Laura Alcoba: La clandestina platense
Su nueva novela, Los pasajeros del Anna C., está
situada en Argentina de los años setenta: Manuel y Soledad, una pareja joven,
se embarca a Cuba. Son parte de un grupo denominado "Los cinco de La
Plata" y van a formarse política y militarmente. La autora vive en París
desde 1979 y escribe en francés, pero sus temas son siempre argentinos.
LOS
PASAJEROS DEL ANNA C. "Es una novela sobre la confrontación entre el ideal
y la realidad", dice Laura Alcoba.
De algo
no hay dudas: Laura Alcoba es una escritora. Por el resto, todo se complica.
Después de haber publicado dos novelas, las ediciones Edhasa preparan hoy la
salida de una tercera, Los pasajeros del Anna C.,
catalogada en literatura hispánica: ironía de la actualidad, Leopoldo Brizuela,
su traductor, acaba de ganar el premio Alfaguara.
Poco importa si en Francia la autora argentina es considerada como
"escritora francesa", publicando en la prestigiosa colección Blanche
de las ediciones Gallimard (dedicada a las letras francesas). Su última novela
–que la autora presentará próximamente en la Feria del libro de Buenos Aires–
sale en Argentina solamente tres meses después de la publicación francesa. .
En las cortas biografías de sus editores, Laura Alcoba nace en 1968 y vive
hasta sus diez años en Argentina. También de eso estamos seguros. Se suele
destacar además su formación académica: Alcoba es normalienne, es decir, alumna
de la École normale supérieure, la aristocracia de la élite republicana
francesa. No se cuentan más los ministros, presidentes o escritores egresados
de la famosa institución fundada en el año III del calendario revolucionario
francés (1794-1795). El mismo Jean-Paul Sartre rechazó toda su vida las
insignias honoríficas –incluso la del Premio Nobel– salvo su título de
normalien.
De lo académico Laura Alcoba conservó el uniforme, pero el de profesora de
literatura hispánica especialista del Siglo de Oro español en la universidad de
Nanterre. Hasta ahora la biografía anunciada de una escritora "Nacida tal
año, en tal lugar…" Y si, ¿en qué lugar ? En La Plata, la ciudad donde
transcurre la acción de la primera novela La casa de los conejos, en la que la
autora reconstruye su infancia clandestina en la tristemente conocida Casa
Mariani-Teruggi: "Voy a evocar al fin toda aquella locura argentina, todos
aquellos seres arrebatados por la violencia. Me he decidido, porque muy a
menudo pienso en los muertos, pero también porque ahora sé que no hay que
olvidarse de los vivos. Más aún: estoy convencida de que es imprescindible
pensar en ellos. Esforzarse por hacerles, también a ellos un lugar". La
escritura tenía que empezar por ahí, como una promesa hecha al fantasma de Diana
Teruggi.
Hoy en París, con su tercera novela Laura Alcoba nos cita en un barrio que de
popular se transformó en uno de moda de la capital, cerca de su casa, en el
histórico Marché des enfants rouges (ver video).
Entrevista a Laura Alcoba
Si bien precisa que "mi nacimiento no es el objeto del libro", se
trata de la historia de una cierta juventud de izquierda en aquellos años 70,
guiada por el "seamos realistas y hagamos lo imposible", con el único
deseo de integrar la columna del Che. Soledad y Manuel son los falsos nombres
de los protagonistas de la novela y verdaderos padres de la autora. Con ellos,
dos testimonios y la voz del filósofo pero también actor y teórico de la
guerrilla cubana, Régis Debray, se teje un viaje intimista e histórico.
