la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Doris Lessing, la escritora combativa, entrevista de Rosa Montero, 1997, El País


Recuperamos una entrevista a Doris Lessing que realizó Rosa Montero en 1997, antes de que obtuviera el premio Nobel. Entonces tenía 78 años.

"Sigue siendo combativa e indómita", escribía Montero. En aquellos días se acaba de publicar la primera parte de su autobiografía






Mientras bajamos del taxi la vemos asomada a la ventana de su casita de ladrillos típicamente inglesa, con su moño blanco y su chaleco azul, una anciana tan guapa y tan pulcra como el hada madrina de un cuento para niños. Hay que subir por las escaleras, llenas de cajas de libros, hasta el primer piso, que es donde la escritora tiene el cuarto de estar y nos espera. Aunque en realidad ella sólo esperaba a una persona:
—No sabía que iba a venir un fotógrafo... refunfuña.
Porque el hada madrina Doris Lessing tiene un genio de mil demonios, un carácter fortísimo que le ha hecho ser quien es y sobrevivir a través de penosas circunstancias. De esas circunstancias habla extensamente Lessing en su fascinante autobiografía, cuyo primer volumen, Dentro de mí, será publicado en España en estos días por la editorial Destino. Para apoyar el libro, precisamente, ha consentido que la entrevistaran, cosa que odia; de manera que ahora está aquí, enfrente de mí, para nada antipática, porque es primorosamente cortés y sonríe mucho; pero sí muy tensa, sin duda muy incómoda, deseosa de acabar con este trance. Cuando el fotógrafo la retrate después durante media hora, ella, la coquetísima Lessing (“si me quito el chaleco pareceré dos veces más gorda”), aguantará la sesión con mucha más calma y más paciencia; pero la palabra, que es su territorio, la pone nerviosa. Tal vez tema no explicarse bien, o, para ser exactos, tal vez tema la incomprensión del mundo, personificada en mí en estos momentos: durante la entrevista se muestra a la defensiva varias veces. Sea como fuere, la nuestra es una conversación difícil, tartamuda, a ratos íntima, a ratos remota; llena de evidentes y mutuos deseos de entendernos, pero lastrada por no sé qué distancia insalvable, por ese pequeño abismo transparente que a veces aísla de modo irresoluble a las personas.
—En España es usted conocida sobre todo como la autora de El cuaderno dorado, que fue un hito para muchas personas de mi generación. Es su novela más famosa en todo el mundo, pero me pregunto si no estará usted un poco harta de que todos le hablen de ese libro, que fue publicado en 1962, y de ser conocida sobre todo como autora realista, cuando ha hecho usted muchas otras cosas, como, por ejemplo, una estupenda serie de ciencia-ficción compuesta por cinco novelas...
—Bueno, ya sabe usted lo que son los tópicos, la gente necesita poner etiquetas en las cosas. Por eso es por lo que siempre hablan de El cuaderno dorado, porque es más fácil decir: Doris Lessing es la autora de El cuaderno dorado, y ya está. Pero eso le sucede a todo el mundo.
—¿Y no le desespera?
—Me irrita un poco... Pero ahora que me estoy haciendo vieja soy más tolerante.
—¿Fue por eso, para escapar de esos estereotipos, por lo que publicó aquellos dos libros con el nombre de Jane Sommers? [En 1984, Lessing escribió dos novelas con seudónimo; sus editores habituales se las rechazaron, y cuando consiguió publicarlas las críticas fueron regulares y vendió muy poco].
—No, lo hice porque me pareció un experimento interesante. Además luego he descubierto que eso lo han hecho otros autores, sólo que no se ha hecho público. Simplemente pensé: voy a ver qué pasa. Los críticos dijeron que El diario de una buena vecina era una primera novela prometedora... Lo cual resulta curioso. Y también recibí cartas interesantísimas, como una que venía de una escritora de libros románticos muy, muy conocida, que me dijo que llevaba publicados, no sé, pongamos que 73 libros, y siempre era maravillosa y fantástica y fenomenal para todo el mundo, y vendía millones de ejemplares de cada uno; y entonces escribió una novela más, pongamos que la número 74, y puso un seudónimo y la mandó a sus mismos editores, y se la devolvieron diciendo que no se podía publicar, que no les gustaba mucho, y que le sugerían que estudiara las obras de Fulana, o sea, de ella misma. Y entonces ella volvió a enviar el manuscrito a sus editores, esta vez con su propio nombre, y le dijeron: oh, maravilloso, estupendo, querida, cómo lo consigues, siempre escribes tan bien...
