(Manuela
Sáenz y Aizpuru o Sáenz de Thorne, también llamada Manuelita Sáenz. Patriota ecuatoriana. Esposa del doctor J.
Thorne (1817), se convirtió en la amante de Bolívar (1822), al que acompañó en
todas sus campañas y al que, en una ocasión, salvó la vida (1828), lo que le
valió el apelativo de Libertadora del libertador. Su presencia al lado
del Libertador, durante los años cruciales de la gesta emancipadora, marcaría
indeleblemente numerosos acontecimientos en los albores de la vida republicana.
Siguió el curso cronológico de los principales sucesos políticos y militares de
los que fue testigo o protagonista: el encuentro de Bolívar y San Martín en
Guayaquil, las batallas de Pichincha y Ayacucho, el conflicto entre el
Libertador y Santander, la rebelión de Córdova y la disolución de la Gran
Colombia. A la muerte de Bolívar fue desterrada a Perú.
No ha sido
fácil para la historia de la América independentista incluir en su nómina de
próceres el nombre de Manuela Sáenz. Si su condición de mujer ya lo hacía
difícil, su estatus de amante del Libertador complicaba aún más las cosas. La
historiografía del siglo XIX, temiendo por la memoria del "más grande
hombre de América", se encargaría de omitir la presencia de esta mujer en
su círculo. Con todo y con ello, las anécdotas se dieron a conocer, y la misma
historia se vio en la necesidad de otorgarle a Manuela Sáenz la categoría de
heroína.
Nació en
1795 en Quito, ciudad por entonces de aires afrancesados, en la que los grandes
salones que acogían a la aristocracia marchaban al ritmo de una concepción laxa
de la moral y de las distracciones entre criollos y españoles, que pronto se
convertirían en una sangrienta guerra entre patriotas y realistas. Era hija
natural de Simón Sáenz, comerciante español y realista, y de María Joaquina de
Aizpuru, bella mujer hija de españoles de linaje, quien en el futuro tomaría
partido por los rebeldes.
Desde muy
joven entró en contacto con una serie de acontecimientos que animarían su
interés por la política. En 1809 la aristocracia criolla ya se hallaba
conspirando contra el poder de los hispanos, y a partir de entonces comenzaron
a sucederse un conjunto de revueltas sangrientas. Quizá las circunstancias
familiares llevaron a Manuela a optar por los revolucionarios: presenciaba
desfiles de prisioneros desde la ventana de su casa, y se maravillaba de las
hazañas de doña Manuela Cañizares, a quien tuvo por heroína al enterarse de que
los conspiradores se reunían clandestinamente en su casa.
Por causa de
las propias revueltas, sin embargo, se ausentó de la ciudad para refugiarse
junto a su madre en la hacienda de Catahuango. Allí se convirtió en una
excelente amazona, mientras su madre le enseñaba a comportarse en sociedad y a
manejar las artes del buen vestir, el bordado y la repostería. Tiempo después
ambas regresaron a Quito, y la madre decidió internarla en el convento de
monjas de Santa Catalina; tenía entonces diecisiete años.
La
fascinación de Manuela por la vida pública y su ímpetu rebelde la harían
abandonar prontamente la clausura del convento. Aprendió a leer y a escribir,
virtudes éstas que le permitieron iniciar una relación epistolar con su futuro
amante: Fausto Delhuyar, un coronel del ejército del rey. Con él se fugó para
descubrir más tarde el infortunio de su infertilidad, y la desgracia de estar
al lado de un charlatán. Las habladurías del amante le significaron la
obligación de contraer matrimonio con James Thorne, un médico de cuarenta años
que comerciaba con su padre y al que nunca llegaría a amar.
Corría el
año 1819 y Manuela deslumbraba en los grandes salones de Lima, junto a su amiga
Rosita Campuzano. El resto de la América estaba convulsionada. Simón Bolívar ya había liberado el territorio de
la Nueva Granada y se disponía a fundar en Angostura la Gran Colombia. Entrado
el año de 1820, José de San Martín se encontraba de camino hacia Perú.
Los limeños comenzaban a conspirar, y la Sáenz se convertía en una de las
activistas principales. Las reuniones se realizaban en su casa y las disfrazaba
de fiestas; actuaba de espía y pasaba información. Participó en las
negociaciones con el batallón de Numancia, y en 1822, una vez liberado Perú,
fue condecorada "Caballeresa del sol, al patriotismo de las más
sensibles".
