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Especial María Lejárraga, la escritora que volvió de las sombras: videos, textos de la autora, Rosa Montero y Vanesa Montfort





"Las mujeres callan porque, aleccionadas por la religión, creen firmemente que la resignación es virtud; 
callan por miedo a la violencia del hombre, callan por costumbre de sumisión; 
callan, en una palabra, porque en fuerza de siglos de esclavitud, 
han llegado a tener el alma de esclavas".
María Lejárraga




 "El amor brujo", "Canción de Cuna" y  "El sombrero de tres picos" 
fueron algunos de sus grandes éxitos, firmados por su marido
Gregorio Martínez Sierra






Fuente: Bermemar


María Lejárraga y su marido


MARÍA LEJÁRRAGA por ROSA MONTERO

La historia que voy a contar es asombrosa. Y lo es, no sólo por la fascinante peripecia vital de la protagonista, sino también porque lo ignoramos todo sobre ella. Estoy hablando de María Lejárraga, esposa de Gregorio Martínez Sierra, uno de los dramaturgos españoles más famosos de principios de siglo XX; Canción de cuna, la obra que Garci ha llevado al cine, es de él. O, mejor dicho, está firmada por él. Porque en realidad la escribió María, como todas las demás obras del marido; es un hecho comprobado (las investigaciones de Patricia O ´Connor, Alda Blanco y Antonina Rodrigo son irrefutables) que Gregorio colaboró muy poco, tal vez nada.

De modo que ella fue la autora de numerosos éxitos teatrales (sus obras fueron representadas en el extranjero y convertidas en películas en Hollywood) así como la inspiradora de Album de viaje del compositor Joaquín Turina, y de Noches en los jardines de España, de Manuel de Falla. Escribió además los libretos de El amor brujo y El sombrero de tres picos de Falla, y numerosas zarzuelas (como Las golondrinas de Usandizaga). Por si esto fuera poco, fue ensayista, feminista, socialista y diputada durante la República. Tras la guerra vivió el exilio, trabajando en periódicos y radios. Murió en Buenos Aires, lúcida y activa pocos meses antes de cumplir cien años. (...)

María nació en 1874, pero se crió en el pueblo de Carabanchel (hoy un barrio de Madrid) junto a un orfanato donde su padre trabajaba como médico. Vio, desde muy niña, el horror y el dolor de la miseria. Por entonces España era un país inmovilista y retrasado, cerrado a cal y canto al devenir de la historia. En el mundo occidental las cosas se movían y las sufragistas empezaban a reivindicar el voto y la voz para la mujer, pero aquí seguíamos anclados a un concepto retrógrado de la feminidad y la familia, impuesto por una jerarquía eclesiástica ultramontana. Tan tarde como en 1920, por ejemplo, se intentó celebrar en España algo tan normal e inocente como el VIII congreso internacional de la IWSA, la principal asociación mundial para el sufragio de la mujer, pero al final el evento fue suspendido y trasladado a Ginebra por la oposición frontal del gobierno y las asociaciones católicas.

En 1870 Fernando de Castro fundó la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, y en 1876 Francisco Giner de los Ríos creó la Institución Libre de Enseñanza; dos puntales básicos para la modernización de nuestro país. Y es que los progresistas sabían que no podía haber progreso sin cultura, sin una revolución básica que sacara a los ciudadanos de su miseria intelectual; a principios de siglo, el 70% de los españoles eran analfabetos. Este desesperado afán de modernidad cuajó en los grandes e inquietos intelectuales de la generación del 14: Gregorio Marañón, Fernando de los Ríos, Ramiro y María de Maeztu, Clara Campoamor, Azaña... y nuestra María Lejárraga, que además era maestra. Todos ellos y unos cuantos más hicieron dar a este país un par de saltos de siglos en la breve, fulgurante y desastrosa Segunda República.

Pero hasta llegar a eso, el ambiente, sobre todo para la mujer, era irrespirable. En 1908 el jesuita Alarcón decía en un libro que la emancipación de la mujer era aberrante y que "a esas Euménides hay que encerrarlas o en casas de corrección o en los manicomios inmediatamente". Y en 1927 la revista religiosa Iris de Paz aremetía contra las socias (Lejárraga entre ellas) del Lyceum, el modosísimo club femenino montado por María de Maeztu, en el cual lo único que se hacía era asistir a conferencias culturales, tomar el té y estudiar un poco. "La sociedad haría muy bien recluyéndolas como locas y criminales. El ambiente moral de la calle y de la familia ganaría mucho con la hospitalización o el confinamiento de esas féminas excéntricas y desequilibradas". (Y es que, lo de encerrar en los manicomios a las mujeres díscolas fue una práctica común en todo el mundo en los siglos XVIII y XIX).

En este entorno vivió María Lejárraga (...)

A los veintitrés años se echó su primer y último novio; Gregorio Martínez Sierra. (...)

Se casaron tres años después, en 1900, y cuando llegaron a su apartamento después de la boda, se abrazaron y exclamaron: " ¡Ya no nos manda nadie!". Ella llevaba cinco años trabajando como maestra, pero como mujer que era, sólo podía independizarse a través del matrimonio. En cuanto a él, a los veinte era un niño y tal vez no dejara nunca de serlo (...)

