la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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María Elena Walsh: cuentos y canciones infantiles



BISA VUELA 

Había una vez una ancianita con más años que hojas tiene un ombú. Alta y flaca y memoriosa y sabia.

Y había una vez un pueblo grande como dos sábanas cosidas al medio por las vías del ferrocarril. 
Y había en el pueblo varias familias con muchos chicos. 
Y había trenes que pasaban de largo, llenos de vacas y sin pasajeros.
La ancianita vivía sola en lo alto de un mangrullo. Guardaba cachivaches en un baúl de su antepasado el Conquistador. Y su grillo Pachimú se guardaba él solo dentro de una caja de fósforos.

Un buen día, los niños, reunidos en asamblea en el galpón del ferrocarril bajo las alas de un viejo avión herrumbrado, decidieron adoptar a la anciana como bisabuela de todos y llamarla Bisa. 
Y desde entonces vivieron felices, jugando con Bisa a la rayuela y al ajedrez.
Salían todos a pasear, algunos en bicicleta, otros en caballo de palo y alguno en un cajón tirado por un carnero.
Pescaban renacuajos para investigarlos y cultivaban enormes calabazas anaranjadas.

Bisa, en sus tiempos, había sido aviadora. Y el viejo avión era su famoso “Águila de Oro”.
La campeona de vuelo estaba jubilada –decía- desde que sus ojos se debilitaron y un mal día al aterrizar había atropellado a una pobre perdiz viuda.
Entre todos se pusieron a limpiar y aceitar el aeroplano, con la esperanza de volar algún día y llegar, por lo menos, hasta la orilla del mar.
¡Y ese día estaba cerca!
Porque ya las hélices rugían como dos leones tartamudos, comandados por la famosa aviadora.
Bisa abrió un baúl, sacó su viejo uniforme arrugado y se lo probó frente al espejo.

-No es tan distinto del uniforme de los astronautas, ¿verdad, Pachimú?

Pero el grillo, por ser tan pequeño, no sabía nada de astronautas.
Bisa se encasquetó la gorra y se puso unas antiparras que nunca había usado: eran un trofeo regalo de su madrina después de su último vuelo ¡tantos miles de días atrás!

-Estos anteojos se han vuelto locos -dijo Bisa. Y miró a Pachimú, y en su lugar vio un gato con cola de pavo real.

-Estás muy raro. ¿Qué te pasa, Pachimú?

Pero Pachimú, por ser tan pequeño, no sabía nada de rarezas.

Bajó de su casa y con el grillo en su caja dentro de uno de sus 54 bolsillos llenos de herramientas, corrió a contarles a sus bisnietos la novedad.
Los niños, por riguroso turno, se probaron las gafas y no vieron nada, sólo las encontraron asquerosamente sucias y empañadas.

-Estoy segura de que con estos anteojos maravillosos pondré en marcha el motor -dijo Bisa.

Los chicos abrieron los portones, Bisa trepó a la diminuta cabina, movió manivelas y palancas y… brrrrummmm… cruzó las vías y remontó vuelo.
Los bisnietos la siguieron un poco a la carrera, después se taparon los ojos temiendo lo peor.
Seguramente ustedes también tiemblan de espanto pensando que se va a estrellar contra el más alto de los eucaliptos.
Pero no, Bisa vuela, feliz. Mira hacia abajo y ya no ve a sus bisnietos ni el ocre de los monótonos campos.
Ve toda la ciudad de Nueva York, ve una carroza tirada por mariposas gigantes, ve las pirámides mexicanas, ve un cohete espacial que pasa cerca, y allá lejos ve algunas torres de la ciudad de Bagdad.
Como le quedaba escaso combustible, al divisar una calle ancha y poco transitada, decidió aterrizar. ¿Dónde estaría? ¡Buena pregunta para Pachimú!
Bisa se levantó las gafas y vio que los niños de un pueblo extraño se acercaban a recibirla, con sonrisas, besos, abrazos y un ramillete de margaritas.
Pero ¡ay!, hablaban en otra lengua, sólo entendieron el idioma de los cariños. Entonces Pachimú se puso a cantar, y a él sí lo entendieron, porque los grillos cantan en un idioma universal.
Salió de su caja y del bolsillo y desde el ala del avión trabajó de traductor.
Los chicos de ese pueblo también decidieron adoptar a Bisa como bisabuela de todos. Y le ofrecieron domicilio en una casita construida en las ramas de un árbol.
Desde entonces Bisa vuela de pueblo en pueblo y de bisnietos en bisnietos.
Ya aprendió otro idioma y, en cada viaje, que dura media hora o tres meses –nadie lo sabe-, sigue mirando encantada por los cristales de sus antiparras, las maravillas del mundo que siempre quiso conocer.

