran todos”, acusó.
"¿Y a Luciano Benjamín Menéndez lo vio?", le preguntó entonces
el fiscal Trotta. “Sí, Menéndez iba bastante seguido a La Perla. A
veces entraba en la cuadra y nosotros estábamos con los ojos vendados,
pero espiábamos por debajo y lo veíamos. En una ocasión a los detenidos,
ya en el ´77, nos hicieron hablar con él. Se trataba de los que íbamos
quedando. Esa fue la vez en que lo vi personalmente.
Antes de irse de la sala de audiencias que estaba llena aún cuando el
juicio cumplía ya dos años, Ana Iliovich pidió leer fragmentos de un
poema en memoria de sus compañeros desaparecidos. Eligió uno de Juan Gelman.
“Cada compañero tenía un pedazo de sol/
en el alma/ el corazón/ la memoria/
Cada compañero tenía un pedazo de sol/
y de eso estoy hablando.
Solcito que se apagaba así/
todavía alumbrás esta noche/
en que estamos mirando la noche/
hacia el lado por donde sale el sol”.
"El silencio", el libro sobre La Perla: Dar a luz tanta sombra por Alejandro Mareco , La Voz, 1 mayo 2017
Ana Iliovich, sobreviviente de La Perla, publicó El silencio,
un libro en el que recorre no sólo el infierno de aquellos días, sino
el que siguió encendido durante tantos años. El cuaderno con nombres de
prisioneros que llevó fue clave en los juicios contra los represores.
Toma el libro como si esa cosa de papel fuera al fin la materia de
tanto dolor, tanto espanto, tanta dimensión inexpugnable que ahora puede
ser tocada, agarrada, hojeada, levantada con una mano y vuelta a dejar
sobre la mesa.
Han pasado 40 años, una larga temporada en el
infierno de cuyo ardor sólo saben los sobrevivientes; el pecho y el alma
de cada uno. Y lo que ha quemado el aire más íntimo del que ha
respirado Ana Iliovich en todo este tiempo es el silencio.
El
silencio de lo indecible porque no cabe ni siquiera en la imaginación de
las atroces experiencias posibles, ni en los recursos de las palabras
que intenten contarlo. El silencio de la soledad más profunda, la de los
que cayeron a un abismo y se volvieron sus definitivos habitantes.
El silencio. Postales de La Perla
se llama el libro al que hoy se aferran las manos de Ana Illiovich.
Acaba de nacer al cabo de un largo alumbramiento de palabras insomnes
que resistieron a la oscuridad de las noches y los días.
"Hoy decido poner un punto y dar a luz tanta sombra", dice apenas se echa a correr la tinta.
Ana
pasó dos años sumergida en el tenebroso campo de concentración, emblema
de la represión de la dictadura en Córdoba. Entonces, tenía sólo 20
años. Y no son sólo atrocidades dentro de esas paredes sordas lo que
apuntan sus recuerdos, sino los alcances del terrorismo de Estado, que
atravesó todo el espacio argentino y también el tiempo.
Ella lo ha
escrito: "El pedacito de verdad que puedo contar del horror absoluto,
de la máquina de matar que morí y sobreviví en Córdoba, en La Perla,
durante esos años que no terminan nunca. Que nunca terminan de
terminar".
Y ahora lo dice, en un atardecer de Villa Allende: "Por
mucho tiempo la pelea fue con la la memoria. La lucha fue entre
acordarse y olvidarse de cómo fue posible vivir con tanto horror.
Finalmente, haber parido este libro fue haberme animado a decir, a
tratar de sacarlo afuera".
Es entonces cuando toma el libro, lo
agarra, lo blande como un escudo. "Esto es una experiencia íntima, no
tiene valor universal", dice. Pero quizás la intimidad de su dolor único
es un puente que permite llegar hasta la orilla de una noción del
horror que fue posible bajo este cielo.
