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La Carta de Isabel de Guevara, 1556, la primera feminista del Rio de la Plata, por Gladys Lopreto






Introducción (para el blog)
Isabel de Guevara, mujer que integró el grupo de conquistadores dirigidos por Pedro de Mendoza que arribara al Río de la Plata en 1536m  escribió su Carta en 1556, desde Asunción [recordemos que Asunción –Buenos Aires constituían un misma zona para la administración española]. Es lo único que se conoce de ella.  Por eso digo que Isabel es nada más que un nombre al pie de una carta... Pero la misma le sirvió para ser conocida, recordada y admirada, y para algo más: para dar presencia a las mujeres en la conquista, ya que en ningún relato o historia contemporánea se las menciona [como se prefiere decir ahora: se las invisibilizó] .
Alberto M. Salas propuso llamar a Isabel ‘la primera feminista del Río de la Plata’, otros como P. Groussac la denostaron, otros como E. Larreta la enaltecieron: este interés en el texto [en  Buenos Aires] sucede hacia el 4to. Centenario de la fundación, aunque la mención aparece también en historiadores anteriores y en investigadores más actuales.
El estudio que realicé fue publicado pero no es asequible, por varias razones. El estudio crítico-filológico de la carta, publicado en 1989 por la Facultad de Humanidades, no tuvo circulación comercial [el mismo sirvió como base a un texto teatral de María Esther Fernández, puesto en escena en 2003/4 en Buenos Aires]. Sí puede encontrarse el artículo: “Isabel de Guevara, la primera  feminista" en la Revista Todo es Historia [Nº 285, marzo 1991, pág. 43-49].
Por esta carta además me adentré en el corpus [hablando de corpus...] de cartas de ese grupo humano, trabajo que fue publicado bajo el título: “...Que vivo en esta conquista. Textos del Río de la Plata, Siglo XVI”  [Editorial Universitaria de La Plata, 1996, 180 págs.]. Es un libro sobre discurso histórico en el que Isabel y su carta ocupan el 3er. capítulo. El libro desgraciadamente tuvo una corta edición y enseguida desapareció [sobre todo por lo exigua.
Permítanme agregar algo con respecto a la diferencia entre lenguaje femenino y masculino. En ese trabajo me interesé por develar el silencio que rodeó a esta mujer y a esta carta: un silencio de 20 años, al que siguió el silencio para siempre... Esto lo hice buscando datos, analizando el discurso, leyendo documentos de la época, etc. etc., lo que me permitió -entre otras cosas y con respecto a una de los temas de que se habla en este foro- observar la diferencia entre ‘lenguaje femenino’ y ‘lenguaje masculino’, al comparar la carta de Isabel con la de un soldado que cuenta lo mismo pero de otro modo, con una actitud distinta, y además apuntan unos elementos y omitiendo otros. Creo que en esa época de preliteratura o literatura primitiva, de una cultura que pautaba rígidamente los roles masc./fem., quedan más a la vista ciertas actitudes de sometimiento, aceptación, y también del deber de cuidar mezclado con el afecto, que aparecen en la carta de la mujer [y también en su silencio], al mismo tiempo que el registro de la realidad exterior es distinta  [ausencia o presencia de datos ‘objetivos’ sobre lugares, personas, hechos, medidas, etc.].

©Gladys Lopreto



La mujer y la conquista

Nuestro texto será ahora la Carta de Isabel de Guevara, quien figura entre los fundadores de Buenos Aires y Asunción. Desde esta última ciudad escribe su carta en 1556, el mismo año de las "leyes" de Irala que marcan el comienzo de la etapa colonizadora. En ella nos remite directamente a una participación de la mujer desde los primeros momentos de la Conquista, cuya modalidad queda a la vista no solo por lo que nos cuenta sino además por los hechos discursivos.

El texto:[1]

A la muy alta y muy po­derosa señora la Princesa Doña Juana, Gobernadora de los Reinos de España, etc. -En su Consejo de  Indias.

Muy alta y muy poderosa señora:

A esta provincia del Río de la Plata, con el pri­mer gobernador de ella -Don Pedro de Mendoza- ha­bemos ve­nido ciertas mujeres  , entre las cuales ha querido mi ven­tura  que fuese yo la una. Y como la Armada llegase al puerto de Buenos Aires con mil e quinientos hombres y les faltase el basti­mento  , fue ta­maña la hambre que a cabo de tres meses murie­ran los mil. Esta hambre fue ta­maña que ni la de Jerusa­lén  se le puede igualar ni con otra nenguna se puede comparar. Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los traba­jos  cargaban de las pobres mujeres, ansí en lavarles las ro­pas como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, alim­piarlos, hacer centinela, ron­dar los fuegos, armar las ballestas cuando algunas veces los in­dios les ve­níen a dar guerra, hasta acometer a poner fuego en los versos y a le­vantar los soldados, los que esta­ban para ello, dar arma por el campo a voces, sargen­teando y poniendo en or­den los solda­dos. Porque en este tiempo, como las mujeres nos sustentamos con poca comida no había­mos caído en tanta flaqueza como los hombres. Bien creerá  Vuestra Alteza que fue tanta la solici­tud que tuvieron que si no fuera por ellas todos fueran aca­bados, y si no fuera por la honra de los hombres muchas más cosas escribiera con verdad y los diera a ellos por testigos. Esta relación bien creo que la escribir n a Vuestra Alteza más larga­mente y por eso cesaré.  
Pasada esta peligrosa turbunada determinaron su­bir río arriba, así flacos como estaban y en en­trada de in­vierno, en dos bergantines, los pocos que quedaron vivos, y las fatigadas mujeres los curaban y los miraban y les guisa­ban la comida, tra­yendo la leña a cuestas de fuera del navío y animándolos con pa­labras varoniles que no se dejasen morir, que presto darían en tierra de co­mida, me­tiéndolos a cuestas en los bergantines con tanto amor como si fueran sus propios hijos. Y como llegamos a una genera­ción de indios que se lla­man timbúes, señores de mucho pescado, de nuevo los servíamos en buscarles di­versos mo­dos de guisados porque no les diese en rostro el pescado, a causa que lo comían sin pan y estaban muy fla­cos.
Después determinaron subir el Paran  arriba en de­manda de bastimento, en el cual viaje pasaron tanto tra­bajo las desdichadas mujeres que milagrosa­mente quiso Dios que vi­viesen por ver que en ellas estaba la vida de ellos. Porque todos los servicios del navío los tomaban ellas tan a pechos que se tenía por afrentada la que me­nos hacía que otra, ser­viendo de marear la vela y gober­nar el navío y sondar de proa y tomar el remo al soldado que no podía bo­gar y esgotar el navío y poniendo por de­lante a los solda­dos que no se desani­masen, que para los hombres eran los trabajos. Verdad es que a estas cosas ellas no eran apre­miadas ni las hacían de obli­gación ni las obligaba, sí so­lamente la caridad. Ansí llega­ron a esta ciudad de la Asunción,  que aunque agora está muy fértil de bastimentos entonces estaba de ellos muy nece­sitada, que fue necesario que las mujeres vol­viesen de nuevo a sus trabajos haciendo rozas con sus propias ma­nos, rozando y carpiendo y sem­brando y recogiendo el basti­mento sin ayuda de nadie, hasta tanto que los solda­dos  guare­cieron de sus flaque­zas y comenzaron a seño­rear la tierra y alquerir indios e in­dias de su servicio, hasta ponerse en el es­tado en que agora está la tierra.
He querido escrebir esto y traer a la memoria de Vuestra Alteza para hacerle saber la ingratitud que con­migo se ha usado en esta tierra, porque al presente se re­partió por la mayor parte de los que hay en ella, ansí de los anti­guos como de los moder­nos, sin que de mí y de mis trabajos se tuviese nen­guna memoria, y me dejaron de fuera sin me dar in­dio ni nengún género de servicio. Mucho me quisiera ha­llar libre para me ir a presen­tar de­lante de Vuestra Alteza con los servicios que a Su Majestad he he­cho y los agravios que agora se me hacen, mas no está en mi mano porque estoy casada con un caba­llero de Sevilla que se llama Pedro de Esquivel. Que por servir a Su Majes­tad ha sido causa que mis trabajos quedasen tan olvidados  y se me renovasen de nuevo, por­que tres veces le saqué el cuchillo de la garganta, como allá Vuestra Alteza sabrá, a quien suplico mande me sea dado mi repartimiento perpetuo, y en gratificación de mis servicios mande que sea proveído mi marido de al­gún cargo con­forme a la calidad de su per­sona, pues él de su parte por sus servicios lo merece. Nuestro Señor acreciente su Real vida y es­tado por muy largos años.

De esta ciudad de la Asunción y de julio 2, 1556 años.
 Servidora de Vuestra Alteza que sus Reales manos besa.
 Doña Isabel de Guevara.