Con la
excusa de acompañar a su padre, Manuelita marchó hacia Quito. Colaboró
activamente con las fuerzas libertadoras: llevaba y traía información, curaba a
los enfermos y donaba víveres para los soldados. El 16 de junio de 1822, Simón
Bolívar entró triunfalmente en la ciudad y, después de un cruce de miradas,
fueron presentados en un baile en homenaje al Libertador.
A partir de
entonces mantendrían una relación pasional. Los compromisos del Libertador no
impedían los encuentros amorosos, y mientras duraba la ausencia, Manuelita
participaba activamente en la consolidación de la independencia del Ecuador.
Bolívar le regaló un uniforme, que ella utilizaba a la hora de sofocar algún
levantamiento. La muerte de su padre la motivó a regresar a Lima. Fue nombrada
por Bolívar miembro del Estado Mayor del Ejército Libertador; peleó junto a Antonio José de Sucre en Ayacucho, siendo la única mujer
que pasaría a la historia como heroína de esta batalla. Una vez aprobada la
Constitución para las nuevas naciones, marchó a Bogotá junto al Libertador.
Eran los
tiempos del corto esplendor de la Gran Colombia. Manuelita militaba activamente
en el partido bolivariano y se encargaba de llevar los archivos del Libertador.
Durante el día vestía de soldado y, junto a sus fieles esclavas de siempre, se
dedicaba a patrullar la zona. Cuidaba las espaldas de Bolívar. El 25 de
septiembre de 1828, gracias a su intuición, lo salvó de un atentado dirigido
por Francisco de Paula Santander, enfrentándose a los conspiradores
mientras su protegido huía descolgándose por una ventana; a raíz de este
acontecimiento Bolívar, de regreso a palacio, le dijo: "Eres la
Libertadora del Libertador". Solía organizar en su casa representaciones
en las que era habitual la burla hacia los enemigos del Libertador; la
"quema de Santander" era una de las actuaciones preferidas. Los
amores eran nocturnos y se prolongarían hasta la huida de Bolívar a Santa Marta
en 1830.
Siete meses
más tarde, al conocer la muerte de su amado por medio de una carta de Peroux de
Lacroix, decidió suicidarse. Se dirigió a Guaduas, donde se hizo morder por una
víbora, y fue salvada por los habitantes del lugar. Antes de la muerte del
Libertador se levantó una ola de calumnias en su contra por parte de Santander,
y Manuela decidió escribir, como forma de protesta, La Torre de Babel
(julio de 1830), motivo por el cual se le emitió una orden de prisión.
Seguidamente, tuvo lugar la persecución de los colaboradores de Bolívar, que la
consideraban peligrosa. Así, el 1 de enero de 1834, le ordenaron que abandonara
la nación en un plazo de trece días. Mientras tanto, fue encerrada en la cárcel
de mujeres y conducida en silla de manos hasta Funza, y de allí, a caballo,
hasta el puerto de Cartagena con destino a Jamaica.
Manuela
volvió al Ecuador en 1835. El presidente Vicente Rocafuerte, ante la noticia de
su llegada, determinó su salida del país. Esto le llevó al destierro. Se radicó
en el puerto de Paita, donde subsistió elaborando dulces, tejidos y bordados
para la venta, ya que las rentas por el arrendamiento de su hacienda de
Catahuango, en Quito, no le eran enviadas. En la puerta de su casa se podía
leer English Spoken; era querida por la gente del pueblo y bautizaba
niños, con la condición de que se llamaran Simón o Simona. Fue visitada por
muchos hombres importantes, entre los que figuraron Simón Rodríguez, Hermann
Melville y Giuseppe Garibaldi. Uno de los visitantes del lugar trajo consigo la
difteria, enfermedad que contrajo Manuelita y de la que murió, ya pobre e
inválida, a los 59 años de vida.