—Como usted misma dijo cuando el experimento Sommers, nada tiene tanto éxito como el éxito...
—En efecto, es absolutamente así.
—Usted parece tomárselo muy filosóficamente, pero a mí me resulta terrible. Se diría que es imposible lograr una apreciación mínimamente objetiva de las obras...
—Bueno, esa apreciación lleva cierto tiempo. Cada libro tiene su propia vida. Por lo general, todos los libros tienen que luchar al principio contra la negatividad y la indiferencia. La mayoría de mis libros han tenido violentas reacciones negativas en contra, especialmente los de ciencia-ficción, pero los demás también.
Ahora estoy escribiendo una novela de aventuras, es la primera vez en mi vida que hago algo semejante, y estoy disfrutando muchísimo. Bueno, pues tengo interés en ver qué ocurre 1 cuando salga este libro, porque es un campo completamente nuevo en mi literatura. Y seguro que los críticos volverán a decir lo mismo: pero por qué está haciendo esto, Doris, por qué está perdiendo el tiempo... Es una actitud totalmente predecible.
—Me admira esa seguridad en sí misma que muestra: por ejemplo, a pesar del varapalo de los críticos a sus obras de cienciaficción, usted siguió escribiendo novela tras novela hasta terminar la pentalogía...
—Porque me divertía haciéndolas. También me está divirtiendo mucho este libro de aventuras que ahora escribo, y si después a la gente no le gusta me dará igual, porque de todas formas habré disfrutado haciéndolo.
—¿Nunca se quedó bloqueada, nunca pasó por una época de sequía creativa?
—No, no. A veces he querido escribir un libro concreto y no he sabido cómo hacerlo, cómo resolverlo, y me he pasado 10 años hasta encontrar el modo. Pero mientras tanto hacía otros libros. Bueno, he estado algunas épocas sin escribir, pero por decisión propia. Una vez me pasé un año entero sin escribir, a propósito, para ver qué sucedía. Tuve muchos problemas. Creo que no i me sienta bien no escribir: me pongo de muy mal humor. La escritura te da una especie de equilibrio.
Es orgullosa como el héroe de las viejas películas del Oeste, ella sola y siempre rebelde contra el mundo, contra los críticos j adocenados, contra las injusticias, contra la estupidez, contra los abusos. Al envejecer todos nos vamos solidificando en nuestra especificidad y nuestras rarezas, y esta digna anciana de pequeños e intensos ojos verdes parece hoy más indómita que nunca. Nació j en Persia en 1919, pero a partir de los cinco años vivió en la antigua colonia británica de Rodesia, hoy Zimbabue, en una modesta granja en mitad de los montes, en donde creció obstinada y algo salvaje. A los 14 años se marchó de casa, a los 18 se casó; luego se divorció, abandonando a sus dos primeros hijos; se enfrentó al régimen racista de la colonia y se hizo del partido comunista, pero años después dejó la militancia y denunció lúcida y tempranamente el comunismo, lo cual le acarreó bastantes críticas.
Llenó su vida, en fin, de actos inconvenientes, y ni siquiera el hecho de llevar 20 años siendo nominada para el Nobel ha hecho de Doris Lessing una mujer convencional. La sala de su casa apenas si tiene muebles: hay unas cuantas alfombras persas muy raídas y varios cojines viejos por los suelos, como en el piso de un hippy o de un okupa. En una esquina, una gran mesa de madera está cubierta por entero de libros y papeles (un ejemplar en inglés de Fortunata y Jacinta, un diccionario de ruso abierto por la mitad, un álbum de pinturas); como no hay sillas a la vista, es de suponer que Doris lee de pie. El sofá en el que nos encontramos tiene las patas serradas, de manera que queda exageradamente bajo. No resulta el asiento más apropiado para una mujer que está cumpliendo ahora 78 años, pero a la luchadora Lessing parecen indignarle las trabas físicas de la edad, e insiste en sentarse en los suelos como si semejante gimnasia no le costara nada. Pero sí que le cuesta, por supuesto, aunque aún esté bastante ágil. Se apoya en la rodilla y gruñe: “Esto es la vejez, ¿se da cuenta? La vejez es esta dificultad para levantarse”
—Tengo entendido que ha escogido usted a Michael Holroyd para que sea su biógrafo oficial...