1. Valoración del texto
La participación de mujeres en los grupos de conquis­tadores, o la presencia de `conquistadoras', como las llama E. de Gandía, es un tema tratado ya por la historiografía; nuestro propósito es abordarlo en el presente trabajo a par­tir de lo textual. Nos apoyaremos fundamentalmente en la carta escrita por Isabel, una de las mujeres que participó de la Primera Fundación de Buenos Aires en 1536 y en la de Asun­ción en 1537, hechos a los que se refiere en su texto, es­crito veinte años después. Ese ser  nuestro eje, desde donde abriremos relaciones hacia el intertexto.
Enrique Larreta destaca esta carta dentro de la vasta producción del siglo XVI, no solo por su valor de testimonio sino también por el reconocimiento de los logros expresivos y por el interés en el tema trágico evocado: esta pieza rara es, a su juicio, la más hermosa página de toda esa abundante litera­tura soldadesca que nos ha dejado la España de Carlos V y Felipe II (Larreta, 56/57).
Es una pieza anómala, singular, que da cuenta de la situación límite a que llegó la quijotesca empresa de Don Pedro de Mendoza, con el grupo europeo sitiado en el re­cién fun­dado puerto, acosado por el desierto, y luego el trayecto por el Paran  en búsqueda de metales valiosos y co­mida. El relato, excesivamente sintético en algunos as­pectos, toma a grandes rasgos los hechos ocurridos en la Provincia del Río de la Plata desde 1536 hasta el año en que fue es­crita, 1556.  Pero hay algo más: en ella se refleja una nueva dimensión de la vida humana, que nace en este caso de las luchas y viven­cias de muchos años en un espacio extraño con­vertido en pro­pio h hábitat. Allí se da una reorga­nización de los valores tradicionales que permite que una simple mujer -sierva o se­ñora, lo mismo da- se sienta a sí misma una "conquistadora" y escriba a la auto­ridad real soli­citándole justicia mediante el pago por sus trabajos. Una verdadera `Adelantada'. El mó­vil es pragmático,  como tantos otros reclamos de los "indianos", pero es innega­ble que tam­bién se propone un re­sarcimiento moral me­diante el acto de comunicar una verdad que todos habían callado. Es de­cir, el texto surge por un im­perativo, el que fundamenta una de las "leyes del discurso", la ley de informatividad: decir lo que na­die había dicho, lo que todos habían callado.  Aun­que aparente­mente no pretendió trascender más que en lo inme­diato, hubo quienes descubrieron la bella rareza del texto y lo rescata­ron de los archivos. Su más amplia difusión viene a través de la litera­tura, por la transcripción de fragmentos en Las dos fundacio­nes de Buenos Aires, novela de Enrique Larreta de 1933.
La mayoría de los historiadores coinciden en otor­garle autenticidad histórica; en cuanto a su carácter de obra  litera­ria, aunque hay quienes como Margarita Nelken lo niegan (Centurión, 17), cabe juzgarla con los mismos criterios que se aplican al conjunto global de las Crónicas. Alberto M. Sa­las la valora positivamente (Salas 1960, 175). Carlos R. Centurión la clasifica como narración epistolar, ubicán­dola en los orígenes de la literatura paraguaya, de la que nacería la prosa criolla. Correspondería a lo que Bernardo Canal Feijóo denomina "la pre­historia de la literatura".
Hemos leído los conceptos elogiosos de Enrique La­rreta, quien destaca la belleza en bruto del texto, despro­visto de las magnificencias retóricas al uso del siglo, con­dición que de al­gún modo la preserva del tiempo. En la posi­ción opuesta, Paul Groussac la caracteriza como un revoltillo de lugares comunes y exageraciones de una moza seguidora con veleidades de "señora". Más aún, duda sobre la atribución de su autoría a una mujer y sobre la veracidad de su contenido a partir del descubrimiento de un supuesto error cronológico, que en su opinión indicaría que la Carta habría sido perge­ñada con posterioridad por alguna otra persona ajena a los hechos.
Con respecto al contenido -que como ya sabemos, in­forma sobre la participación femenina en la Armada- Groussac se apoya en que no hay mención expresa de mujeres en otros textos. Pese a que el silencio de los contemporáneos es bas­tante cierto, de to­dos modos, a partir de investigaciones no tan recientes, la pre­sencia histórica femenina ha sido com­probada; una presencia bas­tante relegada al contexto, que se siente de todos modos como una realidad implícita en los tex­tos, entre líneas, y surge de pronto en algún recodo del re­lato. En cuanto a que no fue es­crita por una mujer, pres­cindiendo del análisis material del he­cho -si lo escribió la tal Isabel o un escribano, suponiendo que ella fuese analfa­beta, condición que de todos modos no tenía por qué ser fatal­mente así, ya que también se ha comprobado que las muje­res españolas en América sabían leer y escribir, según el pa­dre Furlong-, la opinión de Groussac no tiene más fundamento que sus propios criterios, que le hacen negar la capaci­dad expre­siva y reducir el papel desempeñado por Isabel a la de una par­ticipación muy servil. Por el contrario, como veremos más adelante, el análisis del discurso y de los hechos enunciati­vos nos revela que nadie sino una mujer pudo haber escrito una carta de tales característi­cas. No se trata de una idea­lización de la condición feme­nina, sino de la detec­ción de determinados rasgos del len­guaje en el que se produce el an­claje del sujeto femenino, teniendo en cuenta el rol asignado al género en el contexto sociocultural de la época.
En cuanto al "error" señalado por Groussac, un error que según su interpretación no hubiera podido ser cometido por quien se presenta como participante y testigo de los he­chos, consistiría en que, para la fecha de la data -2 de ju­lio de 1556- su destinataria, Doña Juana, ha­cía dos años que habría fallecido, aconteci­miento recordado con fúnebres pom­pas en todo el dominio espa­ñol y que por lo tanto debería ha­ber sido registrado por la supuesta autora, pese a la vida recoleta que hiciese (Groussac 1916, 73, 74). Lamentablemente para Groussac, tal "perla" es falsa: esta vez el agudo crí­tico habría incurrido en ligereza de lectura que le hizo ver una desinencia de gé­nero gramatical donde no la había, pues quien muere en 1554 es el príncipe Don Juan, rey de Portugal, dejando a su joven y principesca viuda Doña Juana en pleno uso de sus facultades como para asumir el cargo de Goberna­dora con el que ese mismo año Carlos V la distingue. Para ma­yor enredo del francés la otra famosa homónima de la familia, diferenciada con el apodo de "la loca" y madre de Carlos V, muere en 1555, pero ésta no es la destinataria de la carta sino otra Juana, justamente su abuela, la que dio apoyo a los comuneros de Castilla en su momento y a quien en algunas edi­ciones se pensó, erróneamente, que se dirigía Isabel.


2. Las mujeres como sujetos textuales
En el texto se relata que habían venido ciertas muje­res en la expedición de Don Pedro de Mendoza.
El enorme peso de la Inquisición determinó que el mundo de los conquistadores españoles fuese mayormente un mundo de hombres solos, o al menos que hubiera mucho menos mujeres que en las expediciones francesas o inglesas (Rodríguez Molas, 1982, 16); es lo que surge de la lectura de los textos, es decir, la verdad narrada, lo que adquiere ca­rácter de `verdadero' a partir de lo admisible o aceptable desde el punto de vista de la re­cepción y que de­termina que así se lo presentara. No es seguro que esto se corresponda literalmente con la realidad histórica. Los textos presentan ambigüedad sobre este tema. Leemos por ejemplo, en carta del 26 de setiembre de 1537, dirigida a la reina, donde se dan noticias sobre la nave que conducía de re­greso a Don Pedro de Mendoza: "en lo que Vuestra Majestad manda que no dejemos pa­sar a las Indias ninguna mujer soltera que nos parezca que traer  mal ejemplo dejalla pasar, así lo haremos como V. M. envía a mandar"; la firman Diego de Zárate y Diego Caballero, Oficiales de la Casa de la Contratación (Peña 1936, 84). La advertencia implica de todos modos cierta restricción pero no la prohibición generalizada. Dentro del vasto campo de la Conquista, al analizar este aspecto nos limitaremos a la Pri­mera Fundación.
Enrique de Gandía define a la empresa de Mendoza como "descubridora, conquistadora y colonizadora" (Zabala y Gandía, 1936, I, 84) de territorios que despertaban, mediante un meca­nismo de extrapolación fabuloso, la expectativa de po­der y de riqueza. Además estaban los conflictos con los por­tugueses. De ahí la conveniencia de no llevar grupos familia­res sino un ejér­cito preponderantemente masculino en esta primera etapa.
El contrato de la Corona con Don Pedro de Mendoza le con­cedía transportar quinientos hombres en el primer viaje, otros tantos en un segundo; además especificaba cien caballos y ye­guas. Nada sobre mujeres. Era tanta la novedad e interés que ofrecían estos países a la especulación, que ... se en­contró en la necesidad de armar catorce navíos... por ha­berse alistado en sus banderas no menos de dos mil quinientos hom­bres a los que luego se agregaron ciento cincuenta alema­nes... (Pelliza, 1887, 68-69) El mismo historiador explica que faltos de mujeres los conquistadores, pues no las habían traído de España, tomaron a las indiecitas guaraníes.
Si hurgamos en los cronistas, Schmidel habla de 2.500 es­pañoles y 150 alemanes; cuando remontan el río son 40 hom­bres en cada bergantín, los que acompañan a Jorge Luján son 350 hombres, etc. (Schmidel, 25). Ruy Díaz de Guzmán cuenta también una cierta cantidad de hombres; al comienzo da una nómina detallada de la gente importante que compuso la expe­dición en la que no aparece ningún nombre de mujer; cuando Mendoza envía a Juan de Ayolas a remontar el río Paran  va con doscientos hombres... en dos bergantines y una barca, llevando en su compañía al capitán Alvarado, y a otros caba­lleros (Guzmán, 1612, 67, 69). Transcribo el pasaje porque se ve claro allí la omisión de la mujer, aunque si lo cotejamos con la carta de Isabel nos encon­tramos con que ella cuenta haber hecho el mismo recorrido. El silencio de Schmidel, tan estrictamente sintético, no es signi­ficativo pero sí el de Guzmán, lo que constituye para Paul Groussac una prueba de que no hubo mujeres en la expedición, al menos en funciones dignas de recordarse.
El razonamiento utilizado es claro: si lo que se re­lata en un texto no aparece corroborado en otros testimonios y textos contemporáneos, entonces es falso. Ocurre que las situaciones y el itinerario de Isabel y las mujeres aparecen relatados en otras cartas de los conquistadores, en las que no hay referencias al protagonismo feme­nino. Veamos como ejemplo uno de los rela­tos, el de Francisco Galán, que re­fiere en la primera parte de su carta prácticamente lo mismo que Isabel, desde los co­mienzos en la primera Buenos Aires, el viaje río arriba por el Paran , con escala en Corpus Christi, la fundación de Asunción, y luego continúa con otros sucesos: las etapas sig­nadas por Irala y más tarde Alvar Núñez, que se omiten en nuestro texto. No es de extrañar, para entonces ya el rol de la mujer había regresado puertas adentro.