Fuente Biografìas y Vidas
Manuela Sáenz, la Libertadora del Libertador
Por Consuelo Triviño Anzola. Escritora colombiana
El papel de
las mujeres en la independencia de América, tal como nos lo presentaba la
tradición, se redujo a la realización de tareas como la confección de uniformes
y banderas, a ser acompañantes de los ejércitos, cocineras o prostitutas y, en
el mejor de los casos, enfermeras, e incluso espías. Casi nunca se reseñaron
otras actividades: guerrilleras, líderes y dirigentes —que las hubo—, como es
el caso de la mexicana Antonia Nava, llamada la Generala, que reclutó un
ejército con el que luchó y al que defendió con ejemplar valentía; o el de la
chilena Javiera Carrera, que no solo apoyó a sus hermanos, sino que organizó la
primera Junta de Gobierno en su país. Para nada se destaca su papel de
consejeras, capaces de opinar y desenvolverse al mismo nivel que los hombres en
las intrigas políticas, como ocurre con la ecuatoriana Manuela Sáenz, que
alcanzó la celebridad por ser amante de Bolívar, pese a que fue mucho más que
eso, como demuestra esta carta de Francisco Antonio Sucre dirigida al
Libertador desde el Frente de Batalla de Ayacucho, el 10 de diciembre de 1824:
Se ha
destacado particularmente [...] por su valentía; incorporándose desde el primer
momento a la división de Húsares y luego a la de Vencedores, organizando y
proporcionando avituallamiento de las tropas, atendiendo a los soldados
heridos, batiéndose a tiro limpio bajo los fuegos enemigos; rescatando a los
heridos».
Por su
ejemplar conducta solicitaba «se le otorgara el grado de coronel del Ejército
Colombiano. Sin embargo, tan alta distinción no fue suficiente para situarla en
el mosaico de la historia, al lado de los próceres o fundadores de las
repúblicas hispanoamericanas. El odio y el ensañamiento de sus compatriotas la
persiguieron hasta el fin de sus días. Pero la fuerte personalidad de Manuelita
Sáenz, como aprendimos a llamarla, se impuso sobre sus enemigos, incluso sobre
la leyenda de su vida, dejándonos ver la fuerza de un carácter capaz de romper
barreras sociales, morales y de género.
Los
prejuicios en torno a las mujeres que se desvían del papel asignado para ellas
por la cultura, obviamente, encubren verdades que ponen en cuestión valores
pretendidamente inamovibles, pese a que la historia ofrece ejemplos de
talentosos «hombres de estado» femeninos, como Catalina de Rusia, quien ejerció
el poder con más sensatez que sus predecesores; y antes que ella, otras
demostraron capacidad dirigente, valor y coraje en la guerra, virtudes
consideradas viriles. Pero no me detendré en notables antecedentes recogidos
por la historiografía feminista; tan solo subrayaré que esto fue posible porque
hubo momentos en la historia en que las mujeres encontraron mejores condiciones
para desarrollar su inteligencia. Uno de esos momentos es el siglo xviii, el de las luces, periodo europeo con el que
coincide el proceso de la independencia de las colonias españolas en América y
que funda la modernidad histórica. La amplitud de miras del momento trae como
consecuencia necesidad de libertad en los individuos y en los pueblos, y en
especial en las mujeres. En ese ambiente fue propicio el desarrollo de la
inteligencia femenina hasta el punto de que en París, entonces capital cultural
de Europa, las mujeres alcanzaron gran prestigio entre filósofos, artistas y
hombres de ciencia. Ellas abrieron los salones donde los acogieron en sus
tertulias, animando el debate y posibilitando la difusión de ideas.
Interlocutoras de lujo, estas eran consideradas iguales a nivel intelectual y
espiritual —obviamente solo entre las clases altas, y en pocos casos entre
quienes se ganaban la vida desempeñando un oficio—.
Al Siglo de
las Luces se asoman próceres de la independencia americana, como Francisco de
Miranda y Simón Bolívar. En sus viajes por Europa conocieron un mundo en el que
no era extraño que una mujer vistiera uniforme militar y despachara los asuntos
de Estado, como la célebre Catalina de Rusia. Sin duda hay paralelismos entre
la emancipación de las mujeres y la independencia de las colonias, un tema que
abre un amplio campo de investigación y que a partir de la figura de Manuela
Sáenz arroja luces sobre el lugar de las mujeres durante la colonia y su
reubicación en el nuevo orden, tras la independencia, ya que al final de la
guerra, en el reparto del poder, las redujeron al espacio doméstico y en muchos
casos se les pagó con el olvido y el destierro sus servicios a la patria.
Sabemos que su papel no se redujo a apoyar a sus maridos o a seguirlos hasta el
frente de batalla, sino que fue mucho más activo y que en las tertulias
agitaron las banderas independentistas y constituyeron una pieza clave en la
campaña de guerra desde Nueva España, pasando por la Nueva Granada hasta el
Virreinato del Río de la Plata.
