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70 años de Letras, habla Camila Pulgar Machado por Keyla Brando / El Nacional, Caracas, 8 agosto 2017

La Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela celebra siete décadas de su fundación. Este especial reúne una serie de entrevistas a los profesores que han sido formados en sus salones y continúan con ese proceso de enseñanza



Cortesía / Pulgar ingresó al pregrado de Letras en 1992
y a partir de entonces no ha abandonado la UCV.
Recientemente obtuvo el Doctorado en Humanidades
otorgado por esta casa de estudios













































Por KEYLA BRANDO | @LABRANDO_
08 DE AGOSTO DE 2017 


[Bonus track] Detengo al lector brevemente para compartir los versos iniciales de “Primero sueño” de Sor Juana Inés de la Cruz: “Piramidal, funesta de la tierra / nacida sombra, al cielo encaminaba / de vanos obeliscos punta altiva, / escalar pretendiendo las estrellas”. La anécdota: estudiantes de nuevo ingreso –y me incluyo–, que en su mayoría no tenían ni idea de quién era Sor Juana, tuvieron la oportunidad de ver a la profesora Camila recitar de memoria la primera estrofa de este largo poema. Con esa misma entrega, ha dedicado sus horas y su estudio –en el 2018 cumplirá 20 años– a la enseñanza de la literatura latinoamericana y venezolana en los salones de la Escuela de Letras.

¿La Escuela como una novela de formación?

Creo que es indudable. Aunque en mi caso, si hablamos de la novela de formación, esta comienza antes de la Escuela. Mi madre Arlette Machado me educó para que mi vida tuviera en su destino a la literatura. A los 13 años leí La lengua absuelta y La antorcha al oído de Elías Canetti con la misma intensidad con que mucho de mis compañeritos iban a Orlando y llegaban felices de sus travesías. En fin, mi casa es la culta prehistoria de mi paso por la Escuela de Letras. Mamá también es licenciada de la Escuela, y sus historias como estudiante de Ángel Rosenblat, Gustavo Díaz Solís, Segundo Serrano Poncela y el mismo poeta Rafael Cadenas, quien era el preparador de Díaz Solís –mamá siempre dice que era un joven muy guapo–, formaron parte fundamental de mi experiencia. Pero, por otro lado, cuando llegué a la Escuela en 1992, ya había oído a Jesús Sanoja Hernández, Elisa Lerner, Juan Liscano, Oswaldo Trejo y Adriano González León, coloquialmente además. Los había escuchado a todos hablar, hablarme, y los había visto cautivar a sus audiencias. A ellos los considero el origen de mi pasión por la palabra, por sentirla en la boca y en el papel. Oír pequeña a Elisa Lerner cuando se montaba en nuestro Malibú blanco –la íbamos a buscar a su apartamento de San Bernardino, estaba viva su madre vienesa, la señora Mathilde– me llenaba de placer. Mamá hizo un libro inédito con estas conversaciones llamado Elisa Lerner, una aventurera de la palabra, cuyo principal lector creo que fui yo misma escuchándolas en vivo y en directo. Elisa me educó para la metáfora, las produce con la naturalidad y la brillantez de una personalidad genial sencillamente. Siempre supe que estábamos tratando a una de las principales plumas venezolanas, y eso no me lo enseñó la Escuela de Letras. Lo llevé a clases conmigo.

Asimismo, antes de entrar a los salones donde me realicé como profesional, debo mencionar que esa novela de formación en mi caso, también, se escribía desde mi paso con mamá y mi hermano Fernando por la República del Este de día, la diurna. Cuando comencé la Escuela estaba repleta de esas huellas de Sabana Grande y estas se conectaban mágicamente con ese pasillo. De alguna manera, la Escuela de Letras para mí era la continuidad de esa Sabana Grande donde había visto tanto a Adriano González León que, cuando me lo encontré en el pasillo de Letras, supe que en verdad él era el rey de una soberanía callejera de esa Caracas ya a estas alturas perdida. Las figuras de Adriano González León y de Salvador Garmendia de niña me impactaron. Me encantaba cómo vestía de bien Adriano y su voz; también, la larga barba de Salvador a quien recuerdo sentado en la barra de La Bajada al mediodía. Y, ya más tarde, cuando comencé a estudiar Letras, salía de la Escuela en la tarde a buscar a mamá en su mesa con Oswaldo Trejo. Todas las tardes se sentaban allí en esa peña donde el que pedía una cerveza le caía como la patada en el estómago a Trejo, y algo malo escuchaba, por lo que no volvía nunca más. Era una peña para contemplar el paso citadino y, cuando yo llegaba, Oswaldo estaba muy interesado en mis primeros cuadernos de la Escuela. Él quería ser mi papá, casarse con mi mamá, me lo decía siempre. Era un chiste y se reía. 