...Después que vine a esta tierra trabajosa e más peli­grosa en compañía de Don Pedro de Mendoza, como V.M. sabe, no he escrito a Vuestra Merced para darle cuenta de los in­fortunios que después acá han suce­dido, no por falta de deseo e voluntad por que ésta nunca me ha fal­tado ni fal­tar  para las cosas de su servicio salvo por el aparejo que no he tenido, por­que todas las veces que se ha hecho mensajero de esta tierra e provincia me he hallado au­sente del puerto de Buenos Aires, de do parten los na­víos para esos Reinos, de cuya causa he tenido mu­cha pena porque Vuestra Merced me habrá tenido en reputa­ción de des­cuidado e negligente, por lo que suplico a Vuestra Merced pues no ha sido más en mi mano me mande tornar a restituir en mi crédito. Al tiempo que Don Pedro vino a esta tierra sucedió muy grande muerte, así de ham­bre como de enemigos, y estuvo toda el Armada en punto de ser per­dida e destruida por falta de buen gobierno e administra­ción de capitanes, por la poca experiencia que tenía él y los que con él vinieron, e dende a pocos días sucedidas las dichas muertes se subió por el río arriba en bergan­tines al puerto que dicen de Corpus Christi, que es ochenta leguas más arriba del puerto de Buenos Aires, donde fue el pri­mer puerto y escala y población que asentó en esta provincia después del puerto de Buenos Aires. En este puerto de Corpus Christi estuvo en conver­sación de unos indios que se dicen tenbúes, aquí la gente se reformó e tuvo de comer. Dende a ciertos días envió a Juan de Ayolas por su capitán general con tres navíos a cierta gente a descubrir el río del Paraguay e sa­ber e calar la tierra por do mejor se pudiese entrar e dende a tres meses que fue partido, habiéndose el dicho Don Pedro de Mendoza retirado e vuelto al dicho puerto de Buenos Aires, envió al capitán Juan de Sa­lazar de Espinosa con dos navíos en demanda e se­guimiento del dicho Juan de Ayolas e yo vine en el dicho tiempo en su compañía, en el cual viaje pasamos grandes e intolerables trabajos, así en la navegación como de hambre, y a cabo de seis meses poco más o me­nos hallamos en el río del Paraguay dos ber­gantines de los que Juan de Ayolas había subido, y en ellos hallamos treinta hombres y por capitán de ellos a un Domingo de Irala, vizcaíno, el cual informó y dijo como por el puerto de la Candelaria que es en este dicho río, donde habitan unos indios pescadores que se dicen pa­yaguaes, a 12 de febrero del año de 537 el di­cho Juan de Ayolas había hecho su entrada con ciento treinta hom­bres en demanda de las minas e poblaciones de la tierra aden­tro, e que había llevado por guía un esclavo que fue de un cristiano que se decía García que había entrado por la dicha tierra e sabía el ca­mino y con otros ciertos paya­guaes de la dicha gene­ración, e que a él le había de­jado en los dichos ber­gantines para que le aguardase en el di­cho puerto hasta que volviese. Habida esta relación, el dicho ca­pitán Juan de Salazar se abajó e vino por este río del Paraguay abajo ciento e veinte leguas del dicho puerto de la Candelaria y en concordia de estos in­dios carios asentó y hizo una casa fuerte de madera que está trecientas leguas del puerto de Buenos Aires, y dejado en ella la mitad de la gente que traía en los bergantines se volvió al puerto de Buenos Aires a dar cuenta al dicho Don Pedro de Mendoza, al cual ha­lló partido para los rei­nos de España, y luego se volvió a la dicha casa y puerto que se dice de la Asunción a la guardar e defender, e yo siempre he es­tado en su compañía por manera que como he dicho a Vuestra Merced no he tenido lugar de avisalle de to­das las cosas que han pasado <...>. (fragmento de la Carta de Francisco Galán dirigida a Rodrigo de Vera de Villa­vicencio, 1§ de marzo de 1545, Doc. 235, Co­misión, II, 424ss.)

La carta de Francisco Galán continúa relatando los he­chos posteriores hasta la fecha de la data. Es interesante com­parar este texto con el de Isabel, para ver cuáles son los temas relatados en uno y en otro y cuáles las omisiones. Todo lo que siguió al asentamiento en Asunción, hasta que los con­quistadores señorearan la tierra, falta en la carta de Isabel, escrita sin embargo mucho más tarde, en 1556. Asi­mismo ella no proporciona datos precisos como nombres geográficos o de personas -excepto el del Jefe de la Expedición y de su marido-, distancias, fechas, etc. Por el contrario, el relato es impreciso, como de quien no interviene en las deci­siones, es llevada, pero en cambio da detalles sobre los tra­bajos de las mujeres, realizados veinte años antes. Por su parte, la carta de Francisco Galán proporciona información pormenorizada sobre lugares y movimientos de los hombres de la Armada, pero ca­lla la pre­sencia y la acción de las muje­res. Tal vez la explicación esté en la frase de Isabel: "si no fuera por la honra de los hombres muchas más cosas escri­biera con verdad".  Son dos mundos que se desarrollan en forma paralela, negándose el uno al otro.
Omitir la presencia femenina es norma en los relatos de estos hombres. Sin embargo, casi como sin quererlo, surgen ellas una y otra vez en forma aislada, como salidas del si­lencio. Encon­tramos por ejemplo que R. Díaz de Guzmán enumera solo hombres -aun­que podría haberse usado el sustantivo con el significado am­plio de `ser humano' no es acá el caso- o soldados cuando re­lata incursiones o luchas, pero cuando se refiere a la po­blación en general usa el sustan­tivo colectivo gente:

con los cuales sucesos y la hambre que sobrevino, estaba la gente muy triste y desconsolada... Así le sucedió a esta mí­sera gente, porque los vivos se sustentaban de la carne de los que morían...

De pronto, frente a esa masa indiferenciada, sin pre­via mención, se dibuja la silueta de una mujer:

Finalmente murió casi toda la gente, donde sucedió que una mujer española, no pudiendo sobrellevar tan grande necesidad, fue constreñida a salirse del real e irse a los indios para poder sustentar la vida...

Refiere a continuación la dramática historia de la Maldonada, la mujer que logra salvarse de la muerte trasgre­diendo los límites culturales y es aceptada por una fiera salvaje, proceso visto como una degradación que luego, cuando tiempo después se reencuentra con el grupo, es castigado con el repudio de su gente. Curiosamente no se tenía la misma ac­titud para los `tránsfugas' masculinos. Pero el caso es que no hay re­ferencias expresas de la existencia de mujeres aun­que sí debe entenderse que están presentes en forma implí­cita, hasta que casi como sin quererlo surgen en anécdotas en las que adquieren cierto protagonismo, positivo o negativo.   
Algo parecido sucede en las cartas: de pronto surge la presencia femenina, sin que previamente hubieran sido in­cluidas ni mencionadas en los relatos. El Doc. 236, por ejemplo, la Carta del Presbítero Francisco González Paniagua del 3-3-1545, nos refiere aquel luctuoso episodio en que se desmoronan las barrancas del Pa­ran  sobre una de las naves  -recordemos que la tierra defendióse con fiereza única-, y pone mujeres en escena:

<...> en el mes de octubre, día de San Lucas, partió del di­cho río toda la gente que en él estaba en seis navíos, e yendo navegando por el río Paran , víspera de Todos Santos del dicho año de cuarenta e dos, sucedió el caso y el desas­tre siguiente: serían las nueve o diez horas an­tes de medio día, el cielo raso y limpio y calma de todos vientos, en la mesma isla y paraje donde ya dije que ha­bían flechado los in­dios a la barca en que iba el maestre Nicolao de Rodas, donde nos hobiera muerto el marinero, tomando tierra el navío capi­tana y otros tres que junto a ella venían para aguardar a dos que faltaban y para que la gente reposase la siesta, pares­cieron unos indios en tierra cerca de los navíos e comienzan a tirar algunas flechas, de manera que fue necesario tomar arma para echarlos de allí. E como la gente saltó en tierra con sus armas, los navíos las proas en tierra, estaba una ba­rranca poco más de media vera en alto, la cual, como la gente comenzó a cargar sobre ella, cayó un pedazo que se­ría hasta tres pasos y dio en el espolón de un navío pe­queño y háceselo pedazos, y el navío se hizo a largo, e luego cayó otro pedazo de la barranca mucho mayor que el primero y húndese debajo de los navíos, con tanto ruido e grandes olas que ponía espanto. Y diciendo algunas perso­nas que nos quitásemos de encima de aquella barranca e nos hiciésemos a largo, dijo el maestre del dicho navío capitana: "estén quedos los navíos, que os juro a tal que no nos ha de tragar la tierra ni menos sorber el agua". Apenas lo hobo dicho cuando viene sobre los navíos tanta parte de la tierra con algunos árboles, que creímos ser llegado el día del Juicio, al menos para los que estaban pre­sentes, porque vernos por tierra combatidos de los enemigos e la tierra hundirse y el agua sorbernos, verda­deramente digo a V. S. Ilustrísima que a los que lo vie­ron puso muy grand es­panto y terrible confusión, por que ansí trabucó a un navío que se decía la galera, con ser el mejor de todos excepto la capitana, como si volviera una media nuez lo de arriba abajo. Era tanto el fondo que ha­bía que como el agua se fue tras la tierra, cuando se hun­dió parecía haber bajado más de diez es­tados, e des­pués subió muy gran parte sobre la tierra. Del caso no sabría decir a V. S. Illma. otra cosa sino que a mi jui­cio pa­resció más estar en un seno de infierno que en el Río de la Plata.

Y entonces, otra vez, sin previa mención, aparecen ellas:

Al fin digo que de este desastre salimos con once hombres y tres mujeres menos <...>. Salidos de esta confusión, media legua el río abajo se varó el dicho na­vío e tardó en adobar tres días, después de los cuales se prosigue la jornada, en la cual se tardó desde el dicho día de San Lucas hasta el día de Santo Tomás, veinte e uno de de­ciembre del dicho año que llegamos al dicho puerto de la Asunción.