A pesar del escepticismo de Debray, autor de las páginas más sinceras que se
escribieron sobre las esperanzas perdidas, Laura Alcoba decide explorar la
selva cubana porque son demasiadas las preguntas sin respuesta, demasiado
grande el culto del secreto. Alcoba quiere romper el principio de silencio
fundamental para la sobrevida de las fuerzas revolucionarias y desafiar el
misterio de su nacimiento en la Habana. La mentira administrativa que la hizo
nacer en La Plata queda sin embargo como única verdad: "La pregunta sobre
mi identidad al nacer que sigo sin conocer…ahí se gesta lo que se va a vivir
posteriormente, que empecé a contar en la Casa de los conejos. En estos cambios
de identidad múltiples, a veces es como si la memoria de unos y otros se
hubiese perdido, y yo trato de encontrar un camino y trazar una historia con
muchas dudas. Las dudas tienen un lugar en el libro, para mí son importantes,
dicen mucho de esa generación, de esa época… Finalmente no tenía ninguna
fotografía, ningún documento impreso, sólo tenía relatos, hay algo también ahí
de cuento, de cuentos contradictorios".
Para Laura Alcoba la diferencia entre las dos grandes familias de armas no
tienen secreto: por un lado las americanas, por el otro las soviéticas, siempre
más pesadas. Kalachnikov con la célebre AK-47, AK-59 y la ametralladora liviana
RPD, ideal para la guerrilla dice el oficial cubano. Esa fue la primera lección
que aprendieron sus padres, en el coqueto barrio de Miramar en La Habana,
vestigio de un pasado reciente… Los adolescentes sueñan de Revolución con una R
mayúscula.
Con la certeza que la literatura de Laura Alcoba es más fuerte y seguramente
más liviana que un AK-47 partimos con la última generación lírica, en un viaje
iniciático de La Plata a Cuba, pasando por París y Praga. Sin juzgar, sin
buscar héroes, revivimos gran parte de una reciente y dolorosa historia
latinoamericana donde el diálogo entre los vivos y los muertos todavía no
terminó.
París, abril 2012
A
mediados de la década del sesenta, la revolución parecía ser un futuro a punto
de volverse presente. Pero no se podía dejar su concreción en manos del
destino, había que involucrarse, hacerla posible en cada lugar. También en
Argentina. Con ese objetivo, una juvenil pareja, Manuel y Soledad, se embarcan
a Cuba. Son parte de un grupo denominado “Los cinco de La Plata”, y van a
formarse política y militarmente. La Habana, suponen, será el espacio donde los
sueños empezarán a materializarse.
Sin embargo, suponen mal. A poco de llegar, descubren que los cubanos esperaban
un quinteto de militantes calificado, no a unos inexpertos entusiastas. Es el
año 1966, y el Che prepara su viaje final a Bolivia. No es un momento de
cabildeos, sino de urgencias, lucha y muerte. Al mismo tiempo, la ilusión de un
mundo mejor que guiaba sus conciencias se estrella contra conductas indignas,
divisiones y míseras luchas de poder.
Cuando casi dos años más tarde el grupo vuelve a Buenos Aires en el
crucero Anna C., los anhelos juveniles vacilan, y en algún caso se desmoronan.
El Che ha muerto, la política argentina se interna en un espiral de violencia,
nada es tan sencillo y directo como un día pareció. Y además, Soledad tuvo una
hija. Esa hija, hoy una mujer, es la narradora de esta novela.
Los pasajeros del Anna C. es una narración fascinante que a partir de la vida
de una serie de personajes, todos ellos reales, logra plasmar los anhelos,
temores y ambigüedades de una generación que se entregó a la militancia
revolucionaria. Con una escritura que aprovecha la errática memoria de los
protagonistas y que crea ficción a partir de sus evocaciones y sus
olvidos parciales, Laura Alcoba escribió un libro conmovedor. Transmite la
dulzura de la esperanza, el frío dolor ante las pérdidas, el estupor que se apodera
de los recuerdos cuando se enfrentan al espejo del pasado.
Laura Alcoba vivió hasta los diez años en Argentina antes de radicarse en
París. Se licenció en letras en l’Ecole Normale Supérieure, y es especialista
en el Siglo de Oro español y traductora. Ha escrito las novelas La casa de los
conejos (Edhasa, 2008) y Jardín blanco (Edhasa, 2010), ambas fueron
publicadas originalmente en Francia por Gallimard, al igual que Los pasajeros
del Anna C. Su obra se tradujo al alemán, el inglés y el italiano.
