Armando Reverón en el documental de Margot Benacerraf (Venezuela, 1952).

Armando Reverón en el documental de Margot Benacerraf (Venezuela, 1952).


la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


ETIQUETAS

El Holocausto. 70 años del Levantamiento: los argentinos del gueto / Las sobrevivientes que llegaron de Varsovia después de vivir el horror/ investigación de Gustavo Sierra, Clarín, Buenos Aires, 28 de Abril de 2013




El gueto en llamas. Los últimos sobrevivientes salen de sus escondites tras la ofensiva nazi que terminó con la resistencia. Son llevados al campo de concentración de Treblinka.



Unos 90 compatriotas quedaron atrapados en el gueto de Varsovia. Entre ellos hubo un héroe que mató a un jerarca nazi en Treblinka. La investigación que revela por primera vez sus nombres.




gsierra@clarin



Tomó con rabia el mango del cuchillo dentro del bolsillo. Apretó los dientes y aspiró profundo. Pensó un segundo en su mujer y su hija asesinadas en la cámara de gas unos días antes y se lanzó en dos saltos contra la espalda del Scharführer Max Bialas, el segundo jefe de Treblinka, el campo de exterminio donde lo habían llevado cinco días antes de ese 11 de septiembre de 1942. Sacó la mano derecha y clavó con una fuerza brutal el pequeño cuchillo que había logrado esconder tras su trabajo esclavo en el bosque. El nazi delgado, alto y apuesto en su uniforme gris perlado, que hasta un momento antes se paseaba con una pequeña vara tocando las caras de los hombres que iba a mandar a morir en la cámara de gas, cayó de bruces tratando de contener con la mano la enorme cantidad de sangre que salía de su cuello. Los guardias ucranianos miraban a todos lados buscando una explicación. Había gritos en varios idiomas y los perros no paraban de ladrar. Los Sonderkommandos, que hacían de policía interna, y los alemanes comenzaron a correr desesperados. Abraham Krzepicki, otro prisionero que había estado discutiendo sobre la posibilidad de armar una rebelión, se quedó inmóvil, al lado del ejecutor. Los SS, con sus trajes y botas lustrosas renegridas, empezaron a correr y gritar “¡Was ist los, was ist los!” (¡qué pasa!). El cabo Manchuk, que había visto lo sucedido, se adelantó con una pala en la mano y amenazó al ejecutor. Fue cuando el argentino Meir Berliner, un hombre de unos 40 años, hijo de inmigrantes polacos nacido en Buenos Aires, que había hecho aquí el servicio militar y regresado a Varsovia un tiempo antes para visitar a sus parientes, tiró el cuchillo y dijo con voz firme y serena: “No tengo miedo, pueden matarme si quieren”.

El cabo ucraniano Manchuk comenzó a golpear a Berliner con el filo de la pala dejándolo moribundo y desfigurado, tirado en el polvo, hasta que apareció otro jerarca, Kurt “Lalka” (Muñeca) Franz, a poner algo de orden. Al Scharfuhrer Bialas se lo llevaron al hospital militar de Ostrow Mazowiecki donde murió dos días más tarde. La venganza de Lalka Franz fue brutal. Mandó a fusilar a 150 hombres. Tampoco importaba mucho. Todos ellos iban a ser exterminados de una u otra manera. Desde el día en que se había abierto el campo, el 22 de julio de 1942, ya habían transportado hasta allí unas 250.000 personas del gueto de Varsovia, la zona de la capital polaca donde los nazis habían confinado a los judíos. A diferencia de Auschwitz, en Treblinka había pocas barracas, los prisioneros que no se suicidaban o sobrevivían al hacinamiento en los trenes, pasaban en el lugar apenas un promedio de una hora y media. Los guardias alemanes les quitaban las ropas y cualquier otra pertenencia. Los Goldjuden (judíos de oro) se encargaban de las joyas, el dinero y, una vez muertos, de extraer los dientes de oro. Las cámaras de gas no daban abasto. Los cuerpos eran arrojados a unas fosas o apilados en la rampa del ferrocarril hasta que hubiera tiempos para incinerarlos.