Empezaron a publicar antes de casarse. Ella sacó Cuentos breves, un volumen para niños, que firmó por primera y última vez con su nombre. Y después editaron cuatro libros de Gregorio ya escritos por ella, aunque probablemente él colaborara en alguno de los primeros; de joven tenía ínfulas de poeta. Tras la boda, todo siguió lo mismo. Vivían del exiguo sueldo de maestra que ganaba María, que se tenía que levantar a las cinco de la mañana para preparar las clases y arreglar la casa. A las ocho se iba al colegio, volvía a las doce, hacía la comida de ambos, reanudaba las clases y después cuando llegaba a casa al caer la noche, se ponía a escribir las novelas y obras teatrales que luego firmaba con el nombre de él. Estaba tan agotada que se quedó en los huesos. El médico le recetó que comiera carne sangrante, pero María se sentía incapaz de probar bocado. Juan Ramón Jiménez, íntimo amigo suyo, compraba sellos vacíos en la farmacia, y los rellenaba con carne picada, obligandola después a tragarlos como una medicina.

Mientras tanto, Gregorio zanganeaba en la cama hasta muy tarde. Aunque hay que decir, para ser justos, que no permanecía del todo inactivo. Al parecer siempre tuvo grandes dotes como organizador de empresas colectivas; era capaz de auto promocionarse de un modo formidable y de sacar dinero hasta de debajo de las piedras. Así, con esa habilidad y con notable brío, fue montando diversas revistas culturales y por último la importante editorial Renacimiento. Como gestor, fue una figura fundamental del Modernismo español; claro que era María quien escribía las revistas, quien corregía las pruebas, quien llevaba la contabilidad. (...)

En 1906, Gregorio se lió con la hermosa Catalina Bárcena, famosa actriz joven. Era tan típica la historia, y Gregorio parece tan insulso y feo, que una está tentada de creer  que su afición al teatro provenía del soterrado sueño de hacerse empresario para poder ligar con la primera actriz (que es exactamente lo que hizo). El caso es que Gregorio impuso a Catalina, pero no se atrevió a abandonar a María por motivos evidentes. Y lo increíble es que María aguantó. Sufrió mucho, e intentó suicidarse en 1909, pero aguantó. Escribía María en silencio para Gregorio, y le compartía en silencio con Catalina, y en silencio soportaba las zafias y mezquinas crueldades de la actriz, que estaba frenética con esa rival que era más vieja y más fea y que nunca decía nada, pero de la que era imposible librarse porque ella era parte de su amante, y además la parte que le era más atractiva; la que correspondía al talento, al dinero y al éxito.

Esta situación imposible se prolongó durante años, hasta que en 1922 Catalina tuvo una hija con Gregorio. Entonces María se separó por fin, y se marchó a vivir a Francia; pero siguió escribiendo para su marido y manteniendo el silencio hasta el final.

Las cartas de Gregorio a su mujer son patéticas; le pide textos y más textos, como si se tratara de una máquina. Y no sólo quiere obras de teatro, sino artículos de prensa (se los encarga de veinte en veinte), conferencias, incluso notas necrológicas (como una a la muerte de Luca de Tena). El apuntador de la compañía declararía años después que "todos en el teatro sabíamos que quien escribía las obras era doña María y que don Gregorio no escribía ni las cartas a la familia".

Sin embargo, Gregorio dice de sí: "Yo he pensado mucho y hablo con mucha gente. Y voy dejando en todas partes un prestigio personal tan grande y sólido, que sólo con esto nos bastaría para tener asegurada la prosperidad."

En la tragedia de nuestra guerra y del exilio posterior, Gregorio, que se había ido a Argentina con su amante, abandonó por completo a María y no se preocupó de enviarle el dinero de sus obras.

María vivió en Francia la Segunda Guerra Mundial, ocultándose de los nazis (perseguían a los republicanos españoles), muerta de hambre y miseria, casi ciega por una doble catarata. En 1945 algunos amigos consiguieron localizarla y se la llevaron a EEUU; también localizaron a Gregorio y le obligaron a cumplir con su deber. Gregorio envió algún dinero (poco) y unas cuantas cartas llenas de autoconmiseración y disculpas. En 1947 el hombre regresó a España y murió dos semanas después; el 50% de los derechos de las obras escritas por María pasaron a ser de la hija de Bárcena.

La parte más fascinante de esta historia es increíble: a partir de 1917, María empieza a escribir ensayos y conferencias y libros feministas. Todos con la firma de su marido. María, ya traicionada por Gregorio, maltratada por la Bárcena, aguantándolo todo desde el morboso encierro de su silencio, empieza a reflexionar sobre sus propias contradicciones y hace que su marido, como el muñeco de un ventrílocuo, vocee y defienda públicamente sus análisis; resultan más efectivos si los respalda un hombre. Llegamos así a la perversa paradoja de un Gregorio que da conferencias feministas y que denuncia públicamente el delirio en el que en realidad vive:

"Las mujeres callan porque, aleccionadas por la religión, creen firmemente que la resignación es virtud; callan por miedo a la violencia del hombre, callan por costumbre de sumisión; callan, en una palabra, porque en fuerza de siglos de esclavitud, han llegado a tener el alma de esclavas".

Rosa Montero

Historias de mujeres
Editorial Alfaguara, 2007

Fuente: Darthpitufina



Rosa Montero





ARTÍCULO DE MARÍA LEJÁRRAGA SOBRE
 EL VOTO FEMENINO, 1931

El año 1931 se acaba y desde la Revista Crónica solicitan a María Martínez Sierra su opinión sobre el acontecimiento más destacado en este año que acaba. Ella no lo duda: “la resolución de las constituyentes que nos asigna parte igual y responsabilidad análoga en el gobierno de la República”.

