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Alejandra Pizarnik


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Negro Fontanarrosa: “Yo quería hacer Indiana Jones” / entrevista de María Esther Gilio, Buenos Aires 2008

 


“Yo quería hacer Indiana Jones”

 

Fue en enero de hace once años. Eran las diez de la mañana de un domingo caluroso como corresponde a un domingo de verano cuando me llamó el editor Daniel Divinski. Estaba en Montevideo con Roberto Fontanarrosa y me invitaba a comer. Le dije que vinieran ellos a mi casa. Daniel aceptó, dijo que llegaría a la una y yo salí corriendo a comprar pescado al pescador de Punta Carretas que pesca a la noche para vender a la mañana. Mientras corría por la rambla pensaba cómo lo haría. Bifes sobre un colchón de cebollas, zanahorias y finas tajadas de naranjas con su cáscara. Los bifes descansarían sobre el colchón y la olla debería estar tapada. A la una en punto estaban ambos entrando a mi casa con botellas de vino blanco como si hubieran sabido que haría pescado. Botellas de esas que siempre había mirado en el supermercado y siempre había pensado ¿existirá realmente gente que compre un vino tan caro? Ahora sabía que esa gente existía: eran los porteños.
Roberto miró con una sonrisa uno de sus libros de Inodoro, que con algún otro servía de adorno a la mesa del living y sonrió. “¡Ah!” –dije yo–. “No creas que lo puse ahí porque tú venías.” “No sé, no sé”, dijo con gesto falsamente serio. Yo no sabía cómo decir a Fontanarrosa de la entrevista que ansiaba hacerle pero Daniel me ayudó. “Traé el grabador y entrevistalo rápido, así acabamos con eso. Mientras yo leo el diario, ¿o me vas a obligar a cocinar?” “No, ya cociné, en cuanto al grabador está cerca, acá, junto a estos libros”, dije yo. Y ahí nomás empezamos.
– ¿Sabías que tu obra gusta mucho en Montevideo?
–Respecto de mi obra ocurre algo en Montevideo que me despierta bastante curiosidad. Yo no escribo para teatro pero, a menudo, algún grupo toma lo que hago y lo lleva a escena. Tanto en Montevideo como en Buenos Aires esas escenificaciones tienen éxito. La diferencia radica en que aquí, en Montevideo, las obras se mantienen muchísimo tiempo en cartel, a veces más que en Buenos Aires, a pesar de que se trata de una ciudad mucho más chica. ¿Vos qué pensás?
–No sé... yo diría que tu humor no recurre jamás a palabras gruesas, alusiones escatológicas o groseramente sexuales.
–Sí, ésa no es mi línea.
–Pero además tú no sos porteño sino provinciano y tal vez por ese lado haya alguna otra forma de conexión.
–Sí, por ese lado tal vez haya algún enganche. Te cuento que cuando ni pensaba en dedicarme a esto tenía una gran admiración por Telecataplum. Y también por Wimpi, Juceca. Y si examinamos a todos ellos comprobamos que se trata de un humor bastante elegante. Creo que en el humor uruguayo hay una línea que toma caminos diferentes a la del humor porteño.
–No se busca la risa con la mala palabra, por ejemplo.
–Yo no tengo ninguna postura a priori contra las malas palabras. Hay buenos humoristas que las usan. Pinti, por ejemplo. En Pinti aparecen integradas a un discurso rico en ideas. Lo que me pasa es que, como recurso, me parece muy pobre.
–Es muy pobre, pero de efectos generosos porque la gente, por lo menos en Buenos Aires, se deshace en carcajadas. ¿Tú sabés por qué?
–Creo que la mala palabra hace reír porque rompe con un convencionalismo. Lo que divierte es la irreverencia. La irreverencia provoca alegría.