El prisionero Abraham Krzepicki, que estaba al lado del argentino Berliner en el momento del ataque aprovechó la confusión para meterse dentro de un vagón de tren que estaba por partir de regreso al gueto de Varsovia. Fue él quién contó la historia a Rachel Auerbach, una voluntaria que trabajó con Emanuel Ringelblum en la elaboración de un archivo que se enterró en cajas durante el exterminio del gueto y que fueron recuperadas en septiembre de 1946 y diciembre de 1950 en el sótano de un edificio de la entonces calle Nowolipki. Krzepicki contó que el argentino Berliner había intentado organizar un alzamiento desde el momento mismo que llegó al lugar. Pero que algunos líderes religiosos le decían que no había que pagar con la misma moneda y había que aceptar “lo que mandó Dios”. Cuando mataron a su mujer y a su hija ya comenzó a pensar en “una revancha” e intentó todo el tiempo sin éxito que sus compañeros se rebelaran. Cuando tuvo la oportunidad, actuó. Mató al segundo hombre más importante de Treblinka, el único nazi que murió allí, algo que produjo un grave problema para Heinrich Himmler, el comandante de las SS, quien se vio obligado a relevar a todos los comandantes del lugar. El hecho también provocó una profunda impresión en los sobrevivientes judíos. En el gueto, el argentino Berliner se convirtió en un héroe. Cuando comenzó el levantamiento en Varsovia, el 19 de abril de 1943, los jóvenes peleaban invocando el ejemplo que había dado el argentino Berliner.

La evidencia de la acción realizada por Berliner aparece en los archivos de Ringenblum por el relato que le hace Abraham Krzepicki a Rachel Auerbach, pero nunca se había puesto énfasis en el hecho de que fuera extranjero y menos argentino. Se lo tomó como un polaco más. Y en realidad no lo era. “Se evidencia en el hecho de que pensaba en forma diferente a la enorme mayoría de los que estaban padeciendo el campo de concentración como él. Muchos otros no pensaban en la resistencia. Berliner quería resistir y quería revancha por la muerte de su mujer y su hija ”, explica la historiadora de la Universidad de Buenos Aires, Marcia Ras, quien logró rescatar la figura de Berliner del olvido. Ras está haciendo su tesis doctoral sobre los argentinos que murieron en el Holocausto y los que participaron de alguna manera en la guerra en esos años en Europa. Y las cifras son sorprendentes: “hay al menos 400 ciudadanos nacidos o naturalizados argentinos que fueron arrestados, esclavizados o asesinados por los alemanes o sus aliados. Y hay miles, sí literalmente miles, que participaron de los ejércitos en conflicto. Desde ya en el bando Republicano en España, pero muchísimos también en el ejército francés. Y, por ejemplo, hay aquí en el cementerio de Chacarita una tumba de 13 argentinos que murieron en la guerra sirviendo al ejército británico. También hubo entre los alemanes”, explica Ras que, a su vez, está a cargo del área de Investigaciones del Museo del Holocausto de Buenos Aires. 


Uno de los obstáculos con los que tropezó su trabajo fue interpretar y unificar las diferentes formas de escritura de nombres y apellidos que aparecían en polaco, idish, hebreo, inglés y español. A pesar de esto, logró detectar que dentro del gueto de Varsovia vivieron en algún momento hasta 90 argentinos nacidos en el país o naturalizados, y que habían regresado a visitar a sus familias. 

De acuerdo a la central de datos de las víctimas del Holocausto/Shoa de Israel, Yad Vashem, se puede determinar que en el gueto estuvo la argentina Klara Hazanovich, nacida en 1928 en Buenos Aires del matrimonio de Natan y Malka de la ciudad polaca de Faleniza. La familia estuvo confinada en el gueto de Varsovia hasta que fue trasladada al exterminio en Treblinka.
Klara murió allí a los 13 años. El testimonio lo dio su hermano Zvi en 1999. También estaban los hermanos Yitzkhak y Khaim Danziger, nacidos en Buenos Aires en 1924 y 1926 del matrimonio de Moshe y Fela. El primero murió en la prisión de Pawiak, que estaba ubicada dentro del gueto y donde confinaron por un tiempo a los extranjeros de países neutrales como lo era Argentina en ese momento. El segundo murió en el gueto en 1942 a los 16 años. El testimonio lo da en 1999 un primo de ellos de nombre Guta Danziger, sobreviviente de Bierkenau.

Hay otros tres adultos que probablemente se hayan naturalizado viviendo en Buenos Aires antes de la guerra y que murieron en Varsovia durante la “limpieza” del gueto. Khalee o Jaleie Segal, que habría vivido en Argentina entre 1922 y 1930, murió en el gueto a los 43 años, de acuerdo a su sobrina Alisa Shvartz. Jehuda Radzyner, que había nacido en el pueblo polaco de Zyrardow en 1908, era un comerciante de Buenos Aires antes de la guerra, y estaba casado con Khana Tauber. Su sobrino Nakhman Perlberg testimonió que murió en el campo de Treblinka. Yekhiel Markovitz era un sastre de Buenos Aires casado con María Roizen, que regresó a Varsovia durante la guerra y murió en el campo de exterminio de Auschwitz. Y hay tres niños que probablemente nacieron en Buenos Aires y fueron llevados por sus padres de regreso a Polonia poco antes de la invasión alemana. Son los hermanos Radzyner y Rivka, hijo de Yehuda Leib y Khana; y Yuri Markovitz, hijo de Yekhiel y María Roizen.