Laura Alcoba: un libro
sobre vivos y muertos
entrevista de Cristina Papaleo
Especial Feria del Libro de
Leipzig 2010
En su
libro 'La casa de los conejos', Laura Alcoba relata cómo irrumpe la violencia
de la dictadura en la vida de una niña de siete años. Una historia
autobiográfica, ya que vive desde exiliada en Francia desde 1976.
La
escritora argentina Laura Alcoba (La Plata, 1968) publicó en 2008 ‘La casa de
los conejos', Manége en el original, editado por Gallimard, que en
agosto de 2010 será editado en alemán por la editorial Suhrkamp. Laura Alcoba
vive en Francia desde los diez años. Se exilió con su madre, que militaba para
el grupo armado Montoneros, perseguida por la dictadura militar argentina. En
Francia se licenció en Letras. Hoy es catedrática universitaria y especialista
del teatro español del Siglo de Oro.
La casa
de los conejos existió y fue la casa en donde ella vivió, donde había
instalaciones para criar conejos y en donde en realidad funcionaba la imprenta
clandestina del periódico ‘Evita Montonera'. "Voy a evocar esa locura
argentina y a todas esas personas que fueron arrastradas por la violencia. Me
he decidido por fin a hacerlo porque muy a menudo pienso en los muertos, pero
también porque sé que no hay que olvidar a los sobrevivientes", escribe
Laura Alcoba. DW-WORLD conversó con ella.
DW-WORLD:
Bienvenida, Laura Alcoba. Está a punto de dirigirse a la Feria del Libro en
Leipzig.
Laura
Alcoba: Sí, y después voy a ir a Berlín a participar de una serie de encuentros
en el Instituto Iberoamericano el 24, 25 y 26 de marzo.
En ‘La
casa de los conejos', se relata la historia de una niña de siete años en cuya
infancia irrumpe la dictadura argentina. ¿Es su propia historia?
Sí.
Trabajé a partir de fragmentos, imágenes de mi infancia, en cierto modo
inconexas que tenía en mente, pero, efectivamente, se trata de mi historia, que
volví a visitar de cierto modo a través de la escritura.
¿A través
de qué elementos construyó esta historia?
La
materia prima es autobiográfica, completamente. Yo viví en la casa de los
conejos de la que hablo. Los acontecimientos que se ven en la novela son
auténticos, pero abordados desde mi subjetividad, desde la experiencia
infantil. La que habla es una niña de siete u ocho años, y traté de volver a
construir y a situarme en esa posición infantil. Allí hay una creación, una
creación. Pero, al volver a la casa de los conejos en 2003, después de 27 años
de ausencia, realmente afloraron en mi mente imágenes y sensaciones muy
precisas, a partir de las que trabajé, tratando al mismo tiempo escribir un
libro que tuviera una forma de desenlace, de fin. Mi idea no era recordar por
recordar, en ese sentido no es un testimonio, a pesar de que el libro tenga un
valor testimonial, pero quería que se pudiese leer como una novela, que tuviera
una posible lectura novelística, porque para mí era una manera de dar esa
historia al lector. Que el lector pudiera proyectarse y vivir con esa niña
durante los meses que narro en la casa de los conejos. Lo que cuento es la
entrada en la clandestinidad, cómo la niña aprende la clandestinidad. Pero
cuando ocurre el ataque de la casa de los conejos yo ya no estaba en esa casa.
Afortunadamente, nos pudimos ir antes. El libro es una reflexión del por qué
estamos vivas, mi madre y yo, habiendo estado tan cerca de personas que
encontraron la muerte en esa casa. ‘La casa de los conejos' cuenta la vida en
esa casa, vista desde los ojos de la niña, narradora de la historia.
En cierto
modo hay una interrupción de esa narración en presente cuando la narradora
adulta cuenta qué pasó después. Efectivamente, esa casa fue asaltada por los
militares, todas las personas que estuvieron en esa casa fueron asesinadas,
menos la niña, un bebé, Clara Anahí, la hija de Diana Teruggi y Daniel Mariani,
los propietarios de esa casa. Y esa niña, hoy una mujer de 33 años, sigue
desaparecida y su familia la sigue buscando. La novela relata el ataque a esa
casa, pero que narro a partir de una serie de testimonios e informaciones que
no presencié. (Lea en la página 2 por qué la elaboración de los horrores de
la dictadura como tema literario no se agota.)