–Se trata de una irreverencia muy menor, que no cambia nada. Según tú, ¿qué diferencia al humorista del resto de la gente?
–Creo que su mirada es otra. La realidad es una para todos, pero mientras el hombre corriente la ve desde este ángulo, el humorista la ve desde aquel otro. El humorista tiene una especie de laboratorio interno muy afinado para detectar el absurdo y el ridículo, que está allí, pero nadie o muy pocos ven. Claro que esto cambia con cada humorista. Quino, en este sentido, es excepcional. Siempre da una vuelta más a la información que recibe. Varios humoristas nos zambullimos en un hecho y luego damos nuestra visión. Seguramente será Quino quien va a zambullir más profundamente y va a trasmitir la visión más refinada e inteligente. Su humor llega a las raíces. Nunca es ingenuo o espontáneo.
–¿Quién podría ser un ejemplo de humor espontáneo?
–Olmedo en televisión; tenía una especial gracia corporal que siempre resultaba seductora.
–¿Cómo manejás el humor en la vida cotidiana?
–Trato de usarlo para aliviar los contratiempos del día a día. Claro que a veces se puede y a veces no. Por otra parte yo digo “trato de usarlo”, pero no sé hasta dónde trato y hasta dónde lo que hay allí es una deformación profesional.
–¿No pensás en una tercera posibilidad? ¿Que esta actitud, tal vez por alguna forma de escepticismo, sea natural en vos?
–Es probable. Te cuento algo. Cuando yo empecé a copiar las historietas de los dibujantes que más me gustaban, quienes en definitiva fueron mis maestros involuntarios, lo que copiaba no eran historietas de humor sino de aventuras. Por ahí leía Patoruzito, y me divertía, pero no pensaba en hacer lo mismo. Yo quería hacer Indiana Jones o algo en el estilo de Pepe Dinamita, un personaje del gran dibujante yanqui Roy Crane, que me gustaba con locura.
–¿Querés decir que recién de adulto empezaste a hacer humor?
–Sí. Hace poco me hicieron una retrospectiva en Rosario y ahí tuve plena conciencia de cómo empecé con el humor. Para la muestra tuve que buscar cosas viejas. Así encontré que mi madre, con esa cosa de las madres, tenía guardadas unas revistitas que yo había hecho de chico. Entonces descubrí que las historietas eran muy serias, sin pizca de humor, en cambio sí había humor en unos cuentitos que yo escribí en las mismas revistas. Es decir que hacía humor escribiendo pero no dibujando. Más o menos a los 15 años dejé el secundario sin terminar y empecé a trabajar en publicidad. A fin de año me pidieron que dibujara unas tarjetas para las Fiestas. Aburrido de las tarjetas clásicas, las hice en tono humorístico y me di cuenta de que eran mucho más aceptadas que las otras y que yo me divertía muchísimo haciéndolas. En el año ’68 empecé a trabajar en la revista Boom de Rosario, donde me encargué de la ilustración a color de la tapa, que no era humorística. Pero en el interior de la revista había una página que debía ser llenada con un dibujo humorístico. Y como yo era el único que dibujaba, un poco para ver qué pasaba, me lo encargaron a mí. Empecé a hacer chistes como había hecho con las tarjetas de Navidad. Sólo los temas cambiaban.
–La capacidad estaba, pero no tenías mucha conciencia. La casualidad decidió.
–Es así. Así mismo. Yo siempre quise hacer historietas, pero de aventuras. Y eso se ve en mi dibujo, el cual viene de esas historietas, no de Osky o Palacios o Steinbeck, sino de Hugo Pratt y de Roy Crane.