Es posible que nunca se sepa la cifra exacta de argentinos atrapados en el gueto. Aún se están recopilando los testimonios de los sobrevivientes y son un rompecabezas por armar. Hay testimonios que dicen que a fines de 1942 llegaron al correo del gueto paquetes conteniendo unos 90 pasaportes argentinos. De acuerdo al testimonio de Mary Berg, aparecido antes de que terminara la guerra en el diario escrito en idish de Nueva York Der Morgen Zshurnal, y del sobreviviente Hillel Seidman, se sabe del arribo de los documentos cuando ya no había argentinos allí y que al menos cuatro de los pasaportes fueron utilizados por los más altos dirigentes judíos del Comité de Distribución de Ayudas. Otros, fueron vendidos en el Polski, un hotel del 29 de la calle Dluga, en la zona aria, donde en un momento fueron confinados judíos extranjeros de paso para su repatriación o los campos de exterminio. 

Y hay otro testimonio citado por el periodista y escritor Uki Goñi en su libro “La real Odessa” en el que cuenta una discusión entre el enlace de la cancillería alemana, Edward Von Thadden con el entonces encargado de la embajada argentina en Berlín, Luis Yrigoyen. De acuerdo al testimonio del jerarca nazi, éste le habría dicho a Yrigoyen -diplomático, hijo natural del presidente Yrigoyen- que “hay cincuenta argentinos en el gueto de Varsovia” y le puso sobre la mesa 16 pasaportes de supuestos argentinos judíos que habían pedido ser repatriados. 

Lo cierto es que los judíos extranjeros de los países neutrales gozaban de una cierta inmunidad. En los primeros meses del gueto podían salir y hasta estaban exentos de usar el brazalete obligatorio de la estrella amarilla o llevaban otro con los colores de la bandera de sus países. A todos ellos, unos 700, los confinaron a fines de 1942 en la cárcel de Pawiak, ubicada dentro del mismo gueto, y luego los trasladaron a Vittel, en Francia, o al campo de Bergen-Belsen. Hasta allí habrían llegado varios argentinos, pero no se sabe su suerte ya que al final de la guerra sólo sobrevivían los extranjeros de países con los que los alemanes podían intercambiar prisioneros. Argentina sólo tenía a la tripulación del “acorazado de bolsillo” Graf Spee y en calidad de “internados”. Los prisioneros argentinos no le servían al régimen nazi.

El primer cañonazo se escuchó alrededor de las nueve de la noche, en el momento en que partían el Matzá, el pan sin levadura, para celebrar el Pesaj de ese 19 de abril de 1943. El segundo cañonazo terminó por destruir la parte superior del primer edificio ubicado justo frente a la entrada del gueto, por la actual calle Minow, en pleno centro de Varsovia. Los muchachos de la resistencia liderados por el delgado e hiperactivo Mordecjai Anielewicz, estaban esperando este momento desde hacía tres meses. Los mensajeros comenzaron a correr por las cloacas y desagües dando el alerta a todos los activistas. Los partisanos de las dos principales organizaciones judías clandestinas del ZOB y la ZZW, habían recibido algunas pistolas y fusiles de la Armia Krajowa, el Ejército Territorial Polaco, que resistía la ocupación en la “zona aria”. Pero la fuerza alemana era devastadora: 2.054 soldados y 36 oficiales del ejército, 821 comandos de las SS y 363 colaboracionistas polacos.

“Me acuerdo de los que estaban en la resistencia. Eran chicos muy jóvenes, apenas un poco mayores que yo, que tenía 13 o 14 años. Les faltaba ya la familia o se los estaban llevando.
No tenían nada que perder ”, cuenta Eugenia Unger, sobreviviente del gueto de Varsovia y de cinco campos de concentración, que vive en Buenos Aires desde 1948. Muestra el número tatuado por los nazis que aún es perfectamente visible en su brazo y sigue contando: “Se escondían en casas clandestinas y para moverse se metían por las alcantarillas”.

Los chicos lograron detener el avance nazi por cuatro días. Los mejores tiradores estaban apostados en los altillos de los edificios. Los más forzudos eran los encargados de lanzar las granadas y las molotov. Cuando avanzó el primer pelotón alemán a marcha forzada y cantando un himno hitleriano, cayó sobre ellos una verdadera lluvia de proyectiles. Una chica, de no más de 18 años, se había colgado con una soga de la balaustrada de una terraza y se lanzaba hacia el vacío para arrojar granadas sobre un tanque nazi. 


