la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


ETIQUETAS

Mostrando entradas con la etiqueta ENRIQUE VILORIA VERA. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta ENRIQUE VILORIA VERA. Mostrar todas las entradas

BUENOS AIRES MÁS QUE UN TANGO, por Enrique Viloria Vera





“Esa ciudad que yo creí mi pasado,
es mi porvenir, mi presente...”







Jorge Luís Borges habitó el mundo, declaró haber navegado por los diversos mares
 del planeta, confesó haber sido “una parte de Edimburgo, de Zurich, de
las dos Córdobas, de Colombia y de Texas”, pero nunca pudo renunciar a
Buenos Aires, a esa ciudad que amó y rechazó, que le fue tan cercana y tan
distante, en la que vio el rostro de una muchacha que puede suplir todas las
visiones, todo lo que merece ser visto y lo que no. Buenos Aires aparece en la
obra del poeta como un lugar ubicuo, imborrable, como una ciudad portátil que
lo acompaña en el recuerdo, sin necesidad de ojos para volver a ver lo que sólo
existe en la memoria, en esa memoria emotiva que es capaz de trasladarse
hasta los orígenes mismos de su ciudad, para asistir al momento de su
fundación mítica, cuando “el río era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio en que ayunó Juan Díaz y los indios
comieron”.

Como toda ciudad, Buenos Aires es paraje cernido, percolado, sometido a los
mitos y prejuicios de quien la recuerda y rememora: es tarde y crepúsculo,
noche, patio, aurora, amigos, amores, calles y sucesos, sueño y, en ocasiones,
pesadilla. La Buenos Aires de Borges no escapa a esta circunstancia, el poeta
la evoca desde su más recóndita condición de ciudadano, se adentra en las
evidencias de lo físico y en la inmaterialidad de las esencias, la recorre con la
mirada y con el pensamiento, la describe con la simplicidad de lo contemplado
directamente, sin tamices, y con la complejidad de lo que se refleja
oblicuamente desde unos espejos donde habita la oscuridad y la ceguera.

Buenos Aires, en la poesía de Borges, es el orgullo del barrio, el sentido de
pertenencia a un ámbito que trasciende lo geográfico para adquirir un carácter
propio que lo diferencia y distingue de aquellos otros barrios que compiten con
él por ser el mejor, el más distinguido, la encarnación de la hombría, del fútbol,
del tango, la milonga, o de las más bellas y decididas mujeres. Palermo, Barrio
Norte, el Paseo de Julio, dejan de ser nomenclatura urbana, dirección de
vecindad o terminal de tranvía, metro o autobús para transmutarse en lealtad,
en amistad, en pesadilla lúcida, en olvido preservado, en resignación, en fin, en
todas aquellas emociones experimentadas por un poeta que diferencia su
patria grande de la chica, su país, su ciudad, de su barrio.

Barrios disímiles, amados y despreciados, aceptados y rechazados: uno
repudiado, al que el poeta le reclama “sufres de caos, adoleces de irrealidad, te
empeñas en jugar con naipes raspados por la vida”; otro protegido, que Borges
preserva del olvido que es el “modo más pobre del misterio”. Barrios de barrios, 
como Barrio Norte que alguna vez fue “un argumento de aversiones y
afectos, como las otras cosas del amor”, o como Palermo, ese barrio poseedor
“de unas cuantas milongas para hacerte valiente y una baraja criolla para tapar
la vida y unas albas eternas para saber la muerte”. Barrios de Buenos Aires
trazados con “vaivén de recuerdo” y que se van diluyendo “en la muerte chica
de los olvidos”.

Si la vida tiene asidero en la Buenos Aires de Borges, la muerte no oculta su
vigencia: La Chacarita y la Recoleta son convocados desde lágrimas, deudos y
entierros para sumarse al variado espectro de los lugares que protagonizan la
paradójica vida urbana. El poeta convive a lo largo de toda su poesía con la
muerte, la hace suya, la convierte en compañera insustituible, incluso, en
fuente de vida, en otro mar, en otra flecha “que nos libra del sol y de la luna y
del amor”. De allí que sea impensable que Borges no le cante a los
cementerios de Buenos Aires, a esos dos camposantos extremos,
contradictorios, donde las lápidas sustituyen a las partidas de nacimiento y a
los carnés de identidad. La Chacarita es, a los ojos de Borges, “un conventillo
de ánimas”, “una montonera clandestina de huesos”, allí “la muerte, es incolora,
hueca, numérica, se disminuye a fechas y a nombres, muertes de la palabra”.
La Recoleta es otra cosa, “aquí es pundonorosa la muerte”, “bellos son los
sepulcros, el desnudo latín y las trabadas fechas fatales, la conjunción del
mármol y la flor”. Sin embargo, en ambos, en el anónimo y en el conocido, en el
de todos y en el exclusivo, en cualquiera de ellos “siempre las flores vigilaron la
muerte, porque siempre los hombres incomprensiblemente supimos que su
existir dormido y gracioso es el que mejor puede acompañar a los que
murieron”.

