Miguel Cossío Woodward
De Clarice (fragmento del libro)
Érase una vez
Los cuentos de Clarice Lispector aquí reunidos constituyen
la parte más rica y variada de su obra, y revelan por
completo el trazo incandescente que dejó la escritora brasileña
en la literatura iberoamericana contemporánea.
Debe advertirse, sin embargo, que no están completos. No
lo están debido a que Clarice no los reunió por sí misma, y
porque tampoco tuvo tiempo –acaso interés– para organizar
la compilación de los numerosos textos en los que imprimió
la huella de su sensitiva visión del mundo. Desde
muy temprano y a lo largo de los años, escribió unos textos
poco ortodoxos que no contaban historias felices de hadas
y príncipes, sino sensaciones intensas en atmósferas cotidianas,
impresiones fulminantes de la realidad, trozos de
vida, ardientes como carbones. Pero sus primeros relatos
nunca se publicaron y muchos probablemente se perdieron
en la aventura del tiempo, mientras otros andan quizás
dispersos todavía en periódicos y revistas, o en ese lugar reservado
que ella justamente bautizó como «fondo de gaveta»,
amorosamente rescatados en Para no olvidar, Crónicas y
otros textos (Siruela, 2007). No están completos estos Cuentos reunidos, además, porque en su caso no es posible deslindar
con precisión la arbitraria frontera que separa los géneros
literarios: lo que para algunos caería en el campo de la prosa
poética, o del ensayo, el artículo, la autobiografía, o la
crónica periodística, para otros se apegaría más a una amplia
y válida definición del término cuento.
En mi opinión, la obra toda de Clarice es de una admirable
unidad y coherencia, desde lo primero que publicó,
hasta lo que se ha editado póstumamente. El texto, de cualquier
género, es siempre para ella pre-texto y pretexto que
le permite indagar en el proteico universo de las sensaciones.
Su literatura es antesala y motivo de encuentro consigo
misma y con la alteridad; es imagen y posibilidad de diálogo con el enigma recóndito del otro extraño e inaccesible
y, quizás, con el misterio sin nombre que se ignora e intuye.
En todo cuanto escribió está la misma angustia existencial,
similar búsqueda de la identidad femenina y, más adentro,
de su condición de ser humano. En sus cuentos hay, ciertamente,
el vuelo ensayístico, la fulguración poética, el golpe
chato de la realidad cotidiana, la historia interrumpida que podría continuar, como la vida, más allá de la anécdota.
Pero éstas son igualmente las marcas profundas de sus novelas,
que se detienen en la visión sorprendida de un momento
o una situación aparentemente sencilla, donde se
desencadenan en tropel las voces de una fuga infinita. Son
asimismo el trasfondo de sus crónicas, libremente inscritas
en el canon periodístico, que dejan flotando una interrogación
no dicha sobre un algo escondido, apenas entrevisto,
detrás de lo circunstancial. Son, en uno y otro caso, signos
y manifestaciones no sólo de un estilo, de una voluntad
artística, sino fundamentalmente y por encima de todo, de
un único impulso creativo, de una pasión, de una vida que
se cuenta y encuentra.
Leer a Clarice es, por lo tanto, identificarse con ella, con
el ser pleno detrás de la autora. Desnudar su palabra, compartir
una sensualidad casi física, entrar en el cuerpo de
una obra que vibra y chispea, algo así como hacer el amor, que es deseo, sexo y deceso. Traducir a nuestro propio horizonte
cultural su haz de preguntas lanzadas al viento; entender
su necesidad de entender-nos; hablar en silencio,
aunque haya palabras; saber que, más allá de las letras, del
espacio y el tiempo, hubo alguien, una mujer, que estuvo
cerca del corazón salvaje y nos dejó, en su escritura y definitivamente, su soplo de vida. ¿Y quién fue, en su realidad,
Clarice Lispector?