—Leí la biografía que le hizo a Bernard Shaw, y era tan buena, tan llena de sensibilidad y entendimiento de la penosa infancia de Shaw, que pensé que, si me tenían que hacer alguna biografía, prefería que fuera él quien la hiciese.
—¿Le preocupa la posteridad?
—No. Pero es que han empezado a hacerse biografías sobre mí por ahí. En un momento determinado de mi vida yo puse en mi testamento que no quería que me hicieran biografías, pero luego me di cuenta de que eso no servía para nada, porque otros escritores también lo pusieron en sus testamentos y nadie ha respetados sus deseos. Y la cosa es que, si van a hacer libros sobre mí de todos modos, preferiría que al menos uno fuera de Holroyd.
—Habla usted de la penosa infancia de Shaw... Usted dijo en una entrevista: “He sido una niña terriblemente dañada, terriblemente neurótica, con una sensibilidad y una capacidad de sufrimiento exageradas”. Y en el primer volumen de sus memorias escribe: “Estaba luchando por mi vida contra mi madre”. Desde luego no parece una niñez muy agradable.
—Fue una infancia muy tensa, y creo que la mayoría de los escritores han tenido una infancia así, aunque esto no quiere decir necesariamente que tenga que ser muy desgraciada, sino que me refiero a ese tipo de niñez que te hace ser muy consciente, desde muy temprano, de lo que estás viviendo, que es lo que me sucedió a mí.
—Su autobiografía está llena de mujeres frustradas, y la primera de ellas es su madre. Era un ambiente muy opresivo del que usted necesitaba huir.
—Sí, mi primera sensación era: tengo que escapar de aquí. Ahora bien, cuanto más mayor me hago más entiendo a mi madre, no la condeno en absoluto. Ahora entiendo exactamente cómo era y por qué hacía las cosas que hacía. Entiendo su drama, y también entiendo que para ella fue una tragedia tener una hija como yo. Si hubiera tenido una hija distinta las cosas le hubieran ido mucho mejor.
—¿Cuándo murió su madre?
—Uhhh... A principios de los sesenta.
—¿Y consiguió usted decirle que la entendía?
—No. Desearía haber estado más cerca de ella. Y eso es una cosa terrible. Éramos personas tan diferentes, temperamentalmente hablando. Y eso fue una tragedia. Simplemente no podíamos comunicarnos la una con la otra. Y eso no fue culpa de nadie. Yo he tenido tres hijos, sabe, y sé que los hijos son una lotería.
—En su autobiografía, de todas formas, su madre es un personaje maravilloso. Frustrada, autoritaria y depresiva en ocasiones, pero al mismo tiempo tan fuerte, tan valiente, matando serpientes a escopetazos y llevando adelante una existencia de lo más difícil.
—Sí, era un personaje extremadamente fuerte y muy capaz. Odiaba su vida, y sin embargo se enfrentó a ella y la manejó muy bien y con gran valor.
—Usted se recuerda, de niña, diciéndose mentalmente una y otra vez: “No seré como ella, no seré como ella”. Y sin embargo me parece que de algún modo es usted muy parecida a ella.
—Sí, seguro que sí. Hay en mí una dureza y un rigor que seguro que vienen de mi madre. Y me alegro, porque ciertamente era una mujer muy resistente.
—Y usted también lo es.
—He tenido que serlo.
—Ya sé que nunca llora.
—Eso no es cierto.
—En sus memorias, usted misma dice que por desgracia llora muy raramente.
—Bueno, desearía llorar más. Sí, es una pena que no llore más. De hecho creo que eso es lo que subyace tras este tremendo fenómeno que se ha suscitado con la muerte de Diana. Leí en un periódico que el mundo entero estaba necesitado de una buena llantina, y que la gente aprovechó la excusa de la muerte de Diana para darse una panzada a llorar. Y sí, creo que eso es la verdad más absoluta, porque de otro modo ese lío absurdo que se montó no tendría ningún sentido.
—Oscar Wilde dijo que la desgracia de los hombres era que nunca se parecían a sus padres, mientras que la desgracia de las mujeres era que siempre se parecían a sus madres...