El discurso
oficial en la historiografía nos dice que la traducción de los «Derechos del
hombre», formulados por la revolución francesa, hizo tomar conciencia en
América de la opresión y de la necesidad de libertades. Lo que no nos dice el discurso oficial
es que los «Derechos del hombre» tienen su correlato femenino y que una mujer
llamada Olimpia de Gouges (1748-1793) protestó por el desprecio a los derechos
de la mujer. Su encarcelamiento y ejecución por parte del despotismo jacobino
demostraron el fracaso de ese intento igualitario y el largo camino que
esperaría a las mujeres en el reconocimiento de sus derechos.
En ese
contexto internacional debe situarse la figura de Manuela Sáenz, quien
participó en la causa patriótica, no por ser la amante de Simón Bolívar, ya que
antes de conocerlo se había unido a las luchas independentistas, sino
precisamente por lo que él encarnaba: el sueño de unas naciones libres. Su
cultura, su conciencia de una identidad americana, así como el papel que le correspondió
en la construcción de las nuevas repúblicas se refleja en la correspondencia
con Simón Bolívar. Y es que desde muy joven había colaborado en la campaña del
Perú por lo que el general San Martín la condecoró con la orden de «Caballeresa
del Sol», insignia de la nueva nobleza republicana que también le fue otorgada
a otras 111 mujeres en Lima. Pero el nombre de Manuela Sáenz fue borrado por
quienes estaban interesados en maquillar una historia llena de miserias que
ella puso en evidencia: las conspiraciones contra Bolívar, los intentos de
asesinato, la traición de sus compatriotas y las calumnias de que fue objeto
por parte de sus detractores.
Manuela fue
una pieza fundamental porque se enfrentó a los enemigos del Libertador cuando
una fracción de su ejército se sublevó en Lima negándose a cumplir la nueva
constitución. La leyenda dice que, vestida de hombre, a caballo, pistola en
mano, entró en uno de los cuarteles insurrectos en defensa de Bolívar. Por todo
ello hizo temblar a muchos generales que la temían y odiaban a la vez. Ella era
consciente de que no se aprobaba su conducta, que hombres y mujeres se
escandalizaban de sus aventuras, y se defendía criticando la hipocresía de una
sociedad que, tras las buenas formas, ocultaba muchos de los vicios que
señalaban en ella.
La bastarda
Fruto de una
relación adúltera, Manuela Sáenz nace en Quito en 1797 en momentos de gran
convulsión social e incluso de sacudimientos telúricos que presagian lo que
ocurrirá años más tarde con la rebelión de las colonias. Un terremoto sacude la
región desde la ciudad de Popayán, en el entonces Nuevo Reino de Granada, hasta
Quito. Con 60.000 habitantes, la ciudad de Quito vive bajo la influencia
francesa y hasta allí llegan los ecos de la revolución. Viajeros como Mutis, La
Condamine y Humboldt, que fue recibido en Quito por el marqués de Selva Alegre,
amigo de la familia de la madre de Manuela, afín a la causa independentista,
dejan su impronta en la juventud harta de un sistema de privilegios que excluye
a los criollos. Al otro lado del mar, los jesuitas, expulsados por la corona
española, azuzan desde el exilio y agitan las conciencias, en tanto que la
masonería prepara la estrategia continental que tiene como meta la
independencia de América.
Los padres
de Manuela son los españoles Simón Sáenz y Joaquina Aisparú, representantes de
la aristocracia colonial. La educación de la niña se encomienda, pues, a las
monjas, con quienes es enviada a los once años. Pero de allí se escapa a los
diecisiete con un joven oficial, dejando una estela de murmuraciones. Sobre ese
episodio se corre un tupido velo cuando el padre la casa con el comerciante
inglés James Thorne. Sin embargo, en Quito se decía de ella: «Es lo que cabía
esperar de una bastarda».
Manuela, que
creció viendo luchar a sus parientes por causas opuestas, presenció en su
infancia la ejecución de muchos de los patriotas. Tales circunstancias, sin
duda, desarrollaron en ella un sentimiento antiespañol, unido a un anhelo de
independencia, así como una conciencia americana que se refleja en estas
palabras suyas de protesta cuando los generales se oponen a que ella y las
esclavas que la acompañaron por el resto de su vida se unan al ejército:
«Los señores
generales del Ejército Patriota no nos permitieron unirnos a ellos; mi Jonathás
y Nathán sienten como yo el mismo vivo interés de hacer la lucha, porque somos
criollas y mulatas, a las que nos pertenece la libertad de este suelo...».
