Esperábamos
el verano para ir a la playa de los rusos, pero hemos pasado el tiempo libre
recorriendo bodegas entre la 150 y la 217 tratando de conseguir las mejores
ofertas de caraotas negras y harina de maíz. Mi amiga Marguerite, de la Hispanic
Society, que antes me citaba para contarme sus peripecias transportando el
ejemplar de 1490 del Libre apellat Tirant Lo Blanch hasta Europa o
California, ahora llama para ofrecerme cajas para embalar. Estuvo desencantada
cuando decidimos enviar paquetes de comida en lugar de presentarnos en Caracas.
Había
asistido a la sesión donde un amigo criado en Cuba me enseñaba a camuflar un
vestido de novia con su velo más el traje para la madrina, puestos en capas
debajo de mi conjunto de chaqueta de invierno, sin que se notara. Solamente él
entendía que no podía llevarlos en el equipaje porque me los desaparecerían
antes de pasar las aduanas. Su novio, otro cubano pero criado aquí, intentó
disuadirme mostrándome el catálogo virtual de unos trajes a la medida fletados
a muy buen precio desde China hacia cualquier parte del mundo. El único
inconveniente es que los modistos te hacían las pruebas vía Skype a las 3 de la
mañana y de dónde sacarían el encaje de Cluny.
– No sé
allá, pero en San Juan no se vería normal una bufanda tan pesada –dijo
Marguerite, pero era parte fundamental de mi atuendo de viaje. En la bufanda
iría escondido precisamente el velo de blonda, encima de las siete gargantillas
para las damas de honor. Nada raro en Caracas: te pones lo que sea, basta con
que parezca de diseñador. Pensé que en realidad allá se fijarían más en mi
gordura y en los zapatos de viaje, que eran los mismos del año pasado, o sea,
pasadísimos de moda.
Pero ahora
que no iba a viajar ya no me mortificaban los accesorios y paso por el museo de
la Hispanic buscando mi caja. Me siento rara. Miro hacia los lados como
si anduviera en cosas ilegales, como si me llevara el cuadro de la maja vestida
de negro de Goya, por cierto, más alto que yo, bajo las propias narices del
señor Guru, el vigilante que suele anunciarme.
La caja a
medio llenar ocupa casi toda nuestra sala. Han desfilado amigos y vecinos
solidarios.
– No metas
cebollas ni guineo verde, llegan podridos. Mejor mete malagueta, nos recomienda una
vecina dominicana. Ni cebollines, ni una manzana cripps pink con
auténtico sabor a ponsigué maduro que le había envuelto cuidadosamente a mi
madre que ahora le dio por hablar de las frutas que ya no consigue, ni mangos,
ni lechosas, ni mandarinas, ni mamones y claro, tampoco recuerda cómo eran las
ciruelas de huesito de la primera casa que tuvimos. Prefiere no saber.
Conseguir un puñado equivaldría a lo que imagina una lucha reñida en la subasta
de melones híbridos de Yūbari.
– Pero si
los remates de alimentos en las altas esferas son lo más cómodo del mundo,
trato de aclararle. En la playa de Brooklyn un ruso me contó el año pasado que
estuvo pujando por un melón desde su sala de baño que imita una terma de aguas
minerales. Pero mi madre no usa celular. Las cosas han cambiado tanto que ella, que antes le
hacía ascos al culantro porque era el alimento favorito de las culebras, ahora
me pide que le consiga.
– No metas
recaíto, ni ajo majado, llega negro. Que cocine la habichuela con malagueta–insiste la otra vecina dominicana
que ya está metiendo más bolsitas de aquellas guayabitas ligeramente anisadas
en el espacio vacío de los rollos de papel de baño que en realidad
aprovecharemos para rellenar con vitaminas y la pastilla de la tensión.
Las amigas
que regresan de sus vacaciones por España nos aportan hebras de azafrán y jabón
Magno porque ya tenemos todos los granos, el aceite y el azúcar, el café y las
latas de carnes, el bacalao seco y el Janumet, las cintas para medir la
glucemia, toallas sanitarias para incontinencia, pechuga enlatada y huevos en
polvo. Sin que mi vecina lo note voy sacando las malaguetas que corren como
metras por la sala, porque la colega del college, Ramona Haemalatha,
estuvo moliendo especias en la casa de su madre en Sri Lanka y preparándonos
dulces de leche con coco y cardamomo, y cuando hizo el transbordo en los
Emiratos Árabes adquirió dos botellas de vino y una enorme caja de dátiles para
nuestras madres. Las dominicanas no nos dejan meter el vino. Pienso que a la
madre de A. le hubiera hecho ilusión un merlot argentino comprado en Abu Dabi.
Tampoco podremos meter el Awamori añejo, obsequio del estudiante japonés,
porque era o eso o más champú.
El país
tiene su mapa particular de carencias. Cada mañana sales acorazado para una
guerra, con tus prendas de moda porque no sabes si regresarás. Casi siempre
funciona y te perdonan la vida a cambio de una prenda. Es la ilusión de los
padres cuando preparan a la familia de madrugada. Les sobrecargan los morrales
a los más pequeños, con botellas y harina que valen oro. Ya saben –insiste
la madre– en cuanto te apunten tú avisa que tengan cuidado, que llevas un 12
años encima, a la mayorcita que protesta por todo le recuerda que entregue
los zapatos y el bolso Prada sin poner mala cara y tú,
dirigiéndose al marido, apenas empiecen a disparar grita te la regalo, te
la regalo, y les lanzas las llaves de la camioneta o los guías a la casa
para que se lleven la caja que acaba de llegar con carburadores nuevos y el
Samsung Galaxy Note 7.
Los
servicios de paquetería se multiplican. Llevan desde una nevera y compresores
de aire acondicionado hasta un saco de arroz, pasta de dientes y leche en polvo
para un año entregados en puerta, siempre y cuando envuelvas todo muy bien con
papel burbuja. Para cada trinchera una necesidad particular. Pareciera que los
paquetes van a diferentes países. Dentro de casa las mayores andan vestidas y
arregladas, con la cédula a mano, esperando la llegada de las cajas o del
enemigo.
Los trajes
para la boda de la mejor amiga de la sobrina, regalos de Marguerite, tampoco
irán esta vez en la caja. Recuerdo a mi sobrina y a su amiguita de niñas,
olvidando el nombre de la dulcera conocida por todos por su sobrenombre.
Educadísimas, de pronto se quedan en blanco y le dicen: Señora Pulga, por
favor una docena de turrones. La dulcera decide no vendernos durante seis
meses. Los milk tofee de Colombo, idénticos a los turrones de leche de
aquella bodega de otros tiempos, cuando mi madre pensaba con horror que las
culebras se restregaban en las hierbas de olor del patio y prefería condimentar
con las importadas.
– En
lugar de la malagueta, preparen sofrito en envases de plástico sellado– nos
ilumina Marguerite, experta embalando incunables que atraviesan continentes
encima de sus piernas.
La madre de
A, más moderna que la mía, nos mostrará por Skype el cuadrito pegado de su
nevera con un imán, hecho con el estuche que protege al azafrán metido en un
medallón, como un relicario de cabellos de un santo pelirrojo, expoliado en la
última cruzada a Tierras Santas.
Photo Credits: Daniel
R. Blume
Fuente: Vice Versa Magazine