Armando Reverón en el documental de Margot Benacerraf (Venezuela, 1952).

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la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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TRANSFONDO, por Rodolfo Molina, Córdoba, 2 de mayo de 2025



Internet





Resulta común cuando vas donde un médico a ventilar cualquier problema de salud y recibes de él una atención esmerada que estimula la confianza y hasta siente que mejoras ¡Que agradable sensación! 


Yo, en lo particular, siempre he guardado un gran respeto y admiración a los galenos de bata blanca e igual con ése caminar, rápido y decidido. Da la impresión que han sido entrenados para comportarse de ésa peculiar manera.


Los médicos que he conocido, por fortuna, me han resultado de entrada fácil, de calidad humana incuestionable. Algunos dirán que cuando hablo así, es porque estoy varado en el tiempo o viviendo en los espacios fantásticos de Narnia.


Escuché hace muy poco a un médico decir, que ese espíritu de entrega que tienen los médicos es de origen cultural. Esto parece tener algo de verdad, si lo medimos en base a su esencia humana y de sensibilidad espiritual calificada.


Deduzco que esta confianza que uno le da al galeno proviene de ése primer encuentro en donde uno recibe, con pudor, el despojarse de todo lo que uno lleva encima.


Además, si ése médico, hombre o mujer, fiel al compromiso hipocrático, estudioso, abierto a la indagación y de probidad médica es a su vez, afable, cordial, amable, no podría uno más que sentir alagado y complacido de encontrarse en el mejor de los lugares.


Pero éste sueño encantador, que ha merecido los mejores calificativos, se esfuma, como quién corre una cortina y devela una realidad sorprendente.


Después de aparecer aquella "cosa" horrorosa llamada "virus de la pandemia" se rompieron todos los esquemas como quien parte un espejo con un martillo y éste estallan en mil partículas.


A partir de aquí, para mí, se abrieron todos frentes de batalla: "La cosa" abrió sus fauces en los laboratorios,  farmacias.  Los encierros se activaron, cada quien tenía una cárcel en casa. Máscaras de todas forma y colores, sacudiendo los ánimos de la ciudadanía. Todo guiado por los siniestros intereses del mercado y el poder político.


Es entonces, cuando mi médico, el conocido, sometido al inesperado acontecimiento se desgarró las vestiduras y entró en la vorágine zarandeando por el laberinto de las inconsciencias.


Por supuesto, no es justo generalizar en éste colosal desbarajuste. El problema ahora es que, quedamos lesionados en éste pandemonio. Nos encontramos con el "sobresalto constante" de llegar a un Centro Médico u Hospital en estado de alerta suprema.

Al  entrar al consultorio no sabes que hacer, ves al médico ubicado en una distancia sorprendente, al fondo del consultorio, está allá, lejísimo. Con mascarilla todavía puesta. Sin mirarte, y en esporádicos momentos cruza una mirada de refilón, que te hace tratar de descubrir que hay en ese extraño personaje nacido de "La cosa".


Él escribe sin cesar en la computadora. Preguntas y más preguntas que no quiere oír, y desde la larga distancia, sin escuchar claramente lo que dice, regresan respuestas indescifrables. Y si desde su boca tapada llega algo casi telegráfico, es para decir: "Con la presente hoja vaya a la farmacia y compre los medicamentos, ahí va todo lo que le he indicado y si necesita alguna explicación se la pide al farmacéutico".


¿Cómo se sentirán todos aquellos que hayan tenido una situación parecida a la mía? Y sé preguntarán, deduzco ¿qué se hizo mi médico de confianza, aquel audaz y atrevido que podía, con mi consentimiento, revisar hasta la profundidad de mis oídos? ¿Dónde está aquel qué  podíamos ensalzar como el Ser el que después de Dios venía él?


Vamos a ver: Será que en el devenir de nuestro tiempo presente se compagina con las frases poéticas de Gustavo Adolfo Bécquer cuando en su hermoso poema presagiaba ...


"Volverán las oscuras golondrinas

en tu balcón sus nidos a colgar,

y otra vez con el ala a sus cristales

jugando llamarán.

Pero aquellas que el  vuelo refrenaban

tu hermosura y mi dicha a contemplar,

aquellas que aprendieron nuestros nombres…

esas… no volverán" ...


Vaya, ¿No?

 


©Rodolfo Molina

Corresponsal en España de Escritoras Unidas & Cía.

 

Director de teatro venezolano, productor, actor, diseñador de vestuario y escenografía, docente, gerente cultural, pedagogo teatral, dramaturgo, guionista cine. En 2024 dirigió con gran éxito en España la obra “El Terrible Juan Chicote”, versión de “Lucy es Pecosa” de Triunfo Arciniegas y publicó su obra de teatro “Los Invisibles”, de venta en Amazon.