Pero la
sociedad quiteña, a la que pertenecía, reparó más en sus faltas que en sus
cualidades morales y en su talento. El historiador Alfonso Rumazo González
reacciona contra el estigma que distorsiona su imagen, ofreciendo un perfil más
ajustado. Para él, Manuela era «una mujer [que] se conducía en la hora difícil
en la misma forma que hubiera procedido el Libertador. Le sobraba genio; sólo
faltaron hombres que la secundasen». Sin embargo, en las memorias del general
O'Leary se suprimió el volumen donde se habla de los amores de Bolívar y
Manuela, exactamente el volumen 56 titulado «Correspondencia y documentos
relacionados con la señora Manuela Sáenz, que muestra la estimación que en ella
hacían jefes y particulares y la parte que tomaba en los asuntos de la
política». Estas páginas desaparecieron de los archivos de Santafé de Bogotá.
Solo quedaron los rumores y un silencio que se rompió con la publicación de las
memorias del francés Jean Baptiste Boussingault en 1897, quien le dedica unas
cuantas páginas.
La hembra voraz
Pero si hubo
una campaña en contra de ella, también hubo otra a favor de esclarecer los
hechos y ofrecer una imagen más contrastada, especialmente a raíz del escándalo
que se produjo con la novela del escritor venezolano Denzil Romero, La esposa del Dr.
Thorne,
con la que obtuvo el Premio La Sonrisa Vertical 1988 en España. La novela
ofrece la imagen de una hembra ambiciosa, arrogante, impulsiva y de
extraordinaria voracidad sexual. Romero crea un personaje lascivo e insaciable,
el mismo que se construyó a base de rumores.
Obviamente
existe una mitología en torno a los próceres de la independencia que se
derrumba cuando desentrañamos sus biografías. Pero este también es otro tema;
prefiero centrarme en los discursos que nuestra tradición ha formulado en torno
a Manuela Sáenz: calumniada, anatematizada, perseguida y proscrita, envidiada,
deseada, repudiada y desterrada. Su destino de heroína es trágico. Enferma,
inválida y atacada por la peste difteria, muere en 1857 en el olvidado puerto
de Paita, en el Pacífico. Allí es enterrada en una fosa común, junto con todos
sus recuerdos, cartas y documentos. El testimonio de su vida se redujo a
cenizas como una medida de higiene, y también como una venganza del tiempo, que
le cobró cara su osadía: su ejercicio de la libertad.
Manuela era
una mujer de amplios horizontes por encima de las convenciones sociales. Había
crecido en una hacienda, lejos de la ciudad, en contacto con la naturaleza,
donde aprendió a montar a caballo a horcajadas para escándalo de la
servidumbre. El sentido de la libertad, el placer por la aventura y el riesgo,
la sensualidad y la reciedumbre de carácter son los rasgos que ciertos
biógrafos le asignan, pero Denzil Romero, haciéndose eco de la leyenda, ofrece
otra imagen. Según él, su carne es como «lava no eructada», la lava de todos
los volcanes que ofrece la tierra ecuatoriana. Ella es la mujer «personuda», la
«varona» satánica que a hurtadillas aprende a fumar... y al ser infecunda se le
considera una «machorra». En cambio, el colombiano Víctor Paz Otero en La otra agonía, la
pasión de Manuela Sáenz (2006) le da la oportunidad de expresarse en una novela
escrita en primera persona: «...yo puedo proclamar y reclamar para mi pequeña e
inadvertida gloria, el orgullo de haber sido libre, tanto en la vida como en el
amor» (pp. 70-71). Víctor W. Von Hagen sostiene la misma idea: «Había en ella
algo muy libre, casi descocado; sin embargo, las manos bellas y cuidadas uñas,
que sostenían levemente las riendas, mostraban los ahusados dedos de la dama.
Eran manos capaces de acción. Dos enormes pistolas turcas de bronce,
amartilladas y preparadas para su uso, estaban enfundadas en sendas pistoleras
a la altura de las rodillas. Era fácil leer el nombre en las culatas de bronce:
Manuela
Sáenz»
(p. 16). En cambio, para Santander, el enemigo de Bolívar, «la Sáenz», como
afirmaba desdeñosamente, solo «era una ramera».