Hay un texto del escueto Schmidel que merece co­mentario aparte. En el Cap. II cuenta cómo a poco de partir la Armada desde España, al hacer escala en las islas Cana­rias tiene lugar el rapto de una joven, hija de un vecino de la Palma, con una criada, sus vestidos, joyas y dinero, a quie­nes introduce clan­destinamente en el navío ya listo para par­tir su arrebatado ena­morado, Don Jorge de Mendoza, ayudado por doce (!) compañeros y la cómplice ceguera de los centine­las. En total unos quince hom­bre o más en sociedad para el robo. El proyecto sin embargo fra­casó por la aparición de un fuerte temporal -el deus ex machina- que obligó a regresar a puerto, donde estaban el padre, el go­bernador y los isleños solidarios. Hubo tiros, cañonazos, ave­rías en la nave, hasta que la furia paterna cedió ante la deci­sión de los enamorados de casarse. Eso los obligó a quedarse, y así fue como Don Jorge perdió su viaje pero ganó una esposa y posiblemente la vida.
Lo que en realidad me parece interesante en esta anécdota con final de comedia es que justamente está desta­cada por ese final inesperado más propio de la ficción lite­raria que de la realidad, y que de la naturalidad con que el cronista relata el robo de la mujer, con tantos hombres invo­lucrados, podría infe­rirse que pudieron haber ocurrido otros hechos similares, pocos o muchos, no importa, en definitiva historias cotidianas que tu­vieron los finales a los que nos tiene acostumbrados la vida de todos los días. Además leemos que subieron dos mujeres pero se cuenta que bajó una; la otra, la criada, tal vez volvió con su señora, o tal vez pre­firió, a la rutinaria seguridad de la tie­rra firme, los vai­venes del barco que la llevarían a un sueño de riquezas y aventuras.
Cuentos aparte, lo que vemos en estos ejemplos es que los cronistas no mencionan la presencia de mujeres pero la dan como implícito. El por qué de ese silencio puede expli­carse por dis­tintas razones: la minusvalía en que fueron te­nidas, el papel servil e ignominioso -en el sentido literal, `aquello que no puede nombrarse'- que les habrían asignado, los tabúes culturales instituciona­lizados en la Inquisición que sustentaron una fuerte actitud misógina, patente en el Romance de Luis de Miranda. Además existían prohi­biciones ex­presas de la Corona. En efecto, en las instrucciones imparti­das por Carlos V a Sebastián Gaboto y Diego García se de­cía: no vaya ninguna mu­jer de cualquier calidad que sea (Salas 1960, 175) y se indi­caba a los capita­nes la obligación de con­trolar concienciuda­mente tripulación y barco. En otros textos legales se autoriza su ingreso bajo ciertas condicio­nes. De hecho el mismo Adelantado trajo consigo a por lo me­nos dos criadas: Catalina Pérez y María Dávila, esta última su compa­ñera en la vida, la enfer­medad y la muerte.
No se sabe bien cuántas mujeres vinieron en la pri­mera expedición. Rómulo Zabala y Enrique de Gandía elaboraron una lista de once nombres de mujer. Torre Revello menciona cinco (1937, 40). Furlong estima que fueron ocho (Salas, 176). Enrique Larreta es más generoso: “En la expedición de Mendoza, como gran excepción, vinie­ron muchas mujeres... Algunas se embarcaron con disfraz y conser­varon siempre el traje varonil. En los momentos du­ros lleva­ban daga y estoque”(1965, 17).

La hipótesis se contradice con el sentido común pero es una conjetura que puede conciliarse con los datos de que dispo­nemos. En principio el novelista se vale de convertir en histó­rico el personaje literario de la doncella guerrera, di­fundido por la poesía popular del Renacimiento, que no debió de ser mera ficción sino, como todo mito, representativo en alguna medida de la realidad. No se trata de un hecho tan ex­traño. Hay ejemplos en todas las épocas de seres que trataron de resolver una situa­ción discriminatoria, perjudicial para su destino de personas, mimetizando en lo exterior al sexo dominante. La tradición lo cuenta de Sor Juana para entrar a la Universidad. En lo que hace a la Conquista se sabe de al­gunos casos de mujeres `travestidas' que intentaron pasar, pocos es cierto, aunque la misma naturaleza del hecho impedi­ría la revelación de la verdad, ya que a los dis­fraces co­rrespondería lógicamente la adopción de nombres mas­culinos, como se leen casi exclusivamente en las listas de embarque de esta Armada. Solo aparecen mencio­nadas Mari Sán­chez, Elvira Gutiérrez y alguna otra, como acompa­ñantes de sus maridos (Peña 1936, 20, 35). En cuanto a las `disfrazadas', es proba­ble que Larreta haya tomado en cuenta el interés que esta ex­pedición había despertado en todos los estra­tos sociales -fue de las más numerosas: catorce barcos, unos di­cen mil quinien­tos hombres, otros dos mil quinientos, entonces eran cifras altas-; y el que se incorporaran muchos jóvenes de quince y dieciséis años.  Uniendo ambos hechos, no sería extraño que el atractivo de América hubiese prendido también en mujeres, quienes pudieron haber sorteado las pro­hibiciones disimu­lando, tras los rostros lampiños y la con­textura frágil de soldados adolescentes, su verdadera natura­leza femenina. Los disfraces y los nombres falsos les habrían permitido salvar también las li­mitaciones de la sociedad de la época. Partiendo de este su­puesto, el cálculo de cuántas eran se hace imposible.
En cuanto a cómo eran, Groussac no duda en calificar­las con el eufemismo de mozas seguidoras, en cuyo caso la misma si­tuación de marginadas en la sociedad europea les hu­biera hecho más fácil el trasplante cultural. El uso en el texto que traba­jamos, del sustantivo mujeres, ha sido consi­derado frecuente­mente como una prueba en esta línea por no pocos historiadores (cf. abajo). Pero ya desde los primeros renglones, la frase oscura ciertas mujeres, de significado impre­ciso por el adjetivo cierto (del latín certus 'decidido, cierto, verdadero'), nos propone uno de los problemas no re­sueltos: cuántas y quiénes fueron las mujeres. En el uso eti­mológico podría indicar `verdaderas mujeres', aunque es más probable su uso como indefi­nido en cuanto a la cantidad o a la calidad. Este es el señalado por R. J. Cuervo para cuando el adjetivo cierto va en construcción de­lante de sustantivo (Diccionario de construcción y régimen, 1954, 1.b): `el ha­blante conoce las circunstancias del hecho y sus palabras serán alusivas para los que estén en antecedentes pero indefi­nidas o indeterminadas para los demás'. Es decir, en ese caso habría reticencia para indicar cuántas, quiénes, de qué clase u oficio fueron estas mujeres, por juzgarlo innecesa­rio o inconveniente. La reticencia puede ser eufemística, rela­cionada con valores culturales de la época. Pero podría tra­tarse simplemente de un uso del adjetivo como cuantificador existencial, exigido por la proposición relativa que sigue, en cuyo caso tendría un valor equivalente a `algunas' y fun­cionaría como elemento de cohesión gramatical, carente de al­gún tipo de connotación semántica.
Podrían haber sido, por qué no, familiares de fun­cionarios o soldados, tanto como amigas, sirvientas, acom­pañantes del Ejército. Las conquistadoras, las llama gentil­mente Enrique de Gandía (1936, Boletín..., 124). Un historia­dor del siglo XVIII, el jesuita español José de Guevara, las denomina matronas y doncellas, sustantivos que connotan la diferenciación entre casadas y solteras o madres de familia e hijas jóvenes (Guevara 1882, 57). No tenían que ser pues ne­cesariamente muje­res de vida airada y condición marginal, por lo que sería más meritoria aún su participación junto a los hombres, dejando de lado los roles convencionales. Por su­puesto que tampoco serían mojigatas ni temerosas, como in­siste en imaginarlo cierto este­reotipo femenino, sino fuertes y decididas, optimistas y lucha­doras, verdaderas "adelantadas" para su época, aunque no hubie­sen recibido ese título de parte del Emperador, como lo reci­biera Don Pedro de Mendoza. Mujeres de armas llevar -las define Salas- como Isa­bel de Guevara, la primera feminista de la re­gión.
Sus palabras son una invitación para pasar al plano indi­vidual: quiénes fueron las dos mujeres ubicadas en los extremos del mensaje, Juana de Austria e Isabel de Guevara.


3. La destinataria
Lo primero que leemos al enfrentarnos con el texto es la indicación de la destinataria: “A la muy alta y muy poderosa señora la Princesa Doña Jo­ana, gobernadora de los reinos de España”
Se trata de quien fue más conocida como Juana de Aus­tria, hija de Carlos V y de la Emperatriz Isabel, nacida el 24 de ju­nio de 1535 -el año en que partió la expedición- y fallecida en 1573. Era nieta de la famosa Juana la Loca. Importa para lo nuestro saber que trascen­dió a la historia como una mujer de clara inteligencia y gran instrucción, ade­más de una firme posición moralista e ideoló­gica, encuadrada dentro de los principios de la Contrarre­forma. Casada en 1552 con el Príncipe Don Juan de Portugal, enviudó en 1554, año en que Carlos V la llama a su lado mien­tras envía a su otro hijo, el que luego sería Felipe II, a Inglaterra, con el pro­pósito de concertar alianzas matrimo­niales entre éste y la reina María; entonces designa a Juana como "Gobernadora de Castilla y de los Reinos de Ultramar", cargo en el que se tienen datos de que actúa por lo menos hasta 1559 (es decir, durante un período en el que está  comprendida la fecha de la Carta, a pesar de la opinión de Groussac).
Para Juana el sustantivo "gobernadora" no significó `esposa del gobernador', como prescribía la antigua norma, sino lisa y llanamente `mujer que gobierna', y esa doble con­dición le habría creado a Isabel la esperanza de ser aten­dida. Además, tal vez la fama de férreo ascetismo de la prin­cesa, sumado a la ac­titud racionalista implícita en su reco­nocida vocación intelec­tual, habrían hecho pensar a Isabel que hallaría en Juana de Austria quien escuchara sus quejas, contando seguramente con que ya le habrían llegado por otro lado los informes alarmantes sobre el paraíso de Mahoma esta­blecido en Paraguay por los cris­tianos españoles.
La metáfora referida a altura (muy alta señora...), que se repite en el texto, está  marcando el rasgo principal de la relación intradiegética: los distintos niveles de je­rarquía so­cial. Juana e Isabel son las principales actantes del enunciado. Tal vez nunca como en este texto pueda de­cirse con propiedad que los actantes, más que personajes his­tóricos, son personas o personajes en cuanto representan, tienen una máscara. Juana -el poder, la justicia, tanto por su realeza como por su fama- es un personaje ausente, no lo­cuente. Isabel se dirige a su imagen virtual, confiando en ser recepcionada, para lo cual debió ser determinante la co­mún condición femenina (no se dirige al Emperador o a los Se­ñores del Consejo de Indias o a Autoridades Eclesiásticas como los otros indianos). Por otro lado como mujer de estado representaba la sociedad, última destinataria del men­saje. No sabemos si coincidieron la máscara -la narrataria- y el su­jeto histórico representado, y si este produjo actos en res­puesta al pedido: sí sabemos que se cumplió la recepción en quienes somos alocutarios no concientemente previstos, que inte­gramos esa entidad coletiva difusa llamada `sociedad'.
La Carta es el mensaje de una mujer de acción a otra mu­jer de acción. La destinataria, por su rango y entronque fami­liar representa el Estado, la Justicia por encima de in­tereses particulares, la Sociedad. Por eso podemos decir que Isabel, sin clari­dad del hecho, dirige su mensaje a la socie­dad.


