En
1961 la filosofa alemana fue enviada por The New Yorker a cubrir el juicio a Eichmann
uno de los mayores criminales nazis, responsable de la “solución final al
problema judío”. En 1963 publicó este ensayo basado en dicho juicio.
Eichmann durante el juicio
¡Oh, Alemania!
Quien solo
oiga los discursos
que de ti nos
llegan, se reirá.
Pero quien vea lo que haces,
echará mano al
cuchillo.
Bertold Brecht
AUDIENCIA PÚBLICA
Beth Hamishpath, audiencia
pública, estas palabras que el ujier gritó a todo pulmón, para anunciar la
llegada de los tres magistrados, nos impulsaron a ponernos en pie de un salto,
en el mismo instante en que los jueces, con la cabeza descubierta, ataviados
con negras togas, penetraron por una puerta lateral en la sala y se
sentaron tras la mesa situada en el alto estrado. La mesa es larga, a uno y
otro extremo se sientan los taquígrafos ofíciales, y, dentro de poco, quedará cubierta
por innumerables libros y más de quinientos documentos. A un nivel inmediato
inferior al del tribunal se encuentran los traductores, cuyos servicios se
emplearán para permitir la directa comunicación entre el acusado, o su
defensor, y el tribunal. Además, el acusado y su defensor, que hablan el
alemán, al igual que casi todos los presentes, seguirán las incidencias del
juicio en lengua hebrea a través de la traducción simultánea por radio, que es
excelente en francés, aceptable en inglés, y desastrosa, a veces
incomprensible, en alemán. (Si tenemos en cuenta que el juicio ha sido organizado,
y sus procedimientos regulados, con especial atención encaminada a evitar todo
género de parcialidad, es preciso reconocer que constituye uno de los misterios
de menor importancia el que la administración de justicia del nuevo Estado de
Israel, en el que un alto porcentaje de su población nació en Alemania, no
pudiera hallar un traductor competente que tradujera las declaraciones y los
informes al único idioma que el acusado y su defensor podían comprender. Además,
es preciso también hacer constar que el viejo prejuicio contra los judíos
alemanes, que en otros tiempos era muy fuerte en el Estado de Israel, ahora
carece ya de la fuerza suficiente para explicar aquel hecho. La única
explicación que nos queda es la existencia de la todavía más antigua, y aún
poderosa, «Vitamina P», como los israelitas suelen denominar a la protección
burocrática deque la administración se rodea.) A un nivel inferior a los
traductores, frente a frente, y, por tanto, de perfil con respecto al
público, vemos, a un lado, al acusado en la cabina de cristal, y, al otro, el estrado
en que los testigos declararán. Finalmente, en el último nivel, de espaldas al
público, están el fiscal, con sus cuatro ayudantes, y el defensor, quien se
sirvió de un ayudante durante las primeras semanas del juicio. En momento
alguno adoptaron los jueces actitudes teatrales. Entraron y salieron de la sala
caminando sin afectación, escucharon atentamente, y acusaron, como es natural,
la emoción que experimentaron al escuchar los relatos de las atrocidades
cometidas. Su impaciencia ante los intentos del fiscal para prolongar
indefinidamente el juicio fue espontánea, su comportamiento para con el
defensor quizá resultó excesivamente cortés, como si en momento alguno
olvidaran que «el doctor Servatius libraba casi solo una agotadora batalla, en
un ambiente que le era desconocido», y su actitud con respecto al acusado fue
siempre irreprochable. Tan evidente era su buena fe y sinceridad que el público
no se sorprendió de que ninguno de los tres cediera a la poderosa tentación de
fingir lo que les ofrecía el escenario en que se encontraban, es decir la
tentación de simular que, pese a haber nacido y haber sido educados en Alemania, se
veían obligados a esperar a que las declaraciones en alemán fueran
traducidas al hebreo. Moshe Landau, el presidente, casi nunca esperó a que el
traductor hubiera cumplido su misión, y a menudo intervino a fin de
corregir o mejorar una traducción imprecisa, en tal caso se advertía que
ello le proporcionaba un breve descanso en la ingrata tarea de dirigir aquel
triste juicio. Meses más tarde, cuando se celebró el interrogatorio del
acusado, el presidente dialogaría en alemán con Eichmann, tal como, siguiendo
su ejemplo, harían los otros dos magistrados, lo cual demuestra, a mayor
abundancia, su independencia con respecto a la opinión pública dominante en
Israel.