En su
libro usted elabora lo vivido durante la dictadura militar argentina y trabaja
con la memoria. ¿Piensa que es importante continuar con ese trabajo a nivel
literario o cree que es algo obsoleto?
No creo
que un tema se agote o se termine. De hecho, sabemos perfectamente que en
Europa se sigue escribiendo sobre lo que ocurrió durante la Segunda Guerra
Mundial y se va a seguir escribiendo. No hay un momento en que un tema pasa de
moda o está de moda. El tema es saber en qué la literatura puede abordarlo de
manera interesante. No es lo mismo un texto literario que un testimonio. Creo
que, aunque en mi libro hay un valor testimonial, lo quise abordar como una
novela. Escribí otra novela que se publicó en Francia hace unos meses y que no
tiene nada que ver con ese tema. Y no creo que haya o que no haya que escribir
sobre ese tema, sino porque yo sé que tengo algo que hacer desde la literatura
con ese tema.
¿Qué
papel ocupa la militancia de sus padres en Montoneros en su literatura? ¿Es
literatura política?
No, no lo
diría así. Digamos que me interesa el tema político como tema. Pero para mí era
muy importante cuando escribía ‘La casa de los conejos', que se llama Manège
en francés, el idioma en que lo escribí. Para mí era muy importante no caer en
lo que yo veo como una doble trampa: por un lado, la idealización de una lucha
que no fue la mía y que no es la mía, y, por el otro lado, la condena de la
generación de los padres. Hubo tantos muertos en Argentina en ese momento, que esa
condena me parecía casi una obscenidad. No quería caer ni en una trampa ni en
la otra. De hecho, no reivindico la lucha montonera en absoluto. En ese momento
tenía siete años. Crecí en otro sitio, en un país democrático. O sea que no
viene al caso reivindicar o ensalzar eso. Lo viví como un momento histórico
argentino sumamente violento y lo traté literariamente desde la experiencia
infantil. Políticamente, puedo situarme hoy, pero, con respecto a ese momento,
lo tengo en claro es que condeno, por supuesto, los horrores de la dictadura.
Lo que se ha llamado en Argentina la teoría de los dos demonios creo que es
algo en lo que, personalmente, no me reconozco en absoluto. Pienso que los
horrores de la dictadura fueron tales que no hay que dejar de reiterarlo y
decirlo. No obstante, ese momento de la historia argentina fue un momento muy
violento que no termino de entender, hay un enigma que me sigue ocupando, y que
desde la interrogación me interesa, y probablemente va a seguir estimulándome
literariamente, y sé que voy a volver a ese tema, pero con más preguntas que
respuestas. Sobre todo con respecto a la opción de la lucha armada. De hecho,
yo me encontré como niña en una organización armada. Pero visto desde el
presente, sigue siendo un enigma. Pero es un problema muy complejo.
¿Por eso
el título ‘Manège'?
Manège
significa tío vivo, calesita o carrusel, y evocaba el universo infantil. Por el
otro lado, evocaba los movimientos un poco obsesivos, la manera en que las
imágenes que tenía en mente giraban sobre sí mismas de manera repetitiva, que
tiene que ver probablemente con el tiempo traumático. Al mismo tiempo, es un
juego de palabras. Manège significa en francés maniobra, manipulación, y ahí
hay una alusión a un elemento de la intriga. Hay una hipótesis que tiene que
ver con la manera en que la casa de los conejos fue identificada por los
militares. Y Manège alude a esa maniobra bastante sutil de uno de los
personajes de la novela. No se conservó en los idiomas a los que se tradujo, ni
al inglés ni al castellano. En alemán se tradujo como ‘Das Kaninchenhaus'.
©Cristina
Papaleo
Editor: José Ospina Valencia
Leizping
2010
Tejemaneje: entrevista a laura alcoba, 2008
En
francés “manèges” significa calesitas, pero también doma, “tejemaneje”, como
traduce el diccionario Espasa Grand, y cortejo, flirteo. Laura Alcoba reside en
París desde 1976, cuando su madre (a quien la
Triple A primero, y la
Armada más tarde había puesto precio a su cabeza) logró salir
del país con su hija. Manèges es el título original de La casa de los
conejos, una novela acaso más intensa que breve, cuya base es
autobiográfica. “Sólo la base, pero «es» la base”, como decía Wallace Stevens.