©María Elena Walsh
Bisa Vuela 
Hyspamérica,1985 



EL PATIO

Esta era una escoba que se aburría. Estaba en un rincón del patio, con la paja para arriba. Eso no le gustaba, porque la paja eran sus piernas y también sus manos. Estar en un rincón, patas arriba, y para colmo en un patio tan sucio, ¡qué mortadela de vida!

Las hojas secas, las pelusas, los diarios viejos, los carozos de banana, los pelos de gatiperro, las cáscaras de aceituna y las latas vacías le hacían cosquillas en la punta del palo, que era su cabeza, y ella pensaba (en el suelo) que alguien la debía llevar a barrer alguna vez.

Su abuela le contaba que en sus tiempos, los chicos se entretenían en montar una escoba, jugando al caballito, pero eso nunca le había pasado.

Un día alguien tiró junto a ella un trapo de piso. El trapo se le enredó en la cabeza como una bufanda. O como una media de lana. O como el turbante de Arafat.

¡Qué asquete! —pensó la escoba.

Y el trapo, que estaba sucio pero no era zonzo, la oyó.

—Por lo menos te acompaño y te abrigo —le dijo.

—Tengo frío no —dijo ella—, aburrida pero estoy, cuento un contame, dale.

Pero el trapo no entendió, porque la escoba trabucaba las palabras al estar con la cabeza para abajo. Además, no recordaba ningún cuento.

La familia de la casa era buena gente pero no tenía ganas de ocuparse del patio. Los chicos prometían baldearlo cada verano y después se iban a los videojuegos.

Un domingo se fueron todos al Zoológico, y entonces entraron dos ladrones. Cargados con el televisor, la licuadora, una lata de galletitas, un par de zapatillas y el reloj de cucú, quisieron escapar por el patio.

Cuando los vio, la escoba se cayó del susto, con tal puntería que un ladrón tropezó con ella y se rompió el coco. El trapo dio un salto y se le enredó al otro ladrón en la cabeza, que asustado empezó a disparar tiros a la bartola.

Al oír el tiroteo, el vigilante de la esquina se despertó y entró corriendo en la casa, después de abrir la puerta de un patadón inútil, porque ya los cacos la habían forzado.

Se agarró el pie golpeado y saltando en una pierna llegó al patio, empuñó la escoba y de un buen escobazo en la mano del asaltante hizo volar el arma, que cayó patinando hasta chocar con una maceta petisa. ¡Poiiiing!

De la maceta colgaba un helecho grande como una peluca de gigante.

El policía esposó a los ladrones y los llevó presos, a la vista de todos los vecinos, que aplaudieron como en el teatro y revolearon camisetas.

Los presos declararon que habían sido atacados por una escoba asesina y un trapo feroz.

Esto lo supo la familia cuando encontró su televisor y sobre todo su reloj de cucú despanzurrados por ahí, como otras basuras.

Entonces vieron lo sucio que estaba ese pobre patio y a pesar de que ya oscurecía se pusieron a baldear con alma y vida. Los chicos terminaron bailando con la escoba y al trapo lo colgaron, limpito, de un alambre, donde se hamacó hasta hartarse.