El cuaderno Gloria
Ana
Iliovich es una de las personas de un grupo de sobrevivientes de La
Perla que padecieron un largo cautiverio y cuyos testimonios fueron los
pilares que sostuvieron procesos judiciales como el de La Megacausa.
Ella,
además, fue quien tuvo el temple y la inspiración de anotar en un
cuaderno Gloria una abundante lista de nombres de prisioneros que en
algunos casos, fue la única constancia que quedó de sus pasos por La
Perla. Esa lista la dejó en manos de la Conadep, en 1984, y desde
entonces, ha sido clave en distintos procesos.
El
cuaderno estaba guardado en casa de sus padres, en Bell Ville. En julio
de 1977, cuando ya había pasado un año como desaparecida, le
permitieron visitar su casa familiar cada dos semanas. "Me encerraba en
la pieza y escribía. 10 nombres me llevaba en la memoria. 10 nombres
cada 15 días".
En la tapa del libro hay una foto en la que aparece
la familia reunida, y en uno de los costados se ve la fecha impresa en
el papel de revelado. "Fue en mi primera salida; todos intentamos una
sonrisa. Dos meses antes me habían dejado enviarle una carta a mis
padres, por la que se enteraron de que estaba viva. Llegué y acompañé a
mi hermano pequeño a la escuela; me presentó a su maestra de primer
grado. Era una escena de total irrealidad: yo paseando por Bell Ville
como si estuviera libre".
Sus padres le decían a todos que Ana estaba viviendo en Brasil; sólo los familiares cercanos sabían la verdad.
–Mamá, en La Perla matan.
–Pero, ¿qué decís Ana?, no puede ser.
No
había manera de entender que semejante horror era posible, ni siquiera
para los familiares de desaparecidos: ¿quién podría pensar que los
torturaban así, que los mataban así?.
"Sí, la Argentina era un
vasto campo de concentración. Si no, cómo se entiende que yo no me
escapara, que mi viejo no me dijera: 'Andate'. No había fuerzas,
quedaban siempre rehenes".
Volver al infierno
A
final de los domingos de su visita, debía regresar. Cuesta imaginar el
latido del corazón de sus padres cuando la veían partir; el de Ana,
cuando se veía llegar otra vez a La Perla. "Volver a La cuadra era lo
más enloquecedor: seguían matando y torturando gente. Llevaba una pila
de valiums que me conseguía mi papá, pero me faltaba el aire, me
ahogaba".
En El Silencio, Ana Iliovich habla de
la tortura, de los límites de la resistencia, de los días del exilio en
Perú y de "los Ellos", como llama a los represores (como si fueran de
otra especie, en homenaje al dibujante Héctor Oesterheld).
Habla
sus miedos ("A la locura, a quedar atrapada otra vez en la Perla")
cuando la convocaron a declarar en 2008; luego, de su liberador
testimonio en 2014, en la Megacausa, y de cómo la convenció el abogado
Claudio Orosz. "Porque hay dos o tres nombres que sólo vos nombrás", le
dijo.
En la solapa del libro se dice de ella: psicóloga, docente
alfabetizadora, madre, ex detenida desaparecida. "Soy todas esas cosas,
con la misma intensidad", agrega con una luminosidad de otoño en la
cara.
El silencio es un descenso a un largo y
ancho infierno de la mano de sus palabras, escritas con descarnado
cuidado, con escasos adjetivos, con tremenda vibración el alma pero con
pensada sobriedad.
Pero no es sólo descender, sino también subir y
volver: "De alguna manera siempre hay un momento en el que salgo, salgo
con otros. Por eso mi gratitud a todos los que supieron escucharme, a
todos los que me rodearon de amor. No se sale del infierno sino se sale
con otros".