Origen y destino
Nació en Ucrania, pero no se consideró ucraniana y
nunca pisó la tierra donde vino al mundo. En 1920 la familia
judía Lispector, en medio de la guerra civil y el desasosiego
desatados por la revolución bolchevique de 1917, huyendo
de los pogroms, la violencia y el hambre, decidió
emigrar a América. En su penoso y largo recorrido por la estepa, la pequeña comitiva tuvo que detenerse en Tchetchelnik
–una aldea perdida que, de tan pequeña, no figuraba
en el mapa–, para el nacimiento el 10 de diciembre de
1920 de una niña a quien llamaron Haía, nombre hebraico
que significa vida y fonéticamente se acerca a «clara», Clarice.
Mientras tanto, acaso por una de esas misteriosas casualidades
de la historia, por aquellas mismas tierras otro judío,
Isaak Bábel, estaba enrolado en el Primer Ejército de
Caballería y, a lomos de caballo, escribía los primeros borradores
de su famosa Caballería roja. ¿Qué une y a la vez separa
a dos escritores de origen similar, tan extraordinarios
y dispares, coincidentes por un instante en el ojo del huracán?,
me pregunto al contemplar la foto de una tropa de
cosacos que, en el duro camino del éxodo, le robaron a los
Lispector los pocos bienes que llevaban.
La familia llegó a Maceió, Brasil, en 1922, y más tarde se
trasladó a Recife. De modo que Clarice pudo afirmar, con cierto orgullo, que ella era nordestina, de esa región que
describe crudamente Graciliano Ramos en Vidas secas y de la que luego procede, ausente de cualidades, la Macabea
que nuestra autora retrató en La hora de la estrella. En el hogar
de los Lispector se respetaban las reglas de la Torah y las
enseñanzas del Antiguo Testamento, pero ella nunca se refirió a su religión, aunque en el trasfondo de sus textos se
percibe la huella mística de la cábala. El padre hablaba y
leía yiddish, pero la lengua materna de Clarice, en la que
amó y escribió, fue el portugués del Brasil. Desde la infancia
y la adolescencia, su vocación fue la literatura, aunque escogió
y cursó la carrera de derecho, que después no ejerció.
En 1935 se trasladó a Río de Janeiro, donde a la par de los
estudios leyó todo cuanto cayó en sus manos, como la edición
brasileña de El lobo estepario, de Hermann Hesse, una
obra que probablemente influyó en el descubrimiento de la
ruta interior que también recorrería: «después de este libro
adquirí confianza de aquello que debería ser, cómo quería
ser y lo que debería hacer...». A los veintitrés años publicó
su primera novela, Cerca del corazón salvaje, reconocida de inmediato
por la crítica; pero Clarice nunca aspiró al éxito ni
a la gloria efímera. Casi toda su obra se afinca en los ambientes
y en las ciudades brasileñas, particularmente en Río
de Janeiro, aunque vivió mucho tiempo en el extranjero con su esposo, un diplomático brasileño. Una parte importante
de su vida transcurrió en la Europa de la posguerra y
en los Estados Unidos de los años cincuenta del siglo XX,
pero estuvo siempre enferma de nostalgia, pendiente del
Brasil, donde cultivó con amor su raíz verdadera. Fue escritora
de pura cepa, de pies a cabeza, de cuerpo y alma entera,
no obstante lo cual se autodefinía como una mujer sencilla
que se dedicaba a cuidar y educar a sus hijos. A su
muerte, ocurrida en 1977, cuando iba a cumplir cincuenta y
siete años, dejó una importante obra que es actualmente
objeto de admiración, de estudio y hasta de merecido culto.
Y uno se pregunta hasta dónde habría llegado, todavía más
lejos, esa mujer que al final quería hacer literatura sin literatura,
que rompió las rígidas formas para cifrar, como en
un clavicordio, el signo musical de sus pulsaciones.
Todo en ella es contrapunto, combinación simultánea
de fuentes diversas que, no obstante, le dan a su obra y su
vida una textura uniforme de persona y autora excepcional.
