LEJOS DE CASA (fragmento)
“Y
estamos marchando todavía en las calles
con pequeñas victorias y grandes fracasos
pero hay alegría y hay esperanza
y hay un lugar para ti.”
Joan Báez
Hay un aeropuerto llamado Ezeiza.
Hay otro llamado Simón Bolívar.
Entre los dos media un camino muy largo llamado
exilio.
Vivo en un país que no es mío.
Vengo de un país que alguna vez creí mío pero no era
cierto.
Vivo sobre la tierra no sobre un mapa.
Y con la gente no con sus pasaportes.
“Sí, yo estaba ahí el 17 de mayo de 1979
y claro que recuerdo lo que sucedió. Lo recuerdo muy bien porque nunca antes yo
había participado en algo así y no lo puedo olvidar. Es más, a veces he tenido
pesadillas. Sueño que levanto la mano izquierda para despedir a alguien y que
entonces ¡zas! me la cortan de un hachazo.
No es agradable, no, pero bueno, yo estaba ahí
haciendo el servicio militar y me había tocado la zona del Aeropuerto de
Ezeiza, aunque para ser más precisos, estaba exactamente en la alcabala que la Fuerza Aérea tiene en
la ruta que va al Aeropuerto, ¿la conoce? Bueno, ahí estaba yo.
Ese día era un lindo día, sí, jueves si no me
equivoco, con mucho sol, y como a eso de las nueve y media de la mañana
sentimos un gran alboroto de sirenas que se acercaban en dirección a nosotros.
Pude distinguir tres autos que avanzaban
a gran velocidad. Uno de ellos, el primero, era de la Policía Federal e
iban en él tres hombres. Entre éste y el último, que también era de la policía
pero sin inscripciones, de paisano que le dicen, había otro. Era un Ford blanco
y por la chapa supe que era de algún diplomático y ahí había cinco personas:
cuatro hombres y una piba. Yo estaba mirando todo desde adentro de la alcabala
cuando escuché los gritos. Los de la
Federal siempre andaban matoneando y ese poli no era la
excepción, aunque los de la
Fuerza Aérea... en fin... yo escuché que el poli decía que
era una misión muy delicada, emanada directamente desde la Junta , y a mi cabo gritando
aún más fuerte que por más misión especial que fuera ellos no pasaban sin que
él y “sus” muchachos los escoltaran. El cabo era muy joven, 22 o 23 años le
calculaba yo, y el poli andaba por los 40 y se tuvo que comer la humillación.
Finalmente llegaron a un acuerdo.
Cinco de nosotros partimos al frente de la caravana en
un camión. Yo y dos de mis compañeros íbamos sentados en la parte de atrás, con
los pies colgando fuera del camión y las ametralladoras ligeramente apuntando a
los autos que nos seguían. Ordenes son ordenes y en el servicio militar nada se
discute. Estábamos a mediados de otoño y el solcito pegaba lindo, sí, y yo me
sentía feliz de que me hubieran elegido para la misión. Uno se harta de estar
ocho, diez horas de pie en una alcabala, controlando todo como si realmente la
historia fuera a pasar por ese pedazo de carretera vieja.
Todavía faltaba un buen trecho para llegar al
aeropuerto, así que tuve tiempo de observar con calma a las personas que iban
en el Ford blanco, aunque no los veía muy bien. Tres de los cuatro hombres eran
morochos, de pelo negro; el cuarto no, era rubio, de tez blanca, joven. Este
iba sentado en el asiento de atrás, a su lado iba la piba y al lado de ella un
señor mayor. Ella tenía una cara muy triste y parecía muy joven, no le
calculaba más años que los míos, que estaba por cumplir diecinueve. Los hombres
que iban atrás hablaban mucho entre sí, gesticulando, y a veces se notaba que
le preguntaban o decían algo a ella, que respondía brevemente y a veces
sonreía. Me hice todo tipo de conjeturas respecto a lo que estaba sucediendo,
pero jamás hubiera imaginado que la misión era esa misión.
Finalmente llegamos al aeropuerto. El cabo bajó muy
rápido y se fue hacia el edificio gritando
que controláramos todo muy atentamente. Yo no entendía nada. Mientras él
se iba el poli se acercó al segundo auto y, pasando la mano por la ventanilla,
se despidió de todos los hombres pero de la piba no. Ella lo miraba fijamente
mientras él extendía su mano hacia un lado, sonreía, hacia el otro, volvía a
sonreír.
Cuando se bajaron del auto pude ver todo mejor, aunque
brevemente porque ella y los cuatro hombres se fueron inmediatamente hacia el
edificio. Ella tenía el pelo largo y lacio, casi le llegaba a la cintura. Era
pequeña de estatura. La tez era levemente oscura y llevaba vaqueros azules, mocasines marrones y una
camisa blanca. Uno de los hombres cargaba un bolso azul pequeño y una guitarra
envuelta en papel de diario. La piba no llevaba nada y siempre caminaba en
medio de los dos hombres, los mismos que iban sentados atrás en el auto y que
tampoco llevaban nada. Ella caminaba muy erguida y tenía los ojos tristes pero
secos como si estuviera muerta.
Los hombres seguían hablando y riendo y ella ahí,
entre medio de los dos, en silencio, se veía tan frágil. A mí me daba tanta
pena ella que amagué mover la mano en señal de despedida aunque ella no me
viera, pero entonces uno de mis compañeros me
golpeó y me dijo:
- ¿Qué vas a hacer idiota? ¿No sabés que es una
deportada?
Y yo bajé la mano.”