Ana Iliovich y su libro de memorias/ por Santiago Pfleiderer, Diario Alfil, 17 octubre 2017
La autora nos muestra en palabras, y según su propia experiencia, cómo se reconstruye el horror de La Perla y lo que implica ser víctima del terrorismo de Estado. La memoria se hace presente por miles. “La escritura está ‘detonada’ por la necesidad de transformar el horror en palabras, en objeto, darle forma para, finalmente, alejarlo”, asegura.
La palabra, testigo y sobreviviente del dolor Por Santiago Pfleiderer san.pflei@gmail.com
Ana Iliovich nació en la localidad cordobesa de Bell Ville, al sureste de la provincia, en 1955. Es Psicóloga, docente y alfabetizadora, y actualmente reside en Villa Allende. Luego de una primera presentación en el mes de junio, el sábado 16 de septiembre presentó nuevamente su libro “El Silencio, postales de La Perla”, junto a los comunicadores Mariana Romito y Dante Leguizamón, en el Museo Histórico y Cultural Villa Allende.
Ubicado sobre la ruta nacional 20 a 12 kilómetros de la ciudad de Córdoba, yendo hacia Carlos Paz, La Perla fue el principal centro clandestino de detención durante la última dictadura cívico militar que duró desde el 24 de marzo de 1976 hasta el 10 de diciembre de 1983, aunque el establecimiento funcionó desde 1975 hasta 1979. Junto con La Ribera, el D2 (Departamento de Informaciones de la Policía), Malagueño, y la “Casita de Hidráulica”, La Perla fue el lugar donde se concentró la tortura, los asesinatos y desaparición de personas por parte del Tercer Cuerpo del Ejército liderado por Luciano Benjamín Menéndez. Entre 2000 y 2500 personas pasaron por las instalaciones del horror. Ana Iliovich fue una de ellas, testigo y sobreviviente del plan sistemático de exterminio. Allí estuvo secuestrada desde 1976 hasta 1978 hasta que quedó en una extraña situación de “prisión domiciliaria” en la cual pudo visitar a su familia en el sur de la provincia y relatar el terror de lo vivido. Un cuaderno y la memorización de nombres le ayudaron a mantener viva la memoria a pesar de la asfixia del dolor.
Luego de haber vivido en el Chaco, en Perú y en Tucumán, y 25 años después de haber pasado por el centro clandestino de detención más grande del interior del país, Ana comenzó a ponerle palabras a sus recuerdos y sacar a la luz retazos de oscuridad. Así, este 2017 y bajo el sello de Los Ríos Editorial, nació su libro. “El silencio” es una referencia ineludible hacia lo que no está: los desaparecidos, los cuerpos, los nombres, la identidad, las ideas, el origen, todo lo que la dictadura hizo callar, aunque gracias al valor de quienes pudieron sobrevivir, a quienes denunciaron y a quienes aún testifican, la vida de los propios y de 30.000 se resignifica. La voz y la palabra vinieron a romper el silencio.
-¿Cómo se hace para ejercer la memoria siendo víctima del terrorismo de Estado y transformar el dolor en un libro? ¿Hubo un detonante que te impulsó a contar tu experiencia?
-Trabajé en este formato de “postales” o micro relatos que tiene que ver con la manera en cómo los recuerdos aparecen: fragmentados, mezclados, pasando de la escena a la reflexión sobre la escena. La escritura está “detonada”, como vos decís, por la necesidad de transformar el horror en palabras, en objeto -como la escultura de Luis sobre el texto- darle forma para, finalmente, alejarlo. La escritura restañando. Un poquito de cura. Hizo falta todo este tiempo para mostrar y mostrarme, y ayudó muchísimo tener una amiga editora, Tamara Pachado, que confió en el texto y me ayudó a darle forma. No sé si lo hubiera hecho sin ella.
-Tus testimonios fueron claves en los juicios. ¿Qué sentís con respecto a eso?