Como se dijo, vino a América recién nacida, en la dura
circunstancia de la emigración judía, y fue siempre un pájaro errante en busca perenne de su mundo interior. Se
casó y tuvo dos hijos de un matrimonio que duró los casi
dieciséis años de su estancia en el extranjero, pero tal vez el
amor para ella fue también destierro, soledad en el acompañamiento,
distancia en la cercanía, al igual que la Joana
de su primera novela. Exiliada de sí misma, sobrellevó la
rutina de la vida diplomática, con su carga de fingimientos,
cenas de compromiso y sonrisas forzadas, mientras su yo
creador, preso de angustia, se empeñaba en transgredir la
palabra elegante y el falso discurso de mujer pasiva. Conoció
y fue amiga de las grandes figuras de la moderna literatura
brasileña, entre ellas poetas como Manuel Bandeira,
Carlos Drummond de Andrade y João Cabral de Melo Neto,
pero su obra no siguió corriente alguna, ni tuvo más bandera
que la suya, como la flor extraña que de repente brota
y perfuma el ambiente. Parejamente a João Guimarães Rosa, aunque en otra dirección, renovó la literatura brasileña,
abriendo fronteras a la indagación filosófica, al retrato
psicológico y al problema de ser en el tiempo y el mundo,
más allá del relato sobre el suceso y el dibujo puntual
de paisaje y costumbres. Y no cesó de explorar los caminos
posibles de la creación literaria, como si quisiera desarmar
hasta la última pieza de su propio artificio de palabras hecho,
para encontrar, bajo el texto, la cuerda que impulsa la
flecha de Eros y la disciplina de Tanatos.
Confluencias
Desde que en 1943 apareció la primera obra de Clarice
Lispector, escrita con anterioridad, cuando sólo tenía diecisiete
años, la crítica quiso encontrarle influencias, modelos, patrones que explicaran el surgimiento de esa luminosa sorpresa
en el escenario de las letras brasileñas. Enseguida se
refirieron a James Joyce, partiendo de la relación entre el título de su novela, Cerca del corazón salvaje, y una frase del célebre escritor irlandés. En realidad, según declaró la propia
Clarice, le había dicho a su amigo Lúcio Cardoso «que respiraría
mejor si él le escribiese una frase» del Retrato del artista
adolescente, como epígrafe y título de su libro. Pero ella,
según dijo, no había leído antes a Joyce, ni a otros importantes
autores con los que la identificaron. De modo que,
aceptando la afirmación de la escritora, aquí nos encontramos
con la magia del arte y la literatura, que produce a veces
arcanos encuentros, coincidencias que trascienden el
espacio, la lengua y el tiempo; convergencias de voces diferentes
en marcha subterránea hacia similares expresiones
de voluntad creadora. La muy joven Clarice, a través de su
personaje Joana, habría podido escribir también las últimas
palabras de Stephen: «Salgo a buscar por millonésima vez la
realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza».
Hay, en efecto, una consonancia literaria de Clarice con
Joyce, en especial con el Retrato... y, en algunos casos, con
los recursos poéticos y la epifanía de sus narraciones en Dublineses.
Pero, en lugar de influencias, que nadie rechaza y
mucho menos cuando llevan el nombre sagrado de Joyce,
habría que hablar también de confluencias de visiones artísticas,
como ocurre con esas partículas que, según la física
moderna, se comunican y atraen aún a grandes distancias,
vulnerando las leyes que la ciencia inventó. La esencia del
arte, pensaba Heidegger, está en la verdad del ser y en su revelación
en la obra bella. Clarice, como Joyce, se propuso
desentrañar dicha verdad, alumbrarla, hacerla patente e
instalarla en la escritura, en la obra que sería su auténtica
realización personal y donde nosotros, lectores, tenemos la
posibilidad de una operación inversa, pero asimismo esclarecedora
de nuestra esencia humana. Por otra parte, ¿no es
maravilloso hallar un eco joyceano en un texto de Clarice, como quien descubre el rastro de una melodía familiar en
el primer movimiento de una sinfonía? El lector registra e
integra diversas experiencias estéticas y no faltará quien, en
sentido contrario, lea primero un texto de la autora brasile-
ña y crea encontrarla después en alguno de Joyce.