Fue fundador del Festival Internacional de Teatro de Los Andes, Teatro Móvil Campesino y El Theatrón Centro Dramático (Mérida). Ex Presidente del Consejo Regional de Teatro del Estado Mérida. 


Algunos Premios: Gran Medallón de Honor del Festival Internacional de Teatro de Expresión Ibérica (Porto-Portugal); Ciudadano Meritorio de la Ciudad de Mérida; Premio Juana Sujo; Subsidio Honor de la Casa del Artista. 



Algunos Festivales en los que participó: Festival Internacional de Teatro de Expresión Ibérica (Portugal); Festival de Teatro Popular (Nueva York); Festival Internacional de Teatro de Caracas; Festival Chicano y Latinoamericano (México); Festival Mundial de Teatro en Nancy (Francia). Ha dirigido más de 45 obras de teatro y realizado giras por varios países, entre ellos  España, Francia, Colombia, Portugal y México.


 

 


"Julio Cortázar: Cartas 1977-1984” (Alfaguara): La historia detrás de la carta que me envió / viviana marcela iriart, fotos Eduardo Gamondés, 22 de abril de 2013










Julio Cortázar no solamente tuvo la amabilidad de concederme una entrevista  en Caracas a finales de  octubre de 1979, cuando yo tenía 21 años, era una desconocida exiliada y escribía free-lance y gratis para Semana, una revista que estaba muriendo. También tuvo la inmensa generosidad de enviarme una carta agradeciéndome el envío de la entrevista cuando salió publicada, diciéndome hermosas palabras que sólo una persona maravillosa como él podía escribir y que, por supuesto, yo no merecía.

Cortázar estaba en Caracas para participar de la Primera Conferencia sobre el Exilio y la Solidaridad Latinoamericana en los años 70 (21-29 de octubre), que se inauguró en Caracas y continuó luego en Mérida, que reunió a los escritores más importantes del momento: Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Antonio Skarmeta, Ernesto Cardenal…

La entrevista la firmé con seudónimo (el nombre fue elegido por el jefe de redacción) porque Cortázar  era uno de los opositores más celebres  y combativos  de la dictadura argentina; mi madre y mis hermanas vivían en Argentina y yo temía represalias contra ellas.  Cortázar, con la humanidad que lo caracterizaba, entendió mi temor cuando se lo expliqué.  

Cuando nos encontramos en el lobby del Hotel Anauco Hilton no nos dimos un beso, al estilo argentino, sino la mano, al estilo venezolano, porque eso era lo primero que yo había aprendido a hacer  después de haberme quedado un montón de veces con el beso en el aire viendo la cara de sorpresa de la persona que iba a besar. Cortázar, que había estado muchas veces en Venezuela, parecía conocer la costumbre muy bien.

Él no preguntó por qué había sido yo condenada al exilio y yo tampoco le conté. Lo admiraba demasiado como para perder tiempo hablando de mí. Yo sólo quería oír su pensamiento. Él estaba con Carol Dunlop, encantadora con sus grandes ojos tiernos  que miraban maravillados como si fuera una niña, y me tuvo mucha paciencia cuando ataqué a los intelectuales que mandaban a la gente a combatir y cuando las bombas caían se escondían detrás de sus libros. No era su caso, claro que no, pero había conocido a tantos así en mis últimos meses huyendo en Argentina, que sentía asco por los intelectuales. Cortázar, como si intuyera que yo me estaba desangrando de exilio,  respondía a mis ataques con paciencia y mucha dulzura. 

Él se veía muy joven y atractivo (y tenía 65 años) pero parecía un hombre muy triste, aunque en la entrevista digo que a veces sonreía como un niño, un hombre muy preocupado y parecía estar muy cansado físicamente. 











Cuando la entrevista finalizó y nos estábamos despidiendo, ya los dos parados, cuando vi que comenzaba a caminar y que se iba a ir para siempre de mi vida, sacando arrojo de no sé donde, yo que era tan tímida, lo paré  y le dije:

-                                - Cortázar, ¿puedo pedirle un favor?
-                                 - ¡Por supuesto! –respondió con amabilidad.
-                               -  ¿Puedo darle un beso?

Cortázar  lanzó una carcajada llena de sorpresa y alegría y por primera vez vi a sus ojos brillar contentos. Carol, a su lado, me miró sonriendo con sus grandes ojos cómplices.

-¡Claro! –respondió con una sonrisa espléndida, y se inclinó para que yo pudiera llegar a su mejilla.