4. La autora
Isabel de Guevara es casi nada más que un nombre al pie de una Carta.
Tiene existencia solo como sujeto enunciante. Es el único texto de su autoría que conocemos, y por otra parte todo lo que hasta el presente sabemos sobre su vida es lo que ella misma allí nos trasmite. Sus artículos biográficos se limitan a decir que escribió una carta y a resumir recursiva­mente la información allí trasmitida. Avalan su historicidad investigadores y críti­cos como Enrique de Gandía, Pelliza, Centurión, Blas Garay, Furlong, Salas y otros. Su corta bio­grafía figura en la Enciclopedia Espasa-Calpe, en obras gene­rales como el Índice de Conquistadores del Río de la Plata de Lafuente Machain, el Diccionario Histórico de Santillán y el Diccionario biográfico de mujeres argentinas de Lily Sosa de Newton, donde erróneamente se la hace permanecer en Buenos Aires hasta l541, cuando en rea­lidad fue de los fundadores de Asunción en 1537, según ella misma lo cuenta, y donde perma­neció por lo menos hasta 1556. El punto de partida para su biografía es único: la Carta o su reelaboración por autores como Larreta o Mujica Láinez.
Prácticamente no contamos con otra referencia o dato so­bre Isabel. Schmidel no la nombra. Ruy Díaz de Guzmán en su Historia de 1612 tampoco la menciona, pero tampoco menciona a otras mujeres, salvo aquellas que habían alcanzado ribetes de leyenda: Lucía Miranda, la Maldonada. Sí en cambio menciona a Don Car­los Guevara, Factor de S.M. -es decir, agente, funcio­nario de S.M.- entre las personas importantes que vinieron con Men­doza. Era Don Carlos un hidalgo, capitán de la Santa Cata­lina; conduciría más tarde una de las naves por el Paran  hasta Asunción, coincidente con el primer tramo que cuenta Isabel ha­ber hecho, tal vez junto a quien sería su esposo, su amante, su amo, su padre, no lo sabemos.
El nombre de Isabel no aparece mencionado explícita­mente en las "Relaciones" o listas que se labraban en los puertos de embarque, que todavía se conservan, aunque se po­dría conjeturar su inclusión bajo un nombre falso (?una de las disfrazadas de varón, según supone Larreta?), o su incor­poración clandestina como la joven canaria raptada o su criada, que cuenta Schmidel. Aunque ni sus palabras ni su ac­tuación ni su evidente autoestima son coherentes con la con­dición servil. A través de la carta se la ve más bien como una "señora", con un cierto predicamento so­bre el grupo de mujeres (de hecho, es la única que escribe y se atreve a trascender). Encontré una referencia que daría pie para sos­tener esta afirmación: en las listas de embarque transcriptas por Enrique A. Peña en 1936 podemos leer:

Domingo de Guevara... (borrado) e Don Vitor de Gue­vara, hijos de Don Carlos de Guevara e Doña Isabel de Laserna, natural de Toledo, pararon en dicha Ar­mada... (Peña 1936, 27).

La parte borrada, la ambigüedad del plural, dan pie a la conjetura. En efecto, pararon -`se detuvieron', es decir, `formaron, integraron'- concuerda sin duda con los dos jóve­nes Guevara, pero no está  claro si abarca también a Don Car­los y a Isabel, o ambos se nombran como era costumbre para informar so­bre la filiación de los primeros. Esta interpreta­ción sería la valedera si no su supiera que Don Carlos había venido, como tam­bién sus hijos; queda entonces la tal Isabel de Laserna, segura­mente alguien importante porque mantiene el apellido de familia aunque luego podría haber adoptado el de su marido -más impor­tante en América- con el que se identifi­caría cuando escribe desde Asunción, a pesar de estar casada entonces con Pedro de Esquivel. Carlos Guevara ya había sido muerto por los indios, juntamente con Ayolas, a poco de su arribo al Paraguay, al con­tinuar hacia el Norte. Si la atri­bución es correcta, entonces nuestra Isabel era toda una se­ñora. Pero aunque no lo hubiera sido, en la nueva patria pudo sentirse como tal y, lo que es más, sus años de trabajos le habrían otorgado el derecho de an­teponer a su nombre un tí­tulo de Doña que fue fruto de sus obras.
Si lo único que tenemos de ella es el texto, allí de­beremos recurrir para saber quién era. Y lo primero que en­contramos son datos de la grafía que apuntan a su procedencia andaluza *.
Isabel, como Juana, es también un personaje: ese Doña Isabel de Guevara con que cierra el texto parece más bien una máscara -como ya lo ironizara Groussac-, un nombre propio que ella misma se habría fabricado acá en América. El apellido coin­cide con el del Factor de S.M., Don Carlos Guevara -al mando de una de las naves- y de sus hijos acompañantes; el Doña, tal vez merecido fruto de sus obras, presupone negati­vamente que hubiese sido sirvienta o cuartelera, contra lo que el sentido común de muchos historiadores pensó de estas mujeres (aclara el texto además su estado de mujer casada). Tal vez fue realmente una se­ñora, como parece indicarlo la actitud de autoestima implícita en ...sin que de mí y de mis trabajos se tuviese ninguna memo­ria.
Lo único que parece pertenecerle en verdad es Isabel, nombre típico de la mujer española, aunque por la ausencia de documentación hay quienes llegaron a pensar que ni siquiera esta Isabel existió. Ya hemos visto sin embargo que la falta de men­ción de las mujeres era norma. Planteado desde el pro­blema de la verdad, podemos asegurar que contamos con un enunciado que par­tió de un emisor (femenino) hacia un virtual receptor (del mismo género), lo que en sí mismo es válido in­dependientemente de la objetividad histórica.
De todos modos, si bien no hay documentación explí­cita, no en­cuentro motivos para no pensar particularmente que a la par de la Isabel enunciante había una Isabel histórica.
Veinte años habían transcurrido desde el desembarco. Isabel era ya una mujer madura, según los valores de la época una mujer acabada, no solo por la edad sino porque la rele­vancia de las españolas en Asunción habría decrecido notable­mente  ante el sometimiento de numerosas indias jóvenes. En esa etapa de su vida y tomando las palabras de Alberdi al es­tudiar la condición de la mujer durante la colonia (cit. por Rodríguez Molas, 1982, 31), Isabel se atreve a ser algo cuando ya no es nada. ?Por qué tantos años de silencio? Quizás fueron necesarios para pres­cribir de su ánimo todo senti­miento de trasgresión a las nor­mas, que de un modo u otro lo hubo. Además había sido nombrada la Gobernadora, se abría la perspectiva de una inmigración ofi­cial de mujeres. Pero hay una razón de más peso: la condición fe­menina de la autora. Asumido profundamente el sojuzgamiento, la actitud de servi­cio, el trabajar en planos secundarios o aleja­dos, solo la experiencia de lo vivido hasta llegar a la etapa reflexiva de la madurez le habría permitido elaborar esa nueva dimen­sión de lo humano a que nos referíamos al principio, y, consecuen­temente, a pesar de mujer atreverse a alzar la voz. Necesitó tiempo para superar los márgenes estrechos impuestos a su sexo por la cultura europea -más aún la española en pleno si­glo XVI- y acceder a la toma de conciencia: primero, de la im­portancia de su participación junto con las otras mu­jeres a la par de los hombres; segundo, de su derecho a una recom­pensa per­sonal; y tercero y fundamental, de su derecho a ex­presarse, a comunicarse. Todo este proceso fue necesario para que Isabel llegara al acto de "escribir" y, aunque solo fuera por esa única vez en su vida, se apartase de la par ­bola co­mún a muchas muje­res de muchas épocas, consumada sin aventu­rarse en los espacios de lo excepcional (A. Morino, 1987, 7). Escribe para salir del oscuro destino a que la re­ducía su condición servil. Escribe re­latando su verdad y re­clamando que le paguen a ella, una mujer o -mediante una con­cesión de época- a través de un cargo impor­tante para su ma­rido por los servicios que ella había prestado. Su texto único y singular la salva del anonimato en que se en­cuentran muchas otras des­conocidas que seguramente ayudaron a mover la historia de la humanidad, y sirvió para que con justi­cia se le otorgara el título de la primera feminista del Río de la Plata.
Cuando Alberto M. Salas le reconoce ese mérito no está  forzando la historia. Si bien en Occidente el movimiento como tal se expresó con claridad en el siglo XX, la actitud feminista en sentido amplio pudo darse en cualquier época, a veces en forma clara y definida, otras vaga e imprecisa, por­que se trata de un hecho vital que en un momento dado hace eclosión en la vida de las personas. Es parte de la tendencia a la libertad y la justicia que surge aún en los sectores más oprimidos y en las épocas más esclavistas. A veces este ín­timo anhelo muere poco a poco en el ser humano, otras crece a contracorriente y trata de romper las barreras que lo contie­nen, porque responde a un ins­tinto de vida.
El feminismo de Isabel no llegó a ninguno de los ex­tremos ni tampoco consistió en tratar de repetir lo que fue el conquis­tador español. Siempre ateniéndonos a la Carta, no vemos en las mujeres la actitud dominadora,  vida de rique­zas, de aquél, que se convirtió en funesta sensación de de­rrota ante el fracaso. Por el contrario muestra una actitud comprensiva y tolerante, solidaria con el que sufre y, cum­pliendo aquello de que "obras son amores", luchadora y labo­riosa. Es también evidente su acep­tación incuestionada de la realidad, seguida de una adaptación inmediata a las circuns­tancias, actitud muy propia de la menta­lidad femenina que subyace en su especial dominio del arte de la supervivencia, puesto acá de manifiesto.
Dos detalles quiero aún señalar del texto: uno es que la única vez que cuenta Isabel que las mujeres manejaron ar­mas -versos y ba­llestas- fue en situación de defensa, cuando los indios ataca­ban, durante el sitio de Buenos Aires; el otro es que, ya en Asunción, ellas debieron acometer la tarea de labrar una tierra fértil pero salvaje, hasta que los hom­bres se re­pusieran y seño­rearan la tierra, poniendo a traba­jar a los indios... Este con­traste de actitudes que Isabel narra con naturalidad, como cosa aceptada, es lo que diferen­ció a hom­bres y mujeres. No se trata de superioridad espiri­tual de un sexo sobre otro: el someti­miento tradicional de la mujer la preservó de caer en los erro­res del poder. Es cierto que en sus aspiraciones finales no cuestionó los privilegios de la raza blanca, partícipe de una discriminación que la época consideraba legítima. De todos mo­dos, dentro de estos condi­cionamientos de época que construyen por otro lado el sentido de la conquista, al cual Isabel no fue ajena, su per­cepción de cierto orden justo y su actuar la mues­tran vincu­lada con un concepto avanzado del feminismo, aquel que según Theodore Roszak intenta dignificar los elementos reprimi­dos de la per­sonalidad humana por haber sido etiquetados como "femeninos": la pasividad, las cualidades maternales, no explo­tadoras, blandas, no agresivas, no violentas, las acti­tudes ama­bles y respetuosas ante la naturaleza, que existen tanto en hom­bres como en mujeres.