El voto femenino supuso en la España de esa época un gran debate, ¿votaría la mujer al dictado de su confesor, de su marido, de la moda?, María, defensora del derecho al voto femenino, reivindica que este no pone en peligro a la República, el peligro es que este voto no lleve a fortalecer conciencias, a fortalecer el papel de las mujeres en la sociedad, su capacidad para votar desde sus propias convicciones, desde su propio espíritu.






La gran escritora que borró su nombre

La editorial Renacimiento rescata la obra de María Lejárraga, la mujer que escribió las obras con las que su esposo, Gregorio Martínez Sierra, conoció el éxito. Novelista y dramaturga, murió pobre y exiliada


Escribió en silencio, en soledad entre cuatro paredes, lejos de los aplausos por las obras de teatro que salían de su pluma. Su nombre es una ausencia, una sombra, un vacío y una historia dolorosa. María de la O Lejárraga (San Millán de la Cogolla, 1874-Buenos Aires, 1974) atravesó todo un siglo y fue una de esas mujeres brillantes y pioneras de la Edad de Plata de la literatura española, que abarcó desde 1900 hasta la Guerra Civil. 

Novelista, dramaturga, ensayista, traductora, feminista y, sin embargo, ausente de las portadas de sus libros. El nombre que leemos es el de su marido: Gregorio Martínez Sierra, quien recibía elogios en los estrenos de Canción de Cuna o El amor brujo y El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla, mientras la autora y libretista esperaba en casa.

En estos tiempos en los que la historia de la creación parece estar curando olvidos y variando la brújula del canon oficial, la figura de María Lejárraga regresa con sed de justicia poética. La recuperación de su nombre en la portada de su obra supone el reconocimiento a una de las más destacadas autoras de su época.
Ahora la editorial Renacimiento rescata Viajes de una gota de agua, una colección de cuentos infantiles que la autora publicó en Argentina en 1954, cuando ya vivía en el exilio. Juan Aguilera Sastre e Isabel Lizarraga Vizcarra, expertos de la Edad de Plata, son los responsables del estudio introductorio y de otros dos rescates editoriales: Cómo sueñan los hombres a las mujeres y Tragedia de la perra vida y otras diversiones. Teatro del exilio (1939-1974).

El reconocimiento, para el marido

Esta edición tiene un valor especial porque aparece con su nombre auténtico: María Lejárraga, tal como hizo la autora, por primera y única vez en su vida, con su debut, Cuentos breves, publicado en 1899. Precisamente, el enfado que provocó en su familia que su nombre apareciera en esta primera obra fue la razón por la que decidió borrarse.



La hija de la amante de su marido se quedó con los derechos de sus obras

Al casarse con Gregorio Martínez Sierra, ella decidió esconderse tras su nombre. Ambos formaron una de las más fructíferas parejas artísticas de la época. Gregorio era el responsable de la dirección de las obras y quien se llevaba la gloria en los estrenos. María aceptó ese papel de sombra, como tituló oportunamente Antonina Rodrigo su biografía de la autora: María Lejárraja, una mujer en la sombra
Gregorio llevaba la parte visible de la sociedad, pero ella era quien escribía. A veces, los ensayos se paraban porque María estaba escribiendo el último acto de la obra firmada por Gregorio Martínez Sierra. Todo el mundo sabía que Lejárraga era la "negra" de su exitoso marido. Hasta tal extremo llegó esta situación que Gregorio pronunciaba discursos feministas que escribía su mujer. Ahí está el libro Cartas a las mujeres de España donde ella anima a la libertad e independencia femenina, aunque su nombre no aparece por ninguna parte. A pesar de este silencio, Lejárraga llegó a ser diputada socialista en la Segunda República, experiencia que relató en su libro Una mujer por los caminos de España, escrito en el destierro.



La historia de Lejárraga tiene un momento especialmente doloroso. Su marido se enamoró de la famosa actriz Catalina Bárcena con quien tuvo una hija. El matrimonio se rompió, pero Lejárraga siguió colaborando con su marido y escribiendo los libros que él continuaba firmando.

El gran desengaño de Lejárraga llegará en 1947 con la muerte de Gregorio Martínez Sierra, cuando la hija de Catalina Bárcena exigió los derechos de autor de su padre. María vivía con escasos recursos en el exilio y fue entonces cuando reaccionó y comenzó a publicar con su nombre, pero aún refugiada en los apellidos de su marido: María Martínez Sierra. Y decidió escribir sus memorias — Gregorio y yo— donde desvela en qué consistió la colaboración. Una obra en la que por fin sale del silencio, aunque de forma muy tibia.

Viajes de una gota de agua es un libro de melancolías, el recuerdo dolorido de la exiliada: "Es un ejercicio de nostalgia alentada por la desazón de sentir que sus libros se prohibían en España y que tampoco hallaba modo de acceder a los escenarios españoles, donde solo de manera ocasional se reponía su producción anterior", explican Juan Aguilera e Isabel Lizarraga.