La tortuga Manuelita, que estaba durmiendo a pata suelta bajo el helecho, despertó sobresaltada y se desveló para el resto del invierno.

No quiso saber nada más de ese patio ni de esa maceta ni de ese helecho ni de esa escoba ni de ese trapo de piso ni de esos ladrones ni de ese vigilante ni de ese reloj de cucú ni de esos pelos de gatiperro.

¡Mucho menos de los carozos de banana!

Y decidió irse a recorrer el mundo.


©María Elena Walsh
Manuelita, ¿a dónde vas? 
Espasa Calpe, 1997



LA SIRENITA Y EL CAPITÁN 

Había una vez una sirena que vivía por el río Paraná. Tenía su ranchito de hojas en un camalote y allí pasaba los días peinando su largo pelo color de miel, y pasaba las noches cantando, porque su oficio era cantar.

En noches de luna llena por el río Paraná
una sirena cantando va.
Por aquí, por allá, el agua qué fría está.
Juncal y arena del Paraná,
una sirena cantando va.

Alahí se llamaba la sirena y, como era un poco maga, sabía gobernar su camalote y remontarlo contra la corriente. A veces iba hasta las Cataratas del Iguazú para darse una larga ducha fresquita llena de espuma.
Después tomaba sol en la orilla y conversaba con los muchos amigos que tenía por el cielo, el agua y la tierra. Ninguno le hacía daño. Hasta los que parecen más malos, como los caimanes y las víboras, se le acercaban mimosos.
A veces, toda una hilera de mariposas le sostenía el pelo y los pájaros se juntaban en coro para arrullarle la siesta.

Hace muchos años de esto. América todavía era india: no habían llegado los españoles con sus barbas y sus barcos. Las pocas personas que alguna vez habían entrevisto a Alahí, creían que era un sueño, y corrían a frotarse los ojos con ungüento para espantar la visión de esa hermosa criatura mitad muchacha y mitad pez.

Una noche de luna, Alahí se puso a cantar como de costumbre, y tanto se entretuvo y tan fuerte cantaba recostada en la orilla lejos de su camalote, que no oyó que por el agua se acercaba un enorme barco con las velas desplegadas. Los hombres del barco también venían cantando.

Soy marinero y aventurero, vengo de España y olé.
Quiero gloria, quiero dinero y con los dos volveré.
Para mí será el dinero, la gloria para mi rey.


–¡Callad! –dijo el capitán, que era flaco y barbudo como Don Quijote– Callad, que alguien está cantando mejor que vosotros.
¿Será quizás un pintado pajarillo cual la abubilla o el estornino, capitán? –le dijo un marinero tonto.
–Calla, que los pajarillos no cantan de noche. ¡Tirad las anclas!
–¿Vamos a tierra, capitán?
–No, iré yo solo.
El barco amarró suavemente muy cerca de Alahí, que al ver a los hombres extraños enmudeció y trató de deslizarse hasta su camalote para huir. El capitán saltó a la orilla y la sorprendió.
Alahí se quedó quietita, muerta de miedo, mientras cundía la alarma entre todos sus amigos.

–¿Quién vive? –preguntó el capitán don Gonzalo de Valdepeñas y Villatuerta del Calabacete, que así se llamaba.

La sirena no contestó y trató de escapar.

–¡Alto allí!

El capitán alzó su farola y...

–¡Una sirena, vive Dios! ¿Estaré soñando? ¡Qué cosas se ven en estas embrujadas y patrañosas tierras!
–Más raro es usted, señor –dijo Alahí–, todo vestido de lata y más peludo que un mono, señor.
–Eres tan bella que paso por alto tu insolencia. Serás mi esposa y reina de los ríos de España.
–No, señor, lo siento mucho pero no... 
 Y Alahí trató de escurrirse entre las hojas.
–¡Detente!

El capitán la ató al tronco de un árbol. En las ramas los pajaritos temblaban por la suerte de su querida sirena.

–Haré un cofre y te encerraré para que no te escapes.

