El Rosedal, Buenos Aires octubre 2011
Viviana
Marcela Iriart nace en La Plata,
a mediados del siglo pasado, cuando Argentina crecia vertiginosamente y se
deslumbraba como una de las grandes naciones del mundo, pero Vivi como le
decimos los amigos, poco disfruto de esa riqueza, como mucho de los argentinos,
que vieron quebrantados sus sueños de libertad por las duras y demoníacas
dictaduras que ensombrecieron la pampa, el esterero, el majestuoso Aconcagua,
los suelos de hielo de la
Antártida albiceleste.
Buscada
y encarcelada en su tierra por mostrar manos al cielo, por gritar libertad, y
escribir con mordacidad e inteligencia los hechos erróneos y horrores de la
dictadura, tiene que exiliarse a otros mundos: abandona tristemente el cielo
sureño y su vista se dirige al norte, a un poco más de la línea ecuatorial,
pisando tierras venezolanas, aunque dejo su pensamiento y su corazón – como
diría Eladia Blazquez- … “mirando al Sur”.
Poco
a poco se abre camino en el mundo cultural en Venezuela ejerciendo diferentes
cargos en el mundo teatral y periodístico. Viviana se adapta rápidamente al
mundo de una Venezuela pujante y saudita, sin olvidar sus raíces, sin
desmemoriar su pasado. Todavía en sus letras se oyen altos ecos de aquella
rebeldía de su juventud, Viviana cambia su exterior como los arboles en el
tiempo, pero que aún sin hojas, que aún sin flores, que aún sedientos en
verano, siguen dando frutos: sus frutos son sus cuentos, sus novelas, su
esplendida prosa.
La
sombra de un gobierno dictatorial y los viejos temores regresan a ella cuando
se monta al poder un militar en Venezuela, la escritora y periodista vuelve su
mirada al Sur, y sin casi avisar, como hacen las aves migratorias retorna su
viaje al frio… a la aciaga tierra de Storni, Cortázar y Gardel. Desde City Bell
nos llegan sus trabajos, sus letras bañadas de “Oro y Plata”.
Me
imagino a Vivi, como la María
de Aníbal Troilo y Cátulo Castillo “como el paisaje de la Melancolía, que
llovía...llovía, sobre la calle gris”... escribiendo ahora con sus pies y su
mente en su tierra azul, con su cabello negro ahora teñido de blancos y grises
pensamientos y recuerdos, pero de seguro con su corazón mirando al azul
venezolano de un Mar Caribe.
La Casa Lila de viviana marcela iriart (fragmento)
Capítulo VII
(...) Me alejo y me siento en un
sillón. Qué placer poder mirar sin consecuencias. Me gusta observar a la
gente, adivinar sus vidas por sus gestos, un gesto dice más que mil
palabras.
En este país las personas, en general,
tienen la mala costumbre de vivir no como quieren sino como deben,
siguiendo normas que nadie sabe quién ni cuándo creó. El uso de la
libertad es un derecho duramente castigado. Es como si dijeran: si yo me
someto, todos deben someterse.
Siempre que regreso siento que me colocan un corsé, y encima de una talla más pequeña del que me corresponde.
No encajo, nunca encajé.
Quizá por eso me fui.
Porque a una extranjera se le tolera que no conozca las reglas, simplemente está fuera de ellas.
Una extranjera, además, nunca encaja, desde el exacto momento en que abre la boca y un acento extraño golpea los oídos nacionales, molestando.
Una extranjera, además, nunca encaja, desde el exacto momento en que abre la boca y un acento extraño golpea los oídos nacionales, molestando.
Pero duele menos ser extranjera en país ajeno que ser tratada como extranjera en tu propio país.
Ninguna diferencia se perdona, racial,
sexual, religiosa, pero la diferencia que menos se perdona es el
ejercicio de la libertad. Por ella supuestamente matamos pero por sobre
todo, nos matan.(...)
Capítulo XI
Pasan tres niños pequeños montados en un viejo caballo grande.
Pasa la niña que fui yendo a la escuela en sulky.
Los niños ríen, son felices.
También yo lo era, entonces.
Se paran delante de una mora rozagante de frutos y las manitas revolotean en el aire, desesperadas.
El caballo pasta, tranquilo, indiferente a sus brincos.
La mora baja sus ramas para amamantar a los niños con su leche negra.
©Viviana Marcela Iriart
La Casa Lila
Fotomontaje: ©Félix
Esteves