Un beso, una entrevista, una carta. ¿Quién podía pedir más? Cortázar fue mi mejor regalo de exilio (junto con Joan Báez, pero esa es otra historia).













Lo que Cortázar no sabía, y no tenía por qué  saber y no supo nunca, era que yo había sido condenada al exilio por ser pacifista y editar una pequeña revista subterránea de cultura, Machu-Picchu, en la que había expresado mi oposición a la guerra con Chile en septiembre de 1978. Esto  me valió la persecución, clandestinidad, asilo en la Embajada de Venezuela en Buenos Aires y exilio, en ese orden. Y por carecer de militancia política era muy ingenua al suponer que bastaba un seudónimo para esconderme de la dictadura.



Porque Alberto Boixadós escritor argentino adherente de la dictadura,  cuyo libro Arte y Subversión tiene un capítulo dedicado a atacar a Cortázar llamado “Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa. "¿Son francotiradores o constituyen ejército regular?”,  puede leerse, ¡hoy!, en el blog  neonazi argentino llamado WeltanschauungNS




Portada del blog



Alberto Boixadós  publicó en  1981 el libro  “La Revolución y el arte moderno” y, continuando sus ataques a Cortázar, dice:











  
Esto demuestra dos cosas.

Primero, cuánto molestaban las palabras de Cortázar a la dictadura argentina y sus seguidores, porque “Semana” era una revista que estaba en quiebra (cerró a los pocos meses) y por lo tanto tenía muy pocos lectores e influencia en la vida política venezolana, y la entrevista había sido realizada por una persona absolutamente desconocida e insignificante  en 1979. 

Pero en 1981, cuando sale el libro,  yo era una activa combatiente de la dictadura desde mi trabajo ad-honorem en Amnistía Internacional y  la “Coordinadora Pro-Derechos Humanos en Argentina” (formada por parte del exilio argentino en Venezuela); había dejado de usar seudónimo en 1979,   y me había convertido en una pequeña figura pública, igualmente insignificante pero para la dictadura cualquier pulga significaba la amenazaba de una roncha gigante.

Y segundo, que  había traidores en el exilio argentino en Caracas, porque solamente la gente de mi entorno sabía que esa entrevista a Cortázar la había realizado yo, y nunca se había republicado con mi nombre.  (Por otra parte, en 1980 adopté mi apellido materno, Iriart,  y así se me conoce desde entonces).  ¿Quién o quiénes fueron los traidores? 

Vivir en el exilio siempre fue, entre otras cosas, como andar por un camino minado, nunca sabías cuando podías estallar en pedazos. Tampoco cuándo la mano que se extendía amiga era la mano que en realidad quería asesinarte.

En la entrevista Cortázar se lamenta: “Porque esto yo se los digo a ustedes, pero nadie lo va a escuchar en Argentina, nadie lo va a leer, ustedes lo van a publicar y salvo que alguien lo lleve en un bolsillo, nadie va a poder leerlo allí”. Yo pensaba lo mismo. ¡Qué equivocados que estábamos! Nos habíamos olvidado de los traidores, sirviendo nuestras cabezas en bandeja de plata por dinero, envidia, ambición, perversión o simplemente odio. 

Cortázar no fue invitado a la asunción de Alfonsín cuando la democracia volvió a Argentina en diciembre de 1983. Y si alguien merecía ser invitado por todo lo que había luchado, entregado, dejado de hacer para sí, sacrificado por la democracia argentina,  era él. 

Cortázar también fue traicionado por la democracia.

Y yo sólo espero que los traidores hayan sido castigados por la justicia o por la vida, y si no fue así, allá ellos: nunca dejarán de ser un pedazo de mierda debajo de una bota militar o de un zapato democrático.

Cortázar sigue siendo uno de los más grandes escritores de todos los tiempos, de todo el mundo. Uno de los seres humanos más amado. Y yo vivo en paz. 

Y ahora que aquella carta que me envió en 1979 forma parte del libro  “Julio Cortázar: Cartas 1977-1984”, que en 5 volúmenes reúne casi todas las cartas que Cortázar escribió en su vida, sólo puedo decir una vez más: Gracias, Cortázar, por permitirme ser parte de tu vida.


 22 de abril de 2013

© Fotografías  Eduardo Gamondés 







Homenaje a 100 años de su nacimiento y 30 de su partida: 
26 Agosto 1914 - 12 Febrero 1984 / 
Homenagem aos 100 anos de seu nascimento e 30 de sua partida:
 26 agosto 1914 - 12 fevereiro 1984











ENDEREZANDO LA CUERDA, cuento de Rodolfo Molina, 13 de febrero de 2025, Córdoba, España

 


Foto: Internet



Ayer fue un día durísimo, esos que cuando te estás levantado algo ronronea: "Hoy, como que no anda bien". Ni siquiera abrí la ventana de la habitación para dar cuenta del ambiente. Pero igual, el día, estaba frío de hielo. Salí a la calle. La rutina de los buses es bien medida en esta ciudad. Llegan a la hora pautada. El viaje por las calles de Córdoba no deja de ser agradable. Sin baches, ordenado.