Desde el principio quedó claramente sentada la
autoridad del presidente Moshe Landau, en ordena dar el tono que debía imperar
en la celebración del juicio, y quedó asimismo de manifiesto que estaba
dispuesto, firmemente dispuesto, a evitar que la afición del fiscal a la
espectacularidad convirtiera el juicio en una representación dramática. Sin
embargo, no siempre logró este propósito, ya que, entre otras razones, el
juicio se celebró en una sala dispuesta como la de un teatro, y ante
un público, de manera que el impresionante grito del ujier, al anunciar el
inicio de cada sesión, producía un efecto parecido al que causa ver alzar
el telón. Quien diseñó esta sala de la recientemente construida Beth
Ha'am, Casa del Pueblo, protegida, en ocasión del
juicio, por altas vallas, vigilada desde el terrado hasta el sótano por
policías armados hasta los dientes, y en cuyo patio frontal se alzaban las
cabinas en que todos los asistentes eran minuciosamente cacheados, lo hizo
siguiendo el modelo de una sala de teatro, con platea, foso para la orquesta,
proscenio y escenario, así como puertas laterales para que los actores entraran
e hicieran mutis. Evidentemente, esta sala de justicia es muy idónea para la
celebración del juicio que David Ben Gurión, el primer ministro de Israel,
planeó cuando dio la orden de que Eichmann fuera raptado en Argentina y trasladado
a Jerusalén para ser juzgado por su intervención en «la Solución Final del
problema judío». Y Ben Gurión, al que con justicia se llama «el arquitecto
del Estado de Israel», fue el invisible director de escena en el juicio de
Eichmann. No asistió a sesión alguna, pero en todo momento habló por boca de
Gideon Hausner, el fiscal general, quien, en representación del gobierno, hizo
cuanto pudo para obedecer al pie de la letra a su jefe. Y si, afortunadamente,
sus esfuerzos, no consiguieron los resultados apetecidos, ello se debió a que
la sala estaba presidida por un hombre que servía a la justicia con tanta
fidelidad como el fiscal Hausner servía al Estado. La justicia exigía que el procesado fuera acusado, defendido y
juzgado, y que todas las interrogantes ajenas a estos fines, aunque
parecieran de mayor trascendencia, fuesen mantenidas al margen del
procedimiento. El tribunal no estaba interesado en aclarar cuestiones como:
«¿Cómo pudo ocurrir?», «¿Por qué ocurrió?», «¿Por qué las víctimas escogidas
fueron precisamente los judíos?», «¿Por qué los victimarios fueron precisamente
los alemanes?», «¿Qué papel tuvieron las restantes naciones en esta tragedia?»,
«¿Hasta qué punto fueron también responsables los aliados?», «¿Cómo es posible que
los judíos cooperaran, a través de sus dirigentes, a su propia destrucción?», «¿Por qué los judíos fueron al matadero como
obedientes corderos?». La justicia dio importancia únicamente a aquel hombre
que se encontraba en la cabina de cristal especialmente construida para
protegerle, a aquel hombre de estatura media, delgado, de mediana edad, algo
calvo, con dientes irregulares, y corto de vista, que a lo largo del juicio
mantuvo la cabeza, torcido el cuello seco y nervudo, orientada hacia el
tribunal (ni una sola vez dirigió la vista al público), y se esforzó tenazmente
en conservar el dominio de sí mismo, lo cual consiguió casi siempre, pese a que
su impasibilidad quedaba alterada por un tic nervioso de los labios,
adquirido posiblemente mucho antes de que se iniciara el juicio. El objeto del
juicio fue la actuación de Eichmann, no los sufrimientos de los judíos, no el
pueblo alemán, ni tampoco el género humano, ni siquiera el antisemitismo o el
racismo.
Y la justicia, aunque quizá sea una abstracción para
quienes piensan como el primer ministro, demostró ser, en el caso de Eichmann,
mucho más severa y exigente que Ben Gurión y el poder concentrado en sus
manos. La disciplina impuesta por este último era laxa, como desde los primeros
momentos puso de manifiesto el señor Hausner. Permitía que el acusador público
fuera interrogado en conferencias de prensa y ante la televisión durante el
período en que se celebraba el juicio (el programa norteamericano,
patrocinado por la
Glickman Corporation, fue constantemente interrumpido por
anuncios comerciales de ventas de casas y terrenos), e incluso permitía que el fiscal hiciera espontáneas
manifestaciones a los periodistas en el propio Palacio de Justicia, a quienes
manifestaba que ya estaba harto de interrogar a Eichmann, cuyas respuestas eran
todas mentira; también le permitía dirigir frecuentes miradas al público y
recurrir a actitudes teatrales indicativas de una vanidad superior a la normal,
que culminaron al conseguir impresionar a la Casa Blanca, como
demuestra el hecho de que el presidente de Estados Unidos le felicitara por
«haber llevado a cabo un buen trabajo». Contrariamente, la justicia no se
permitía nada semejante, exigía discreción, toleraba el dolor pero no la ira, y
prohibía estrictamente el abandono a los dulces placeres de la publicidad.
La visita que el magistrado Moshe Landau efectuó a Estados Unidos, poco
después de la terminación del juicio, no fue objeto de publicidad, salvo
aquella realizada por las organizaciones judías que le habían invitado.
Sin embargo, por mucho que los jueces rehuyeran la
luz pública, allí estaban, sentados en lo alto del estrado, de cara al público,
como los actores en el escenario. El público debía constituir, según se había
planeado, una representación de todas las naciones del mundo, y durante las
primeras semanas estuvo integrado principalmente por periodistas llegados a
Jerusalén desde los cuatro puntos cardinales. Acudieron para contemplar un
espectáculo tan sensacional como el juicio de Nuremberg, con la sola
diferencia de que en la presente ocasión «el tema principal sería la tragedia del
pueblo judío», ya que «si nos proponemos acusar a Eichmann de los crímenes
cometidos en las personas de gentes no judías, la razón estriba», no en
que Eichmann los hubiera cometido, sino, sorprendentemente, en que «nosotros no
hacemos distinciones basadas en criterios étnicos». Esta curiosa frase
pronunciada por el fiscal en su primer discurso fue la clave que revelaría la
orientación general que el acusador dio a su alegato, ya que la acusación se
basó en los sufrimientos de los judíos, no en los actos de Eichmann. Y,
según el señor Hausner, distinguir unos de otros era irrelevante, por cuanto
«tan solo hubo un hombre cuyas actividades se centraran exclusivamente en las gentes
judías, cuyo objetivo fuese su destrucción, cuyas funciones en el
establecimiento de aquel inicuo régimen se limitaran a cuanto a los judíos
concernía. Y este hombre es Adolf Eichmann».¿Acaso la lógica conducta a seguir
no consistía en exponer ante el tribunal los sufrimientos de los judíos
(de los que nadie dudaba), y, luego, ofrecer las pruebas que de un modo u otro los
relacionaran con Eichmann? El juicio de Nuremberg, en el que los procesados
«fueron acusados de crímenes contra los pueblos de diversas naciones», no se
ocupó de la tragedia de los judíos por la sencilla razón de que Eichmann no se
sentó en el banquillo.