-En realidad lo mío no fue más importante que lo de los cientos de testigos que aportaron a que la verdad salga a la luz. Puedo decir que no fue fácil, que el testimonio implica un “volver a vivir” inevitable del que se sale mejor o peor según las circunstancias personales que uno esté atravesando. En mi caso, y esto lo describo en el libro, entre el 2008 y el 2014 hubo diferencias sustanciales. De uno salí bastante “herida de pasado”, y del otro, mucho más libre de lo que me sentía antes de hacerlo. Y esta sensación es muy bonita. De a poco me he ido sintiendo mejor, útil, encontrándole sentido a la sobre vida. Y el 25 de Agosto de 2016, día de la Sentencia de la Megacausa La Perla-Campo de La Ribera, fue como la culminación de ese sentir colectivo. Un luminoso día de justicia.
entrevista de Jorge Luis Carranza y Eduardo Alberto Planas,
Basta Ya Boletín Literario, 4 de julio de 2019
Ana Iliovich nació en Bell Ville en el año 1955. Es Psicóloga, docente y alfabetizadora. A los 20 años a pocos meses del golpe cívico militar de marzo de 1976, fue secuestrada y llevada al Campo de Concentración de La Perla. Allí permaneció hasta el año 1978. Al año siguiente viajó al Chaco y desde allí a Perú donde permaneció hasta 1983 ejerciendo la docencia en escuelas primarias. Regresó a la Argentina y se instaló en Tucumán donde trabajó en Atención Primaria de la Salud y Alfabetización de adultos. Posteriormente regresó a Córdoba y en Villa Allende integró el Equipo de Salud Mental del Hospital Josefina Prieur. Fue testigo en el año 2008 y en el año 2014 en dos de los juicios que se realizaron en Córdoba por crímenes de lesa humanidad. Es autora de libro “El silencio- Postales de la Perla”. (Editorial Los Ríos) cuya primera edición es del año 2017 y actualmente va por su tercera edición.
Ana Iliovich en su libro “El silencio - Postales de La Perla” nombra el horror que tiene un nombre propio: el Campo de Concentración La Perla donde permaneció por dos años. Rompe el silencio y así, entregándose entera en cada línea, nombra también el amor, la amistad; la ternura, esa tibieza que logra filtrarse y permite la vida; la continuidad de la vida. Describe como nadie el exilio interior que implica ser una sobreviviente y todo el desgarramiento de afrontar su participación necesaria, imprescindible, en el Juicio a los responsables del genocidio; los fundados temores de derrumbarse por dentro al hacerlo. El relato de Ana va y viene en el tiempo; regresa a los momentos previos a su detención; a lo vivido en el Campo; a su exilio; su declaración en el juicio y al momento actual. Es un libro valiente, necesario, que muestra a corazón abierto las contradicciones y tensiones del que sobrevivió y debe volver al horror para declarar, señalar a los responsables y rescatar amorosamente a los que no volvieron de allí. Y logra traerlos porque lo hace con un amor minucioso; ese que nunca olvida, que abraza y da calor.
-Ana, hablemos un poco del porqué del título del libro “El Silencio: Postales de la Perla”.
Cuando yo empecé a escribir lo que primero me vino fue “Postales de la Perla” y era el nombre que pensé que iba a tener porque tiene esta cosa con la ironía. Las postales son algo que uno manda cuando está de vacaciones y tienen que ver con algo agradable, relajado y como éste era todo lo contrario yo sentía como una… Pero a la vez tenía esta cosa del momento que es, de alguna manera, lo que me fue saliendo. Diría este poeta que yo quiero mucho que habla del libro y dice que es una escritura astillada y a mí me pareció una muy buena palabra porque uno queda en astillas, en pedazos y la escritura también le sale así. Entonces, lo de postales viene de ahí, como irónicamente decir: “Postales: Todo lo contrario a la idea de las postales que en la normalidad se tiene”. Y por otro lado porque son como fragmentos, pedazos sueltos. La ironía es como una necesidad vital, meter una ironía.
-Una pequeña distancia para poder respirar.