El capitán sacó su hacha y allí mismo se puso a hachar un árbol para construir la jaula para la pobre sirena.

–Ay, tengo frío –dijo Alahí.

El capitán, que era todo un caballero, quiso prestarle su coraza, pero no se la pudo quitar porque se había olvidado el abrelatas en el barco.


A todo esto, los amigos de Alahí se habían dado la voz de alarma y cuchicheaban entre las hojas, mientras el capitán talaba el árbol. Varios caimanes salieron del agua y se acercaron sigilosos. Muy cerca relampagueaban los ojos del tigre con toda su familia.
Cien monitos saltaron de árbol en árbol hasta llegar al de Alahí. Un regimiento de pájaros carpinteros avanzaba en fila india. Las mariposas estaban agazapadas entre el follaje. Las tortugas hicieron un puente desde la otra orilla para que los armadillos pudieran cruzar.
Cuando estuvieron todos listos, un papagayo dio la señal de ataque:

–¡Ahora!

Los monitos se descolgaron sobre el capitán, chillando y tirándole de las orejas.
Los caimanes le pegaron feroces coletazos. Las mariposas revolotearon sobre sus ojos para cegarlo. Dos culebras se le enredaron en los pies para hacerlo tropezar.
El tigre, la tigra y los tigrecitos le mostraron uñas y colmillos, porque no hacía falta más. Luego llegó el escuadrón blindado de los mosquitos y obligaron al capitán a escapar despavorido y trepar por una escala de cuerda hasta la borda de su barco.

–¡Alzad el ancla, levad amarras, izad las velas, huyamos de esta tierra de demonios!

Mientras el barco soltaba amarras, los pájaros carpinteros terminaron el trabajo picoteando las cuerdas hasta liberar a la pobre Alahí.

–¡Gracias, amigos, gracias por este regalo, el más hermoso para mí: la libertad!

Amanecía cuando la sirena volvió a su camalote, escoltada por cielo y tierra de todos sus amigos. Allá, muy lejos se iba el barco de los hombres extraños. Alahí tomó el rumbo contrario en su camalote y se alejó río arriba, hasta Paitití, el país de la leyenda, donde sigue viviendo libre y cantando siempre para quien sepa oírla.



©María Elena Walsh
La Sirenita y el Capitán
Editorial Estrada, 1974




LA PLAPLA


Felipito Tacatún estaba haciendo los deberes. Inclinado sobre el cuaderno y sacando un poquito la lengua, escribía enruladas “emes”, orejudas “eles” y elegantísimas “zetas”.
De pronto vio algo muy raro sobre el papel.

–¿Qué es esto?, se preguntó Felipito, que era un poco miope, y se puso un par de anteojos.

Una de las letras que había escrito se despatarraba toda y se ponía a caminar muy oronda por el cuaderno.
Felipito no lo podía creer, y sin embargo era cierto: la letra, como una araña de tinta, patinaba muy contenta por la página.
Felipito se puso otro par de anteojos para mirarla mejor.
Cuando la hubo mirado bien, cerró el cuaderno asustado y oyó una vocecita que decía:

–¡Ay!

Volvió a abrir el cuaderno valientemente y se puso otro par de anteojos y ya van tres.
Pegando la nariz al papel preguntó:

–¿Quién es usted señorita?

Y la letra caminadora contestó:
–Soy una Plapla.
–¿Una Plapla?, preguntó Felipito ajustadísimo, ¿qué es eso?
–¿No acabo de decirte? Una Plapla soy yo.
–Pero la maestra nunca me dijo que existiera una letra llamada Plapla, y mucho menos que caminara por el cuaderno.
–Ahora ya lo sabes. Has escrito una Plapla.
–¿Y qué hago con la Plapla?
–Mirarla.
–Sí, la estoy mirando pero... ¿y después?
–Después, nada.

Y la Plapla siguió patinando sobre el cuaderno mientras cantaba un vals con su voz chiquita y de tinta.