¿Creía verdaderamente Hausner que los juzgadores de
Nuremberg habrían prestado atención a la suerte de los judíos, en el caso de
que Eichmann hubiera sido acusado? No. Al igual que todos los ciudadanos de
Israel, el fiscal Hausner estaba convencido de que tan solo un tribunal judío
podía hacer justicia a los judíos, y de que a estos competía juzgar a sus
enemigos. De ahí que en Israel hubiera general aversión hacia la idea de que un
tribunal internacional acusara a Eichmann, no de haber cometido crímenes
«contra el pueblo judío», sino crímenes contra la humanidad, perpetrados en el
cuerpo del pueblo judío. Esto explica aquella frase injustificada, «nosotros no
hacemos distinciones basadas en criterios étnicos», que pronunciada en Israel
no parece tan injustificada, ya que el derecho rabínico regula el estado y
condición de los ciudadanos judíos, de modo que ninguno de ellos puede contraer
matrimonio con persona no judía, y si bien los matrimonios celebrados en el extranjero
son legalmente reconocidos, los hijos nacidos de matrimonios mixtos tienen la consideración
jurídica de hijos naturales (es de señalar que los hijos de padres judíos que
no están unidos en matrimonio tienen la consideración legal de hijos
legítimos), y aquella persona cuya madre no sea judía no puede contraer
matrimonio con un judío, ni tampoco recibir sepultura con las formalidades
usuales en Israel. Esta situación jurídica ha quedado más de relieve a partir
de 1953, año en que una importante parte de las relaciones del derecho de
familia pasó a la jurisdicción de los tribunales civiles, es decir, no
religiosos. Ahora, por ejemplo, las mujeres tienen derecho a heredar, y, en
términos generales, su estatus legal es igual al del hombre. Por esto,
difícilmente puede atribuirse a respeto hacia la fe o al poder de una
fanática minoría religiosa la actitud del gobierno de Israel al abstenerse de
transferir a la jurisdicción civil materias tales como el matrimonio y el
divorcio, que ahora están reguladas por la ley rabínica. Los ciudadanos de Israel,
tanto los que albergan convicciones religiosas como los que no, parecen estar
de acuerdo en la conveniencia
de que exista una prohibición de los matrimonios mixtos, y a esta razón se
debe principalmente —como no tuvieron empacho alguno en reconocer diversos
funcionarios israelitas, fuera de la sala de audiencia— que también estén de
acuerdo en que no es aconsejable que se dicten disposiciones legales al
respecto, por cuanto en ellas sería necesario hacer constar explícitamente, en
palabras de claro significado, una norma de conducta que la opinión mundial
seguramente no comprendería. A este respecto, Phillip Gillon escribió
recientemente en Jewish
Frontier:
«Las razones que se oponen a la celebración
de matrimonios civiles radica en que estos serían causa de divisiones en el
pueblo de Israel, y también separarían a los judíos de este país de los judíos
de la Diáspora».
Sean cuales fueren los fundamentos de lo anterior, lo cierto es que la ingenuidad
con que la acusación pública denunció las infamantes leyes de Nuremberg,
dictadas en 1935, prohibiendo los matrimonios e incluso las relaciones sexuales
extramatrimoniales entre judíos y alemanes, causó al público una impresión de
desagradable sorpresa. Los corresponsales de prensa mejor informados se dieron perfecta cuenta de la
paradoja que las palabras del fiscal entrañaban, pero no la hicieron constar en
sus artículos. Sin duda, no creían que aquel fuera el momento oportuno para
criticar las leyes e instituciones de los judíos de Israel.
Si se pretendía que el público asistente al juicio
representara a la opinión mundial, y que el procedimiento jurídico
ofreciera un grandioso panorama de los sufrimientos del pueblo judío,
es preciso reconocer que la realidad no fue acorde con tal pretensión. Los
periodistas asistieron a las sesiones durante dos semanas, y, luego, la
composición del público cambió radicalmente. Al ausentarse los periodistas, se
dijo que el público estaría integrado por israelitas que, debido a
su juventud, desconocían la triste historia vivida por sus mayores, y por
otros, como los judíos orientales, que jamás tuvieron información al respecto.
Se pretendía que el juicio sirviera para demostrarles lo que significaba vivir
entre no judíos, para convencerlos de que los judíos tan solo podían vivir
con dignidad en Israel. A los corresponsales de prensa se les explicó esta lección
mediante un folleto, gratuitamente repartido, sobre el ordenamiento jurídico
israelita. La autora del folleto, Doris Lankin, citaba una sentencia del
Tribunal Supremo, en cuya virtud dos hombres que habían «secuestrado a sus
respectivos hijos, y los habían trasladado a Israel» fueron obligados a devolver
los niños a sus madres, quienes vivían en el extranjero, ya que a estas
correspondía la custodia legal de los menores. La autora, tan orgullosa de esta
rígida aplicación de la ley, como el fiscal Hausner lo estaba de sus deseos de
incluir en la acusación los asesinatos de individuos no judíos, añadía que
la sentencia referida se había dictado «pese a que al dar a las madres la
custodia de los niños, estos se verían obligados a vivir en términos de
desigualdad, entre elementos hostiles, en la Diáspora». Al irse los
corresponsales, el público no quedó formado por gente joven, ni tampoco por
israelitas, sino que lo integraron los «supervivientes», gentes maduras o de
edad avanzada, emigrantes llegados de Europa, como yo misma, que sabían de
memoria cuanto había que saber, que no estaban en disposición de ánimo propicia
a recibir lecciones, y que en modo alguno necesitaban presenciar el juicio para extraer sus
conclusiones. Mientras los testigos, uno tras otro, interminablemente, relataban escenas de horror,
los asistentes escuchaban el relato público de historias que no hubieran podido
soportar si sus protagonistas se las hubieran contado en privado, cara a cara.
A medida que iba revelándose la magnitud «de las penalidades sufridas por el
pueblo judío en la presente generación», y a medida que la retórica de
Hausner adquiría más y más ampulosidad, la figura del hombre en el interior de
la cabina de vidrio se hacía más pálida y fantasmal. Aquella figura no daba
signos de vida, ni siquiera cuando el dedo acusador lo señalaba, y cuando la
voz indignada clamaba: «¡Y aquí está sentado el monstruo responsable de todo lo
ocurrido!».