5. Las marcas del lenguaje

Una aproximación más analítica al discurso nos permi­tir  visualizar mejor el sujeto histórico femenino. Al abor­dar el contenido se siente la tentación de re­contar lo ya contado por Isabel, pero es innecesario porque el texto habla por sí solo. Se pueden distinguir en él dos partes: la pri­mera, más extensa, es narrativa y se refiere a la partici­pación del grupo femenino a partir de la terrible hambruna en Buenos Aires a poco de creada la población, y la huida por el Paran  hasta arribar a Asunción; nos referiremos a esta parte cada vez que hablemos del `relato'. La segunda consiste en el párrafo final; es apelativa, contiene su re­clamo.
No hay introducción al relato, no hay casi referen­cias geográficas o cronológicas. Es la versión de algo que ya está  relatado, más aún, que es `cosa juzgada', caso cerrado: los he­chos del relato van de 1536, fundación del puerto de Buenos Aires, hasta aproximadamente 1538, las primeras cose­chas en Asunción, y ella escribe unos veinte años después. Seguramente lo que cuenta no era desconocido pero hay una in­tención de ex­plicitar lo que una t cita complicidad cultural mantenía ca­llado. Lo cuenta desde un punto de vista femenino de la época, del punto de vista de quien va siguiendo la tra­yectoria del grupo humano sin preguntarse hacia dónde, cómo, por qué. No hay cuestionamiento de los he­chos ni de las decisio­nes tomadas; sin embargo, otros contem­poráneos habían enjuiciado la expedición de Mendoza, basta con recordar el Informe de Acosta, el Juicio de Osorio, el Romance de Luis de Miranda. En la Carta hay una aceptación coincidente con el rol asignado a su sexo.
Unos pocos indicios permiten armar el hilo conductor del relato, cuyo cuerpo principal lo ocupa la recordación de las ta­reas que ellas y sus compañeras acometieron en tres si­tuaciones: el sitio de Buenos Aires (1er. párrafo), el primer tramo de na­vegación por el río Paran  hasta el Carcarañá (2do. párrafo), el segundo tramo hasta Asunción y final asen­tamiento (3er. párrafo). 
Tomando como base la tipología de los enunciados na­rrativos que propone Kerbrat-Orecchioni, el texto pertenece al tipo de discurso escrito de comunicación unilateral y res­puesta diferida. El primer receptor es la misma Isabel -supo­niendo que ella hubiera realizado el trabajo escritural efec­tivo- y/o algún escribiente, en ambos casos con un posible efecto mesurador. En parte corresponde al tipo "memoria", pues hay un desfasaje entre la cronología de la codificación -precisada al pie: 2 de julio de 1556- y la de los hechos na­rrados, indicada por la referencia a hechos conocidos. Al fi­nal se produce un salto al presente, dejando en el medio un espacio temporal vacío que resulta signi­ficativo.
El sentido global puede articularse en dos momentos. En el primero, que abarca la parte más extensa del texto, predomina el contenido proposicional o informacional, en el que se hace explícito lo que en los textos contemporáneos subyace como im­plícito: la presencia de mujeres en la Armada. Esto se informa ya al comienzo y casi sin introducción: "A esta provincia del Río de la Plata, con el primer go­bernador de ella, Don Pedro de Mendoza, habemos venido cier­tas muje­res".
Una presencia en este caso y dadas las circunstancias históricas que se predica como activa, decisiva, imprescindi­ble para la supervivencia: "si no fuera por ellas, todos fue­ran acabados".
Recordar las acciones del grupo femenino -al que se­ñala pertenecer- constituye el argumento en el que se apoya para re­clamar una recompensa, que es el tema de la segunda parte. La articulación está  expresamente indicada: "He que­rido escribir esto para..."
Así la primera parte sustenta, justifica la segunda, que solo pudo concebir mentalmente en ese momento por un cam­bio en el contexto extraverbal, como veremos después. Pero podemos pen­sar también que es el acto de pedir el que justi­fica la narra­ción informativa: Isabel se atreve a salir del anonimato a que la somete su condición de mujer y se da dere­cho a sí misma a re­latar la verdad -su verdad-, a descubrir lo oculto, a decir lo que nadie había dicho; es la posibili­dad de esgrimirlo como ar­gumento lo que le da permiso a ac­tualizar el relato. En realidad debemos reconocer una doble actitud pragmática: conseguir bene­ficios materiales -reclama tierras, indios- y modificar el con­texto cultural mediante el reconocimiento del título de conquis­tadoras con que la poste­ridad salvó la omisión de sus contempo­ráneos.
La primera parte presupone la existencia de otros in­formes ya elevados a la Corona o que oportunamente se eleva­rían, lo que la decide a economizar: Esta relación bien creo que la escribir n a V.A. más largamente y por eso cesaré. En efecto, omite datos y hechos particulares, su narración es generaliza­dora, en parte por una norma de pertinenecia o tal vez porque, aunque la carta sola exterioriza un enfrenta­miento polémico, en cierto momento calla, como acatando una norma de cortesía o de urbanidad. Aunque quizás ese rasgo de imprecisión que observamos está  determinado fundamentalmente por su perspectiva de mujer-sirvienta, que actúa en función de otros pero que no decide ni registra (cf. ut supra, compa­ración con carta de Francisco Galán, 1545, 235).
La carta de Isabel surge para llenar un vacío, una ausen­cia. Ella cuenta lo que nadie había dicho (ley de infor­matividad): el papel de las mujeres. El mayor cuerpo del re­lato consiste en enumerar todas las tareas realizadas en tanto les asigna relevancia (ley de exhaustividad), al menos todas las que surgen del enunciado: no aparecen acá actuando en el rol de ena­moradas (eufemismo de la época), sino reali­zando tareas de ser­vicios. Y acá está  lo nuevo, lo impensable para los c nones de la época: la valorización del trabajo fe­menino.
Pero siguiendo con las leyes del discurso llegamos al punto más discutido: ?se cumple la ley de sinceridad? Las du­das sobre la veracidad de las referencias históricas van ha­cia afir­maciones absolutas del tipo de en ellas estaba la vida de ellos, que plantean en primer lugar la cantidad de mujeres-soldados que debieron integrar la Armada para que pu­dieran haber cumplido un rol tan fundamental. Enrique Larreta le da pleno crédito, afir­mando que vinieron muchas mujeres, pero la mayoría solo cuentan unas diez en total. Aunque la constatación es imposible, de to­dos modos,  y además de reco­nocer la fuerte carga subjetiva del enunciado, el sentido de la proposición puede considerarse ver­dadero desde una pers­pectiva particular, de alcance limitado, sobre todo teniendo en cuenta que las dudas se originan más bien en la vacuidad de los significantes ellas y ellos. Apuntan ana­fóricamente a las mujeres y los hombres, mencionados en ese or­den en forma genérica, omitiendo informar si se refería a los soldados o tan solo a algunos, a los que ellas servían, los ca­pitanes, determinaciones no registradas, como si fuesen no pertinen­tes. Pero el sentido fundamental es la toma de concien­cia, el haber accedido a pensar su papel como protagónico.
Es cierto que los indianos gozaron de cierta im­punidad también en los relatos: la fabulación entraba den­tro de su modo de contar. Al analizar este rasgo T. Todorov da prioridad a la recepción: “Un hecho pudo no haber ocurrido, contrariamente a lo que afirma un cronista determinado. Pero el que éste haya po­dido afirmarlo, que haya podido contar con que sería aceptado por el público contemporáneo, es algo por lo me­nos tan revelador como la simple ocurrencia de un aconte­cimiento, la cual, des­pués de todo, tiene que ver con la casualidad. La recepción de los enunciados es más revela­dora, para la historia de las ideologías, que su produc­ción, y cuando un autor se equivoca o miente, su texto no es menos significativo que cuando dice la verdad: lo im­portante es que la recepción del texto sea posible para los contemporáneos, o que así lo haya creído su produc­tor. Desde este punto de vista, el concepto de `falso' no es pertinente”. (T. Todorov, 1987, 60)

Claro que el asunto tiene varias vueltas: Isabel re­vela una verdad que había sido falseada por omisión (los re­latos an­teriores a ella), omitiendo al mismo tiempo datos (lo que para algunos vale como falso para su discurso) pero con­tando con la posibilidad de recepción y alentando la espe­ranza de una res­puesta extraverbal que la beneficiaría con justicia (búsqueda de efecto perlocutorio estimulada por las nuevas circunstancias).

La carta en sí misma evidencia un proceso de autova­loración de la enunciadora, tal vez como resultado de madu­rez, experiencia, trabajos. Es significativa la forma en que se in­troduce en el relato. Comienza con la mención del lugar, en el que se afirma mediante la abundancia de deícticos: A esta pro­vincia..., luego dirá esta ciudad, esta tierra, que se oponen al allá Vuestra Alteza, marcando la distancia geo­gráfica que es la que permite en la Conquista un reacomoda­miento de los roles so­ciales y relativiza la efectividad del poder. Luego marca el tiempo, no a través de la mención de fechas -la única que se da es la del presente, supuestamente el T(o) de la carta. La re­ferencia cronológica se da solo por la mención del personaje histórico de prestigio: con el Pri­mer Gobernador de ella, Don Pedro de Mendoza; en relación con este, luego se opondrá los an­tiguos a los modernos. es como si no existiera el tiempo sino los hombres, a los cuales se subordinó hasta el T(o). La expre­sión deja implícita la idea de que hubo luego otros gobernado­res, ya sabemos, no siempre legítimos, constantes intrigas, con­flictos de poder.
La circunstancia tiempo-espacio es lo conocido. Sigue el elemento nuevo, informativo: habemos venido ciertas muje­res, en­tre las cuales ha querido mi ventura que fuese yo la una. Es destacable la perífrasis próxima a fórmula retórica, reforzada por el habemos venido arcaizante, con que se men­ciona a sí misma, que tiende a enfatizar la Primera Persona Singular, por lo demás explícita. 
En lo referente al léxico, atenderemos especialmente al uso de dos sustantivos que definen a nuestro personaje: mujeres y trabajos.