Juan Pérez, ex soldado.
Informe de la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos.
Caracas, Diario de Lamentaciones.
¿No es acaso prematuro para la vida de cualquiera
tener 21 años y marchar al exilio?
Como prematura fue la madrugada que se desayunó con
infinidad de cadáveres.
En el Río de La Plata de a diez y de a veinte aparecían
diariamente.
Decían que venían de Uruguay, presos de allá... pero
todos sabíamos.
Era macabra la danza de los muertos.
Era macabra la danza de muerte que los militares nos
imponían.
Llegar no es mejor que partir.
Es casi de noche y paso largo tiempo mirando los
rostros que esperan pero ninguno espera por mí.
Llueve.
Tengo ganas de sentarme sobre mi bolso, hundir la
cabeza, cubrir mi cara con mis manos y ponerme a llorar. Pero no lo hago. El
tiempo pasa y no me atrevo a moverme.
Con cincuenta dólares me fui, regalo de la Embajada de Venezuela en
Buenos Aires y con cuarenta y cinco llego, cinco gastados en cervezas tomadas
en el avión. Hay quien toma valium, quien llora, quien pide ayuda, quien grita
o va al sicoanalista. Hay quien se suicida también. Yo bebo. Me considero un
árbol y, como decía Alejandro Casona, los árboles mueren de pie.
Tomo un taxi y la primera novedad es que el taxista me
dice que me siente adelante, porque así se acostumbra acá pero no allá. Pienso,
¿y si me secuestra creyendo que tengo dinero? Pero resulta ser un flor de tipo,
periodista además de taxista, y nos pasamos el viaje hablando sobre la miseria
en Caracas.
Cuando entramos al primer túnel siento terror, yo que
jamás he cruzado uno. Terror como siento desde hace ocho meses.
- ¿Ves esos ranchos? - dice señalando cientos de
casuchas en la montaña, un panal de pobreza.-
Parecen fuertes pero no lo son y cuando la lluvia llega caen sobre las
calles como hojas apenas tocadas por el viento.
Caracas me parece, de noche y con lluvia, en este
angustiante trayecto aeropuerto-ciudad, una inmensa villa miseria iluminando la
montaña.
Qué largo se hace el camino cuando no se conoce el
lugar de llegada.
Voy a un barrio llamado Santa Mónica en donde vivía,
hasta hace un año atrás, mi amiga Viky. Mi familia trató de contactarla el
último mes, pero fue en vano. Nadie al teléfono. Nadie al correo.
Viky es chilena y emigró con su familia en 1971. Es
una exiliada al revés, porque su padre es un empresario que se fue de Chile
escapando del socialismo de Allende. Pasaron primero por Argentina y así fue
que nos conocimos, y cuando dos años más tarde se fueron escapando del
peronismo que también le parecía a su padre demasiado izquierdoso, nuestra
amistad continuó por correspondencia, al principio con fluidez y después en
forma esporádica.
Viky, como es
generacionalmente lógico, no comulgaba con las ideas de su padre y
llenaba su casa de hombres y mujeres que venían huyendo de las dictaduras de derecha a los que él, con gran amabilidad, siempre
ofrecía un plato de comida. Un par de veces fue de vacaciones a Argentina y
aunque los períodos de silencio muchas veces eran muy largos, no había
distancia entre nosotras cuando nos encontrábamos.
Los taxistas caraqueños casi no conocen su ciudad, ellos que deberían ser
sus dueños. Una tiene que indicarle el camino y yo no lo conozco porque nunca
antes he estado en este país.
Santa Mónica parece un laberinto.
Damos vueltas.
Nos perdemos una y otra vez, regresamos al punto de
partida, volvemos a comenzar y volvemos a perdernos.
La lluvia y mi desesperación arrecian.
Ni un alma a quien preguntarle y los nombres de las
calles desaparecidos bajo el torrente.
Por fin damos con la calle.
Avanzamos lentamente leyendo los nombres de los
chalets a un lado y al otro de la calle, porque en esta ciudad las casas no
tienen números sino nombres. Pero la encontramos fácilmente. Es un chalet muy
bonito de dos pisos con jardín adelante. Hay dos timbres y ninguna indicación.
Toco el de abajo y un hombre me indica por el
intercomunicador que Viky vive en el piso de arriba.
Toco el segundo timbre mientras le hago una seña a mi
taxista para que se quede tranquilo.
Aparece Viky y su alegría es tan grande como mi alivio.
Nos abrazamos largamente y nuestras lágrimas se funden con las gotas de lluvia.
-¡Sabía que no ibas a durar mucho en ese país! ¡Tú no
cambias más, che!
Busca un paraguas y me acompaña al taxi donde mi buen
taxista - “si tu amiga no está no te voy a dejar sola”- sonríe feliz. Le doy el número telefónico de Viky y le
ruego que me llame para no perder el contacto. Promete hacerlo. Mi solidario
taxista. Tengo tanto que agradecerle. Y
ni siquiera sé su nombre.
LEJOS DE CASA (fragmento)
© viviana marcela iriart
Caracas, 1982-84
Ed. Escritoras Unidas & Cía. Editoras
Mayo 2015
CONTRAPORTADA DEL LIBRO
Cuando la fotógrafa Marta Mikulan Martin me sacó esta foto en 1983 y me le regaló, yo pensé: el día que me publiquen la novela la pondré en la contraportada. Pensé que iba a ser pronto pero pasaron 32 años. Hoy me doy ese gusto en la novela que estaba escribiendo cuando esta foto fue tomada.
Lee el libro gratis haciendo click abajo