¡De pronto! ¡Intempestivamente! Una mujer se le lanzó al vehículo sin llegar a tocarla. Por esto, me empezaron las pulsaciones, no sé sí por ver una mujer herida en la calle o por la angustia de perder mi cita al llegar un poco tarde al examen. Iba, además, con la gripe en su estado más rabioso y crítico. Ataques periódicos de tos, fiebre.  ¡Dios que terrible! No podía perder ésta cita por nada en el mundo, si ocurría tendría que esperar 3 o 4 meses para recibir otra de nuevo.


Finalmente, la mujer que se encontraba en posición fetal en medio de la calle, no estaba muerta. Empezó a articular palabras inaudibles. Un hombre que se encontraba frente a ella la decía que estaba por llegar la policía a retirarla e ipso facto se levantó y corrió por temor de que la llevaran a no sé dónde. Entró en una casa abandonada, sin puertas, gris oscura, parecía una cueva, en lo alto del lugar.


Entre las voces cantarinas de los cordobeses dentro del bus se oían algunos decir que esa  era una mujer en situación de calle, quizás se estaba procurando, en medio de éste enredo, cómo sacar partido.


El bus continuó finalmente su marcha y pude llegar a tiempo al imponente Hospital Reina Sofia de Córdoba. Yo debía  llegar a Medicina Nuclear, lugar del examen. Antes debí atravesar largos pasillos, con líneas de colores por el piso para poder llegar en donde me harían el estudio. La línea mía era la azul. Rápido me tomaron el brazo, me inyectaron una sustancia química (contraste) y a esperar 4 horas. Recorrí el hospital buscando un lugar en donde pudiera resguardame, estar cómodo y distante de la gente, evitando contaminaciones. Después del tiempo estipulado, llegué de nuevo al lugar del estudio. Allí me quedé sentado una 1 hora más. Entraba y salían operadores, técnicos y como es una vaina nuclear, empieza a correrle a uno un friito por la columna vertebral. Entraron otros estudiosos con máscaras con unos envases tipo maleta bien cerrados, más luego, una enfermera informaba que uno de los aparatos se había dañado. ¿Eh? Dejé de pensar en mi fantasía nuclear y centrar mi mente en el objetivo por el que estaba allí. Decidí esperar con calma simulada. Listo. Me llamaron. Me colocaron en el mesón. "No te puedes mover" me dijeron. Esperando inmóvil otro largo tiempo  no me  di cuenta cuando cambiaron de técnico, había una mujer al principio y luego un hombre. Yo dormitaba por momentos, fue cuando una voz que me susurraba en el oído me decía: Vamos a comenzar de nuevo. ¿Qué? ¿De nuevo? ¿Qué?...Y con la misma empezaron a activar el equipo. Después me pasaron a otra máquina igual de monstruosa, por su tamaño. Así fue que pasé 6 horas en total en el hospital. Aun no conozco los resultados, ya veremos cuando los reciba.


Ésta narrativa es para dar cuenta de lo torcido, frío, del día de ayer. Ése  día que no dejó de ser a final de cuentas, un maravilloso y bien vivido instante.


¡¡¡Aloha!!!



PD: Ésta pudiera ser una historia real.



©Rodolfo Molina

Corresponsal en España de Escritoras Unidas & Cía


Venezolano radicado en España. Director, productor, actor, diseñador de vestuario y escenografía, docente, gerente cultural, pedagogo teatral, dramaturgo, guionista cine. 


Fundador del Festival Internacional de Teatro de Los Andes, Teatro Móvil Campesino y El Theatrón Centro Dramático (Mérida). Ex Presidente del Consejo Regional de Teatro del Estado Mérida. 


Algunos Premios: Gran Medallón de Honor del Festival Internacional de Teatro de Expresión Ibérica (Porto-Portugal); Ciudadano Meritorio de la Ciudad de Mérida; Premio Juana Sujo; Subsidio Honor de la Casa del Artista. 


Algunos Festivales en los que participó: Festival Internacional de Teatro de Expresión Ibérica (Portugal); Festival de Teatro Popular (Nueva York); Festival Internacional de Teatro de Caracas; Festival Chicano y Latinoamericano (México); Festival Mundial de Teatro en Nancy (Francia). Ha dirigido más de 45 obras de teatro y realizado giras por varios países, entre ellos  España, Francia, Colombia, Portugal y México.