-Sí, tengo amigas que han estado secuestradas en la Esma y ellas hablan de la universidad, dicen cuando estábamos en la universidad, esta ironía, esta necesidad… Pilar Calveiro que escribió un libro maravilloso sobre el tema de qué es una sobreviviente y se lo dedica a otra compañera que dice que logró en medio de eso rescatar el humor. No es que fuera tan fácil y que lo pudiéramos hacer todo el tiempo, pero a mí me salió “postales”. Luego cuando fui avanzando en la idea… Yo al principio decía que esto si alguna vez era un libro iba a ser publicado post-mortem, esto no era una ironía, yo pensé que no me iba a animar a publicarlo nunca. Como parte del proceso de irse curando un poco apareció esta posibilidad. Fue parte del proceso y ayudó en el proceso porque una vez que logré hacerlo; el libro me devolvió mucho amor y una imagen y un lugar en el mundo que me ha costado mucho tener, porque sobrevivir es eso: quedarte sin un lugar en el mundo.
-Ana, ¿Cuándo surge la necesidad de escribir el libro? Según lo que leí tiene mucho protagonismo el Toto Schmucler.
-Sí, totalmente. En realidad a mí me parece que todos los que hemos pasado por vivencias muy extremas, de alguna manera tenemos alguna necesidad de expresarla, de distintas formas. En mi caso yo empecé a escribir hace muchísimos años pero de una manera que… Pensé que era una novela, cuando estaba en Perú. Con personajes medio de ficción pero que eran personajes que eran personas que yo conocí allí dentro y no logré expresar lo que quería expresar. No lo pude hacer. Y quedó ahí, siempre fui escribiendo, cuando algo ya me ahogaba mucho, por ahí escribía un texto. Y un día en largas conversaciones que tuve con el Toto Schmucler que andaba siempre buscando a los sobrevivientes para escucharlos, tarea ímproba y dura, porque él tenía un hijo desaparecido, yo digo ahí, era un destino posible y él tuvo la valentía de buscarnos y de preguntarnos, escucharnos, era tan bueno que el Toto me escuchara (voy a hablar en primera persona) sé que lo hizo con muchos compañeros. Pero personalmente era una oreja tan atenta y con tanta ternura.
-Amorosa.
-Totalmente y entonces en ese contexto él me dijo: “¿Porqué no escribís?” y ese “¿Porqué no escribís?” fue algo que abrió una especie de deseo que estaba ahí pero… Como que él me lo habilitó. Hay un otro tan valioso, respetable y querible que me habilitó la posibilidad. Si él me lo dice lo voy a hacer y empecé a escribir. Fue muy fuerte al principio, después pasaron años, lo dejé y cuando volvíamos a encontrarnos le leía lo que iba escribiendo y a él le parecía que estaba bueno y esa palabra me alentó porque además yo quería escribir algo que tuviera un plus, que tuviera que ver con algo de lo poético, me parece que no por casualidad yo estoy en este programa que es de poetas, yo no soy una poeta… Pero sí que tuviera como una frazada que envolviera el horror de alguna manera con palabras.
-Como esas que tejen las abuelas. -Exactamente, eso quise hacer.
-Y dice “No es perfecta, tiene agujeros, pero abriga”.
-Bueno, de eso se trata el libro también, me parece que primero fue abrigar a mi desnudez, a mi falta de lugar. Es muy duro lo que viví y es muy duro lo que sobreviví, digo: “Estar vivo en medio de tantos muertos” como dice Víctor Heredia es una ímproba tarea donde el libro es una de las partes de un trabajo cotidiano y permanente de que la sobrevida se cargue de sentido. Acá hay un problema de sentido, tiene que tener sentido haber sobrevivido y entonces el sentido es trabajar como psicóloga, trabajar con gente que necesitaba esa palabra, qué se yo, tener hijos, alfabetizar, las cosas que he hecho. Era permanente el habitar de sentido mi vida.