El relato de las escalofriantes atrocidades produjo el efecto de anular el
aspecto teatral del juicio. Todo juicio público se parece a una representación dramática, por cuanto
uno y otra se inician y terminan basándose en el sujeto activo, no en el sujeto
pasivo o víctima. Un juicio teatral, espectacular, necesita mucho más que un
juicio ordinario un claro y bien definido relato de los hechos, y del modo en
que fueron ejecutados. El elemento central de un juicio tan solo puede ser
la persona que cometió los hechos —en este aspecto es como el héroe de un
drama—, y si tal persona sufre, debe sufrir por lo que ha hecho, no por los
sufrimientos padecidos por otros en virtud de sus actos. Y entre todos los presentes, el
presidente del tribunal era quien mejor sabía lo que acabamos de decir, pese a que tuvo que ver cómo el juicio
se transformaba en una sucesión de relatos atroces, en «un navío sin
timón, a merced de las olas». Sus esfuerzos para evitarlo resultaron a menudo
estériles por culpa, aunque parezca extraño, de la actitud de la defensa, que
casi nunca atacó a los testigos, ni casi puso en entredicho sus declaraciones,
ni siquiera en puntos intrascendentes. El doctor Servatius, como todos le
llamaban, se comportó con un poco más de audacia en lo referente a las pruebas
documentales, y la más espectacular de sus escasas intervenciones tuvo lugar
cuando la acusación aportó como medio de prueba, el Diario de Hans Frank, que
fue gobernador general de Polonia y uno de los principales criminales de guerra
ahorcados en Nuremberg, en cuyo momento, el doctor Servatius dijo: «Quisiera
formular tan solo una pregunta. ¿En estos veintinueve volúmenes[en realidad
eran treinta y ocho] se menciona, aunque sea una vez, el nombre de Adolf
Eichmann, el acusado? No, el nombre de Adolf Eichmann no consta en estos
veintinueve volúmenes... Muchas gracias, no hay más preguntas».
Así vemos que el juicio nunca llegó a ser un drama,
pero el espectáculo que David Ben Gurión se propuso ofrecer al público sí tuvo
lugar, o, para decirlo de otro modo, las «lecciones» que pretendía dar a
judíos y gentiles, a israelitas y árabes, al mundo entero, efectivamente se
dieron. Estas lecciones derivadas de un mismo espectáculo serían distintas
según lo fueran los diversos oyentes. Ben Gurión las había esbozado, antes de
que el juicio comenzara, en varios artículos periodísticos encaminados a
explicar por qué Israel había raptado al acusado. Una de las lecciones estaba
dirigida al mundo no judío: «Queremos dejar bien sentado ante todas las
naciones que millones de personas, por el solo hecho de ser judíos, y millones
de niños, por el solo hecho de ser niños judíos, fueron asesinados por los
nazis». O dicho con las palabras de
Davar, órgano
del movimiento Mapai de Ben Gurión: «Queremos que la opinión pública
sepa que no solo la Alemania
nazi fue la culpable de la destrucción de seis millones de judíos europeos». Sirvámonos
de nuevo de las palabras de Ben Gurión: «Queremos que todas las naciones
sepan... que deben avergonzarse».Los judíos de la Diáspora debían recordar
que el judaísmo, «con cuatro mil años de antigüedad, con sus creaciones en el
mundo del espíritu, con sus empeños éticos, con sus mesiánicas aspiraciones»,se
había enfrentado siempre con un «mundo hostil»; que los judíos habían
degenerado hasta el punto de dirigirse obedientemente, como corderos,
hacía la muerte; y que tan solo la formación de un Estado judío había hecho
posible que los judíos se defendieran, tal como lo hizo Israel en su guerra de
Independencia, en la aventura de Suez, y en los casi cotidianos incidentes de
las peligrosas fronteras israelitas. Y si bien los judíos que vivían fuera
de Israel tendrían ocasión de ver la diferencia entre el heroísmo
israelita y la abyecta obediencia judaica, también era cierto que los judíos
de Israel aprenderían una lección distinta: «La generación de israelitas
formada después del holocausto» estaba en peligro de perder su sentido de
vinculación al pueblo judío y, en consecuencia, a su propia historia: «Es
necesario que nuestra juventud recuerde lo ocurrido al pueblo judío. Queremos
que sepa la más trágica faceta de nuestra historia». Finalmente, otro de los motivos
de juzgar a Eichmann era el de «descubrir a otros nazis y
otras actividades nazis, como, por ejemplo, las
relaciones existentes entre los nazis y algunos dirigentes árabes».