En 2024 publicó su obra de teatro Los Invisibles, de venta en Amazon





 

Los cronopios nunca mueren, por Cristina Peri Rossi





Hace casi 10 años, una mañana lluviosa, en un café de Notre Dâme, me dijiste que la muerte no existía. No era sólo una de las elegantes paradojas de tu inteligencia irreverente: era la rebeldía de un argentino frente a la gramática de destrucción que imperaba en su país. Era una afirmación de vitalidad, de imaginación y de ternura ante la desdicha. La vitalidad de un carácter melancólico, la imaginación de un poeta que buscó siempre el otro lado de la realidad, la ternura de un hombre que se ganó el amor y la admiración hasta de aquellos que nunca leyeron un libro. Tenías un secreto. Tus lectores; tus rubias admiradoras de Texas, que escribían infinitas tesis sobre la Maga; los calvos profesores de Poitiers, que perseguían la etimología de la palabra cronopio en antiguos diccionarios griegos; tus vecinos de Saignon, que plantaban olorosas alhucemas, sabían que tenías un secreto. Confundidos por tu apariencia de adolescente que ha crecido demasiado, que ningún aniversario alcanzaba a desmentir, te preguntaban por la fórmula de la eterna juventud, como si ése fuera el gran secreto. Sorteabas la banalidad de esa pregunta, incesantemente repetida, con respuestas ingeniosas y elegantes, que dejaban al interlocutor la ambigua sensación de haber estado hablando con un ángel. La sensación se diluía, mezclada con los requerimientos de lo cotidiano, hasta tu próxima aparición. Entonces, todos confirmaban que, en realidad, no tenías edad, no podías morir, porque verdaderamente eras un ángel. Como ellos, te desplazabas en el espacio y en el tiempo con levedad: hoy estabas en un barrio de París, contemplando fascinado los engranajes de un reloj en una vitrina; mañana estabas en Cuba, discutiendo con Fidel los errores de la campaña contra los homosexuales; a la semana siguiente estabas en Nicaragua, porque había que ayudar a los muchachos y se necesitaba un testigo de la verdad, y siempre estabas en un pasaje de Buenos Aires, allá en tu infancia, que se convertía, de pronto, en un callejón de Barcelona. Todos éramos tus contemporáneos: desde Homero y Virgilio hasta Poe, Rimbaud, y el general Videla, fuimos tus contemporáneos, porque nada -ni nadie- te fue ajeno.

El secreto de los ángeles no es la longevidad, como los hombres banales suelen suponer, sino la fidelidad. Y el ángel encarnado en Julio Cortázar cumplió su sagrada misión con humildad y entrega. Ser fiel a la literatura es instaurar una ética de lo sagrado, y lo sagrado es la libertad del hombre, la identidad entre el pensamiento y la vida, la ausencia de claudicaciones. "Todo en mí está preparado para la dicha" decía el hombre que escuchó mil veces, desde su asiento en el Tribunal Russell, los horrores testimoniales de los mártires de Vietnam, Chile, Uruguay o Argentina. Porque los ángeles conocen la alegría de la identidad y saben que la gracia es un don, un privilegio que se paga con una extraordinaria generosidad: la que tuvo para dedicar su tiempo a los oprimidos, a los perseguidos, a los que golpeaban su puerta y a los que no.

Ninguna desgracia alcanza para abatir el entusiasmo de los ángeles. Porque su confianza es de índole metafísica. Éste fue el secreto, también, de tu extraordinario valor para afrontar la muerte de Carol, hace un año, simetría que tu imaginación habrá adivinado antes de que se produjera.

En tu último vuelo, premonitorio (en los ángeles nada es casual, y tú te encargaste de destruir cualquier hipótesis acerca del azar), viniste a Barcelona, ciudad de tus dos años ("Recuerdo vagamente unas formas misteriosas y llenas de color, quizá las del parque Güell"), y luego, en un viaje fugaz pero estimulante, al nuevo Buenos Aires: el de la recuperación de la dignidad, el que saltaba a la luz luego de años de martirio y de silencio. Después, el regreso a París, con un cuerpo que ya empezaba a fallar y cuyos trastornos soportabas con dignidad, porque los ángeles no se quejan. Tampoco mueren, vos lo sabías, con la certeza de quien siempre estuvo del otro lado del espejo.


© Cristina Peri Rossi













13/2/1984







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"La mujer más pequeña del mundo", un cuento de Clarice Lispector/ del libro Todos los Cuentos, de C. Lispector, Ed. Siruela

 






En las profundidades del África Ecuatorial, el explorador francés Marcel Petre, cazador y hombre de mundo, se encontró con una tribu de pigmeos de una pequeñez sorprendente. Más sorprendido, pues, quedó al ser informado de que un pueblo de tamaño aún menor existía más allá de florestas y distancias. Entonces, él se adentró aún más.