—Wilde dijo muchas cosas agudas, pero no necesariamente verdaderas. Otra es: todo hombre mata aquello que ama, y tú te dices: oh, sí, qué brillante. Pero luego te pones a pensarlo y te dices: pero si no es verdad.
—Tiene usted razón, pero esa frase de Wilde sobre los padres me parece acertada. Claro que él se está refiriendo a aquellas madres tradicionales que no podían desarrollar una vida independiente. Ahora las cosas han cambiado, pero ha habido unas cuantas generaciones de mujeres que crecieron intentando huir, a menudo sin éxito, del destino de sus amargadas madres.
—Sí. Yo siempre sentí pena por mi madre. Incluso desde que yo era muy pequeña pude percibir muy claramente lo desgraciada que era. La combinación de encontrarla intolerable, y sentir al mismo tiempo una desesperada compasión por ella, era lo que hacía la situación difícil de soportar. Ahora, en efecto, las cosas han mejorado muchísimo, porque ahora las mujeres trabajan, y el principal problema de muchas de aquellas mujeres era que hubieran querido trabajar y no podían. En realidad ya no veo mujeres como mi madre alrededor. Era terrible lo que pasaba antes. Toda mi generación tiene madres frustradas y amargadas. Y todas estuvimos intentando escaparnos de lo que ellas eran.
—Sus memorias dejan la clara impresión de que usted se sentía muy distinta a todos cuando era pequeña, y esa diferencia, llevada hasta su extremo, es la locura. ¿Ha tenido usted alguna vez miedo a volverse loca?
—Mire, esto es muy interesante. No creo haber temido la locura, porque, primero, eché mis miedos fuera a través de la literatura, es decir, escribí mi miedo a la locura. Y, en segundo lugar, creo que tengo muchos puntos de contacto con aquellas personas que están locas, pero creo que yo puedo... Es algo en sí mismo interesante, creo que puedo... no me gusta la palabra sublimar, pero, en fin, creo que puedo simplemente pasar mi locura a... tal vez a otra gente. Puedo rebotarla fuera de mí.
—En un momento del libro cuenta usted que durante muchos años lloró con tan lacerante desconsuelo la muerte de los gatos que por fuerza tenía que pensar que estaba algo demente.
—Es que hay algo loco en una persona que llora con absoluta y total desesperación durante 10 días por la muerte de un gato, cuando no se ha comportado así en la muerte de su propia madre. Es algo demencial, irracional. Es un desplazamiento del dolor.
Siempre buena anfitriona, Lessing nos pregunta media docena de veces si queremos tomar algo. No, no queremos nada, muchas gracias. Al final de la entrevista, entre el alivio de haber acabado y la inquietud de no haber sido lo suficientemente afectuosa, Lessing me regala dos de sus libros, e insiste en que tomemos un pedacito de dulce de jengibre. Salimos al jardín a hacer las fotos: el piso bajo y la cocina están atestados de libros y de trastos. Al parecer siempre fue bastante desordenada, y vivir solo suele multiplicar nuestra tendencia al caos. Hasta hace muy poco, Lessing vivió con Peter, su tercer hijo, que debe de andar por los 50: “Pero ahora él se ha cogido un apartamento por su cuenta”.
De modo que Doris se ha quedado en la casita de ladrillo acompañada por El Magnífico, un gato guapo y grande pero viejísimo, un animal de 17 años al que acaban de amputarle una pata porque tenía cáncer en el hombro. “Pobre”, suspira Doris: “El pobre está muy anciano y con sólo tres patas. Pero qué se le va a hacer, así es la vida”. La vida para Doris, me parece, es una negrura contra la que hay que luchar enarbolando palabras luminosas. O es como su jardín, tan crecido como una selva: “En primavera estuvo hermoso, pero ahora, ya lo ve”. Ahora está devorado por la maleza. Es la vida como un asedio, en fin, y afuera se agolpan la edad, la muerte, la decadencia y la melancolía. Pero ella resiste los ataques y sigue defendiendo la plaza día a día, valerosa Lessing, luchadora, tan bella con su moño bien atusado y sus ropas coquetas, tan poderosa aún con su lucidez y su prosa perfecta.
—En sus memorias se refiere de pasada a una época en la que sufrió muchísimo...