Con uno de estos cuentos, Lejárraga sufrió otra decepción. La autora, a través de su traductora Collice Portnoff, envió en 1951 a Walt Disney el manuscrito de Merlín y Viviana, donde contaba la historia de un perro que se enamora de una gata coqueta, por si le interesaba para alguna película. Sin embargo, a los dos meses Disney se lo devolvió. En 1955 se estrenó La dama y el vagabundo con la que se podrían encontrar ciertas similitudes. En una carta a su traductora habla del supuesto plagio: "La enviamos a Walt Disney, la tuvo un par de meses y la devolvió diciendo que no admitían más que las obras que habían encargado. Después, hizo una película, La dama y el vagabundo, que era la misma historia, sin más cambio que haber convertido la gata en perra elegante. Esta vez no quise protestar, ¿para qué?".

A pesar de que se ha hablado de plagio, "los parecidos son escasos aparte de que el proyecto de Disney comenzó a gestarse mucho antes de que María le enviase su original", según los autores del estudio. Sería así, pero para María Lejárraga fue otro nuevo episodio de apropiación de su obra. Ahora, por fin, aquellas historias escritas en soledad no olvidan quién fue la verdadera autora.


EVA DÍAZ PÉREZ
17 sep 2018
Fuente: El País


Vanesa Montfort, creadora de la obra de teatro sobre la dramaturga María Lejárraga: "Defendía un feminismo inteligente"/ La Vanguardia, Madrid, 22/04/2019 

María Martínez Sierra (María Lejárraga). Fuente: Bermemar





El Centro Dramático Nacional estrena este martes 'Firmado Lejárraga' para sacar del olvido a "una de las grandes del siglo XX"


MADRID, 22 (EUROPA PRESS)

La periodista Vanesa Montfort, creadora de la obra de teatro sobre la escritora, dramaturga y diputada María Lejárraga, ha defendido su figura como autora pero también como pionera de "un feminismo combativo" que "no ponía al hombre como enemigo". "Defendía un feminismo inteligente", ha declarado.

Durante la presentación de la obra en el Congreso, donde Lejárraga ocupó un escaño por el PSOE en 1933, Montfort ha recordado que la diputada escribió más de 90 obras bajo el pseudónimo de Gregorio Martínez Sierra, su marido. Esta situación la invisibilizó hasta el punto de que sólo pudo cobrar derechos de autor de sus obras en el extranjero y durante un periodo muy corto de su vida.

"En la época era un secreto a voces que era ella quien escribía las novelas y muchos periodistas ponían verde a Martínez Sierra", ha apuntado Montfort. Sin embargo, en aquel entonces no se permitía que Lejárraga hiciera ciertas cosas, como pisar una heladería. Así lo recoge un contrato que ella, como maestra, firmó en 1900.

Entonces, la mujer tampoco podía "alternar" en la sociedad sin su marido y, mucho menos, tratar con actores como debía hacer una dramaturga.

Han sido diferentes investigaciones las que han sacado del anonimato a Lejárraga. Expertos contrastaron sus textos con la influencia que ella misma tenía en autores con los que colaboró, como Manuel de Falla o Juan Ramón Jiménez. Además, se han hallado 144 cartas en las que Martínez Sierra hacía pedidos a su mujer. "Le pedía obras completas, actos, hasta un obituario por la muerte de Torcuato Luca de Tena", ha explicado Montfort. "Ese hombre no escribía absolutamente nada", ha reconocido Eduardo Noriega, encargado de darle vida en la obra.


UNA HISTORIA "PECULIAR"

'Firmado Lejárraga' recoge, precisamente, las diferentes investigaciones que se han llevado a cabo en los últimos años y que, además, no siempre coinciden. Unas dicen que la dramaturga es la autora, otras que los esposos colaboraban al 50% y también que ella sólo le ayudaba a él a perfilar los personajes femeninos.

El texto de Montfort, que se estrena este martes en el Teatro Valle-Inclán de Madrid, también recoge entrevistas en las que Martínez Sierra habla de su mujer como "colaboradora" y el contrato privado que ambos firmaron como socios al 50% de las creaciones. Este documento fue el que salvó la pequeña parte de los derechos que recibiría Lejárraga tras la muerte de su marido, que no la nombró en su testamento, y dejó todo su legado a su amante y a la hija que tenía con ella.


"El personaje de Lejárraga es una adicción", reconoce el director de la obra, Miguel Ángel Lamata, que habla de ella como "una de las grandes del siglo XX", con "un talento innegable" y "una historia peculiar". Dice que dirigir este texto ha sido como tener entre manos "una especie de 12 hombres sin piedad" y ha animado a los ciudadanos a acudir al teatro.


ANULADA POR SU MARIDO, POR FEMINISTA Y SOCIALISTA

Los actores también se han mostrado fascinados por la historia de la diputada. El 'alter ego' de Lejárraga en escena, Cristina Gallego, ha declarado sentirse "una privilegiada" por haber podido "vivir tantas cosas"; mientras que Jorge Usón, que interpreta a Manuel de Falla, ha definido el legado de la dramaturga como "exquisito".

Noriega, por su parte, ha animado a leer 'Gregorio y yo', las memorias de la escritora en las que, a su juicio, puede verse la vida de "una mujer anulada y ensombrecida" en el inicio de su carrera y cómo su marido se "aprovecha de la situación" para que Lejárraga acabe en el olvido de la creación y también "por feminista y socialista".

En este sentido, Montfort ha recordado que en sus 100 años de vida pasó por dos guerras mundiales, una civil y por el exilio, siendo, además, mujer en "una época difícil" para serlo.