Pese a la
campaña de silencio, de Manuela se supo en Europa, donde también se alimentó
una leyenda impregnada de exotismo, como todo lo nuestro. Personalidades que la
visitaron en el declive de su vida, como Melville o Garibaldi vieron en ella
«una reina». Esto indica que más allá de las adversidades se imponía una gran
personalidad. El escritor peruano, Ricardo Palma, que le dedica unas páginas en
sus Tradiciones
peruanas,
dirá que era «una mujer-hombre», «una mujer superior»; para las tropas, «la
Generala»; para los campesinos de las aldeas por donde pasa el ejército
libertador, «una marimacho».
Victor W.
Von Hagen en Las
cuatro estaciones de Manuela (1953) resume así las circunstancias de su
vida:
Manuela
había mantenido a Quito en agitación durante toda su primera juventud; había
sido un torbellino. Tenía un genio manifiesto para descubrir las debilidades
humanas [...] Nunca había sido humilde ni mostrado el recato de la doncella.
Era agresiva, decidida y voluble: alegre, sensible, de genio vivo y valiente
según soplara el viento.
Desde luego,
se comprendía la razón de todo esto: era un ser al que nadie aceptaba, una
bastarda, sin posición alguna en la sociedad. Pero ella era en realidad una
dama de sociedad, conspiradora y revolucionaria. En resumen, en Manuela todo
fue piedra de escándalo, desde su nacimiento hasta sus primeros amoríos, su
matrimonio con el inglés y su relación adúltera con Bolívar.
El destino
haría coincidir a Manuela Sáenz y Simón Bolívar en Quito, donde él sería
recibido como un semidiós. Se conocieron en casa de Juan Larrea, quien celebró
con una fiesta el día de su entrada triunfal el 16 de junio de 1822. Ella tenía
24 años y él tenía 39. Si él era «un hombre con una imaginación poderosa, gran
sentido de la organización, de la estrategia en proyectar campañas, con un
conocimiento de los hombres, y hábil a la hora de atraerse seguidores fieles»,
ella sabía escuchar a las gentes del pueblo, ganarse voluntades y adelantarse a
los hechos.
Tras conocer
a Bolívar, Manuela regresa a Lima con él, abandonando a su marido. Allí nos
dicen que: «las damas se sentían escandalizadas hasta las puntas de sus
chapines de baile, porque tenía el mismo poder que la consorte del virrey». En
respuesta a las críticas de las mujeres, ella les echaba en cara su conducta
poco ejemplar.
Mujer vestida de hombre
La leyenda
le asigna a Manuela el título de Libertadora del Libertador por haberle salvado
la vida a Bolívar la célebre noche de septiembre en Santa Fe de Bogotá cuando
este debió ocultarse debajo de un puente para escapar de sus asesinos. Pero
ella fue más que su guardaespaldas, como lo demuestra esta carta en la que lo
anima a crear la república de Bolivia:
Un pueblo
agradecido con su espada y su voluntad de usted, puede ser el abono más
extraordinario para que fortalezcan la justicia y las instituciones
republicanas. He recogido de manera reservada algunas opiniones de la gente que
le es fiel, y comparten el entusiasmo de ver nacer un estado con su nombre, que
tenga de usted el amor irrefrenable por la libertad. Permítame ayudar a
multiplicar la libertad y juntos habremos logrado procrear una hija, que sólo
usted y yo, sabremos es el producto de este sentimiento que desafía la barrera
de los tiempos. Ahora, que ya lo sabe, repréndame con indulgencia y con la
dulzura con la que corrige los desvaríos de pueblos que aprenden a vivir su
independencia. Su enojo será la mejor prueba que la Historia se construye con
locuras de amor y de coraje. Y yo, veré nacer una hija que mantendrá en la
eternidad mi tributo de reconocimiento a usted, gestado entre los nueve meses
que están pasando desde el triunfo de Ayacucho y el primer aniversario de
Junín.
Esta carta,
impregnada de una profunda conciencia americana, nos indica que no sigue a un
hombre sino a un ideal. Ataviada con ropas militares, armada y a caballo
emprende la campaña escalando la cordillera. Con el grado de coronela,
Manuelita se instala en Lima, donde se comentaba que se comportó con mucha
imprudencia (pues se rumoreaba que tenía amantes y Bolívar lo ignoraba) y el
odio hacia ella crecía tanto que fue desterrada de la ciudad.
