Si me preguntan sobre algún castillo que, a
mi paso por España, me causara impresión digo que para mí no hay castillos más
imponentes que aquellas casas y calles donde tuvo lugar mi infancia. No son,
ahora, sitios especialmente recomendables. Incluso en alguno de ellos puede
estar al momento (un momento que se eterniza) algún terreno desmantelado que
funge de estacionamiento o una casa de pensión, densa e impresentable. Las
pocas u ocasionales veces que pasamos por esos lugares creemos que ya es de
noche. Noche de pocas farolas. En fin,
trazada al carbón como esa de la calle Aribau en la Barcelona de mísera
posguerra de la novela “Nada” de Carmen Laforet.
Pero, a través de ese triste carbón
ciudadano, se cuelan nítidos recuerdos de infancia. Se cuela, por ejemplo, un
castillo de la memoria donde descuella Dita Cohén como una de sus más lujosas
habitantes. Para ello camino a prisa pero sin cansarme nunca. Porque mis pies
hacen el recorrido protegidos por la larga alfombra negra rumana con alegres
motivos rojos y verdes que atravesaba la casa de los padres de Dita en Las
Flores de Puente Hierro. Y, donde el reino de la felicidad estaba instalado en
una inolvidable cocina donde la abuela materna era excelsa anfitriona. Año:
¿1944? ¿1945? Toco en el timbre de oro del tiempo pasado. “!Dita! ¡Dita!”. Oigo
la voz de las maestras, la de su hermana Marianne. Nadie puede con esa
chiquilla que corretea por los patios de la escuela a su aire indócil.“!Omamá!
“!Opapá!”. Pero hará su aparición de
inmediato cuando alguno de los abuelos o el
padre moderno que viene conduciendo su coche, estén allí en su búsqueda. Es que en la pequeña Kohn el afecto, los
lazos familiares serán, desde siempre, una disciplina importante del corazón.
Años en que algunos pudieron creer que Dita
solo era una chiquilla sumamente
despierta y traviesa. En esos retratos que
nos regala el tiempo creo verla de nuevo. En medio del juego veloz de su
cuerpo de niña fornida, un rostro tostado ligeramente por la luz semítica y
donde las mínimas y abundantes pecas son las piedrecillas de futuro para la
ardua caminante –luchadora- que ha sido. Observen con atención ese retrato que
me regala el tiempo. Unos ojos de mirar absorto tras un propósito de sueño por
realizar que no escatima el mirar, también, juicioso y detallado en torno a las
cosas del mundo. Pese a que en ella la generosidad es una pasión no sometida al
regateo. Es algo que me consta desde esos años de infancia. Un lunes llegué
llorando a la escuela. El pregonero había olvidado traer junto a “El Nacional”,
el ejemplar del suplemento literario donde yo devoraba los reportajes de Ida Gramcko. Al día siguiente, Dita (una pequeña que no llegaría a los 10 años) se
presentó, muda y regocijada, con el ejemplar del suplemento.
Ahora festejamos el casi cuarto de siglo
que Dita Kohn de Cohén ha entregado al teatro, primeramente, fundando el grupo
“Prisma” que durante años mantuvo su sede en lo que fue el antiguo teatro
“Caracas”. Nada menos desde donde la bella y famosa actriz Pepita Serrador nos
hizo padecer en un dramón de Darío Nicodemi y se oyeran las voces de los “Niños
cantores de Viena”. Pero, en “Prisma”, también, nada menos, contó con gente de
la calidad escénica de un Omar Gonzalo. No extraña en Dita esa vocación
profunda hacia el teatro al proceder ella de una familia judía. Los judíos con miembros de una parentela
fragmentada –muchas veces diezmada- por una historia adversa, en el ir y venir
del escenario, encuentran consuelo en esos
parientes de ficción que son los personajes de, pongamos por caso de Arthur Miller. A veces no tan distintos de otros parientes de la verdad consanguínea.
Pero, de igual manera, casi de ficción,
porque un largo avatar, una larga desdicha, hizo que, en ocasiones, solo se les
haya conocido a través de cartas remotísimas y de fotografías desleídas.
No he dejado de preguntarme acerca de los
orígenes de una intensa vocación hacia el teatro por parte de Dita. Y, claro,
la repuesta es muy clara. A media cuadra de la escuela pública para niñas donde
Dita, su hermana Marianne y servidora cursamos primaria estaba el Teatro Nacional ocupando una esquina. Toda vocación inagotable viene de la niñez. No sé de qué artimañas se
valió Dita. ¿No se tiene dicho que era ella una niña muy lista? Pero, de seguro, fue esa su primera
emprendedora aventura de éxito. Entrar al gran teatro, vecino a nuestra
escuelita, maravillarse con lo que sucedía en la escena y persistir.
©Elisa Lerner
Caracas 2007
Publicado en el programa de mano
"Tres dramaturgas del silencio al estallido"
temporada teatral en el Ateneo de Caracas
en homenaje a Esther "Dita" Cohen
temporada teatral en el Ateneo de Caracas
en homenaje a Esther "Dita" Cohen