La
casa de los conejos del título era una pantalla, una casa en un barrio de La
Plata, entre 1975 y 1976, donde se criaban conejos con
supuestos fines comerciales. La actividad que se desarrollaba en el interior de
la casa era otra: allí se imprimía el periódico Evita Montonera. La
imprenta estaba oculta tras una pared que movía un dispositivo electrónico que
un “Ingeniero” (es el nombre del personaje en la novela) había construido y
dejado a la vista, como en “La carta robada”, el cuento de Edgar Allan Poe, con
la premisa de que es lo más obvio lo que escapa a la mirada. La casa no sólo
tenía letras de molde. También armas, y unos habitantes a los que la represión
quería cazar vivos o muertos. En esa casa, a la que Laura Alcoba, con una
carrera en Letras en Francia y una especialización en el Siglo de Oro español,
volvería recién en 2003, murió Diana E. Teruggi tras un furibundo ataque con
artillería pesada del ejército. La pequeña hija de Teruggi permanece
desaparecida desde entonces, se sospecha que secuestrada y apropiada por los
represores. La casa fue también el hogar de la niña Laura Alcoba, nacida en
1968, quien pasó sus días en La
Plata siguiendo las mismas normas de seguridad que su madre,
militante montonera: recorridos hacia puntos de encuentro con ojos cerrados, de
modo de no poder delatar el lugar; un hermético silencio para con los extraños,
juegos que reverberaban en el imponente y peligroso juego de jugarse la vida de
los militantes clandestinos.
Eso
le digo a Laura Alcoba cuando hablamos por teléfono, que su novela hace pensar
en otro tipo de ficciones, por ejemplo, en la película La vida es bella,
que podría defenderse por la estructura lúdica que plantea: lo inabordable del
horror aparece en ese juego distorsionado que un padre propone a un hijo en un
campo de exterminio. En La casa de los conejos (que se conocerá en
inglés con el mismo título que en español: The House of the Rabbits) hay
una escena en la que la niña recibe una muñeca de una sirena que su madre le
dice que trajo de Córdoba. La niña sabe que su madre no estuvo en Córdoba, pero
acepta esa geografía de juguete y la llama “la sirena cordobesa”. En ese juego
de saberes disfrazados con la que la niña trafica su infancia se juega lo más
intenso de la ficción que propone Alcoba con su autobiografía. “Sí, a pesar de
todo lo que se evoca, de lo que pasó –dice Laura Alcoba–, a pesar de que la
muerte estaba por todos lados, a pesar de todo eso hay una infancia, y una
infancia puede haber también en un campo de concentración, y el peligro está
constantemente ahí, sin ser dicho”.
—El título original en francés, “Manèges”, es una palabra
ambigua, ¿por qué ese título?
—“Manèges”
es un juego de palabras en francés. El título se debía a que aparecen dos
calesitas en el texto, que es el primer sentido de la palabra. También es
maniobra, manipulación, algo que se maneja de manera compleja. Entonces, al
final del texto tenía el sentido de evocar el papel del Ingeniero (el personaje
que construye la habitación oculta en la casa de La
Plata). También lo había elegido como título porque me evocaba
una calesita perpetua, la de de mis recuerdos de esos años, que giraban sobre
sí. Entonces había un juego que era imposible conservar en castellano o en inglés,
o sea que es un título que sólo funciona en francés.
—La primera escena a la que te referís es aquella en la
que el abuelo lleva a la niña a encontrarse con su madre en un parque en el que
hay una calesita, pero a la que la nena permanece ajena, como si la vida pasara
allá y no pudiera subirse.
—Claro,
y luego aparece la escena en la que se gira alrededor de una plaza para perder
el sentido de la orientación y olvidar, digamos, el recorrido que se está
siguiendo en un coche. El coche gira alrededor de la plaza como gira en el
centro la calesita.