Buenos Aires es un fervor de calles, patios, balcones, arrabales, aldabas,
portones y zaguanes que Borges recupera de su anonimato para incorporarlos
a una eternidad personal que se nutre de los detalles de una ciudad vista en
dos tiempos: en los de la juventud cuando “buscaba los atardeceres, los
arrabales y la desdicha”, y en el de la madurez cuando, por el contrario, se
conformaba con “las mañanas, el centro y la serenidad”. Ese fervor del poeta
se expresa en el peculiar homenaje que le prodiga a las calles de Buenos
Aires, a esas que “ya son mi entraña”, y que pueden revestir infinitas
características y variedades: “ávidas, incomodas de turba y ajetreo,
desganadas, enternecidas de penumbra y de ocaso, reales como un verso
perdido y recuperado, abatidas de agua y de sombra, taciturnas, grandes y
sufridas”; heridas abiertas de su ciudad que le permiten decir a Borges con
absoluta satisfacción que “hoy he sido rico en calles”.

Borges tampoco puede prescindir de los patios de su ciudad, de esos “patios
cóncavos como cántaros”, “cielo encauzado”, declives por los cuales “se
derrama el cielo” en casas y jardines. Patios de Buenos Aires que conviven
con “la amistad oscura de un zaguán” y con los jardines que son como “un día
de fiesta”. Protagonistas fundamentales de una manera de vivir, de consolidar
el hábito de morar en la casa de siempre, esa que incorpora al patio una
caterva de cielos y quebradizas lunas nuevas, infundiéndole al jardín su
ternura; mientras el poniente se acuesta en la hondura de la calle del poeta.

Buenos Aires, en la perspectiva de Borges, es también la plaza de Mayo, la
Dársena Sur, una esquina de la calle Perú, un arco de la calle Bolívar, la
vereda de Quintana, una puerta numerada, la pieza contigua y el infaltable
espejo que repite y reproduce a los hombres sin cesar, Es igualmente, la otra
calle, el enemigo, “un plano de mis humillaciones y fracasos”, la creadora de
laberintos urbanos y personales que genera certidumbres autobiográficas que
conducen al reconocimiento de que con la ciudad, con Buenos Aires, “no nos
une el amor sino el espanto; será por eso que la quiero tanto”.

Ciudad irrenunciable, patria cierta de un poeta que acepta sin remilgos que “los
años que he vivido en Europa son ilusorios, yo estaba siempre (y estaré) en
Buenos Aires” porque “Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el
penar, me abandoné a sus calles sin recibir inesperado consuelo, ya de sentir
irrealidad, ya de guitarras desde el fondo de un patio, ya de roce de vidas”.



Poeta, crítico de arte, jurista, experto en gerencia, editor, ensayista político y director de revistas literarias. Venezolano






En honor al escritor Jorge Luis Borges, 100 mil poemas vuelan por ...

Más Jorge Luis Borges en Escritoras Unidas & Cia: pincha aquí







CORTÀZAR Y PARÍS, por Enrique Viloria Vera



Julio Cortázar junto al Sena en una mítica fotografía de Antonio Gálvez de
 la serie 'Retratos de Julio Cortázar 1967-1972'. Fuente: 
El Pa
ís



Cuántas palabras, cuantas nomenclaturas

para un mismo desconcierto.





Cada quien puede construir su propia vivencia, su personal metáfora de esta ciudad plural, siempre inédita, que a nadie deja indiferente. Para uno es el fasto de los grandes bulevares, la trepidación del colectivo, la majestad de unas avenidas triunfales que raudas desembocan en monumentos llenos de historia y tradición para crear carrefours que propician el cruce de gente, culturas y gentilicios. Para otros, es el espectáculo nocturno, luces, plumas, candilejas, música y champán, alimentando un inmanente trasfondo voyeurista que estimulan bellas y bien formadas marjorettes que cubren precariamente sus depilados Montes de Venus con una prenda mínima e innecesaria.

Para algunos, París puede ser también estrellas que se ponderan, golosamente, en unas guías gastronómicas que generan salivaciones inmediatas, dudas acerca de cuál sabor, cuál gusto, sustentará una comida que deja de ser simple acto de supervivencia para transformarse en comentario obligado, en consejo o advertencia para aquellos amigos gurmandos que también perciben el mundo a través de las papilas gustativas.

Sin embargo, para Cortázar y sus personajes, para esos que no están esperando “otra cosa que salvarse del recorrido ordinario de los autobuses y de la historia”, París es una afrenta, la posibilidad última de ser lo que se anhela ser, de concretar una ilusión, una esperanza, que no conoce las medias tintas porque la ciudad sólo sabe de éxitos o fracasos.