 
–¿Al uruguayo Alberto Brescia nunca lo imitaste de niño?
–No, yo fui muy amigo de Alberto y lo quería mucho, pero su dibujo no me atraía.
–Demasiado barroco.
–Sí, para lo que yo quería. Pero era un virtuoso. Su dibujo fue muy valorizado en el mundo. Era bien conocido en Europa, Estados Unidos. Por qué uno prefiere este estilo y no aquél, no lo sé. Pero a mí siempre me gustó un estilo más simple, más limpio y caricaturesco. Menos realista.
–Hablamos ya de algunos mecanismos de humor, pero pienso que no son los únicos. Hay otros.
–Sí, hay, pero no es fácil ubicarlos. A menudo vienen chicos a mostrarme sus dibujos. Respecto del dibujo en sí puedo decirles: “Mirá, me parece que está mal por esto y por esto”. Pero, cómo llegar a un chiste es más complicado. En mi caso, que hago chistes de carácter político, lo fundamental es ir acompañando la noticia.
–Acabás de decirlo, acompañás la noticia. ¿Considerás que tu tarea es política?
–No.
–Sin embargo hacés humor desde una posición que a través de los años se mantiene.
–Sí, pero no lo hago desde el lugar del militante.
–No, pero en lo que hacés hay posición política y acción política.
–Sí, puede ser, aunque yo nunca lo sentí así. O sí lo sentí en algunas situaciones. Durante el gobierno militar, por ejemplo. Ahí yo sabía que me estaba contraponiendo al mensaje oficial, sin que eso me llevara a mártir de la democracia. Entre otras cosas porque siempre es más fácil decir cosas en broma que en serio.
–Sin embargo el humor es muy temido por quienes están en el poder.
–Sí, es posible, pero a pesar de esto durante la dictadura tuvimos cierta libertad para el humor.
–¿Tendría sentido hoy el doctor Merengue, un personaje tan representativo en el pasado?
–Creo que el doctor Merengue ya no tendría validez.
–¿Cuál sería hoy el personaje que podría mostrar un aspecto definitorio de la sociedad argentina?
–En este momento quien aparece en estratos de poder es el chanta argentino. La caricatura, el humor se ensañan en ese chanta que está dándole un perfil especial a la sociedad argentina.
–¿Cómo es ese chanta?
–Presume de lo que no es. Es ignorante pero habla con autoridad de lo que no sabe. En verdad, no sabe nada de nada y habla de todo. Y además, es ostentoso. Fijate en el caso del juez Trovatto.
–Se metió en el lío que se metió por comprarse un apartamento de 750 mil dólares y querer mostrarlo. Su sueldo creo que no sobrepasa los 4 mil.
–Claro. Pero él quiso que todos vieran cómo vivía. Así que aceptó la nota. Habló hasta por los codos de todos los detalles. No recuerdo si hablaron de precio, pero eso se sabe viendo el departamento. Porque la cosa no acaba con tener riquezas. Parte del placer está en ostentarlas.
–Claro que las riquezas no diferencian unos de otros si son desconocidas por el resto. Si permanecen ocultas.
–Pero, además, cómo se consiguieron no importa. Lo único que importa es tenerlas.
–Fue curiosa esa historia del bancario de una provincia del Litoral que roba una suma muy grande. A los días se arrepiente y la devuelve. Sus coterráneos se pusieron furiosos. “Es un idiota”, decía la gente en televisión. En cerca de veinte entrevistados sólo un español viejo dijo que había hecho bien.
–Yo no soy economista ni sociólogo, pero veo que el modelo económico que se maneje privilegia ese tipo de gente. Es el sálvese quien pueda entre los que no tienen acceso. Y el llegar como sea. Hay que tener guita y cómo se consiguió no importa.
–¿Cuáles son las fuente más frecuentes de humor?
–La realidad político-social y todo aquello atinente a la condición humana. Problemas de pareja, hijos, etcétera.
–¿Te parece que el humor se trasmite fácilmente de un país a otro?
–Los personajes más exitosos de un país difícilmente son transportables. Pensá en Clemente, de Caloi. En otros países no entienden bien de qué habla. E incluso Inodoro Pereyra no funciona afuera, salvo aquí, claro, pero eso se entiende.
–El humor estadounidense funciona bastante afuera.
–Es natural, ellos han exportado toda su cultura. Nos gusta Charlie Brown que juega al béisbol y palea nieve, pero ¿cuántas películas vimos sobre esas actividades?