Si estas hubieran sido las únicas razones
justificativas de someter a Adolf Eichmann a la autoridad del tribunal de
Jerusalén, el juicio hubiera sido un fracaso en muchos aspectos. Desde cierto
punto de vista, las lecciones eran superfluas; y, desde otro punto de vista, resultaban
engañosas. Gracias a Hitler, el antisemitismo está desacreditado, quizá no para
siempre, pero sí por el momento, y ello se debe, no a que repentinamente
los judíos se hayan ganado las simpatías del mundo, sino a que la mayoría ha
comprendido, tal como dijo Ben Gurión, que «en nuestros tiempos, el
antisemitismo puede abocarnos al uso de la cámara de gas y a las fábricas de
jabón». La lección era igualmente superflua en cuanto hacía referencia a los
judíos de la Diáspora,
quienes, en realidad, no necesitaban que ocurriera la catástrofe en la que
pereció una tercera parte de ellos, para convencerse de la hostilidad de que
eran objeto. Su conocimiento de la imperecedera y omnipresente naturaleza del
antisemitismo no solo ha sido uno de los más potentes factores ideológicos del
movimiento sionista desde el caso Dreyfus, sino que ha sido también la causa de
la sorprendente buena disposición que la comunidad judía alemana mostró en
orden a entablar negociaciones con las autoridades nazis, durante las primeras etapas de
implantación del régimen.(No hace falta decir que estas negociaciones ninguna
semejanza tuvieron con aquella posterior colaboración que los judíos
prestaron a sus verdugos. En las primeras, todavía no se
planteaba problema moral alguno, se trataba tan solo de una decisión
política de discutible «realismo», puesto que se justificaba con la afirmación siguiente: «la ayuda concreta» es
preferible a formular denuncias «abstractas». No era más que Realpolitik, sin matices maquiavélicos, cuyos
riesgos se hicieron patentes años después, tras el inicio de la guerra, cuando
los contactos diarios entre las organizaciones judías y la burocracia nazi
facilitaron que los funcionarios semitas cruzaran el abismo que mediaba entre
ayudar a los judíos a escapar y ayudar a los nazis a deportarlos.) A esto se
debió que los judíos llegaran a la peligrosa situación de no saber distinguir a
los amigos de los enemigos; y los judíos alemanes no fueron los únicos que
subestimaron la peligrosidad de sus enemigos, debido a albergar la creencia de
que todos los gentiles eran iguales. Si el primer ministro Ben Gurión, quien
era a todos los efectos el jefe del Estado de Israel, pretendió fortalecer esta
clase de «conciencia judía», es evidente que cometió un
error, ya que en la actualidad la superación de tal
conciencia colectiva constituye un requisito previo indispensable para la
pervivencia del Estado de Israel, que, por definición, ha hecho de los judíos
un pueblo entre otros pueblos, una nación entre otras naciones, un Estado entre
otros estados, que debe desarrollarse forzosamente en unas circunstancias de
pluralidad política e histórica que ya no permite la antigua dicotomía de
judíos y gentiles, basada, desgraciadamente, en una
doctrina religiosa.
El contraste entre el heroísmo de Israel y la abyecta
obediencia con que los judíos iban a la muerte —llegaban puntualmente a los
puntos de embarque, por su propio pie, iban a los lugares en que debían ser
ejecutados, cavaban sus propias tumbas, se desnudaban y dejaban ordenadamente apiladas
sus ropas, y se tendían en el suelo uno al lado del otro para ser fusilados—
parecía un excelente argumento, y el fiscal le sacó todo el partido posible, al
formular a los testigos, uno tras otro, preguntas como: «¿Por qué no
protestó?», «¿Por qué subió a aquel tren?», «Allí había quince mil hombres, y
solo unos centenares de guardianes, ¿por qué no les arrollaron?». Pero la triste
verdad es que el argumento carecía de base, debido a que, en aquellas
circunstancias, cualquier grupo de seres humanos, judíos o no, se hubiera
comportado tal como estos se comportaron. Hace dieciséis años, cuando aún nos
hallábamos bajo la reciente impresión que los acontecimientos causaron en
nosotros, David Rousset, quien había estado recluido en Buchenwald, describió
lo que ocurría en los campos de concentración: «El triunfo de las SS exigía que
las víctimas torturadas se dejaran conducir a la horca sin protestar, que
renunciaran a todo hasta el punto de dejar de afirmar su propia identidad.
Y esta exigencia no era gratuita. No se debía a capricho o a simple sadismo. Los
hombres de las SS sabían que el sistema que logra destruir a su víctima antes
de que suba al patíbulo es el mejor, desde todos los puntos de vista, para
mantener a un pueblo en la esclavitud, en total sumisión. Nada hay más terrible
que aquellas procesiones avanzando como muñecos hacia la muerte» (Les Jours de notre mort, 1947). Los testigos no contestaron las crueles y
estúpidas preguntas del fiscal, pero fácilmente hallaremos la contestación
adecuada si permitimos que nuestra imaginación reproduzca durante unos
instantes las escenas ocurridas en Holanda, cuando unos cuantos judíos del
barrio hebreo de Amsterdam se atrevieron a atacar a un destacamento de
la policía militar alemana, en el año 1941. Este ataque provocó la
detención de cuatrocientos treinta judíos que, en represalia, fueron
literalmente torturados hasta la muerte, primero en Buchenwald y luego en el
campo austríaco de Mauthausen. Durante meses y meses, murieron mil veces, y cada
uno de ellos hubiera envidiado la suerte de sus hermanos de Auschwitz, e
incluso la de los de Rigay Minsk. Hay
destinos mucho peores que la muerte, y las SS tuvieron buen cuidado de que sus
víctimas los tuvieran siempre presentes en su mente. En este aspecto, quizá más
que en cualquier otro, el deliberado propósito, imperante en el juicio de
Eichmann, de relatar los hechos únicamente desde el punto de vista judío
deformó la realidad, incluso la realidad judía. La gloria de la revuelta del
gueto de Varsovia y el heroísmo de los otros, pocos, que supieron resistir
radicó precisamente en que los judíos renunciaron a la muerte relativamente
fácil que los nazis les ofrecían, a la muerte en la cámara de gas o ante las
ametralladoras. Los testigos que en Jerusalén adveraron la resistencia y
rebelión judía, «en las pocas páginas que ocupan en la historia del
holocausto», confirmaron una vez más que únicamente los
más jóvenes fueron capaces de decidir «que no podemos
aceptar ir a la muerte como corderos».
Hubo un aspecto en que el juicio no defraudó las
esperanzas que en él pusiera Ben Gurión. Verdaderamente sirvió para sacar de
sus madrigueras a otros nazis y criminales de guerra, aunque ello no ocurrió en
los países árabes, que habían ofrecido asilo, sin rebozo, a cientos de nazis.