En la Escuela fui feliz desde el primer día, recuerdo que me inscribió María Fernanda Palacios en persona y me saludó con esa sonrisa tipo Marilyn Monroe que ella se gasta, desde la primera hora supe entonces que la Escuela era un lugar estelar de mi vida tan bello como María Fernanda, y a mí, definitivamente, me importa la belleza. Mafer me mandó a hacer el Taller de Expresión Oral y Escrita con Rafael Cadenas. Mi primera clase me la dio Jorge Romero León, fue la primera hora académica de mi primer semestre. Él me fascinó desde que lo vi sostener su pluma Parker, hasta cómo se jugaba con nosotros; era un provocador de los alumnos más traviesos. Luego, lo vi quejarse de nuestra mala conducta. A Jorge eso le encantaba, que nos portáramos con libertad y nos caía a preguntas cuyas respuestas le causaban muchísima gracia, reía a carcajadas. Eso sí, Jorge es un profesor muy exigente porque es muy culto y sofisticado y nada es breve para él, salvo los mensajitos que me manda por el WhatsApp. De una vez entonces te respondo la siguiente pregunta:

¿Quiénes fueron los profesores que tuvieron más impacto en su paso por la carrera?

Ahora debo decirte que no hubo ninguno tan relevante en esos años de mis estudios de literatura como Guillermo Sucre. Cuando llegué a su Taller de Ensayo, descubrí cómo escribir. Me enseñó que el ensayo es el género donde el punto de vista del ensayista, abierto a la vida, debe sostenerse en sus tensiones inherentes sin perder la fluidez del recorrido. El profesor Sucre tiene la virtud de la nitidez y sabe incorporar un cierto silencio al médium reflexivo de sus clases. La lista de lecturas con que iniciaba el curso, taller o seminario, era en verdad abarcable para un estudiante comprometido. De hecho, los libros muy grandes como la Paideia le molestaban a la vista, le parecían bastante gruesos. Si Rafael Cadenas nos había dicho en el primer semestre que se iba a la Escuela de Letras a adquirir gusto, Guillermo Sucre me mostró el espacio literario encendido por su intuición crítica, la que él nunca quería que se desbordara hacia un decir aturdidor. Me encontré con el respeto hacia ciertos límites propios de la belleza poética como vivencia intelectual. Desde esa clase en el cuarto semestre sobre el ensayo hasta mi tesis de grado titulada Octavio Paz o la invención de la historia, mis estudios estuvieron guiados por Guillermo Sucre. Lo seguía en cada consejo y la satisfacción que yo hallaba en ese rigor me educó estética y éticamente.

Por otra parte, mis clases con Rafael Castillo Zapata me definieron en mi interés por una cierta inquietud teórica. El mejor profesor de teoría que yo haya tenido en toda mi vida es Castillo Zapata. Y cuando digo profesor de teoría, no quiero sonar a profesor de metodología. Soy una lectora de Derrida y Benjamin gracias a él y ya muy afín a su propia perspectiva que yo llamaría filológica. De hecho, he visto nueve semestres con Castillo Zapata, desde la licenciatura hasta el doctorado que acabo de terminar. Él es uno de los profesores más motivadores que haya conocido, su salón es luz pura: nada lo interrumpe. No solo te lleva a leer bien, sin indigestión, sino que su performance en clases es magistral, así como los materiales que prepara (los conservo todos, pero lo mejor es que siempre los reviso). Para mí Rafael guarda un misterio relativo a las honduras del verbo y la disertación que gira allí, y que además de saber traducir para nosotros sus estudiantes, cuida con devoción. Rafael Castillo Zapata y Jorge Romero León son una generación más culta que la mía o de una cultura que pasa por sentarse a estudiar horas y ellos gastan el tiempo así y sin darse cuenta además, estoy segura. A veces siento que para huir de la realidad histórica, ellos estudian; aunque allí se encuentren una y otra vez con superficies de la cultura y la historia.