Fuente: La Vanguardia

Vanesa Montfort: Página Oficial
















Doris Lessing, la escritora combativa, entrevista de Rosa Montero, 1997, El País


Recuperamos una entrevista a Doris Lessing que realizó Rosa Montero en 1997, antes de que obtuviera el premio Nobel. Entonces tenía 78 años.

"Sigue siendo combativa e indómita", escribía Montero. En aquellos días se acaba de publicar la primera parte de su autobiografía






Mientras bajamos del taxi la vemos asomada a la ventana de su casita de ladrillos típicamente inglesa, con su moño blanco y su chaleco azul, una anciana tan guapa y tan pulcra como el hada madrina de un cuento para niños. Hay que subir por las escaleras, llenas de cajas de libros, hasta el primer piso, que es donde la escritora tiene el cuarto de estar y nos espera. Aunque en realidad ella sólo esperaba a una persona:
—No sabía que iba a venir un fotógrafo... refunfuña.
Porque el hada madrina Doris Lessing tiene un genio de mil demonios, un carácter fortísimo que le ha hecho ser quien es y sobrevivir a través de penosas circunstancias. De esas circunstancias habla extensamente Lessing en su fascinante autobiografía, cuyo primer volumen, Dentro de mí, será publicado en España en estos días por la editorial Destino. Para apoyar el libro, precisamente, ha consentido que la entrevistaran, cosa que odia; de manera que ahora está aquí, enfrente de mí, para nada antipática, porque es primorosamente cortés y sonríe mucho; pero sí muy tensa, sin duda muy incómoda, deseosa de acabar con este trance. Cuando el fotógrafo la retrate después durante media hora, ella, la coquetísima Lessing (“si me quito el chaleco pareceré dos veces más gorda”), aguantará la sesión con mucha más calma y más paciencia; pero la palabra, que es su territorio, la pone nerviosa. Tal vez tema no explicarse bien, o, para ser exactos, tal vez tema la incomprensión del mundo, personificada en mí en estos momentos: durante la entrevista se muestra a la defensiva varias veces. Sea como fuere, la nuestra es una conversación difícil, tartamuda, a ratos íntima, a ratos remota; llena de evidentes y mutuos deseos de entendernos, pero lastrada por no sé qué distancia insalvable, por ese pequeño abismo transparente que a veces aísla de modo irresoluble a las personas.
—En España es usted conocida sobre todo como la autora de El cuaderno dorado, que fue un hito para muchas personas de mi generación. Es su novela más famosa en todo el mundo, pero me pregunto si no estará usted un poco harta de que todos le hablen de ese libro, que fue publicado en 1962, y de ser conocida sobre todo como autora realista, cuando ha hecho usted muchas otras cosas, como, por ejemplo, una estupenda serie de ciencia-ficción compuesta por cinco novelas...
—Bueno, ya sabe usted lo que son los tópicos, la gente necesita poner etiquetas en las cosas. Por eso es por lo que siempre hablan de El cuaderno dorado, porque es más fácil decir: Doris Lessing es la autora de El cuaderno dorado, y ya está. Pero eso le sucede a todo el mundo.
—¿Y no le desespera?
—Me irrita un poco... Pero ahora que me estoy haciendo vieja soy más tolerante.
—¿Fue por eso, para escapar de esos estereotipos, por lo que publicó aquellos dos libros con el nombre de Jane Sommers? [En 1984, Lessing escribió dos novelas con seudónimo; sus editores habituales se las rechazaron, y cuando consiguió publicarlas las críticas fueron regulares y vendió muy poco].
—No, lo hice porque me pareció un experimento interesante. Además luego he descubierto que eso lo han hecho otros autores, sólo que no se ha hecho público. Simplemente pensé: voy a ver qué pasa. Los críticos dijeron que El diario de una buena vecina era una primera novela prometedora... Lo cual resulta curioso. Y también recibí cartas interesantísimas, como una que venía de una escritora de libros románticos muy, muy conocida, que me dijo que llevaba publicados, no sé, pongamos que 73 libros, y siempre era maravillosa y fantástica y fenomenal para todo el mundo, y vendía millones de ejemplares de cada uno; y entonces escribió una novela más, pongamos que la número 74, y puso un seudónimo y la mandó a sus mismos editores, y se la devolvieron diciendo que no se podía publicar, que no les gustaba mucho, y que le sugerían que estudiara las obras de Fulana, o sea, de ella misma. Y entonces ella volvió a enviar el manuscrito a sus editores, esta vez con su propio nombre, y le dijeron: oh, maravilloso, estupendo, querida, cómo lo consigues, siempre escribes tan bien...
—Como usted misma dijo cuando el experimento Sommers, nada tiene tanto éxito como el éxito...
—En efecto, es absolutamente así.
—Usted parece tomárselo muy filosóficamente, pero a mí me resulta terrible. Se diría que es imposible lograr una apreciación mínimamente objetiva de las obras...
—Bueno, esa apreciación lleva cierto tiempo. Cada libro tiene su propia vida. Por lo general, todos los libros tienen que luchar al principio contra la negatividad y la indiferencia. La mayoría de mis libros han tenido violentas reacciones negativas en contra, especialmente los de ciencia-ficción, pero los demás también.