En el Congo Central descubrió, realmente, a los pigmeos más pequeños del mundo. Y —como una caja dentro de otra caja, dentro de otra caja— entre los pigmeos más pequeños del mundo estaba el más pequeño de ellos, obedeciendo, tal vez, a una necesidad que a veces tiene la naturaleza de excederse a sí misma.

Entre mosquitos y árboles tibios de humedad, entre las hojas ricas de un verde más perezoso, Marcel Petre se topó con una mujer de cuarenta y cinco centímetros, madura, negra, callada. «Oscura como un mono», informaría él a la prensa, y que vivía en la copa de un árbol con su pequeño concubino. Entre los tibios humores silvestres, que temprano redondean los frutos y les dan una casi intolerable dulzura al paladar, ella estaba embarazada.

Allí en pie estaba, pues, la mujer más pequeña del mundo. Por un instante, en el zumbido del calor, fue como si el francés hubiese, inesperadamente, llegado a la conclusión última. Con certeza, solo por no ser loco, es que su alma no desvarió ni perdió los límites. Sintiendo la necesidad inmediata de orden y de dar nombre a lo que existe, la apellidó Pequeña Flor. Y para conseguir clasificarla entre las realidades reconocibles, pasó enseguida a recoger datos relacionados con ella.

Su raza está, poco a poco, siendo exterminada. Pocos ejemplares humanos restan de esa especie que, si no fuera por el disimulado peligro de África, sería un pueblo muy numeroso. A más de la enfermedad, el infectado hálito de aguas, la comida deficiente y las fieras que rondan, el gran riesgo para los escasos likoualas está en los salvajes bantúes, amenaza que los rodea en silencioso aire como en madrugada de batalla. Los bantúes los cazan con redes, como lo hacen con los monos. Y los comen. Así, tal como se oye: los cazan con redes y los comen. La pequeña raza de gente, siempre retrocediendo y retrocediendo, terminó acuartelándose en el corazón del África, donde el afortunado explorador la descubriría. Por defensa estratégica, habitan en los árboles más altos. De allí descienden las mujeres para cocinar maíz, moler mandioca y cosechar verduras; los hombres, para cazar. Cuando un hijo nace, se le da libertad casi inmediatamente. Es verdad que, muchas veces, la criatura no aprovechará por mucho tiempo de esa libertad entre fieras. Pero también es verdad que, por lo menos, no lamentará que, para tan corta vida, largo haya sido el trabajo. Incluso el lenguaje que la criatura aprende es breve y simple, apenas esencial. Los likoualas usan pocos nombres, llaman a las cosas por gestos y sonidos animales. Como avance espiritual, tienen un tambor. Mientras bailan al son del tambor, mantienen una pequeña hacha de guardia contra los bantúes, que aparecerán no se sabe de dónde.

Fue así, pues, que el explorador descubrió, toda en pie y a sus pies, la cosa humana más pequeña que existe. Su corazón latió, porque esmeralda ninguna es tan rara. Ni las enseñanzas de los sabios de la India son tan raras. Ni el hombre más rico del mundo puso ya sus ojos sobre tan extraña gracia. Allí estaba una mujer que la golosina del más fino sueño jamás pudiera imaginar. Fue entonces que el explorador, tímidamente, y con una delicadeza de sentimientos de la que su esposa jamás lo juzgaría capaz, dijo:

—Tú eres Pequeña Flor.

En ese instante, Pequeña Flor se rascó donde una persona no se rasca. El explorador —como si estuviese recibiendo el más alto premio de castidad al que un hombre, siempre tan idealista, osara aspirar—, tan vivido, desvió los ojos.

La fotografía de Pequeña Flor fue publicada en el suplemento a colores de los diarios del domingo, donde cupo en tamaño natural. Envuelta en un paño, con la barriga en estado adelantada, la nariz chata, la cara negra, los ojos hondos, los pies planos. Parecía un perro.

En ese domingo, en un departamento, una mujer, al mirar en el diario abierto el retrato de Pequeña Flor, no quiso mirarlo una segunda vez «porque me da aflicción».

En otro departamento, una señora sintió tan perversa ternura por la pequeñez de la mujer africana que —siendo mucho mejor prevenir que remediar— jamás se debería dejar a Pequeña Flor a solas con la ternura de aquella señora. ¡Quién sabe a qué oscuridad de amor puede llegar el cariño! La señora pasó el día perturbada, se diría que poseída por la nostalgia. A propósito, era primavera, una bondad peligrosa rondaba en el aire.

