El que el régimen
imperante en Venezuela a lo largo del siglo XXI se haya empeñado en fomentar el
anti-semitismo y en practicarlo de variadas y condenables formas, es una
realidad que además de ostentosa se encuentra profusamente y debidamente
documentada. Bastaría, por ejemplo, una revisión somera de la publicación:
“Antisemitismo en Venezuela-Informe 2011″, preparada por la Confederación de Asociaciones Israelitas de Venezuela (CAIV), y editada en marzo de 2012, para
rendir suficiente cuenta al respecto.
Y este fenómeno
de anti-semitismo instigado e impuesto desde el poder del Estado, no tiene nada
que ver con la tradición pública nacional ni con el entorno socio-cultural del
país, ni con nada que no sea el transplante de doctrinas discriminatorias en
contra del Estado de Israel, en primer lugar, pero también en contra de las
comunidades hebreas en cualquier parte del mundo y, desde luego, en Venezuela,
por razones de supuesto radicalismo revolucionario, o por criterios de
identificación con los intereses de organizaciones nacionalistas y de
determinados Estados del Medio Oriente, o por otras motivaciones
político-proselitistas que, en ningún caso, repito, se derivan de la manera de
ser venezolana, sino más bien todo lo contrario.
En ese sentido,
vale la pena destacar algunas experiencias acerca de lo ajeno que resultaba el
anti-semitismo en la sociedad venezolana previa al siglo XXI. Y no me referiré
a la reconocida amplitud en el recibimiento de la inmigración judía, sobre todo
durante y después de la
Segunda Guerra Mundial, sino a la plena asimilación de esas y
otras corrientes migratorias judías en el siglo XX e incluso con anterioridad,
sin que existieran expresiones organizadas de anti-semitismo que provinieran de
instancias de poder político, económico, comunicacional o religioso.
Venezolanos de
religión o ascendencia judía podían encontrarse al frente de despachos
ministeriales, partidos políticos, comisiones parlamentarias, magistraturas
judiciales, representaciones diplomáticas, corporaciones empresariales,
colegios profesionales, actividades liberales, movimientos vecinales, medios de
comunicación, universidades y academias, vocerías culturales, gremios
artísticos incluyendo la farándula, asociaciones deportivas, y en general en
las más diversas y significativas áreas del desempeño venezolano, sin que el
elemento de la religión o ascendencia judía fuera algo más que una mera
característica personal, como lo suelen ser las identidades religiosas o las
procedencias en naciones de amplia y dinámica amalgama cultural.
En lo personal,
me satisface constatar que durante casi toda mi escolaridad, desde la
inicial hasta la universidad, compartí estudios y amistad con venezolanos y
venezolanas de religión judía, sin que en verdad pueda recordar episodios o
circunstancias asociados directa o indirectamente con el anti-semitismo. De
hecho, lo que sí recuerdo es la consternación o indignación que se compartía
por los sucesos históricos del Holocausto y otras persecuciones principales de
los judíos en épocas remotas o recientes, y lo absolutamente distante que
sentíamos a todo ello de nuestra realidad inmediata, y de nuestra manera de
entender el mundo, la sociedad o las relaciones humanas.
Recuerdo
claramente, también, que ocupando una posición en el Consejo de Ministros,
asistí a un evento conmemorativo muy especial de una de las entidades de la
comunidad hebrea en Venezuela, y pocas veces, si acaso, tuve ocasión de
observar una representación más calificada y plural de la nación, comenzando
por todos los ex-presidentes de la
República y continuando por gran parte de los titulares de
los poderes públicos, y de personas emblemáticas del mundo político, social,
económico y cultural del país. Mención aparte merece la diversidad ideológica
de la concurrencia: socialdemócratas, socialcristianos, socialistas, liberales,
radicales, etcétera. Nunca había presenciado el resultado de una capacidad de
convocatoria similar. Nunca antes y nunca después.
Poco a poco, sin
embargo, estas realidades comenzaron a ser condicionadas por el nuevo régimen
que se fue estableciendo en Venezuela a partir de 1999. Entre distintas
explicaciones es probable que dos marcaran pauta. Una, la influencia convicta y
confesa del autor y activista argentino, Norberto Ceresole, en las ideas y
razonamientos del nuevo mandatario, Hugo Chávez; y otra, las antiguas
vinculaciones de grupos de extrema izquierda y logias militares –ahora
tributarias del régimen en formación– con organizaciones y Estados árabes de
violento antisemitismo.
La conexión
Ceresole revistió especial importancia, tanto por la densidad de la relación e
influjo con el señor Chávez, como por el hecho de tratarse de un notorio antisemita,
propagador del “negacionismo” del Holocausto, cultor de teorías conspirativas
alrededor de los planes de “dominación mundial de Israel”, y abierto
exponente de nociones fascistas de la organización del Estado, del liderazgo
militarista, y de siniestras modalidades de mesianismo
revolucionario-populista. Las otras y referidas vinculaciones, por cierto, han
sido descritas y contextualizadas en investigaciones periodísticas y de mayor
alcance sustantivo, entre otros por el finado historiador Alberto Garrido.