Me intereso mucho por el destino de mis estudiantes y la motivación que yo pueda darles | Foto: Cortesía


Tuve la oportunidad de crecer con María Fernanda Palacios, así también. Quizá el salón más teatral que yo tuve en la Escuela; si la clase era sobre Moby Dick, tú en su salón conocías al Capitán Ahab y pasabas el semestre esperando a la temible ballena. No tuve el placer de ver el Taller de Teatro de Eduardo Gil, su gran amigo. Aunque los tuve a ambos en una asignatura que amé dedicada al cine de Tarkovsky. También tuve el privilegio de leer con ella Ossip Mandelstam y Anna Ajmátova; y todos los materiales, desde los poemas de estos al español hasta los guiones de las películas de Tarkovsky, habían sido elaborados por María Fernanda Palacios: todos. Sinceramente, no puedo ni escribir al evocarlo de la emoción que encuentro en ese recuerdo que me hace rica. El entusiasmo de María Fernanda, el amor por su salón, me mostró el valor de la Escuela de Letras. Creo que ella es una de sus grandes fundadoras, por lo menos de la Escuela que yo he gozado, yo he gozado la Escuela gracias a su paso amoroso por esta. Ella me infundió el espíritu de ese lugar. Los románticos sajones hablaban en términos del espíritu del lugar. Y no sé ni cómo decir lo que estoy diciendo porque me desplazo hacia el espacio simbólico que María Fernanda posee y entrar allí me conduce hacia asuntos entrañables de la historia del país muy bien narrados o reflexionados en su libro Mitología de la doncella criolla. Creo que ese libro maneja unas claves esenciales para abordar el conflicto de la historia venezolana, por lo menos la vivida a partir de Chávez que descaraqueñizó al país y operó en contra de esa doncellez mágica y trágica –como indica lúcida y herméticamente María Fernanda– donde yo personalmente identifico mi país, la Caracas en la que mejor me siento.

Otros profesores influyentes intelectualmente fueron Edgar Colmenares del Valle y Jaime López-Sanz. El profesor Colmenares me dio un año entero de español de América y me enseñó el arte de la lexicografía mediante una definición de venezolanismo para siempre en mis inquietudes como lectora de mi país; también me enseñó a poner en tela de juicio al DRAE. Y mencionar a Jaime es difícil o muy singular, sus clases transmiten una magnitud única de la Escuela de Letras de la UCV. El saber de Jaime López-Sanz es un asunto original y muy influyente en quien lo recibe. Es decir, hay estudiantes que asumen la vertiente que él ofrece y se inician en esos misterios eleúsicos, y muchas veces para producir tesis o reflexiones sobre la literatura venezolana. En general, las opiniones de López-Sanz me cautivan y me siento privilegiada de tenerlas cerca, además sé que nunca las voy a conseguir en un libro. Y bueno, ¿tengo que decir que Jorge Romero León me influyó? Hablando fuera de la Escuela, tendría que apuntar obligatoriamente que Jorge no solo me educó en la licenciatura mediante su interlocución vital para mí, sino que desde 1998 ha sido mi jefe del Departamento de Literatura Latinoamericana y Venezolana, donde me desempeño, y mi principal compañero en este camino. Y de paso, no conozco mejor diversión que Jorge Romero León en los pasillos de la Escuela de Letras-UCV.

La Escuela de hoy y la Escuela de ayer, ¿cuál es la diferencia entre su generación y la actual? Si pudiera hacer algún cambio en la Escuela, teniendo en cuenta los tiempos actuales, ¿cuál sería?

No quisiera hacer una comparación injusta, sobre todo me intereso mucho por el destino de mis estudiantes y la motivación que yo pueda darles. Para mí motivar es la meta y no es fácil de lograr, te debes preparar bien para ser creíble. Pero hoy día, la Escuela demanda algo nuevo, no se trata únicamente de seducirlos para la literatura, lo que bien podría ser suficiente para un alma dedicada a la lectura y a la sensibilidad literaria. No obstante, el estudiante contemporáneo, al que tengo al menos unos cinco años educando, me refiero al último período, pide conectividad con la sociedad de trabajo. Además de insertarse al mundo laboral, quiere crear productos donde el formato digital, los contenidos visuales, la diagramación y el diseño juegan un papel muy importante. Quizá, traer a los salones algo de la poesía concreta brasileña, y entender mejor la propuesta de Mallarmé de dividir el verso en sus partículas prismáticas en función de la sensibilidad hacia un espacio de significación que hoy ya no es cartesiano sino cibernético, y profundamente fragmentario, como indican Derrida en su gramatología o Deleuze y Guattari en su ingeniería, es decir, prepararlos para abordar técnicamente sus inquietudes contemporáneas y fuera del formato tradicional del libro, deba ser asumido con mayor rigor que el que les ofrecemos hoy día. No es cualquier reto, yo lo sé.