Mujeres es el único sustantivo con que nombra al grupo femenino. El uso de este término `neutro', cuyo princi­pal rasgo semántico tiene que ver con lo biológico, ha hecho pensar a la mayoría de los his­toriadores que se trataba de prostitutas. Pero encontramos que el sustantivo denota clara­mente `sexo femenino' y también desde muy antiguo el estado civil de `ca­sada'-rasgo cultural o social-, sin connotaciones axiológicas según Corominas. No com­parte los valores de man­ceba (cf. cap. 2). La única razón por la que puede pensarse que mujer se usa en la carta en el sen­tido de `prostituta', como lo han querido ver algunos historia­dores, es porque in­cluye el rasgo semántico mencionado * , lo cual apunta­ría más bien a una lectura ideológica del analista. En reali­dad, si lo eran o no incumbe a lo extra­textual, aunque es im­pensable que Isabel se mencionara a sí misma y al grupo feme­nino con un término desvalorizante y socialmente no aceptado. Los tra­bajos que ella menciona, y por los que reclama una paga, no incluyen el tipo de servicios en los cuales se piensa.
Por otra parte y ateniéndonos a los usos del lenguaje que hemos podido constatar en nuestro material, encontramos que en testimonios la­brados en Asunción a mediados del siglo XVI se distinguen justamente mu­jeres, por `casadas', del eu­femismo enamoradas (De Gandía, 1936, 23, 109). De todos modos es necesario señalar la gran imprecisión en el uso. En Carta de Alonso Agudo de 1545, se dice que los conquistadores se pro­curaban mujeres indias para servicio, y los indios se las daban por mujeres, a las que recibían llamándolas mujeres y usaban de ellas como si fuesen sus propias mujeres (De Gandía, 1936, Doc III, 91). Cf. más adelante, el estudio lexicológico en la cons­trucción del sentido de la conquista (Cap. 4).
Lo que sí el uso implicaba, por nega­ción, la ausencia de jerarquía social: no son damas ni seño­ras, ni es­posas, pero tampoco mancebas ni mozas. Usó un tér­mino neutro. Una explicación banalizadora de esta elección sería que Isabel se propone ignorar jerarquías porque no las habría, de donde se ratificaría para algunos el que todas hubieran sido cuartele­ras o al menos de baja extrac­ción. Pero tam­bién podemos pen­sar que la elección del tér­mino surge de una actitud vital, que deja de lado diferencias co­yunturales, ya que las conti­nuas situaciones límites vividas habrían tenido un efecto igualitario sobre señoras y siervas. O también por un interés en contrastar la conducta de las mu­jeres con la de los hom­bres (en ellos tampoco marca diferen­cias jerár­quicas), quie­nes por otro lado eran los únicos que detentaban dere­chos, en tanto a ellas la condición femenina les daba solo obligacio­nes.  
Parece claro que la elección del sustantivo obedece a es­ta intención diferenciadora. En efecto, el relato apunta a señalar la conducta luchadora de éstas en contraste con los hombres iná­nimes, enfermos, ganados por un designio funesto. Ellas entonces acometieron las tareas tradicionalmente mascu­linas sin ayuda de nadie, sin desatender la comida y el cui­dado de heridos y mori­bundos. Por ser único sustantivo refe­rente, produce un efecto igualador de posibles diferencias socioculturales si las hubo, que en las continuas situaciones límite vividas habrían perdido toda vigencia. El sustantivo aparece cargado con distintos sub­jetivemas adjetivos de in­tensidad creciente, que cumplen una función conativa sobre el destinatario: son ciertas mujeres que no sabían lo que les esperaba, pobres mujeres durante el sitio, fatigadas mujeres en la navegación, desdichadas mujeres en el último tramo.

Ellas, no los hombres, aparecen como sujetos acti­vos de los trabajos, sustantivo con el que engloba las tareas fí­sicas relacionándolas con esfuerzos, sufrimientos (valor etimoló­gico), preocupaciones. La enumeración de todas las ta­reas, tanto  las `mujeriles' como las otras, se abre arriba con to­dos los trabajos cargaban de las pobres mujeres, y se cierra al final con que mis trabajos quedasen tan olvidados; por to­dos ellos, sin marcar las diferencias, pide su recom­pensa, en lo que podemos leer ya un atisbo del concepto de `trabajo' como valor de cambio.

Este es el otro término que quiero destacar. Los tra­bajos, además de la acepción antigua de `dificultad, impedi­mento', `pena, molestia' (M. Alonso) y luego en el Si­glo de Oro `sufrimiento, dolor, pena' (uso clásico), dentro de su campo semántico podía abarcar la acepción más concreta de `tarea o labor', en tanto provoca padecimientos, que es la que prevale­ció en el significado actual de la palabra. Esta es la acepción que aparece en el texto y no el de simple su­frimiento mo­ral, tal como se entiende en la cita de arriba, que continúa: lavarles las ropas como en curarles, ...alimpiarlos, hacer cen­tinela... etc. En cuanto a que in­corpora el significado de `valor de cambio', pensado tanto para las tareas extraordina­rias como para aquellas que `corresponden' a la mujer y que allí aparecen mencionadas al igual que las primeras, nuestra interpretación tal vez va más allá de la intención de la autora al menos a nivel conciente, teniendo en cuenta la época, pero procede simple­mente de una inferencia lógica. Lo que reclama es una recompensa por haber participado en la conquista, mientras que dice haber actuado por caridad. De todos modos ambas actitudes se superponen y el resultado se anticipa a los reclamos feministas.

La referencia a sí misma se realiza mediante los deícticos de persona y el sustantivo con el que se identi­fica: mujer, analizado arriba. El yo la una, que aparece fo­calizado al final, lo pre­senta en la fórmula como resultado de un hecho aleatorio -tal vez feliz, por la connotación que entonces tenía el sus­tantivo ventura, lo que está dicho más bien en función de la o los des­tinatarios, o es la voz del enunciante destinatario. Acá una no es indefinido, por la pre­sencia del artículo de­terminante, puede tener valor cardinal u ordinal (?la pri­mera?).
Es la única vez que aparece yo en lo narrado. Luego uti­liza el plural, que la presenta como representante y voz del grupo femenino. Solo en dos casos el plural incluye con certeza al grupo en su conjunto, en lo demás hay una clara diferenciación entre hom­bres y mujeres que tiñe el lenguaje. Cuando usa el plural, en algunos casos se refiere a los hom­bres, exclusivo sujeto de ver­bos como determinar o señorear, otras veces se refiere a muje­res, exclusivo sujeto del verbo servir.
Pero lo más llamativo es la enálage[2] de persona, es decir, la aparente incoherencia de persona gramatical. Vea­mos: para de­signar al grupo, más frecuente que la Primera Persona Plural aparece la Tercera, que también usa para de­signar a los hombres, o con menos frecuencia al grupo humano en general. Esto sobre todo cuando se refiere a los trabajos, a pesar de que la Carta la presenta a ella participando acti­vamente:

las fatigadas mujeres los curaban y los miraban y les guisa­ban..., pasaron tanto trabajo las desdichadas muje­res..., los servicios del navío los tomaban ellas tan a pechos..., las mujeres volviesen de nuevo a sus traba­jos..., a estas cosas ellas no eran apremiadas...

De algunos de estos verbos dependen formas no conju­gadas que enumeran tareas: alimpiarlos, hacer centinela, ar­mar las ba­llestas..., trayendo la leña a cuestas, animándo­los, sirviendo de marear la vela y gobernar el navío y sondar la proa y tomar el remo..., etc. etc.  
Uno se pregunta si este uso es producto de una prosa desaliñada, imper­fecta, o si tiene otras razones. En el re­lato nos encontramos con la siguiente distribución:
1. usa solo una vez la 1ra. persona referida al hablante, con verbo de estado o pertenencia: ha querido mi ven­tura que fuese yo la una;
2. para referirse al grupo de mujeres:
-1ra. persona plural ( en un solo caso con verbos de ac­ción): las mujeres nos sustentamos con poca comida;
-3ra. persona plural, generalmente con verbos de ac­ción: todos los servicios del navío los tomaban ellas tan a pe­chos;
3. para referirse al grupo de hombres usa la 3ra. plural, la mayoría en frases que indican `estado', en dos ca­sos `toma de decisión, orden': vinieron los hombres en tanta flaqueza..., determinaron subir el río...
4. para referirse al conjunto de hombres y mujeres usa una vez loa 1ra. plural y dos veces la 3ra. plural (en un caso la referencia no es clara): y como llegamos a una generación de indios...

La mayor frecuencia se da en la 3ra. plural referida a los hombres con verbos que indican `estado' o `toma de de­cisiones', y la 3ra. plural referida a mujeres con verbos de `acción', entre estos los que se refieren a tareas específi­camente `masculinas'. La variación señalada presenta una apa­rente anomalía, ya que si ella integraba el grupo sería espe­rable el `nosotras'. Pero como el objetivo es señalar dife­rencias de conductas, lógicamente corresponde establecer la co­herencia contrastiva entre conjuntos del mismo orden, lo que fundamenta formalmente la preferencia de ellas frente a ellos. La oposición entre hombres y mujeres se ve clara en el primer párrafo:

la armada llegase... con 1.500 hombres y les faltase el bas­timento..., murieran los mil... vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban de las pobres muje­res...*

La 3ra. plural aparece, en ellas, ligada a verbos que in­dican acción, entre estos los que se refieren a tareas es­pecíficamente masculinas. La preferencia de ellas podría ex­plicarse por la valoración negativa de las tareas manuales en la época -ya en las Coplas se oponen "los que viven de sus manos / y los ricos"-, que llegaba tanto a amos como a sir­vientes, pero también reforzaría la idea de un papel direc­triz, de señora o de líder para Isabel, quien se designa al principio como la una -con valor de numeral cardinal o tal vez de `la una', `la única', `la primera'. A este efecto con­curren otros elemen­tos de la Carta para apoyar que ella era una señora: la parque­dad digna con que relata los hechos, el que reclame no solo por sus trabajos sino también por quién era, las posibles alusiones a un conocimiento ante­rior por parte de su destinataria, Juana de Austria, hacen pensar que pudo tratarse de una mujer impor­tante socialmente. Si la Ar­mada de Mendoza se distinguió por­que traía genti­leshombres, mayorazgos y no pocos dones y seño­res, nos es lí­cito pregun­tarnos por qué no podría incluir tam­bién señoras o doñas. En el ensayo de T. Piossex Prebisch (La Nación, fe­brero 1989) se dan abundantes datos de que en otras expedi­ciones las hubo.
Hay una razón más que desde un nivel profundo incide en la elección de la 3ra. persona: el efecto de distancia­miento que le es inherente. No solo entre el yo líder y el conjunto sino tam­bién entre hombres y mujeres, por una nece­sidad diferenciadora, que exige establecer el contraste entre `ellos' y `ellas' (conjuntos del mismo orden). Pero teniendo en cuenta que la enálage se produce sobre todo con verbos que indican `acción', especialmente los referidos a tareas tradi­cionalmente masculinas, como son las militares y de navega­ción, su empleo parece responder a una expresión inconsciente de dis­tanciamiento, una sensación de extraña­miento, cuando en otro tiempo y otro lugar `ellas' habían reali­zado tareas ma­nuales, impropias de su sexo, e incluso impropias de la con­dición de señora, y al verse a sí mismas en roles totalmente distintos a los pensa­dos para su sexo.
Que Isabel participó de esas tareas masculinas es una verdad que se desprende del texto, independientemente de si existió el hecho histórico o no; esto implicaría el uso del no­sotras, pero en el relato de los recuerdos, veinte años atrás, se produce el extrañamiento que impone el ellas. La participa­ción de la autora queda sobrentendida por el re­clamo, que se funda justamente en mis trabajos, injustamente olvidados, por lo que se siente merecedora de alguna paga. Reaparece allí la pri­mera singular, en el último párrafo, donde el tema no es el re­cuerdo sino el reclamo, la apela­ción, y el tiempo es el pre­sente.