Las relaciones que el gran muftí sostuvo con los nazis durante la guerra eran
de todos conocidas, e incluso se sabía que pretendió que le auxiliaran en la
tarea de hallar una «solución definitiva» en el Próximo Oriente. Los periódicos
de Damasco y Beirut, de El Cairo y Jordania, no ocultaron sus simpatías hacia Eichmann, y algunos se lamentaron
de que no hubiera podido «dar cima a su tarea».El día en que se inició
el juicio, la radio de El Cairo dio una nota ligeramente antialemana a su comentario,
pero se lamentó de que no se hubiera producido «ni un solo incidente en que un
avión alemán hubiera bombardeado una comunidad judía a lo largo de la pasada
guerra mundial». Que los nacionalistas árabes tuvieron simpatía hacia los nazis
era un hecho notorio, y las razones que les impulsaron resultaban evidentes,
pero las palabras de Ben Gurión y el juicio contra Eichmann mal podían
pretender «sacarles de sus madrigueras», ya que los árabes simpatizantes de los
nazis jamás se escondieron. Durante el juicio quedó demostrado que los rumores
referentes a las relaciones entre Eichmann y Haj Amin el Husseini, otrora gran
muftí de Jerusalén, carecían de fundamento.(Eichmann conoció al gran muftí en
el curso de una recepción oficial, al mismo tiempo que otros funcionarios
alemanes.) El gran muftí mantuvo estrechas relaciones con el Ministerio de
Asuntos Exteriores alemán, así como con Himmler, pero ello no constituía un
secreto.
Si bien la observación de Ben Gurión acerca de «las
relaciones entre los nazis y algunos dirigentes árabes» fue totalmente
superflua, también es cierto que resulta sorprendente que el
primer ministro israelita no se refiriera a los nazis de la Alemania Occidental
de nuestros días. Desde luego, fue confortante oír decir que Israel«no
considera a Adenauer responsable de los delitos de Hitler», y que «para
nosotros, un alemán honrado, pese a que pertenece a la misma nación que contribuyó
a asesinar a millones de judíos, es un ser humano tan honrado como cualquier
otro». (No se hizo referencia alguna a los árabes honrados.) La República Federal
Alemana, pese a que todavía no ha reconocido el Estado de Israel —quizá para
evitar que los países árabes reconozcan la Alemania de Ulbricht—, ha pagado setecientos
treinta y siete millones de dólares a Israel, en concepto de reparaciones, en
el curso de los últimos diez años. Estos pagos pronto terminarán, por lo
que Israel intenta negociar un préstamo alemán a largo plazo. De ahí que las
relaciones entre los dos países, y especialmente las relaciones personales
entre Ben Gurión y Adenauer, hayan sido excelentes, y sí, a consecuencia del
juicio de Eichmann, algunos miembros del Parlamento de Israel lograron imponer
ciertas restricciones al intercambio cultural con la Alemania Occidental,
esta ha sido una secuela que Ben Gurión no previó ni pudo desear. Más atención
merece que el primer ministro de Israel no hubiera previsto, o no se
hubiera preocupado de mencionarlo, que la captura de Eichmann iba a provocar el
primer intento serio realizado por el gobierno alemán en orden a someter a
juicio por lo menos a aquellos ciudadanos que habían intervenido directamente
en el asesinato de judíos. La Agencia Central de Investigación de Crímenes
Nazis (fundada tardíamente en la Alemania Occidental, el año 1958), dirigida por
el fiscal Erwin Schüle, había tropezado con todo género de dificultades en el
desempeño de sus funciones, debido, en parte, a la renuencia de los alemanes a
comparecer como testigos y, en parte, a la resistencia que los tribunales
ofrecían a iniciar procedimientos basados en los datos recibidos de la Agencia Central.
El juicio de Jerusalén no reveló nuevas pruebas importantes que pudieran
conducir a la identificación de los colaboradores de Eichmann, pero la noticia
de la sensacional captura de este y del juicio a que se le iba a someter
bastaron para inducir a los tribunales alemanes a iniciar actuaciones,
basándose en los hallazgos de la oficina dirigida por el fiscal Schüle, y a
esforzarse en vencer la repugnancia que los ciudadanos alemanes sentían a
testificar contra los criminales «que con nosotros conviven», a cuyo fin las
autoridades germanas emplearon el antiguo sistema de pegar carteles ofreciendo
recompensas a quienes contribuyeran a la captura de criminales notorios.
Los resultados fueron sorprendentes. Siete meses
después de la llegada de Eichmann a Jerusalén —y cuatro antes de que se
iniciara el juicio—, Richard Baer, sucesor de Rudolf Höss en el puesto de comandante de Auschwitz, era
detenido. En rápida sucesión, casi todos los miembros del llamado «Comando
Eichmann» eran también arrestados, entre ellos Franz Novak, que vivía en Austria,
dedicado al oficio de impresor; el doctor Otto Hunsche, que ejercía la abogacía
en Alemania Occidental; Hermann Krumey, que tenía una farmacia; Gustav Richter,
ex «asesor de asuntos judíos» en Rumania, y Willi Zöpf, quien ocupó en
Amsterdam el mismo puesto que el anterior
desempeñó en Rumania. Pese a que hacía ya años que en Alemania se habían publicado
contra ellos abundantes acusaciones, con pruebas, en semanarios y libros,
ninguno de los nombrados consideró necesario vivir bajo nombre supuesto. Por
primera vez desde el término de la guerra, los periódicos alemanes publicaron
abundantes reportajes sobre los juicios de criminales nazis, todos ellos
asesinos de masas, y la renuncia de los tribunales a juzgar tales crímenes tan
solo se manifestó en la fantástica benevolencia de las sentencias dictadas.