—El término francés “manèges” puede leerse emparentado
con “embute”, como le llaman a la habitación oculta, si bien no significan lo
mismo hay como un corrimiento de sentidos, porque hay una protagonista que está
doblemente aislado, por un saber y por la situación misma, y todo se va
cargando de ese sentido desplazado de las cosas.
—Sí,
está ese capítulo sobre la palabra embute que tiene un eco metafórico: lo
oculto, ese otro lugar.
—Sobre el final la niña hace un crucigrama, donde aparece
esta cuestión de las palabras: embute que remite a embutido, asar (por azar),
pero que con “s” remite a “asado”, asadura, y no puede dejarse de lado que los
testimonios de sobrevivientes hablan de parrilla cuando se refieren a la mesa
de tortura, a la carne quemada..
—De
hecho, se tiraron bombas incendiarias cuando atacaron la casa. Sí tiene un eco
bastante siniestro. Las palabras cruzadas están en castellano en la versión de
origen, porque para mi es el nudo, el centro del libro. Porque la pregunta que
me obsesionaba, que quería volver a plantear escribiendo el libro es dónde se
pasó la frontera entre los muertos y los vivos. La pregunta de haber estado tan
cerca de gente que murió y por qué estar del lado de los vivos con todo el peso
que eso significa...
—¿Algo así como lo que planteaba Primo Levi acerca de la
culpa del sobreviviente?
—Sí,
y digamos que las palabras cruzadas, el azar, que es lo que la nena se aferra a
dejar inscripto (con una falta de ortografía: azar con “s”, Isabel con “z”). El
azar es lo que explica de cierto modo, la única explicación soportable. Para mí
las palabras cruzadas son el corazón del libro. Y la palabra azar vuelve
permanentemente. Cuando hablamos con Leopoldo Brizuela, que fue quien hizo la
traducción, yo le decía que cada vez que aparecía la palabra azar en francés
quería que quedara esa misma palabra en castellano porque es como un hilo.
—¿Qué papel jugó el francés en la escritura de este
relato?
—Llegué
a Francia a los diez años, hice toda la secundaria allí, estudié Letras, es la
lengua natural. Pero es verdad que en ciertos momentos, como yo trabajaba sobre
una materia prima muy precisa –que eran esos recuerdos en Argentina–, afloraba
el idioma en que habían ocurrido los acontecimientos y había cosas que no podía
traducir, que no podía poner en francés, y en la versión de origen, cuando
envié el manuscrito a Gallimard –no sabía qué iba a pasar– y surgió que me iban
a publicar el libro, pensé que me iban a pedir que pusiera notas a pie de
página, y lo sentía como algo que me molestaba pero tuve la gran suerte de que
mi editor entendió completamente que era importante conservarlas en castellano,
entonces hay lugares en el texto de origen que son más fuertes, y está esa
palabra “azar”.
—¿Volviste a tener relación con familiares de las
víctimas, con organizaciones de derechos humanos?
—No,
seguí las cosas de lejos, escribí el libro estando bastante aislada. En un
momento sabía que tenía que escribir eso, era como una necesidad, fue necesaria
una gran soledad para meterme de nuevo mentalmente en ese momento. Yo quise
escribir desde la mirada infantil, con la dificultad de haberlo escrito 30 años
después, lo escribí en un estado muy particular. Me di cuenta mientras lo
estaba escribiendo que escribía cuando se cumplían los treinta años, como si
hubiese tenido un reloj interno, realmente sin estar en contacto, trabajando de
modo exclusivo con mis recuerdos y sensaciones. Escribí el libro con la idea de
que pudiese leerse también como una ficción, con cierta ambigüedad a pesar de
que la materia prima es vivida, pero quería que la razón de ser del libro no
fuese exponer un discurso autobiográfico, sino que fuese centrado en la casa y
en ese momento; volver a trabajar y visualizar un momento en el que gente que
fue asesinada estuvo junto con la niña que yo fui, o que estuvimos juntos y
volver a la representación de ese momento, es esa la idea del libro...
—Lo autobiográfico aparece entonces como lo
intraducible...
—Sí,
exactamente...