En otra casa, una niña de cinco años, viendo el retrato y escuchando los comentarios, quedó espantada. En aquella casa de adultos, esa niña había sido hasta ahora el más pequeño de los seres humanos. Y si eso era fuente de las mejores caricias, era también fuente de este primer miedo al amor tirano. La existencia de Pequeña Flor llevó a la niña a sentir —con una vaguedad que solo años y años después, por motivos bien distintos, habría de concretarse en pensamiento—, en una primera sabiduría, que «la desgracia no tiene límites».

En otra casa, en la consagración de la primavera, una joven novia tuvo un éxtasis de piedad:

—¡Mamá, mira el retratito de ella, pobrecita!, ¡mira como ella es tristecita!

—Pero —dijo la madre, dura, derrotada y orgullosa—, pero es tristeza de bicho, no es tristeza humana.

—¡Oh, mamá! —dijo la joven desanimada.

En otra casa, un niño muy despierto tuvo una idea inteligente:

—Mamá, ¿y si yo colocara esa mujercita africana en la cama de Pablito mientras él está durmiendo? Cuando despierte, qué susto, ¿eh? ¡Qué griterío, viéndola sentada en su cama! Y nosotros, entonces, podríamos jugar tanto con ella, haríamos de ella nuestro juguete, ¿sí?

La madre de este niño estaba en ese instante enrollando sus cabellos frente al espejo del baño y recordó lo que una cocinera le contara de su tiempo de orfanato. Al no tener una muñeca con qué jugar, y ya la maternidad pulsando terrible en el corazón de las huérfanas, las niñas más despiertas habían escondido de la monja la muerte de una de las chicas. Guardaron el cadáver en un armario hasta que salió la monja, y jugaron con la niña muerta, le dieron baños y comiditas, le impusieron un castigo solamente para después poder besarla, consolándola. De eso se acordó la madre en el baño y dejó caer las manos, llenas de horquillas. Y consideró la cruel necesidad de amar. Consideró la malignidad de nuestro deseo de ser felices. Consideró la ferocidad con que queremos jugar. Y el número de veces en que habremos de matar por amor. Entonces, miró al hijo sagaz como si mirase a un peligroso desconocido. Y sintió horror de su propia alma que, más que su cuerpo, había engendrado a aquel ser apto para la vida y para la felicidad. Así fue que miró ella, con mucha atención y un orgullo incómodo, a aquel niño que ya estaba sin los dos dientes de adelante: la evolución, la evolución haciéndose diente que cae para que nazca otro, el que muerda mejor. «Voy a comprar una ropa nueva para él», resolvió, mirándolo, absorta. Obstinadamente adornaba al hijo desdentado con ropas finas, obstinadamente lo quería bien limpio, como si la limpieza diera énfasis a una superficialidad tranquilizadora, obstinadamente perfeccionando el lado cortés de la belleza. Obstinadamente apartándose y apartándolo de algo que debía ser «oscuro como un mono». Entonces, mirando al espejo del baño, la madre sonrió intencionadamente fina y pulida, colocando entre aquel su rostro de líneas abstractas y la cruda cara de Pequeña Flor, la distancia insuperable de milenios. Pero, con años de práctica, sabía que este sería un domingo en el que tendría que disfrazar de sí misma la ansiedad, el sueño y los milenios perdidos.

En otra casa, junto a una pared, se dieron al trabajo alborotado de calcular, con cinta métrica, los cuarenta y cinco centímetros de Pequeña Flor. Y fue allí mismo donde, deleitados, se espantaron: ella era aún más pequeña de lo que el más agudo en imaginación la inventaría. En el corazón de cada uno de los miembros de la familia nació, nostálgico, el deseo de tener para sí aquella cosa menuda e indomable, aquella cosa salvada de ser comida, aquella fuente permanente de caridad. El alma ávida de la familia quería consagrarse. Y, entonces, ¿quién ya no deseó poseer un ser humano solo para sí? Lo que es verdad no siempre sería cómodo, hay horas en que no se quiere tener sentimientos:

—Apuesto a que si ella viviera aquí, terminaba en pelea —dijo el padre sentado en la poltrona, virando definitivamente la página del diario—. En esta casa todo termina en pelea.

—Tú, José, siempre pesimista —dijo la madre.

—¿Ya has pensado, mamá, de qué tamaño será el bebé de ella? —dijo ardiente la hija mayor, de trece años.

El padre se movió detrás del diario.

—Debe ser el bebé negro más pequeño del mundo —contestó la madre, derritiéndose de gusto—. ¡Imaginadla a ella sirviendo a la mesa aquí en casa! ¡Y con la barriguita grande!