Manuela
partió rumbo a Santa Fe de Bogotá llena de temores porque sabía que allí
también había una conspiración en contra del Libertador. Seis años vivió en un
ambiente de maneras corteses, bajo las cuales se ocultaba la traición. Allí
escandalizaba a las mujeres y a los hombres con su indumentaria, atentando
contra las costumbres en la capital de la Nueva Granada, donde se procedía lo
mismo que en Quito y Lima, solo que Santafé de Bogotá era una ciudad más
pequeña. Además, las tensiones se agudizan porque el presidente, Bolívar, y el
vicepresidente, Santander, no se entendían. Pese a todo, Manuela se convirtió
en el centro de atracción de esa sociedad. En las tertulias que organizaba era
acogedora, sabía escuchar y gratar; también era alegre y de una generosidad
ilimitada. Bolívar, en cambio, era demasiado confiado, tanto que no llegó a
imaginar que se atentara contra su vida.
Héroe / heroína
Bolívar fue
el primero en reconocer el talento de Manuela. En carta al general Córdova, le
recuerda a este el respeto que se merece: «Ella es también Libertadora, no por
mi título, sino por su ya demostrada osadía y valor, sin que usted y otros
puedan objetar tal. [...] De este raciocinio viene el respeto que se merece
como mujer y como patriota». Lo importante para Bolívar es que Manuela no
deseaba nada para sí y por tanto no le traicionaría; por eso cada vez se fue
confiando más a ella, hasta dejarla encargada de su archivo.
Algunos
biógrafos nos dicen que era una mujer derrochadora que ofrecía fiestas
espléndidas agasajando en abundancia a los invitados y luciendo costosos trajes
que se mandaba hacer, tomados de modelos de revistas francesas. Pero no lo
hacía por frivolidad, sugiere Von Hagen, ya que con ello «estaba ampliando su
papel», «estaba influyendo en las opiniones de hombres que tenían importancia
para Bolívar». Debajo de sus «locuras» había algo diferente. Al final, aclara:
«... todos, demasiado tarde, que la habían juzgado mal», pues «...aquella
extravagante conducta era una fachada para ocultar las verdaderas intenciones,
las manipulaciones políticas en favor de los ideales de Bolívar». Ella era
capaz de medir el ánimo en las distintas capas sociales, ya que sus criadas le
traían noticias de las gentes del pueblo. Las mujeres culpaban de la carestía
de la vida a Bolívar. Los soldados estaban descontentos por las pagas
atrasadas. Los comerciantes se quejaban de ver caer sus negocios, la
aristocracia de la pérdida de sus privilegios, los intelectuales de los frenos
de la dictadura: «No habrá libertad mientras Bolívar viva», decían todos.
En ausencia
de Bolívar era ella quien despachaba la correspondencia con los generales y
medía la temperatura moral del ambiente. En un entorno predominantemente
masculino y cargado de prejuicios, la vemos desenvolverse, consciente de su
papel en la historia, como madre / padre de la patria a la vez. Obviamente,
tras la muerte de Bolívar, se le cerrarán todas las puertas, incluso las de su
ciudad natal.
Así la vemos asediada por unos, criticada por
otros, y en el ocaso de su vida Manuela se refugia en Paita, ante la inmensidad
de un océano, llamando a sus perros con los nombres de los enemigos de Bolívar.
Acaso para conjurar los males se valió del humor, como suelen hacerlo quienes
son capaces de estar por encima de las mezquindades humanas. Quizás estos
versos de Pablo Neruda, incluidos en el Canto General, sean el más bello
homenaje a lo que fue su vocación americana: «¿Quién vivió? ¿Quién vivía?
¿Quién amaba? / ¡Malditas telarañas españolas! / En la noche la hoguera de los
ojos ecuatoriales, / tu corazón ardiendo en el basto vacío: / así se confundió
tu boca con la aurora. / Manuela, brasa y agua, columna que sostuvo / no una
techumbre vaga sino una loca estrella. / Hasta hoy respiramos aquel amor
herido, / aquella puñalada de sol en la distancia» (Pablo Neruda, «Retrato», La insepulta de Paita).
Fuente:Centro Virtual Cervantes