la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Recordando a Edgardo Greco, sobreviviente de la dictadura argentina, amante de la vida y de la libertad / Viviana Marcela Iriart, 24 de enero de 2020




“Hoy voy a perderme
entre las cosas olvidadas,
es morir dos veces
si de mí no queda nada,
mañana.
Yo no pido más
quiero ser
un buen recuerdo
alguna vez”
(Carmen Guzmán-Mandy)
Edgardo Greco, arrodillado, y yo, en Costa Rica, 
enero 1981, y dos compañeros argentinos exiliados



Edgardo era optimista, amable, amoroso, soñador, pacífico. Era periodista,  ex dirigente gremial, realizador de máscaras teatrales, militante de los derechos humanos, combatiente incansable de la dictadura argentina, hermano del artista plástico Alberto Greco, al quien siempre recordaba  con nostalgia: se había suicidado en 1964.  Sus máscaras eran tan buenas que fue convocado por el exigente y prestigioso director Carlos Giménez, para que realizara las de su imponente espectáculo La Máscara Frente al Espejo.

Edgardo nunca hablaba de lo que la dictadura le había hecho. Pero un día, un único día, quién sabe por qué, me contó muy escuetamente parte de su historia y un "traslado". Fue un día de 1980 y todavía lo recuerdo.  Edgardo contó sin dramatismo, sin quejarse, como quien cuenta un cuento que le pasó a otro. Sólo al final sus ojos se pusieron un poco tristes.  Lo subieron a un avión, esposado de pies y manos y lo encadenaron de manos, acostado,  al piso del avión, avión al que le habían sacado los asientos. “Tuve suerte” me dijo. Porque no lo lanzaron vivo al Río de la Plata, como era “costumbre” de la dictadura, sino que lo trasladaron de Buenos Aires a Córdoba. De un campo de concentración a otro.



Edgardo, izquierda, entrevistando a  Jorge Gody, dueño junto a
Aura Rivas de la galería "Viva México", Caracas.


Con Edgardo compartíamos la lucha contra la dictadura argentina. Pero no éramos combatientes políticos, no pertenecíamos a ninguna organización: éramos militantes de los derechos humanos.  Viajamos juntos a Costa Rica, en enero de 1981, al  Primer Congreso de Familiares de Detenidos-Desaparecidos de América Latina; trabajamos en la organización y participamos del Segundo Congreso de Familiares..., realizado en Caracas en noviembre del mismo año y trabajamos en la Coordinadora Pro Derechos Humanos en Argentina que funcionaba en Caracas, lugar en donde nos conocimos.  Todo ad-honorem, robándole horas al sueño y poniendo dinero de nuestros bolsillos.

Edgardo hizo, junto con mi amigo Julio Palavicini, también sobreviviente de la dictadura, menos tristes mis años de exilio.

Con su moto Vespa viajamos un día a La Guaira y otro, quiso enseñarme a manejarla, hasta que me estrellé contra un paredón dañando a la moto, Edgardo ni se inmutó,  y cambié de idea. Con esa moto recorrimos Caracas llevando gacetillas a los periódicos denunciando la situación argentina. Juntos hicimos artesanías en cuero que nadie quería comprar e inventamos mil proyectos laborales que nunca pudimos concretar;  íbamos a la playa, al cine y al teatro; tomábamos mate compartiendo esa yerba que tanto costaba conseguir (no había importación) y nos encantaba encontrarnos en la panadería para desayunar un rico guayoyo, negrito o marrón y un sabroso cachito.

De tanto en tanto, porque era muy caro, íbamos al kiosko internacional que estaba en la avenida Casanova y comprábamos, a medias, el diario Clarín, que entre líneas algo nos contaba de lo que pasaba en Argentina, y era tal nuestra nostalgia que leíamos…¡hasta los clasificados! Era tan caro el diario, o tal nuestra pobreza, que después de leído circulaba de mano en mano como si fuera un tesoro, y no se botaba, ¡los coleccionábamos! Porque en caso de ataque de nostalgia ahí estaban los diarios, como si fueran un pedacito de nuestra patria. Pero Edgardo, a diferencia de la mayoría, yo incluida, no sufría de nostalgia crónica y su alegría y su amor por Caracas eran un bálsamo entre tanto dolor.


Recuerdo un hermoso 31 de diciembre de 1981 que celebramos en mi “casa” de Las Mercedes (una galería de arte que yo cuidaba a cambio de una habitación), junto con amigos y amigas  venezolanas, argentinas  y de todas partes porque Caracas, en aquellos años,  era la capital del refugio latinoamericano y caribeño. Esa noche sacamos muchas fotos a las que el tiempo le ha ido borrando las imágenes, pero Edgardo sigue nítido en mi recuerdo.

Edgardo, que quizá era 20 años más grande que yo,  amaba a Venezuela, y eso no era tan frecuente en el exilio, y me enseñó a amarla y valorarla sin que yo me diera cuenta que me estaba enseñando.




Edgardo, amigas, amigos  y yo en la playa, ¿Choroní? 1980 o 1981



Edgardo hacía de todo para sobrevivir, porque tenía dos hijas pequeñas (y una ex esposa encantadora) en Caracas,  pero el dinero  y el éxito siempre le fueron esquivos y pasó muchas dificultades económicas, tanto en Caracas como en Buenos Aires.

En Caracas vivía en una pensión miserable en San Agustín y en Buenos Aires le fue tan mal que un día se mató. La democracia argentina le debía mucho, pero la democracia nunca  pagó su deuda.

Edgardo fue un amigo muy leal. Cuando los compañeros de la Coordinadora Pro Derechos Humanos en Argentina me expulsaron (luchaban contra la dictadura pero querían imponer la suya), simplemente por expresar opiniones diferentes a las suyas en una reunión con las Madres de Plaza de Mayo, él fue de los pocos que se quedó a mi lado y que no se cruzaba de vereda cuando me lo encontraba en la calle: él me daba un abrazo. Y negó y rechazó tajantemente la infamia con la que esos compañeros pretendían hacer aún más difícil y doloroso mi exilio: ¡dijeron que yo era agente de la CIA! Y seguimos trabajando juntos contra la dictadura.

A Edgardo le debo también el poder haberle hecho juicio al Estado Argentino. Fue él quien me aconsejó, preocupado por un intento de secuestro que sufrí en 1980 en Caracas, que pidiera estatus de refugiada ante el ACNUR. Y lo hizo a pesar de que la “política oficial” del exilio era no pedir refugio. Confié en mi amigo. Y gracias a esa constancia de refugio, y al trabajo de mi abogada Elena Moreno, pude ganarle el juicio al Estado Argentino después de muchos años de lucha e infamia, y gracias a la Corte Suprema de Justicia, que falló a mi favor la apelación interpuesta por el gobierno de Néstor Kirchner.

Edgardo, que había padecido un millón de sufrimientos más de los que yo padecí, murió sin  que el Estado le pidiera disculpas. Sin que la democracia le diera las gracias. Igual que  Julio Cortázar. Qué injusticia tan grande.


Edgardo sobrevivió a campos de concentración y cárcel en Argentina y exilio en Venezuela, sólo por querer un mundo mejor.  Su nombre estuvo en las Lista Negras de la dictadura hasta el final. Su única arma eran las palabras. Y sus palabras siempre fueron amables, conciliadoras,  amorosas.

¿Cuándo habrá en Argentina una placa que le recuerde?

24 de enero de 2020