Sin embargo, la Escuela ha venido preparándose para estas exigencias actuales desde hace más de 10 años. Es importante indicar que a partir de la dirección de Jorge Romero la Escuela comenzó un proceso exitoso de cambio de pensum. María del Pilar Puig y Vicente Lecuna, directores subsiguientes –ambos memorables en sus gestiones de períodos largos– lo instrumentaron plenamente, sin interrupciones. Ambos directores, además, están muy interesados por el futuro del estudiante cuando termina la Escuela. Así que gracias a la buena política de nuestra institución, hoy día contamos con un pensum que además de la tesis permite graduarse con la opción de pasantía académica. Los estudiantes pueden así participar en proyectos de instituciones extramuros o de la misma UCV, salir de la Escuela, a incorporarse en iniciativas que los necesiten o donde ellos encuentran un espacio, una actividad, una investigación, una propuesta que seguir. Dicha opción es lo que ha producido esta observación o inquietud que hoy tengo. Ya a estas alturas he visto mucho.

La Escuela entonces se ha ido profesionalizando, del pensum soñado que yo seguí como estudiante (en el que además de que te dejaban estar en calma con tu goce literario, en salones en los cuales la palabra y la estética, el estilo y las poéticas, los grandes autores y las referencias cultas, los profesores sabios o auténticos intelectuales, de esa Escuela idílica, al menos para mí), pasamos a esta donde los estudiantes reciben una importante y muy útil formación en teoría y lingüística, por ejemplo, y pueden realizar una serie de talleres que van desde el de expresión oral y escrita, metodología e investigación, hasta los de ensayo, poesía, audiovisuales, crónicas, diarios, edición, redacción de reseñas, etc.

Los seminarios también han ido abriéndose hacia la opción de traer investigaciones a la Escuela: se han trabajado en clases los papeles de Rómulo Gallegos, Enrique Bernardo Núñez, Ludovico Silva, Jesús Sanoja Hernández, por ejemplo. Y debo indicar que hay una generación de profesores nueva muy interesante pues todos tienen una experiencia profesional contemporánea, de altísima competencia, y enseñan al estudiante a trabajar. Menciono profesores como Agustín Silva-Díaz, Diajanida Hernández, Ricardo Ramírez, Álvaro Mata, Elena Cardona, Carlos Ortiz, Francisco Ardiles, María José Gallucci, Nerea Zabalegui, Brenda Bellorín, Eduardo Febres, Alejandro Sebastiani, entre otros. Todos ellos han llevado a cabo o trabajan a diario en actividades que luego enseñan en la Escuela, actividades además muy vinculadas a la investigación, la lectura acuciosa y las exigencias de la edición hoy. De hecho, a veces me sorprenden por la exigencia de los detalles que son capaces de albergar y solicitar al estudiante, a quien siempre me gusta darle la libertad de cometer faltas de ortografía y de que no le importe tanto la calificación. Hay un espacio errático en torno a la expresión individual, un balbuceo, que es importante respetar. 

¿Qué pasa en un salón de la Escuela?

Entonces, te puedo referir mis experiencias más recientes en mis salones. Adoro el salón de las 4:00 pm. A ese llego fresquita. Y en ese últimamente he enseñado mi proyecto sobre Sanoja Hernández, de quien heredé su archivo literario gracias a su viuda María Eugenia Villalba de Sanoja. Este archivo es un proyecto de la Escuela con más de 25 licenciados graduados y es, claro está, una data importante de la cultura venezolana según la producción de ese polígrafo nuestro, como lo llamó una alumna recientemente en su trabajo. Para poder desarrollar con ellos las inquitudes de cómo vamos a investigar, qué vamos a hacer con ese materialismo de archivo, leemos y discutimos una serie de textos que cada día me resultan más atractivos y que van de la noción de archivo de Foucault o de Jorge Luis Borges, hasta la tentativa de traer al salón el arte archivístico tal como lo definen críticos contemporáneos de la estatura de Hal Foster y Sven Spieker; este último estuvo en Caracas y definitivamente desató esta búqueda que ahora persigo y que emociona a mis estudiantes.