—Ah, sí, habla usted de la época de depresión... Fue un dolor tan enorme, tan poderoso... Creo que entiendo lo que es el dolor, ¿sabe? Suprimimos cosas de nuestra conciencia, reprimimos sentimientos y los llevamos enterrados en el fondo del corazón. Y de repente sucede algo como... No sé, como el asunto de Diana, por ejemplo, y la gente encuentra una razón para llorar. Porque en realidad están llorando por sí mismos.
—¿Y qué le sucedió en aquella ocasión, para sufrir así?
—No importa lo que sucedió, seguro que fueron razones de lo más irrelevantes. Lo importante es saber que sucede así, que un día de repente, inesperadamente, cae sobre ti toda esa pena y te inunda, y entonces te tienes que preguntar sobre qué habrás estado sentándote, qué te habrás estado silenciando a ti misma durante todos los años anteriores.
—Si le pregunto sobre la razón de aquella caída, no es por mera curiosidad. Usted es una persona que vive, reflexiona sobre lo que vive, y escribe después sobre todo ello, y para mí, y para muchos otros de sus lectores, es una especie de exploradora de la existencia, una pionera que camina delante...
—Esa es una imagen bonita.
—Es el adelantado que nos va explicando a los demás lo que nos espera en la vida.
—Me gusta mucho esa idea.
—Y me gustaría saber qué es lo que hay ahí delante que puede resultar tan doloroso.
—Tendría que pensar sobre ello. He conocido a personas que están deprimidas clínicamente hablando, y cuando yo experimenté aquellos momentos de intensa pena me pareció que sólo había un escalón de bajada entre mi pena y la depresión clínica, que era muy fácil bajar de la una a la otra. Y entonces tienes que preguntarte de dónde viene todo ese dolor. No sé, creo que la gente bloquea a menudo el recuerdo de sus infancias porque les resulta un recuerdo intolerable. Simplemente no quieren pensar en ello. Y a menudo está muy bien que no nos acordemos, porque de otro modo seríamos incapaces de vivir. De manera que paso mucho tiempo de mi vida mirando a los bebés y a los niños pequeños y pensando: qué estará sucediendo realmente por ahí abajo.
—Por cierto que usted, al separarse de su primer marido, tuvo que abandonar a sus dos niños. Debió de ser algo muy doloroso.
—Fue una cosa terrible, pero tuve que hacerlo. No puedo decir que fuera una buena decisión, pero pudo haber salido mucho peor en todos los sentidos. Mis hijos fueron siempre extremadamente generosos, ni mi hijo ni mi hija me condenaron jamás y siempre me apoyaron. Mi hijo John murió, no sé si lo sabe. Murió hace algunos años de un ataque al corazón.
—No lo sabía. Debía de ser muy joven.
—Mucho. Cincuenta y pocos años. Bebía mucho, comía mucho, era una de esas personas que tenían que vivir al límite... Pero, en fin, el caso es que tuve que dejar a mis hijos, tuve que hacerlo, era cuestión de vida o muerte para mí. No hubiera podido seguir soportando aquella vida de blancos en Sudáfrica. En fin, qué más da. Todo esto ya es agua pasada hace mucho, mucho tiempo...
—Usted siempre ha hecho y dicho cosas poco convencionales. Es la antítesis de lo políticamente correcto. Y esto le ha granjeado muchas críticas: los de derechas la odian, la izquierda ortodoxa considera que es una traidora...
—Así es.
—Ese lugar suyo del rigor y la lucidez, ¿no es muy solitario?
—Bueno, alguien dijo que uno de los grandes problemas de ser viejo era que no puedes decir en voz alta casi ninguna de las cosas que realmente piensas, porque siempre resultas ridículo o chocante o molesto.
—Suena bastante triste.
—Siempre puedes hablar con los contemporáneos.
—¿Y cómo vive usted todo esto, cómo vive sus 78 años?
—Lo que está usted preguntando es cómo llevo ser vieja, ¿no? Pues bien, ¿qué le vas a hacer? No hay más remedio que vivir la vejez. No puedes hacer nada contra ella.
—Ya le he dicho antes que para mí usted es una especie de exploradora. Por favor, dígame que también a esa edad hay momentos en los que la vida resulta hermosa.
—Yo nunca pensé que la vida fuera hermosa.
—Pues entonces dígame por lo menos que todavía se conserva la curiosidad, y la excitación de conocer cosas nuevas, y el placer de escribir...
—Sí, eso sí. Todo eso se mantiene aún intacto.


©Rosa Montero
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Fuente: El País