Al día siguiente, Felipito corrió a mostrarle el cuaderno a la maestra, gritando entusiasmado:

–¡Señorita, mire la Plapla, mire la Plapla!

La maestra creyó que Felipito se había vuelto loco.
Pero no.
Abrió el cuaderno, y allí estaba la Plapla bailando y patinando por la página y jugando a la rayuela con los renglones.
Como podrán imaginarse, la Plapla causó mucho revuelo en el colegio.
Ese día nadie estudió.
Todo el mundo, por riguroso turno, desde el portero hasta los nenes de primer grado, se dedicaron a contemplar a la Plapla.
Tan grande fue el bochinche y la falta de estudio, que desde ese día la Plapla no figura en el Abecedario.
Cada vez que un chico, por casualidad, igual que Felipito, escribe una Plapla cantante y patinadora la maestra la guarda en una cajita y cuida muy bien de que nadie se entere.

Qué le vamos a hacer, así es la vida.


Las letras no han sido hechas para bailar, sino para quedarse quietas una al lado de la otra, ¿no?

 ©María Elena Walsh
Cuentopos de Gulubú  
Fariña Editores, 1966



María Elena canta sus grandes canciones


MANUELITA LA TORTUGA 
© María Elena Walsh


Manuelita vivía en Pehuajó
Pero un día se marchó
Nadie supo bien por qué
A París ella se fue
Un poquito caminando
Y otro poquitito a pie


Manuelita, Manuelita
Manuelita dónde vas
Con tu traje de malaquita
Y tu paso tan audaz


Manuelita una vez se enamoró
De un tortugo que pasó
Dijo: ¿qué podré yo hacer?
Vieja no me va a querer
En Europa y con paciencia
Me podrán embellecer


En la tintorería de París
La pintaron con barniz
La plancharon en francés
Del derecho y del revés
Le pusieron peluquita
Y botines en los pies


Tantos años tardó en cruzar el mar
Que allí se volvió a arrugar
Y por eso regresó
Vieja como se marchó
A buscar a su tortugo

Que la espera en Pehuajó









TWIST DEL MONO LISO 

© MARÍA ELENA WALSH

¿Saben saben lo que hizo
El famoso Mono Liso?
A la orilla de una zanja
Cazó viva una naranja
¡Qué coraje, qué valor!
Aunque se olvidó el cuchillo
En el dulce de membrillo
La cazó con tenedor.

La naranja se pasea
De la sala al comedor.
No me tires con cuchillo
Tírame con tenedor

A la hora de la cena
La naranja le dio pena,
Fue tan bueno el Mono Liso
Que de postre no la quiso.
El valiente cazador
Ordenó a su comitiva
Que se la guardaran viva
En el refrigerador

La naranja se pasea
De la sala al comedor.
No me tires con cuchillo
Tírame con tenedor.


Mono Liso en la cocina
Con una paciencia china
La domaba día a día,
La naranja no aprendía
Mono Liso con rigor
Al fin la empujó un poquito
Y dio su primer pasito
La naranja sin error


La naranja, Mono Liso,
La mostraba por el piso,
Otras veces, de visita,
La llevaba en su jaulita
Pero un día entró un ladrón,
Se imaginan lo que hizo,
El valiente Mono Liso dijo:
"Ay, qué papelón"


La naranja se pasea
De la sala al comedor.
No me tires con cuchillo
Tírame con tenedor

A la corte del Rey Momo
Fue a quejarse por el robo,
Mentiroso, el rey promete
Que la tiene el Gran Bonete.
Porque sí, con frenesí
De repente dice el Mono:
"Allí está detrás del trono
La naranja que perdí".

La naranja se pasea
De la sala al comedor.
No me tires con cuchillo
Tírame con tenedor.


Y la reina sin permiso
Del valiente Mono Liso
Escondió en una sopera
La naranja paseandera
Mono Liso la salvó
Pero a fuerza de tapioca
La naranja estaba loca
Y este cuento se acabó.


La naranja se pasea
De la sala al comedor
No me tires con cuchillo
Tírame con tenedor