Fíjate que hace un año tuvimos un seminario titulado “Micropolíticas de creación, archivo y ciudades del porvenir” con Backroom Caracas, nuestro invitado, y en el salón además de un grupo nutrido de los mejores estudiantes de la Escuela, tuvimos artistas e investigadores que participaron como oyentes. Rody Douzoglou asumió la inciativa con su entusiasmo audaz que la caracteriza, y en un minuto teníamos un salón donde Natasha Tiniacos, Florencia Alvarado y otros miembros de esta plataforma digital de arte contemporáneo hacían de las suyas, ofreciéndoles a mis estudiantes una experiencia experimental de primera línea. El arte de archivo y estas llamadas micropolíticas del deseo fueron expuestas en el salón como un estímulo teórico para la creación, y cada quien desarrolló un proyecto singular, a veces en equipo, sobre lo que iban entendiendo en torno al archivo como expresión o espacialidad artística contemporánea y el paso urbano de ellos mismos. Debíamos trabajar con el itinerario de los estudiantes por sus ciudades, un croquis elaborado desde un punto de vista ciudadano y el reconocimiento de sus escenarios urbanos (empleando el libro de Armando Silva, Imaginarios urbanos) y ellos mismos elegían los medios. Y la verdad es que crearon unos productos preciosos. Tanto Rody como yo misma terminamos admirando al estudiantado de la Escuela de Letras-UCV.


Este momento es un tiempo de reflexión donde debe respetarse al profesor con experiencia, pues la experiencia es un soporte vital ante el descalabro psicológico que vivimos | Foto: Cortesía 


¿Cuál es la función del letrado en la sociedad venezolana?

Bueno, y así creo que debemos concebir al profesional de las letras hoy: además de ser un lector excepcional, un escritor o un profesor, nuestro estudiante puede ser un participante y realizador de proyectos que surgen en la coyuntura del mundo institucional cultural del país. Me encantaría que la Escuela brindara este tipo de asignaturas, de seminarios electivos donde invitaríamos a instituciones como La Hacienda La Trinidad, Ekaré, la Fundación Cisnero, Lugar Común, la Organización Nelson Garrido, El Nacional, por ejemplo, y por mencionar algunas apenas, para insertar al estudiante en sus actividades y pensar con ellos proyectos posibles, exposiciones, libros, ciclos de promoción cultural, performances, happenings, en fin. Hay mucho por delante. Los estudiantes o estos profesionales potenciales también pueden contribuir al rescate de valiosos documentos y archivos que están sepultados por el mal de archivo de toda memoria colectiva, y desde allí crear respuestas digitales, generar cultura.

Desafortunadamente, vivimos hoy una auténtica tragedia nacional, tragedia política, y todos estamos detenidos. La vida universitaria ha sido detenida, el país permanece en un limbo cruel que imposibilita la prosperidad que avizoro. La Escuela debe estarle hoy muy agradecida a las profesoras Teresa Soutiño y Florence Montero por llevar las riendas de la Dirección en este preciso momento de extremo sacrificio. Sin embargo, así como creo en mis estudiantes y en todo lo que podrían ellos mismo generar, creo en la dirigencia política joven del país que ha ido emergiendo con la fuerza de una sociedad civil pensante y sensible. Siento muchas veces los aires del futuro que nos aguarda.

Entonces, por lo pronto, creo, toca leer opiniones como la que emite Sanoja Hernández en su archivo inédito sobre la poesía carcelaria: él pensaba que nunca se ha terminado de analizar debidamente la historia de la literatura venezolana del siglo XX porque se ha soslayado el hecho de que hay que estudiarla en La Rotunda donde estaba radicada la intelectualidad de Caracas que no era gomecista, es decir, una mayoría considerable. Creo que este momento es básicamente un tiempo de reflexión donde debe respetarse en paticular al profesor con experiencia, pues la experiencia es un soporte vital ante el descalabro psicológico que vivimos. De la misma manera, considero que los políticos protagonistas del juvenilismo de nuestra lucha actual deben tratar con sabiduaría a la vieja guardia política del país, pues esta custodia unos oráculos que a mí me parecen esenciales para la resistencia.

KEYLA BRANDO
Caracas, 8 agosto 2017
El Nacional


Fuente: El Nacional