También se le adjudicó la influencia de Virginia Woolf,
pero a Clarice no le gustó la comparación que, de nuevo,
presenta interesantes puntos de coincidencia, así como aspectos
donde divergen. Ambas son autoras que exploran y
escriben desde la identidad femenina, mostrando la complejidad
psicológica, la profunda sensibilidad y la finísima
percepción de la circunstancia que posee el «segundo
sexo» del que habló Simone de Beauvoir. Hay en ellas, sin
embargo, matices distintos y experiencias artísticas y vitales
diversas que, probablemente, quiso subrayar nuestra escritora.
Así, el feminismo militante de la Woolf tiene en Clarice
una expresión más objetiva y ponderada, en la línea del
actual post-feminismo. Es cierto que en la brasileña podemos
sentir resonancias, por ejemplo, de la woolfiana Mrs.
Dalloway, pero las muchachas y mujeres de Clarice están encuadradas en otra realidad, tienen vivencias diferentes y
buscan su definición personal en un contexto propio. Lo
importante, sin embargo, es comprobar que su obra es
cada vez más reconocida a nivel internacional, al extremo
de colocarla en sintonía con la de Virginia Woolf, en el
concierto de relevantes mujeres que, con la literatura y el
arte, empezaron a cambiar una visión maniquea de la especie
humana en la que un género impone sus paradigmas al
otro. Clarice Lispector, desde su realidad brasileña, tercermundista
e iberoamericana, habla de un yo femenino en el
universo de seres humanos que están condenados a la soledad
de sí mismos y necesitan mirarse, escucharse y hablarse
los unos a las otras, y entre ellos y ellas, para comprender
finalmente cuanto son en verdad, simples seres humanos,
macho y hembra a un tiempo, como Dios los creó.
Hay lecturas, desde luego, que influyen y dejan su huella,
evidente o velada, en la creación clariceana. Ella leyó, entre otros, a Machado de Assis, el primer escritor universal
del Brasil, y a Monteiro Lobato, fundador allí de la literatura
para niños; también a Dostoievski, con esa insuperable
penetración psicológica sobre el crimen y el castigo, la
culpa y el dolor. Conoció a la Emma Bovary que Flaubert
pintó con los colores del pesimismo y el amor a la verdad,
siempre dura y transgresora. Con el primer dinero que
ganó trabajando, compró la edición brasileña de Felicidad,
de Katherine Mansfield, con quien se identificó plenamente,
una admiración que confirmó, estando en Roma, a su
amigo Lúcio Cardoso tras leer la edición italiana de las Cartas
de la autora neozalandesa. Reconoció también su aprecio
por Julien Green, en cuyas obras predominan escenarios
sombríos, donde la Gracia divina no suele evitar trágicos
desenlaces. A pesar de todo, en alguna ocasión dijo no tener
una amplia formación literaria, tal vez confundiendo la
vastedad con la intensidad de las lecturas y su reelaboración
individual. Bastó quizás un chispazo de Machado, de
Dostoievski, Hesse o Mansfield, para despertar el tigre interior,
de esoterismo y amor, al que cantó William Blake.
¿Qué forma, en verdad, a una escritora como Clarice Lispector?
No basta con hurgar en su entorno y desarrollo individual,
ni en sus posibles influencias, ni en sus lecturas
declaradas, ni en las circunstancias históricas o personales. El genio, como ella lo fue, está en y tiene eso, pero además
fluye, busca una realización independiente en cuyo proceso
se encuentra, confluye, con quienes ayer y hoy, y también
mañana, persiguen el imposible de la realización humana.
De todo se nutre el escritor y todo lo reelabora y renueva
en sí mismo y en su obra. Como decía Unamuno, don Quijote
y Sancho no son exclusivos de Cervantes, «ni de ningún
soñador que los sueñe, sino que cada uno los hace revivir».
Fuente: Ediciones Siruela
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