-Hablemos un poco de la relación entre la palabra, el silencio, la memoria, la identidad. Ahí hay una estrecha relación entre ellos.
-Al final no dije porqué se llama silencio porqué me quede con lo de postales. El silencio después apareció, cuando el libro empezó a tomar forma como algo posible, algo que ya no pensaba tanto como que iba a ser una tarea para mis hijos ¡pobrecitos! Sino que empecé a pensar que era algo que yo me podía animar a hacer… Apareció el silencio, apareció el silencio a mi cabeza y dije: “Esto es lo que nos pasó, nos callaron y esto es el terrorismo de Estado. Es la muerte pero es el silencio sobre la muerte, es saber que había familias enteras que no podían ni siquiera hablar de sus desaparecidos porque el terror, el ominoso horror había silenciado al país”. Entonces yo siempre digo que la Argentina era un vasto campo de concentración, no estaba en La Perla, en la Esma, en los 400 centros clandestinos de detención que hubo sino era el país entero, atravesado por el terror, por eso siempre tanto de hablar del terrorismo de estado como una impronta que nos marcó absolutamente a todos, los que estábamos adentro, pero también a los del afuera entre comillas, no hay un adentro y un afuera tan nítido.
-En toda la sociedad diremos…
-Exactamente. Entonces por eso se impuso esto, el silencio es lo peor que hicieron. Y por eso se llama, ahora vos me decís…
-La identidad. O sea la palabra, la palabra es lo opuesto al silencio y vos pudiste empezar a nombrar. -Sí, hay una cosa con el horror que es difícil de nombrar justamente y que me parece que lo que yo traté de hacer es rodearlo, porque me parece que era una manera de llegar; de poder acercarme, porque el libro está dedicado a los hijos y ésta es la idea de poder transmitir sin hacer demasiado daño, sin lastimar, sin que sea algo tan insoportable.
-Cuidando. -Como cuidando al que va a leer, como cuidando al otro, como cuidándome a mí y cuidando a mis hijos y como que dando a los hijos, los hijos en general. Me parece que esa fue un poco la búsqueda y me doy cuenta que algo de eso funciona porque por ahí me invitan a las escuelas y entonces se puede leer el libro. Porque no vale la pena la descripción del detalla del horror, no hace falta, lo aludís y sobre todo importa la reflexión sobre la condición humana, me parece que eso es lo que está en juego permanentemente, lo que yo pongo en juego todo el tiempo y por eso este recurso que encontré de nombrar a los represores como los “Ellos”. Es un recurso que es una de esas cosas que se te vienen cuando lo estás haciendo. -Del Eternauta. -Exactamente, es como un homenaje a Oesterheld. Que además lo desaparecieron a él y a sus cuatro hijas, es una horrorosa historia de tragedia. Pero en ese libro que él hizo que es maravilloso “El Eternauta”, los “Ellos” son seres de otro planeta y para mí, yo sé que no son de otro planeta los “Ellos” nuestros pero no importa, era como una necesidad de ponerlos afuera de la especie. No es así: son de la especie, nuestra especie puede dar las cosas más hermosas y las más sublimes y las más terribles, pero yo me di esa licencia poética y así los llame y a mí me gustó y me hizo bien y me doy cuenta que mucha gente lo tomó de esa manera porque sirve como una forma de nombrar a otro que uno quiere alejar. -Y que son otros que vivían acá, no son monstruos tampoco, sino que son seres comunes y corrientes que inclusive hasta llegaron a decir que ellos obedecían órdenes o se dedicaban a cumplir un trabajo. Es importante lo que vos decís en el libro, sobre el juicio, ya que la justicia logró establecer, aunque tarde, que hubo un genocidio, un plan sistemático y generalizado de exterminio. -Si.
-Pero, te queremos sacar un poco del campo y vayamos a ese capítulo del libro “El Oráculo de Pachacamac”. Háblanos un poco de él, porque me parece que también damos una vuelta pero algo queda ahí.