Para esa compleja fauna de artistas de segunda en busca del protagonismo, de
exiliados políticos, falsos estudiantes, mitómanos y expatriados a voluntad, París es una manera de vivir, de entender la vida, lejos de recorridos turísticos, de confirmaciones del vuelo de regreso, de preocupaciones por el número de maletines de mano o por el exceso de peso del equipaje. Para esos tantos Oliveiras y Magas, la ciudad es un vagabundo circunscrito, sin nuevos o trascendentes destinos, cuya ruta la aconseja la circunstancia, una frase escuchada al azar, un súbito deseo de besarse en una plaza anónima donde aún reposan las rayuelas, “los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo”.


París oculto, construido de falencias y precariedades, erigido sobre la escasez de dinero y la falta de espacio, donde se tropieza con las paredes, un bidé sirve de biblioteca, y las medias sucias acompañan en la repisa de la chimenea a unas botellas vacías que atestiguan una noche de tristeza y de nostalgia por la novia o la patria lejana, por los familiares que no se felicitarán esta Navidad y, sobre todo, por la constatación de que no se es lo que se quiere ser en esta ciudad donde, en palabras de la Maga: “somos como hongos, crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde huele a sebo”.


Ciudad limitada a las andanzas por los sitios de siempre, el Barrio Latino, el Boul Mich, Saint-Germain-des-Prés, con su miríada de callejuelas: la Rue Bonaparte, la Dauphine, la Buci con sus puestos de venta de alimentos en plena calle, en los que una pierna de ganso, unas clementinas, un filete de salmón, una porción de terrine o una secuencia de entrecôtes rojas y frescas se convierten en verdadera obra de arte, en decoración disruptiva que altera procesos fisiológicos, porque los alimentos se digieren primero con los ojos antes que con la boca. Callejuelas generosas, conectoras, como la Rue de Seine que comunica el boulevard de cemento y el bullicio de los cafés al aire libre con el de agua, el Quai de Conti, ese borde plácido, donde el Sena aporta su contribución para que París asuma ahora la forma de luz “ceniza y oliva”, reflejada en el río, de lento serpenteo de péniche, de besos apasionados y manos agarradas confirmando una promesa de amor adolescente que, por su frescura, se torna en sombra descifrable.

Imposiciones culturales transforman también la vida de los personajes de Cortázar en un conjunto de eventos que se deben presenciar por vez primera o volver a ver, simplemente porque “il le faut” : Potemkim, Mercedes Sosa, el Ciudadano Kane, Jacques Prévert leído por no se sabe quién, Moustaki, el Teatro Negro de Praga o el Quilapayún, asumen la forma de mandatos ineludibles a los que se debe asistir sin importar la lluvia, la nieve, el calor, la huelga de trenes y metro, la ausencia de acompañante, porque se trata simplemente de algo verdadero, auténtico, desinteresado.

Ciudad adulta y para adultos, en la que los niños se acarician con guantes de goma, asépticos, se encuentran prescritos y proscritos debido a que su llanto molesta a los vecinos y, en especial, a la conserje, a esa Torquemada cotidiana que juzga lo bueno y lo malo, lo oportuno y conveniente, lo socialmente aceptable que excluye, por supuesto, al bebé Rocamadour, “dientecito de ajo, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete”, y, en consecuencia, a las nociones, a las realidades de padre y madre. Adultos que sólo saben hacer el amor en cuartos marchitos, en camas de jergones pretéritos, adornadas con coberturas rancias y deshilachadas, compartida por dos soledades que confunden el acto sexual, el jadeo de pie, arrodillado, parado, en cuclillas, con el verdadero amor, porque la felicidad para el escritor tiene que “ser otra cosa, algo quizás más triste que esta paz y este placer... una caída interminable en la inmortalidad”.

Urbe protagonizada por las contradicciones, hecha indistintamente de proezas y frustraciones, de éxitos rotundos y fracasos contundentes en la que los diversos personajes de Cortázar deambulan de un lado a otro, sin cumplir metas y objetivos personales, contándose sus penas, porque “es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres”. Ciudad incoherente, habitada por ciudadanos corrientes, en donde “sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito”, razón por la cual Oliveira percibe que “yo en realidad no tengo nada que ver conmigo mismo”, porque los expatriados terminan por sentir “como una última luz que se va apagando en una enorme casa donde todas las luces se extinguen una por una”.

París desconocido por turistas efímeros, cotidiano, profundo, hecho tanto de gauloises, pastís, panaches de cerveza y limonada, cafés de quartier, hediondeces perfumadas, supositorios para cualquier enfermedad, como de suciedades permitidas, loterías de miércoles y viernes, besos franceses plenos de lengua, copas de blanco y rojo, mascotas consentidas, y de clochards que prefieren la policía al frío; habitado, en fin por una pléyade de tránsfugas, quienes, imposibilitados de regresar a sus lugares de origen, resignados, descreídos, confirman con Cortázar que “es mejor pactar como los gatos y musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces ... Así es como París nos destruye despacio, silenciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino...”


Poeta, crítico de arte, jurista, experto en gerencia, editor, ensayista político y director de revistas literarias. Venezolano