Ahora estoy escribiendo una novela de aventuras, es la primera vez en mi vida que hago algo semejante, y estoy disfrutando muchísimo. Bueno, pues tengo interés en ver qué ocurre 1 cuando salga este libro, porque es un campo completamente nuevo en mi literatura. Y seguro que los críticos volverán a decir lo mismo: pero por qué está haciendo esto, Doris, por qué está perdiendo el tiempo... Es una actitud totalmente predecible.
—Me admira esa seguridad en sí misma que muestra: por ejemplo, a pesar del varapalo de los críticos a sus obras de cienciaficción, usted siguió escribiendo novela tras novela hasta terminar la pentalogía...
—Porque me divertía haciéndolas. También me está divirtiendo mucho este libro de aventuras que ahora escribo, y si después a la gente no le gusta me dará igual, porque de todas formas habré disfrutado haciéndolo.
—¿Nunca se quedó bloqueada, nunca pasó por una época de sequía creativa?
—No, no. A veces he querido escribir un libro concreto y no he sabido cómo hacerlo, cómo resolverlo, y me he pasado 10 años hasta encontrar el modo. Pero mientras tanto hacía otros libros. Bueno, he estado algunas épocas sin escribir, pero por decisión propia. Una vez me pasé un año entero sin escribir, a propósito, para ver qué sucedía. Tuve muchos problemas. Creo que no i me sienta bien no escribir: me pongo de muy mal humor. La escritura te da una especie de equilibrio.
Es orgullosa como el héroe de las viejas películas del Oeste, ella sola y siempre rebelde contra el mundo, contra los críticos j adocenados, contra las injusticias, contra la estupidez, contra los abusos. Al envejecer todos nos vamos solidificando en nuestra especificidad y nuestras rarezas, y esta digna anciana de pequeños e intensos ojos verdes parece hoy más indómita que nunca. Nació j en Persia en 1919, pero a partir de los cinco años vivió en la antigua colonia británica de Rodesia, hoy Zimbabue, en una modesta granja en mitad de los montes, en donde creció obstinada y algo salvaje. A los 14 años se marchó de casa, a los 18 se casó; luego se divorció, abandonando a sus dos primeros hijos; se enfrentó al régimen racista de la colonia y se hizo del partido comunista, pero años después dejó la militancia y denunció lúcida y tempranamente el comunismo, lo cual le acarreó bastantes críticas.
Llenó su vida, en fin, de actos inconvenientes, y ni siquiera el hecho de llevar 20 años siendo nominada para el Nobel ha hecho de Doris Lessing una mujer convencional. La sala de su casa apenas si tiene muebles: hay unas cuantas alfombras persas muy raídas y varios cojines viejos por los suelos, como en el piso de un hippy o de un okupa. En una esquina, una gran mesa de madera está cubierta por entero de libros y papeles (un ejemplar en inglés de Fortunata y Jacinta, un diccionario de ruso abierto por la mitad, un álbum de pinturas); como no hay sillas a la vista, es de suponer que Doris lee de pie. El sofá en el que nos encontramos tiene las patas serradas, de manera que queda exageradamente bajo. No resulta el asiento más apropiado para una mujer que está cumpliendo ahora 78 años, pero a la luchadora Lessing parecen indignarle las trabas físicas de la edad, e insiste en sentarse en los suelos como si semejante gimnasia no le costara nada. Pero sí que le cuesta, por supuesto, aunque aún esté bastante ágil. Se apoya en la rodilla y gruñe: “Esto es la vejez, ¿se da cuenta? La vejez es esta dificultad para levantarse”
—Tengo entendido que ha escogido usted a Michael Holroyd para que sea su biógrafo oficial...
—Leí la biografía que le hizo a Bernard Shaw, y era tan buena, tan llena de sensibilidad y entendimiento de la penosa infancia de Shaw, que pensé que, si me tenían que hacer alguna biografía, prefería que fuera él quien la hiciese.
—¿Le preocupa la posteridad?
—No. Pero es que han empezado a hacerse biografías sobre mí por ahí. En un momento determinado de mi vida yo puse en mi testamento que no quería que me hicieran biografías, pero luego me di cuenta de que eso no servía para nada, porque otros escritores también lo pusieron en sus testamentos y nadie ha respetados sus deseos. Y la cosa es que, si van a hacer libros sobre mí de todos modos, preferiría que al menos uno fuera de Holroyd.
—Habla usted de la penosa infancia de Shaw... Usted dijo en una entrevista: “He sido una niña terriblemente dañada, terriblemente neurótica, con una sensibilidad y una capacidad de sufrimiento exageradas”. Y en el primer volumen de sus memorias escribe: “Estaba luchando por mi vida contra mi madre”. Desde luego no parece una niñez muy agradable.
—Fue una infancia muy tensa, y creo que la mayoría de los escritores han tenido una infancia así, aunque esto no quiere decir necesariamente que tenga que ser muy desgraciada, sino que me refiero a ese tipo de niñez que te hace ser muy consciente, desde muy temprano, de lo que estás viviendo, que es lo que me sucedió a mí.
—Su autobiografía está llena de mujeres frustradas, y la primera de ellas es su madre. Era un ambiente muy opresivo del que usted necesitaba huir.
—Sí, mi primera sensación era: tengo que escapar de aquí. Ahora bien, cuanto más mayor me hago más entiendo a mi madre, no la condeno en absoluto. Ahora entiendo exactamente cómo era y por qué hacía las cosas que hacía. Entiendo su drama, y también entiendo que para ella fue una tragedia tener una hija como yo. Si hubiera tenido una hija distinta las cosas le hubieran ido mucho mejor.