-Claro, porque es un texto que parece aparte que en realidad vino así, no está ni en el campo pero si está en el campo y es la experiencia que yo viví en Perú trabajando como maestra en una escuela primaria, en una escuela que quedaba en las afueras de Lima donde yo tenía que viajar en un viaje muy pintoresco visto desde ahora, pero que era durísimo. Una hora y media de viaje en un ómnibus donde yo digo, se rompía la ley física de que un cuerpo ocupa un lugar en el espacio y ese lugar no puede ser ocupado por otro porque íbamos totalmente amontonados, bueno, era muy pintoresco pero cuando uno lo hace todos los días a las seis de la mañana, ya no lo es tanto. Y ahí trabajaba de maestra en una escuela y fue una experiencia muy maravillosa porque los niños siempre son los niños y cuando uno abre, puede abrir la puertita de la creatividad, aparece un mundo maravilloso. Pero los niños en Perú eran… a ver… básicamente tenían una cuestión con la autoestima bastante deteriorada, ellos se sentían que eran cholos y que entonces nada de lo de ellos servía, nada de lo de ellos era importante, nada de lo de ellos era valioso y es una cuestión que viene desde la conquista, del deterioro de todo lo que fue la cultura maravillosa que ellos tuvieron y entonces lo que yo traté de hacer fue instalar nuevamente esa cosa de decir: “Que hermoso el lugar donde viven” y entonces que pudieran ver su paisaje y que pudieran ver el mar, y que pudieran escribir sobre eso y ponerle palabras…, íbamos a las ruinas de Pachacamac, donde hay un oráculo que era un lugar sagrado de los Incas. Un oráculo que como tal hablaba del futuro y hablaba del pasado y donde yo cruzo estos mandatos que venían de las madres que decían: “Péguele nomás”. Te habilitaban a pegarle a los chicos en la escuela y después cruzo con ver escenas donde las maestras le pegaban a los chicos en la escuela y entonces eso me remitía a las humillaciones y a la situación de maltrato sistemático en La Perla y entonces en esa ida y vuelta el oráculo que mira para atrás y los niños que de alguna manera me permitieron, con ellos, crear un vínculo maravilloso y a la vez, que ellos pudieran decir tal vez todo lo que yo todavía no podía decir pero ellos iban pudiendo y recuperar esa cosa de decir: “Soy peruano, valgo. Vivo en Pachacamac, que viene gente de todo el mundo para ver este lugar”. Ellos ni siquiera podían valorar su historia, su identidad, de donde venían, eso fue una experiencia maravillosa que la docencia permite, porque ser maestro permite esas cosas maravillosas y yo la expresé en ese texto.
-Ana, en unas líneas de tu libro decís que “Mi identidad es no aceptar el orden natural, eso define tu esencia”.
-En realidad no es el orden natural, que sé yo. La idea del orden natural que a veces se plantea de que siempre va a haber pobres, de que siempre va a haber algunos que les toca estar de un lado y otros del otro, es muy fácil decirlo cuando a uno le toca estar del lado de los poderosos o de la comodidad. Por eso nunca dejé de sentir la injusticia, bueno que tiene que ver con cosas muy gruesas como la distribución de la riqueza y ahora está atravesando también otras cosas como el tema del medio ambiente, las cuestiones de género, todas esas cosas me parece que tiene que ver desde dónde puedo mirar o no el mundo.
-Ana, para finalizar, hay un poema muy bello de Ernesto Cardenal en la página 106, que nos gustaría que lo leyeras.
-Bueno:
"Aquí pasaba a pie por estas calles, sin empleo, ni puesto y sin un peso.
Solo poetas, putas y picados conocieron sus versos.
Nunca estuvo en el extranjero. Estuvo preso. Ahora está muerto.
No tiene ningún monumento…
Pero
recordadle cuando tengáis puentes de concreto,
grandes turbinas, tractores, plateados graneros
buenos gobiernos.