Los hechos están narrados en un tipo de enunciación aser­tiva, reforzada a veces por los adverbios de valor afir­mativo: Bien creo..., bien creerá  V.A., o por las referencias a otras fuentes de conocimiento: traer a la memoria..., como allá V.A. sabrá... Ciertas expresiones dan a entender el pre­supuesto de un concepto del ser humano masculino vinculado a ideas de fuerza, resistencia, valentía: palabras varoniles (las que les decían ellas para animarlos), para los hombres eran los trabajos, si no fuera por la honra de los hombres muchas más cosas escribiera con verdad: acá hace presuponer que lo que calla es similar a lo que acaba de relatar, tiene el mismo valor axiológico, por lo tanto la idea de `deshonroso, vergonzante' que expresa la primera cláusula vale también para lo relatado aunque no esté expresamente dicho. Así contrapone la flaqueza (debilidad) reiteradamente observada en la conducta de los hom­bres (explícito) con la valentía y fuerza que les correspondería como atributo inhe­rente (implícito). Del relato se puede des­prender un sobren­tendido: `los hombres no se portaron como hom­bres'. Y a con­tinuación un segundo: `las mujeres se porta­ron como hombres'. Lo que no obstó para que tiempo después, cuando aquéllos se repusieron, señorearan la tierra, es de­cir, tomaran posesión de ella y dominaran a los indios.

Hemos traspasado continuamente los límites entre texto y contexto. Es que la carta de Isabel, en cuanto hecho lingüístico, impone el marco de situación que le da origen y nos hace adentrar aún más en el mismo. Nos preguntamos por ejemplo cómo hicie­ron las mujeres para sobrevivir en seme­jante situación límite y encima apoyar a los hombres. Isabel misma da una res­puesta: que les bastaba con una menor can­tidad de alimen­tos. Pero podemos encontrar otras, no todas dichas: primero, que justamente tenían a su cargo una tarea clave para la recuperación de energías, la cocina. Según cuenta, ellas habían sabido amañarse para hacer tolera­ble a los organismos anoréxicos de los hombres una ali­mentación misé­rrima, desprovista de un ingrediente fundamen­tal en la mesa europea: el pan, y ade­más para no caer ellas mismas en una fatal desnutrición.
Sin duda que hay otras razones, que ella misma da. Habla de que la situación estresante que todos vivían obraba como es­tímulo para sacar fuerzas de flaqueza. La razón de por qué esto solo se daba en las mujeres podría encontrarse en lo que dice de una acti­tud maternal -muchos soldados eran ado­lescentes-, un sentimiento de compasión y solidaridad, un sano sentido de emulación de unas con otras. Además ellas ha­bían venido a servir, ellos a mandar, eso se lee en el re­lato. Pero aparte de los roles asignados, el trabajo social­mente importante exigía nuevas destrezas que les permitían superar el lugar oscuro y postergado a que la sociedad las había re­legado. No es necesario hacer un gran esfuerzo para imaginar con qué sa­tisfacción habrían dejado -al menos tempora­riamente- el la­vado de platos y calzas u otras rutinas para tre­parse a un mástil, juguetear con el timón, cargar una ba­llesta o mirar cuánto se hundía la sonda en las aguas del río.
Quedar n pendientes otros aspectos del enunciado, pero antes de terminar quiero referirme a un hecho significa­tivo: que esta carta sea única de su autora y única en su tipo, al menos según lo que sabemos hasta hoy, a pesar de que hubo un fluir más o menos constante de mujeres hacia América. Es fácil encontrar razones. En primer lugar, el contexto cul­tural e ideológico in­ternalizado como competencia en el su­jeto enunciante lo autorre­legaba al anonimato de puertas adentro. Los `actantes' de la Conquista, en cuanto eufemismo por `la guerra'(Todorov, 59), son hombres; los rasgos funda­mentales de esta guerra: violencia, so­metimiento, impunidad, saqueo, determinaban el predominio de la fuerza física. El móvil de los españoles en estas tierras, en los primeros veinte años, fue el de hacer entradas tendientes a descubrir, para luego despojar, el cerro de la plata. Acá no convenían las mujeres.
Dentro de ese marco un hecho histórico actúa como ca­talizador de cambio: el descubrimiento de Potosí en jurisdic­ción del Perú, en l548, los hace abandonar la quimera de la plata y el oro para pensar la conquista en empresa coloniza­dora con miras a la explotación agropecuaria de la tierra, transforma­ción que sustenta las leyes de Irala en 1556. Me­diante ellas se consolida el reparto de tierras y el de unos cien mil in­dios entre unos trescientos españoles (Rodríguez Molas, 1985, 51). A diferencia de la etapa anterior, en ésta la condición de mujer no era obs­táculo real para administrar un solar (treinta años más tarde Garay daría títulos de pro­piedad a una mujer); pero Isabel, ca­sada con Pedro de Esqui­vel -un soldado que había tomado partido en contra de Irala y además era de los modernos, los nuevos, con menores derechos- está  entre quienes nada reciben, lo que enton­ces moviliza sus re­clamos. En esta nueva circunstancia es enton­ces la posibili­dad de un resarcimiento, sumado a una lenta toma de concien­cia, lo que conduce al acto ilocutorio.
Es tal vez la misma finalidad pragmática la que la silen­cia. Isabel relata sus recuerdos en función del pedido expresa­mente  formulado. Es innegable que al ponerse en igualdad de de­rechos con los conquistadores hombres  supera su propia compe­tencia cultural, o al menos avanza sobre la ideología de la época. Pero aparentemente su intento reivin­dicatorio se agotó en la carta. No sabemos qué siguió al men­saje: si obtuvo una respuesta fáctica o verbal, o si no tuvo ninguna, o si ni siquiera fue leída por la Princesa Goberna­dora. Por ahora esta historia no tiene `próximo capí­tulo'.
La carta perpetuó un momento singular. El vacío de len­guaje del antes  y el después, así como el vacío de memo­ria (en la carta) que va de 1538 a 1556, dicen del regreso de la mujer al trabajo socialmente intrascendente, a una forma de participa­ción mediatizada dentro del grupo humano.

© Gladys Lopreto
Facultad de Humanidad y Ciencias de la Educación
Universidad Nacional de La Plata
1989

“Todo es Historia” - n. 285, director Félix Luna: 


Nota final: registro de frases verbales usadas en el texto en relación con las personas gramaticales

1. YO: 1ra. persona singular
Se nombra en relación a circunstancias personales: su si­tuación en la Conquista, su arribo, estado civil, hecho de escribir, dar testi­monio, reclamos. Los trabajos a los que hace referencia los engloba como mis trabajos.

2. NOSOTRAS: 1ra. persona plural
Verbos: habíamos venido, nos sustentamos, no habíamos caído en tanta flaqueza, llegamos, los servíamos.

3. 3ra. pers. sing. con sentido colectivo femenino: NOSOT­RAS
Verbos: Se tenía por afrentada la que hacía menos..., ser­viendo de marear la vela, sondar de proa, gobernar el navío, tomar el remo..., esgotar el navío, poniendo por delante que para los hombres eran los trabajos...

4. ELLAS = NOSOTRAS (3ra. persona femenino plural)
los trabajos (Sujeto) cargaban (=estaban a  cargo) de las po­bres mu­jeres: lavarles ropa, curarles, hacerles de co­mer, alimpiarlos, ha­cer centinela, rondar los fuegos, ar­mar las ballestas, acometer a poner fuego a los versos, a levantar a los soldados, dar arma por el campo a voces, sargenteando, poniendo en orden...
los curaban, los miraban, les guisaban... trayendo leña, ani­mándolos, metiéndolos a cuestas...
llegaron a Asunción..., volvieron a sus trabajos: ha­ciendo rozas, rozando, carpiendo, sembrando, recogiendo el basti­mento...
Frases que resumen: las mujeres en todo esto tuvieron so­licitud..., si no fuera por ellas..., pasaron traba­jos..., tomaban los servicios tan a pechos..., no lo ha­cían por obli­gación..., no las obligaba sino la cari­dad...

5. ELLOS = LOS HOMBRES (3ra. persona masculino plural)
1. con verbos de `estado': les faltase el bastimento, mu­rieran, vi­nieron en flaqueza, estaban flacos, pocos que­daron vivos, morir, te­nían poca comida, fueron acabados, estaban para combatir..., les diese en rostro el pescado porque lo comían sin pan...
   2. con verbos de acción o mando: determinaron subir..., gua­recieron de sus flaquezas..., comenzaron a señorear e al­querir indios e in­dias...

6. COLECTIVO HOMBRES Y MUJERES (1ra. y 3ra. plural)
llegamos a una generación, llegaron a Asunción.

7. TERCERA = IMPERSONAL, NEUTRO, PASIVA
La Armada llegase..., la tierra se repartió..., me deja­ron de fuera...



[1] Edición crítica de Gladys Lopreto,. Fac. de Humanidades y Ciencias de la Educación, UNLP. Los datos completos aparecen en el libro, así como de los otros docuementos citados.
[2] Cambio en la concordancia teniendo en cuenta el referente.