—¿Cuándo murió su madre?
—Uhhh... A principios de los sesenta.
—¿Y consiguió usted decirle que la entendía?
—No. Desearía haber estado más cerca de ella. Y eso es una cosa terrible. Éramos personas tan diferentes, temperamentalmente hablando. Y eso fue una tragedia. Simplemente no podíamos comunicarnos la una con la otra. Y eso no fue culpa de nadie. Yo he tenido tres hijos, sabe, y sé que los hijos son una lotería.
—En su autobiografía, de todas formas, su madre es un personaje maravilloso. Frustrada, autoritaria y depresiva en ocasiones, pero al mismo tiempo tan fuerte, tan valiente, matando serpientes a escopetazos y llevando adelante una existencia de lo más difícil.
—Sí, era un personaje extremadamente fuerte y muy capaz. Odiaba su vida, y sin embargo se enfrentó a ella y la manejó muy bien y con gran valor.
—Usted se recuerda, de niña, diciéndose mentalmente una y otra vez: “No seré como ella, no seré como ella”. Y sin embargo me parece que de algún modo es usted muy parecida a ella.
—Sí, seguro que sí. Hay en mí una dureza y un rigor que seguro que vienen de mi madre. Y me alegro, porque ciertamente era una mujer muy resistente.
—Y usted también lo es.
—He tenido que serlo.
—Ya sé que nunca llora.
—Eso no es cierto.
—En sus memorias, usted misma dice que por desgracia llora muy raramente.
—Bueno, desearía llorar más. Sí, es una pena que no llore más. De hecho creo que eso es lo que subyace tras este tremendo fenómeno que se ha suscitado con la muerte de Diana. Leí en un periódico que el mundo entero estaba necesitado de una buena llantina, y que la gente aprovechó la excusa de la muerte de Diana para darse una panzada a llorar. Y sí, creo que eso es la verdad más absoluta, porque de otro modo ese lío absurdo que se montó no tendría ningún sentido.
—Oscar Wilde dijo que la desgracia de los hombres era que nunca se parecían a sus padres, mientras que la desgracia de las mujeres era que siempre se parecían a sus madres...
—Wilde dijo muchas cosas agudas, pero no necesariamente verdaderas. Otra es: todo hombre mata aquello que ama, y tú te dices: oh, sí, qué brillante. Pero luego te pones a pensarlo y te dices: pero si no es verdad.
—Tiene usted razón, pero esa frase de Wilde sobre los padres me parece acertada. Claro que él se está refiriendo a aquellas madres tradicionales que no podían desarrollar una vida independiente. Ahora las cosas han cambiado, pero ha habido unas cuantas generaciones de mujeres que crecieron intentando huir, a menudo sin éxito, del destino de sus amargadas madres.
—Sí. Yo siempre sentí pena por mi madre. Incluso desde que yo era muy pequeña pude percibir muy claramente lo desgraciada que era. La combinación de encontrarla intolerable, y sentir al mismo tiempo una desesperada compasión por ella, era lo que hacía la situación difícil de soportar. Ahora, en efecto, las cosas han mejorado muchísimo, porque ahora las mujeres trabajan, y el principal problema de muchas de aquellas mujeres era que hubieran querido trabajar y no podían. En realidad ya no veo mujeres como mi madre alrededor. Era terrible lo que pasaba antes. Toda mi generación tiene madres frustradas y amargadas. Y todas estuvimos intentando escaparnos de lo que ellas eran.
—Sus memorias dejan la clara impresión de que usted se sentía muy distinta a todos cuando era pequeña, y esa diferencia, llevada hasta su extremo, es la locura. ¿Ha tenido usted alguna vez miedo a volverse loca?
—Mire, esto es muy interesante. No creo haber temido la locura, porque, primero, eché mis miedos fuera a través de la literatura, es decir, escribí mi miedo a la locura. Y, en segundo lugar, creo que tengo muchos puntos de contacto con aquellas personas que están locas, pero creo que yo puedo... Es algo en sí mismo interesante, creo que puedo... no me gusta la palabra sublimar, pero, en fin, creo que puedo simplemente pasar mi locura a... tal vez a otra gente. Puedo rebotarla fuera de mí.
—En un momento del libro cuenta usted que durante muchos años lloró con tan lacerante desconsuelo la muerte de los gatos que por fuerza tenía que pensar que estaba algo demente.
—Es que hay algo loco en una persona que llora con absoluta y total desesperación durante 10 días por la muerte de un gato, cuando no se ha comportado así en la muerte de su propia madre. Es algo demencial, irracional. Es un desplazamiento del dolor.
Siempre buena anfitriona, Lessing nos pregunta media docena de veces si queremos tomar algo. No, no queremos nada, muchas gracias. Al final de la entrevista, entre el alivio de haber acabado y la inquietud de no haber sido lo suficientemente afectuosa, Lessing me regala dos de sus libros, e insiste en que tomemos un pedacito de dulce de jengibre. Salimos al jardín a hacer las fotos: el piso bajo y la cocina están atestados de libros y de trastos. Al parecer siempre fue bastante desordenada, y vivir solo suele multiplicar nuestra tendencia al caos. Hasta hace muy poco, Lessing vivió con Peter, su tercer hijo, que debe de andar por los 50: “Pero ahora él se ha cogido un apartamento por su cuenta”.