—¡Basta de esas conversaciones! —dijo confusamente el padre.

—Tú has de concordar —dijo la madre inesperadamente ofendida— que se trata de una cosa rara. Tú eres el insensible.

¿Y la propia cosa rara?

Mientras tanto, en África, la propia cosa rara tenía en el corazón —quién sabe si también negro, pues en una naturaleza que se equivocó una vez ya no se puede confiar más—, algo más raro todavía, algo como el secreto del propio secreto: un hijo mínimo. Metódicamente, el explorador examinó, con la mirada, la barriguita madura del más pequeño ser humano. Fue en ese instante que el explorador, por primera vez desde que la conoció, en lugar de sentir curiosidad o exaltación o victoria o espíritu científico, sintió malestar.

Es que la mujer más pequeña del mundo estaba riendo.

Estaba riéndose, cálida, cálida. Pequeña Flor estaba gozando de la vida. La propia cosa rara estaba teniendo la inefable sensación de no haber sido comida todavía. No haber sido comida era algo que, en otras horas, le daba a ella el ágil impulso de saltar de rama en rama.

Pero, en este momento de tranquilidad, entre las espesas hojas del Congo Central, ella no estaba aplicando ese impulso a una acción —y el impulso se había concentrado todo en la propia pequeñez de la propia cosa rara—. Y entonces ella se reía. Era una risa de quien no habla pero ríe. El explorador incómodo no consiguió clasificar esa risa, y ella continuó disfrutando de su propia risa apacible, ella que no estaba siendo devorada. No ser devorado es el sentimiento más perfecto. No ser devorado es el objetivo secreto de toda una vida. En tanto ella no estaba siendo comida, su risa bestial era tan delicada como es delicada la alegría. El explorador estaba perturbado.

En segundo lugar, si la propia cosa rara estaba riendo era porque, dentro de su pequeñez, una gran oscuridad se había puesto en movimiento.

Es que la propia cosa rara sentía el pecho tibio de aquello que se puede llamar Amor. Ella amaba a aquel explorador amarillo. Si supiera hablar y le dijese que lo amaba, él se inflaría de vanidad. Vanidad que disminuiría cuando ella añadiera que también amaba mucho el anillo del explorador y que amaba mucho la bota del explorador. Y cuando este se sintiera desinflado, Pequeña Flor no entendería por qué. Pues, ni de lejos, su amor por el explorador —puédese incluso decir su «profundo amor», porque, no teniendo otros recursos, ella estaba reducida a la profundidad—, habría de quedarse desvalorizado por el hecho de que ella también amaba su bota. Hay un viejo equívoco sobre la palabra amor y, si muchos hijos nacen de ese equívoco, muchos otros perdieron la única posibilidad de nacer solamente por causa de una susceptibilidad que exige que sea de mí, ¡de mí!, que el otro guste. Pero en la humedad de la floresta no existen esos refinamientos crueles y amor es no ser comido, amor es hallar bonita una bota, amor es gustar del color raro de un hombre que no es negro, amor es reír del amor a un anillo que brilla. Pequeña Flor guiñaba sus ojos de amor y rió, cálida, pequeña, grávida, cálida.

El explorador intentó sonreírle en retribución, sin saber exactamente a qué abismo su sonrisa contestaba, y entonces se perturbó como solamente un hombre de tamaño grande se perturba. Disfrazó, acomodando mejor su sombrero de explorador, y enrojeció púdico. Se tornó de un color lindo, el suyo, de un rosa-verdoso, como el de un limón de madrugada. Él debía de ser agrio.

Fue, probablemente, al acomodar el casco simbólico cuando el explorador se llamó al orden, recuperó con severidad la disciplina de trabajo y recomenzó a hacer anotaciones. Había aprendido a entender algunas de las pocas palabras articuladas de la tribu y a interpretar sus señales. Ya lograba hacer preguntas.

Pequeña Flor le respondió que «sí». Que era muy bueno tener un árbol para vivir, suyo, suyo mismo. Pues —y eso ella no lo dijo, pero sus ojos se tornaron tan oscuros que ellos lo dijeron—, es bueno poseer, es bueno poseer, es bueno poseer. El explorador pestañeó varias veces.

Marcel Petre tuvo varios momentos difíciles consigo mismo. Pero, al menos, pudo ocuparse de tomar notas. Quien no tomó notas, tuvo que arreglarse como pudo:

—Pues mire —declaró de repente una vieja cerrando con decisión el diario—, yo solo le digo una cosa: Dios sabe lo que hace.


Clarice Lispector

Escritora brasilera.

Todos los cuentos

 Editorial Siruela. 

Traductora: Elena Losada.


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