Porque el purificó en sus poemas el lenguaje de su pueblo,
en el que un día se escribirán los tratados de comercio,
la Constitución, cartas de amor y los decretos".
-Es “El epitafio para Joaquín Pasos “y a mí me pareció un poema maravilloso que habla justamente de cómo la palabra, el lenguaje, de alguna manera ponen valor y permite escribir tanto las cartas de amor como los decretos. Pero además, cuando habla del futuro y dice que algún día tendremos buenos gobiernos es precioso. En la primera página del libro pongo un texto de Bertold Brecht que se llama “A los hombres futuros” y que dice: “Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos en que el hombre sea amigo del hombre pensad en nosotros con indulgencia”.
Con
la presencia de casi 100 personas, el viernes 13 de diciembre se
realizó la presentación del libro “El silencio. Postales de La Perla” de
Ana Iliovich, en una emotiva jornada que contó con la participación de la psicoanalista y escritora Fabiana Rousseaux; el actual procurador del tesoro, Carlos Zannini; la autora del libro, Ana Iliovich; y la directora de la institución anfitriona, Alejandra Naftal, quien estuvo moderando la actividad.
Además de la charla de los y las invitados/as, el evento contó con una performance teatral a cargo de Giuliana Rodríguez, con dirección de Valeria Casanova y asistencia técnica de Paula Lombardelli, al inicio de la presentación; y finalizó con un cierre musical de Canciones compartidas, un trío conformado por Claudia Romero, Daniel Giménez y Lechu Beckerman.
Durante la presentación Alejandra Naftal dijo: “Quiero agradecerle a
Ana por contribuir en la tarea de que estos espacios, en donde existió
la tortura, la muerte, y la oscuridad, hoy sean espacios de libertad y
de lucha”.
Fabiana Rousseaux por su parte, se refirió a la importancia de la
memoria: “Hay un deber de memoria que se funda en el Nunca Más y para
que se sostenga ese deber de memoria tiene que haber un deseo de
memoria. En Argentina la memoria insiste porque está sostenida en un
deseo de memoria”.
Un Carlos Zannini emocionado, agregó: “Este libro tiene dos caras: al
lector le moviliza su propia vida, sus propios recuerdos y
contradicciones, pero además uno se transforma en testigo del
sufrimiento de no ser testigo de lo que le pasó a Ana. (…) Nosotros
tenemos culpa de haber callado, pero más culpa tiene la sociedad de
tener miedo de llorar. Este libro es la interpelación a toda la sociedad
para que ese silencio se rompa”.
Finalmente la autora, luego de agradecer a todos los invitados e
invitadas, mencionó: “Encontrarnos en este sitio de memoria, donde reinó
el horror, hoy con tanta gente hermosa, es haberle dado la vuelta como
un guante a ese horror y poder construir encuentro, reflexión, escucha y
cultura crítica donde sucedió el intento de destrucción. Es siempre una
búsqueda de sentido. Hoy aquí mágicamente se han reunido familiares,
amigas y amigos de toda la vida y los nuevos, encontrados en el camino
luego de haber logrado dar testimonio del horror. Algunos de los que me
animaron a hacerlo ya no están”.
Estuvieron presentes los y las sobrevivientes y testimoniantes del ex
Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio (Ex CCDTyE) de la
ESMA, Adriana Suzal, Ana Testa, Alfredo Ayala, Ana María Soffiantini, Graciela García Romero, Silvia Labayrú, Mercedes Carasso, Marisa Murgier, Adriana Marcus, y Lidia Vieyra. También se acercó Agustín Di Toffino, hijo de Tomás Di Toffino, referente sindical desaparecido en La Perla; y las Ana Pecoraro, coordinadora del Ex CCDTyE El Faro, de Mar del Plata y Paula Ubaldini, integrante del equipo de trabajo de esa institución.