De modo que Doris se ha quedado en la casita de ladrillo acompañada por El Magnífico, un gato guapo y grande pero viejísimo, un animal de 17 años al que acaban de amputarle una pata porque tenía cáncer en el hombro. “Pobre”, suspira Doris: “El pobre está muy anciano y con sólo tres patas. Pero qué se le va a hacer, así es la vida”. La vida para Doris, me parece, es una negrura contra la que hay que luchar enarbolando palabras luminosas. O es como su jardín, tan crecido como una selva: “En primavera estuvo hermoso, pero ahora, ya lo ve”. Ahora está devorado por la maleza. Es la vida como un asedio, en fin, y afuera se agolpan la edad, la muerte, la decadencia y la melancolía. Pero ella resiste los ataques y sigue defendiendo la plaza día a día, valerosa Lessing, luchadora, tan bella con su moño bien atusado y sus ropas coquetas, tan poderosa aún con su lucidez y su prosa perfecta.
—En sus memorias se refiere de pasada a una época en la que sufrió muchísimo...
—Ah, sí, habla usted de la época de depresión... Fue un dolor tan enorme, tan poderoso... Creo que entiendo lo que es el dolor, ¿sabe? Suprimimos cosas de nuestra conciencia, reprimimos sentimientos y los llevamos enterrados en el fondo del corazón. Y de repente sucede algo como... No sé, como el asunto de Diana, por ejemplo, y la gente encuentra una razón para llorar. Porque en realidad están llorando por sí mismos.
—¿Y qué le sucedió en aquella ocasión, para sufrir así?
—No importa lo que sucedió, seguro que fueron razones de lo más irrelevantes. Lo importante es saber que sucede así, que un día de repente, inesperadamente, cae sobre ti toda esa pena y te inunda, y entonces te tienes que preguntar sobre qué habrás estado sentándote, qué te habrás estado silenciando a ti misma durante todos los años anteriores.
—Si le pregunto sobre la razón de aquella caída, no es por mera curiosidad. Usted es una persona que vive, reflexiona sobre lo que vive, y escribe después sobre todo ello, y para mí, y para muchos otros de sus lectores, es una especie de exploradora de la existencia, una pionera que camina delante...
—Esa es una imagen bonita.
—Es el adelantado que nos va explicando a los demás lo que nos espera en la vida.
—Me gusta mucho esa idea.
—Y me gustaría saber qué es lo que hay ahí delante que puede resultar tan doloroso.
—Tendría que pensar sobre ello. He conocido a personas que están deprimidas clínicamente hablando, y cuando yo experimenté aquellos momentos de intensa pena me pareció que sólo había un escalón de bajada entre mi pena y la depresión clínica, que era muy fácil bajar de la una a la otra. Y entonces tienes que preguntarte de dónde viene todo ese dolor. No sé, creo que la gente bloquea a menudo el recuerdo de sus infancias porque les resulta un recuerdo intolerable. Simplemente no quieren pensar en ello. Y a menudo está muy bien que no nos acordemos, porque de otro modo seríamos incapaces de vivir. De manera que paso mucho tiempo de mi vida mirando a los bebés y a los niños pequeños y pensando: qué estará sucediendo realmente por ahí abajo.
—Por cierto que usted, al separarse de su primer marido, tuvo que abandonar a sus dos niños. Debió de ser algo muy doloroso.
—Fue una cosa terrible, pero tuve que hacerlo. No puedo decir que fuera una buena decisión, pero pudo haber salido mucho peor en todos los sentidos. Mis hijos fueron siempre extremadamente generosos, ni mi hijo ni mi hija me condenaron jamás y siempre me apoyaron. Mi hijo John murió, no sé si lo sabe. Murió hace algunos años de un ataque al corazón.
—No lo sabía. Debía de ser muy joven.
—Mucho. Cincuenta y pocos años. Bebía mucho, comía mucho, era una de esas personas que tenían que vivir al límite... Pero, en fin, el caso es que tuve que dejar a mis hijos, tuve que hacerlo, era cuestión de vida o muerte para mí. No hubiera podido seguir soportando aquella vida de blancos en Sudáfrica. En fin, qué más da. Todo esto ya es agua pasada hace mucho, mucho tiempo...
—Usted siempre ha hecho y dicho cosas poco convencionales. Es la antítesis de lo políticamente correcto. Y esto le ha granjeado muchas críticas: los de derechas la odian, la izquierda ortodoxa considera que es una traidora...
—Así es.
—Ese lugar suyo del rigor y la lucidez, ¿no es muy solitario?
—Bueno, alguien dijo que uno de los grandes problemas de ser viejo era que no puedes decir en voz alta casi ninguna de las cosas que realmente piensas, porque siempre resultas ridículo o chocante o molesto.
—Suena bastante triste.
—Siempre puedes hablar con los contemporáneos.
—¿Y cómo vive usted todo esto, cómo vive sus 78 años?
—Lo que está usted preguntando es cómo llevo ser vieja, ¿no? Pues bien, ¿qué le vas a hacer? No hay más remedio que vivir la vejez. No puedes hacer nada contra ella.
—Ya le he dicho antes que para mí usted es una especie de exploradora. Por favor, dígame que también a esa edad hay momentos en los que la vida resulta hermosa.
—Yo nunca pensé que la vida fuera hermosa.
—Pues entonces dígame por lo menos que todavía se conserva la curiosidad, y la excitación de conocer cosas nuevas, y el placer de escribir...
—Sí, eso sí. Todo eso se mantiene aún intacto.


©Rosa Montero
El País

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Fuente: El País