(Después del mes de mayo de1960, mes en que Eichmann fue capturado, únicamente
cabía la posibilidad de acusar en juicio a los presuntos culpables de
asesinato, ya que los demás delitos habían prescrito; el plazo de prescripción del
asesinato es de veinte años. En cuanto a las sentencias dictadas por los
tribunales alemanes, vemos que el doctor Otto Bradfisch, de los Einsatzgruppen, las unidades móviles de verdugos
de las SS, fue condenado a diez años de trabajos forzados por haber matado a
quince mil judíos; el doctor Otto Hunsche, asesor jurídico de Eichmann, y
personalmente responsable de la deportación, decretada a última hora de la
guerra, de cerca de mil doscientos judíos húngaros, de los cuales casi seiscientos fueron asesinados, fue condenado a
cinco años de trabajos forzados, y Joseh Lechthaler, quien había
liquidado a los habitantes judíos de Slutsk y Smolevichi, en Rusia, fue
condenado a tres años y seis meses.) Entre los detenidos había hombres que
alcanzaron muy destacados puestos durante el régimen nazi, la mayoría de los
cuales habían sido ya desnazificados por los tribunales alemanes. Uno de ellos
era el general de las SS Karl Wolff, que ocupó el puesto de jefe del estado
mayor de Himmler, y quien, según un documento aportado al juicio de Nuremberg,
en 1946, había dado muestras de «especial satisfacción» al enterarse de que
«durante las dos últimas semanas un tren ha transportado, todos los días, cinco
mil miembros del Pueblo Escogido» desde Varsovia aTreblinka, conocido centro de
exterminio. Otro era Wilhelm Koppe, que había organizado las matanzas en la
cámara de gas, en Chelmno, y que, después, sucedió a Friedrich-Wilhelm Krüger en
Polonia; Koppe, uno de los más destacados altos jefes de las SS, organizador de
los judenrein
de Polonia, ocupaba, en la Alemania de la posguerra, el cargo de director de
una fábrica de chocolates. Alguna que otra vez se dictaron sentencias con penas
graves, pero fueron más inquietantes que las benévolas, cuando los reos
eran hombres como Erich vom dem Bach-Zelewski, ex general de las SSy jefe del
cuerpo de policía. Bach-Zelewski había sido juzgado en 1961 por su
participación en la rebelión de Röhm, en 1934, y condenado a tres años y seis
meses; después, fue procesado en 1962 por el asesinato de seis comunistas
alemanes, ocurrido en 1933, juzgado ante un jurado en Nuremberg, y
condenado a cadena perpetua. En ningún caso se mencionó que Bach-Zelewski había
dirigido la lucha contra los guerrilleros en el frente oriental, ni que había
participado en las matanzas de judíos de Minsk y Mogilev, en la Rusia Blanca. ¿Hicieron
los tribunales alemanes«distinciones étnicas», con el pretexto de que los
crímenes de guerra no son tales crímenes? ¿O quizá el insólito rigor de esta
sentencia, por lo menos en comparación con las dictadas por los tribunales
alemanes de la posguerra, se debió a que Bach-Zelewski fue de los poquísimos
que verdaderamente padeció una crisis nerviosa tras las matanzas, a que había
intentado proteger a los judíos de las actividades de los Einsatzgruppen, y a que se había prestado a ser
testigo de la acusación en Nuremberg? Y él también fue el único, entre todos
los de su categoría, que, en 1952, se acusó
a sí mismo, públicamente, de haber cometido asesinatos en masa, aunque nunca le
acusaron de ello.
Pocas esperanzas hay de que en Alemania la situación
cambie ahora, incluso teniendo en cuenta que el gobierno de Adenauer se ha
visto obligado a separar de la administración de justicia a más de cuatrocientos
cuarenta jueces y
fiscales, así como a muchos policías, con un pasado algo más turbio de lo normal, y a dejar cesante a
Wolfgang Immerwahr Fränkel, fiscal jefe del Tribunal Supremo Federal, debido a
que sus declaraciones al contestar a las preguntas referentes a su pasado, en
época de los nazis, no fueron tan veraces
como su segundo nombre pudiera hacer suponer. Según las presentes estimaciones, de los once
mil quinientos jueces de la
Bundesrepublik
quinientos ejercieron su ministerio bajo el régimen de Hitler. En
noviembre de 1962, poco después de que terminara la depuración del cuerpo de la
administración de justicia, y seis meses después de que Eichmann dejara de ser
noticia periodística, se celebró en Flensburg, ante una sala casi vacía, el largamente
esperado juicio de Martin Fellenz. El ex miembro de las SS y antiguo jefe de policía,
que había sido un destacado miembro del Partido Democrático Libre en la Alemania de Adenauer, fue
detenido en junio de 1960, pocas semanas después de la captura de Eichmann. Se
le acusó de haber participado en la matanza de cuarenta mil judíos, en Polonia,
y se le pasó el correspondiente tanto de culpa. Tras más de seis semanas de
detenido examen de las pruebas aportadas en juicio, el fiscal pidió la pena
máxima, es decir, cadena perpetua, con trabajos forzados, y el tribunal condenó
a Fellenz a cuatro años, de los cuales había cumplido ya dos y medio en prisión
preventiva. Prescindiendo de los aspectos últimamente resaltados, el caso es
que el juicio de Eichmann tuvo en Alemania consecuencias mayores que en
cualquier otra parte del mundo. La actitud del pueblo alemán hacia su pasado,
que tanto ha preocupado a los expertos en la materia durante más de quince años,
difícilmente pudo quedar más claramente de manifiesto: el pueblo alemán se
mostró indiferente, sin que, al parecer, le importara que el país estuviera
infestado de asesinos de masas, ya que ninguno de ellos cometería nuevos
asesinatos por su propia iniciativa; sin embargo, si la opinión mundial —o,
mejor dicho, lo que los alemanes llaman das Ausland, con lo que engloban en una sola
denominación todas las realidades exteriores a Alemania— se empeñaba en que
tales personas fueran castigadas, los alemanes estaban dispuestos a
complacerla, por lo menos hasta cierto punto.