–Hablemos de ese personaje tan entrañable que es Inodoro.
–El querría ser grandioso y no, es completamente frágil y candoroso. Todos lo quieren a Inodoro. Te cuento cómo nació. Un día, en el ’70, hice una tira con un gaucho y pensé que sería interesante continuar con ese personaje. Pero me planteé que debía poner en la tira algún elemento absurdo.
–El perro que habla.
–Sí, a partir de un perro que habla pueden pasar muchas cosas. Elefantes que vuelan si lo deseo. Quino, cuando ya estaba decidido a abandonar a Mafalda, en 1982, un día me dijo que uno de los inconvenientes que encontraba en Mafalda para seguir adelante renovando su vigor era que Mafalda no tuviera absurdo. Eso lo limitaba, me dijo.
–Siempre que leo a Inodoro pienso cómo debés divertirte haciéndolo.
–Sí, me divierte, pero me cuesta esfuerzo. Si vos lo leés con cuidado verás que el chiste no es uno que se reserva para el final sino varios. Al principio hacía uno cada dos o tres cuadritos.
–Es verdad que hace reír desde el principio al fin.
–Actualmente trato de que cada cuadrito tenga un chiste. Me da mucho trabajo pero a pesar de todo, como vos decís, me río mucho.
–¿Tú creés que el humor puede ser en algún sentido un instrumento de cambio?
–Se dice que nunca un chiste derribó un gobierno –y creo que eso es así–. Puede sí determinar cambios a nivel más doméstico. Yo agradezco mucho a quienes me hacen reír. Creo que el humor puede hacernos cambiar la opinión sobre un problema y –lo que es evidente– puede cambiarnos el ánimo. Por otra parte, es importante la velocidad con que el chiste se desplaza.
–¿Te reís con Shakespeare o el Quijote?
–No, yo no leí los clásicos. Traté, pero nunca pasé de algunas páginas.
–Tú has sido jurado en concursos de humor en la Unión Soviética.
–Sí, varias veces me llamaron. Pasaba algo curioso con el humor en los países del Este. A los que llegábamos de otra parte del mundo nos resultaba muy ingenuo. No sé, ellos se reían. Al mismo tiempo, un amigo argentino, que vive en España, cada vez que viene a Buenos Aires se sorprende de la agresividad de nuestro humor. De nuestro humor en la vida privada. Puede ser, yo no lo percibo. Trabajando con Les Luthiers pude comprobar cómo un chiste que presumimos graciosísimo no provoca risa y otro que no parece muy gracioso hace reír. Esta experiencia para mí es muy diferente a la que tengo con el lector de mis chistes, a quien nunca le veo la cara y no sé cuándo se ríe y cuándo no.
Se queda en silencio.
Le pregunto en qué está pensando:
–En la gente que a veces me dice si yo hago humor para hacer pensar. Claro que no. Eso sería una pedantería. La gente piensa sola, no necesita mi provocación. Lo que yo busco es hacer reír. Porque, además, si no hago reír me ponen en la calle y se buscan a otro. Eso es así.
–Hay algo que se da tanto en tus historietas como en tus cuentos: la seriedad que usás para trasmitir el humor. Este se comunica de una manera muy formal, sin locura o con una locura muy controlada.
–Siempre me gustó esa forma de humor. La del tipo que habla seriamente de cosas que pueden ser descacharrantes. Me gusta Woody Allen cuando se para ante la pantalla y habla seriamente de cosas delirantes.
–Decir cosas delirantes en tono sereno.
–Exactamente. Hoy vos me preguntabas sobre las fuentes de humor. En este momento me acuerdo de un cuento, no una historieta, un cuento que llamé “Toda la verdad sobre el trasbordador Columbia”, donde el centro del cuento se basa en esa idea de que un uruguayo o un argentino con un alambre, arreglan cualquier cosa. “Un alemán precisa tanto y cuanto, nosotros, un alambre.” En todos los pueblos pobres, humildes florece esta idea. Yo escuché en Cuba: “Los soviéticos no lo hacen sin tales o cuales aparatos; aquí en Cuba lo arreglamos con dos clavos”. En ese cuento el trasbordador está por salir y se rompe algo. Hay que suspender la partida. Pero uno de los mecánicos es argentino, toma unas cuerditas, lo arregla en unos minutos y sale.
–Hay uno de tus cuentos que recoge una situación que es muy ridícula, pero se repite bastante. La del tipo que dice “el mayor de mis defectos es que soy demasiado bueno”, o “generoso”, o “confiado”. Me gustó que tomaras ese tema.
–Claro, anuncian un defecto pero exponen una virtud.
–¿Y el que escribe aforismos?
–Yo me pregunto si los que hacen eso no lo hacen en joda. Me pregunto si un tipo puede escribir aforismos seriamente. ¿Cómo puede creer que en cinco palabras trasmite algo importantísimo?
–¿Recordás alguno del personaje del cuento “Nuevos aforismos de Ernesto Esteban Etchenique”?
–Uhhh. “¡Desdichado el mendigo que no conoce el placer de dar!” “Si quieres alcanzar la sabiduría... ¡empieza a correr ya!” “Si tropiezas dos veces con la misma piedra... ¡Sácala de allí!” Pero es que los aforismos... Cuando San Martín le dijo a su hija “serás lo que debas ser o si no no serás nada”, ¿qué carajo quería decirle? Si yo soy la hija voy a alguna adivina a que lo explique. Sin embargo todos hemos repetido mil veces esa pavada en la escuela. No hay niño que la ignore.
–¿Terminaron? –dijo Daniel Divinski doblando el diario, porque estoy sintiendo un olorcito a pescado. ¿Dónde está el sacacorchos?

©María Esther Gilio
Página12, Buenos Aires
Domingo, 20 de julio de 2008