Pero el propósito
de estas notas no es tanto discernir acerca de los factores personales,
políticos, ideológicos, geo-políticos o geo-petroleros que podrían explicar el
surgimiento de un antisemitismo de Estado en Venezuela en el siglo XXI, como el
resaltar que esto se ha convertido en una política oficial y oficiosa, y que la
misma se encuentra en las antípodas de la tradición democrática de los
venezolanos.
Y tal política se
ha venido desplegando a través de múltiples dimensiones. Una de las más frontales
ha sido la político-diplomática, que
ha conllevado a la ruptura de las relaciones diplomáticas con Israel y a
transmutar al Estado venezolano en uno de los más rabiosamente anti-israelíes
del planeta. En contradicción perfecta, por ende, con la trayectoria
diplomática de la República
y con su posición constante en favor del diálogo y el arreglo pacífico de los
conflictos internacionales, incluyendo los de Israel con sus vecinos árabes y
con las comunidades palestinas.
Otra dimensión es
de carácter declarativo-comunicacional,
en la que voceros autorizados del Estado “revolucionario”, figurando en primer
lugar el jefe de Estado, emiten descalificaciones y vituperios hacia Israel, su
proyecto nacional y su política exterior. Cierto que hay temporadas de mayor
exaltación que otras, pero en el dominio de la comunicación oficial, el tema no
deja de estar presente, y en el citado Informe de la CAIV se examinan cientos de
piezas comunicacionales con contenido anti-semita, transmitidas por medios de
propiedad y gestión estatal, y por otros medios alineados al Gobierno nacional.
La
dimensión policíaco-represiva ha
causado gran impacto nacional y foráneo con los aparatosos allanamientos a
establecimientos de la comunidad judía en Venezuela, incluyendo a centros
educativos. Tal proceder no tiene precedentes en el país, pero es que tampoco
tiene precedentes ni referentes en la América Latina de nuestra época. Y esa faceta de
la política anti-semita ha sido llevada a cabo abiertamente por organismos de
la seguridad nacional o la policía política del Estado.
Hay también una
dimensión político-acusatoria, signada
por la denuncia contra Israel y sus servicios de seguridad de adelantar
campañas de desestabilización gubernativa, en las que se ha llegado a insinuar
la planificación del magnicidio. La retórica se asienta en la especulación
delirante de que las fuerzas policiales de Venezuela se encontraban bajo
control israelí hasta el advenimiento de la “revolución”, y que su lastre aún
permanecería infiltrado en resquicios oficiales, por lo que su capacidad de
subversión debe ser combatida y erradicada…
Así mismo, se
promueve una dimensión vandálico-terrorista
caracterizada por asaltos y agresiones a sinagogas, pintas anti-judías en las
adyacencias de establecimientos religiosos, educativos o recreativos de la
comunidad hebrea, envío de grupos “oficiosos” para insultar y amedrentar a los
feligreses en sus centros de actividad religiosa, y en general la creación de
un clima de intimidación hacia los venezolanos de religión y ascendencia judía.
Y no puede faltar
en esta enumeración elemental, la dimensión ideológico-proselitista,
desde luego que motorizada desde el Estado nacional, y estructurada
en un conjunto de eventos, charlas y exposiciones de elocuente orientación
judeófoba, que se llevan a cabo en sedes de organismos públicos, con el
patrocinio de las autoridades nacionales.
Como se podrá
apreciar, la fabricación del anti-semitismo en la Venezuela del siglo XXI
no ha sido ni es una aventura improvisada o un antojo secundario de algún
jerarca específico. No. Ha sido y es una política, reitero, tanto oficial como
oficiosa, y esto último en relación con sus derivaciones vandálicas o
terroristas, siendo la más gravosa, hasta el presente, la profanación de la Sinagoga de Maripérez en
Caracas.
Dos
consideraciones finales son necesarias. La primera es que ese tipo de
anti-semitismo no irrumpe como consecuencia de la realidad social y cultural
del país, sino que resulta de una acción deliberada y políticamente motivada
desde los centros del poder estatal. De allí su connotación de anti-semitismo
de Estado.
Y la segunda es
que, si bien el anti-semitismo ha carecido de sustento social en la trayectoria
venezolana, ello no significa que el anti-semitismo de Estado no tenga impactos
de importancia en la modificación de las valoraciones correspondientes. En
otras palabras, no debe subestimarse su efecto persuasivo en sectores
políticamente afines al régimen imperante, y por ende su diseminación en la
conciencia colectiva de una parte significativa de los venezolanos.
Este
anti-semitismo fabricado puede y debe superarse, no solo por su naturaleza
discriminatoria y violatoria de derechos y garantías hacia los venezolanos
judíos, sino por el inmenso daño que se le está haciendo al conjunto general de
la sociedad venezolana, con la venenosa inoculación del mensaje, el prejuicio y
la práctica anti-semita. Y claro está, para ello es indispensable que haya un
cambio de fondo en la conducción del Estado.
©Fernando Luis Egaña
Reporte Católico Laico
Noviembre 2012
Fuente: Reporte Católico Laico