—También hay ciertas escenas que son como una puesta en
abismo: la primera escena de la calesita es uno de ellos: la calesita es la
infancia, pero gira a un costado mientras la niña espera a una madre que se
aparece disfrazada.
—Corté
mucho, de manera intencional, quise hacer algo lo más reducido posible, no
quería caer en un sentimentalismo autobiográfico que me causa horror, y me
parecía una trampa posible a partir de trabajar con estos recuerdos...
—El punto de vista de la niña, en la historia, ahorra
justamente esa zancadilla. ¿Podría precisar cómo hubiera sido ese caer en el
“sentimentalismo autobiográfico”?
—Sentía
la necesidad de escribir ese libro, escribo desde hace tiempo para mí, pero
sabía que cuando me decidiera a publicar tenía que empezar por esa historia,
era para mí fundamental porque sentía acaso una especie de deuda con respecto a
los muertos, pero al mismo tiempo el sentimentalismo autobiográfico es una
literatura que aborrezco, y me decía: ¿Qué estoy haciendo, voy a escribir una
historia para contar lo que sufrí? ¡No, qué horror! ¿O para rendir cuentas con
mis padres? No, todo me sonaba un horror. Entonces, lo primero fue volcar todo
lo que me salió, una serie de instantáneas muy visuales, de recuerdos
infantiles, hice una selección de los momentos que me parecían tener varias
entradas desde el punto de vista de la lectura, por eso cuando hablás de
“puesta en abismo”, es verdad, traté de conservar los momentos que me parecían
tener una lectura poética, o simbólica, algo más allá de contar mi vida, que no
venía al caso, entonces corté mucho y a partir de eso quería que pudiese leerse
una historia.
—En esas escenas vividas hay entonces un eco literario.
—Sí,
las escenas que conservé son las que me parecían decir otra cosa más allá de
ellas mismas, pero sin que eso esté cerrado, porque en términos de lectura me
ocurrió que mucha gente encontró cosas en las que yo no había pensado. Como se
puede leer como una ficción cada lector proyecta cosas. Y eso está bien. “La
casa de los conejos” ya no es mi casa. Algunas cosas sí decidí ponerlas porque
sentí que para mí evocaban algo especial. Detalles como el accidente de coche
al principio. Lo conservé porque daba el ritmo de todo lo que sigue, con un
arranque, se detiene de golpe y el miedo y la angustia que supone. Por ejemplo,
el miedo que nunca se expresa, o muy rara vez, lo quería sugerir en términos
rítmicos.
—Me preguntaba si esta historia, bastante inédita en
relación a los temas que toca, tiene que ver con que seas mujer, con que tengas
una hija.
—Tengo
tres hijos en realidad, pero evoco a mi hija al principio del libro porque
volví por primera vez a la casa de los conejos cuando mi hija menor tenía unos
meses, y creo que hubo un efecto como de espejo (yo tenía ganas de volver a esa
casa a la que no había vuelto desde el año 1976, cuando nos fuimos en esas
circunstancias tan particulares), volví al final del 2003. Evoco eso porque
hubo un disparador muy particular que fue que yo me encontrase viva en Argentina
volviendo a la casa destrozada donde se había separado a una madre de una hija
(se refiere a Diana Teruggi, a quien le dedica el libro), a eso me refiero
cuando hablo de buscar la frontera entre los muertos y los vivos.
—En la introducción decís que escribís para poder
olvidar, ¿estás poniendo las cosas en una perspectiva de futuro, como quien
dice para poder recordar es necesario olvidar?
—Creo que esa frase era muy importante y creo que tiene
que ver con el trabajo del duelo, olvidar en ese sentido, creo que sentí la
necesidad de escribir más allá de un duelo personal. Pero, por ejemplo, hay
nociones como el deber de memoria que me parecen insólitas, no se puede obligar
a nadie a recordar, es una necesidad, un momento, son problemas complicados, no
puede haber una receta, no se receta la memoria, hay un momento que está maduro
o no, yo durante cierto tiempo le di la espalda a todo eso.
Diario El Ciudadano,
28 de abril 2008
Donde comprar sus libros: Edhasa