El canciller Adenauer previó que el juicio pondría a
Alemania en una situación embarazosa, y manifestó que temía salieran «a relucir
de nuevo todos los horrores», lo cual produciría una nueva oleada de
sentimientos antialemanes en todo el mundo, como efectivamente ocurrió. Durante
los diez meses que Israel dedicó a preparar el juicio, Alemania tuvo buen
cuidado de precaverse de los previsibles resultados, y para ello hizo un
nunca visto alarde de celo en la caza y captura de criminales nazis en su
territorio. Pero en ningún momento las autoridades alemanas o algún
sector importante de la opinión pública propugnó solicitar la extradición
de Eichmann, lo cual parece hubiese sido la reacción lógica, ya que todos los
estados soberanos suelen defender celosamente su derecho a juzgar a los
delincuentes de su ciudadanía. (La posición oficial adoptada por el gobierno de
Adenauer, en el sentido de que era imposible solicitar la extradición por
cuanto no había un tratado al respecto entre Alemania e Israel, carece de
validez. Fritz Bauer, fiscal general de Hessen, comprendió la falsedad de la
postura oficial, y solicitó del gobierno federal de Bonn que iniciara el
oportuno procedimiento para solicitar la extradición de Eichmann, pero los
sentimientos que en este caso albergaba el fiscal Bauer eran los propios de un
judío alemán, por lo que la opinión pública alemana no podía compartirlos; su
solicitud fue denegada por Bonn, nadie le dio apoyo, y tampoco mereció la
atención general. Otro argumento en contra de la extradición, esgrimido por los
observadores que Alemania Occidental mandó a Jerusalén, venía a decir que Alemania,
tras haber abolido la pena de muerte, no podía condenar a Eichmann a
sufrir la sanción que merecía. Vista la benevolencia de las sentencias
dictadas por los tribunales alemanes en los casos de los nazis que cometieron
asesinatos masivos, resulta un tanto difícil no sospechar la existencia de
cierta mala fe en esta última objeción. En caso de que Eichmann hubiese sido
juzgado en Alemania, el mayor riesgo político que el gobierno hubiera
corrido habría
sido, sin duda, la posibilidad de que el acusado fuera absuelto por falta
de pruebas, tal como señaló J. J. Jansen en el Rheinischer
Merkur, de 11 de agosto
de 1961.)
Se pudo apreciar también otro aspecto más delicado y
de mayor trascendencia política, en la proyección del juicio de Eichmann
sobre Alemania. Una cosa es sacar a los criminales y asesinos de sus
madrigueras, y otra descubrirlos ocupando destacados lugares públicos, es
decir, hallar en puestos de la administración, federal y estatal, y, en
general, en cargos públicos, a infinidad de ciudadanos que habían hecho
brillantes carreras bajo el régimen de Hitler. Cierto es que sí la administración
de Adenauer hubiese tenido demasiados escrúpulos en dar empleo a funcionarios
con un comprometedor pasado nazi, quizá ni siquiera podríamos ahora hablar de
una tal «administración
Adenauer». La verdad es exactamente lo opuesto a aquella afirmación del
doctor Adenauer, según la cual «un porcentaje relativamente pequeño» de
alemanes fue adicto al nazismo, y que «la gran mayoría hizo cuanto pudo por
ayudar a los conciudadanos judíos». (Por lo menos un periódico alemán, el
Frankfurter Rundschau, se formuló una
pregunta elemental que debía haberse planteado muchos años antes: ¿por qué
razón las muchísimas personas que conocían perfectamente el historial del fiscal
jefe habían guardado silencio? Y el periódico daba una contestación
evidente: porque también ellos se sentían culpables.) Lógicamente, el
juicio de Eichmann, tal como Ben Gurión lo concibió, es decir, dando
preferencia a los grandes acontecimientos históricos, en detrimento de los
detalles jurídicos, conducía a que se pusiera de manifiesto la complicidad de
todos los organismos y funcionarios alemanes en la puesta en práctica de la
«Solución Final», es decir, la complicidad de todos los funcionarios de los
ministerios, de las fuerzas armadas y su estado mayor, del poder judicial, y
del mundo de los negocios y las finanzas. Pero, pese a que la acusación del
fiscal Hausner llegó al extremo de proponer e interrogar testigos, en gran
abundancia, que testificaron acerca de hechos, ciertos y atroces, que no
guardaban la menor relación con los actos del acusado, también es cierto que
evitó cuidadosamente ni tan siquiera rozar aquellos explosivos extremos antes
mencionados, es decir, olvidó la existencia de una casi omnipresente
complicidad que desbordaba los límites del Partido Nacionalsocialista. (Antes
del juicio corrieron insistentes rumores de que Eichmann había dicho que
«varios centenares de prominentes personalidades de la República Federal
fueron sus cómplices», pero estos rumores fueron falsos. En su discurso
inicial, Hausner dijo que «los cómplices de Eichmann no fueron gángsteres ni
hampones», y prometió que«más adelante los
descubriremos a todos —médicos y abogados, profesores, banqueros y economistas—
integrando aquellos grupos que resolvieron exterminar a los judíos». El fiscal
no cumplió esta promesa, ni tampoco podía cumplirla, en los términos en que la
hizo, por cuanto jamás hubo «grupos que resolvieron» algo, y «los togados
dignatarios con títulos universitarios» jamás decidieron exterminar a los
judíos, sino que tan solo se concertaron para planear las medidas precisas
a fin de cumplir las órdenes dadas por Hitler.) Sin embargo, durante el juicio
se hizo mención de un caso de la especie antes dicha; se trataba del doctor
Hans Globke, uno de los más íntimos colaboradores de Adenauer, que, veinticinco
años atrás, fue coautor de un abyecto comentario a las leyes de Nuremberg, y
que, un poco más tarde, tuvo la brillante idea de obligar a todos los judíos
alemanes a adoptar, como segundo nombre de pila, el de Israel o Sara, según su sexo.
Pero el nombre del doctor Globke —únicamente su nombre— apareció en las actas
del juicio de Eichmann a iniciativa de la defensa, la cual lo hizo,
probablemente, con el único fin de intentar «persuadir» al gobierno de
Adenauer a iniciar los trámites de la solicitud de extradición. De todos modos,
el antiguo Ministerialrat
de Gobernación y actual Staatssekretär
de la
Cancillería de Adenauer tenía más derecho que el ex muftí de
Jerusalén a figurar en la historia de los sufrimientos infligidos por los nazis
a los judíos.
(...)
© Hannah Arendt
Eichmann en
Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (fragmento)
Traducción de
Carlos Ribalta
Editorial Lumen