El gobernador alemán de Polonia había ordenado el confinamiento de todos los judíos el 16 de octubre de 1940 en un sector del centro de la ciudad. Llegaron allí unos 380.000 judíos, el 30% de la población de la ciudad, en un territorio que ocupaba apenas el 2,4% de su superficie. Las familias se tenían que hacinar en departamentos de a siete personas por habitación. Las enfermedades como la fiebre tifoidea y el hambre diezmaron a miles. La ración de comida que entregaban los alemanes era oficialmente de 180 calorías al día cuando la de los polacos era de 1.800 y la de los alemanes de 2.400. Un muro de tres metros de altura y 18 kilómetros de largo los separaba totalmente de la llamada “zona aria”, el resto de la ciudad donde vivían los polacos católicos. 

Pronto comenzaron las deportaciones hacia los campos de concentración. Los líderes religiosos ordenaron no resistir porque creían que los estaban llevando a lugares de trabajo forzado. Para entonces ya estaba en práctica la llamada “solución final del problema judío” ordenada por Hitler y elaborada y puesta en práctica por los comandantes SS, Heinrich Himmler y Reinhard Heydrich. En la Conferencia de Wannsee, cerca de Berlín, el 20 de enero de 1942, se ordenó el exterminio de los judíos de Europa. Para los judíos de Varsovia se levantó el campo de Treblinka y cuando éste ya no dio abasto tenían el de Auschwitz

“Mis padres me contaron que hubo muchas discusiones sobre si tenían que iniciar un movimiento armado o no. Era una cuestión moral. Ellos eran del Bund, el partido socialista, se opusieron por un tiempo a la resistencia armada hasta que no hubo más remedio”, cuenta la psicoanalista Zully Peusner, cuyos padres fueron parte de la resistencia en Varsovia y vivieron, luego, en Argentina más de medio siglo.
 
Los chicos ya tenían decidido combatir hasta la muerte. Y esa actitud les dio la ventaja en los primeros días. Para el 6 de mayo, el comandante general de las tropas alemanas, Jürgen Stroop, ordenó la entrada de los tanques y el “aniquilamiento” de la resistencia. En su diario escribió: “familias enteras se arrojan por las ventanas de los edificios incendiados”. Ese día murieron 365 combatientes y se rindieron otros 1.500. Dos días más tarde los nazis logran entrar al cuartel de la resistencia. Mordechai Anielewicz y su novia se suicidan antes de que los atrapen.

A la semana siguiente ya no se escuchaban disparos. Los pocos sobrevivientes se escondieron en los sótanos y las cloacas. Los alemanes incendiaron todos los edificios en pie. El 16 de mayo, Stroop mandó a demoler la sinagoga de la calle Tlomacka.

“El gueto ya no existe”, escribió en su diario. Unos 7.000 jóvenes judíos murieron combatiendo. Otros 6.000 perecieron asfixiados bajo los escombros. Y unos 40.000 fueron atrapados y enviados a Treblinka. Entre ellos estuvieron los argentinos que hasta ahora permanecían en la sombra de la resistencia más importante contra el exterminio nazi.


Las que llegaron de Varsovia después de vivir el horror 


Eugenia Unger tenía 13 años cuando la confinaron en el gueto. Irene Dub, apenas cinco. Y Rosa Rotemberg nació allí. Las tres lograron sobrevivir y se refugiaron en Argentina.
 
Eugenia Unger. Conserva en su brazo izquierdo el número de Auschwitz.

              Irene Dab. Cumplió 5 años en el gueto.
 
Rosa Rotenberg. Nació en el gueto.
 



Eugenia Rotsztejn de Unger tenía 13 años cuando la confinaron junto a sus padres y tres hermanos en el gueto de Varsovia. Aún recuerda ese momento con detalle mientras mira al vacio con sus ojos profundos y azules y revolea ese brazo izquierdo con el 48914 que le tatuaron en Auschwitz. Habla con esa fuerza que la rescató de cinco campos de concentración y la trajo a Argentina hace ya más de 60 años. “Vinieron los nazis y nos ordenaron que agarráramos algunas cosas y comenzáramos a marchar hasta donde habían armado el gueto. Mi mamá me dijo que agarrara unas ropas pero yo sólo quería llevarme una muñeca que quería mucho y con la que todavía dormía”, cuenta.

Sus dos hermanos mayores, Renia y David, salían a escondidas del gueto para vender alguna cosa que les quedaba y conseguir algo de comida. Los descubrieron y desaparecieron. Fue cuando tuvo que empezar a salir ella.

“Era muy menudita y pasaba por entre los ladrillos. Iba al mercado del lado ario y juntaba las papas que se caían. Si me descubrían me empezaban a pegar”. Su otro hermano, Ygnasz, se integró en la resistencia y logró esconder a la familia durante el levantamiento. Poco antes del fin, las atraparon a ella y su madre y las enviaron al campo de Majdanek. De allí a Auschwitz y cuando ya se acercaban los rusos, los nazis los obligaron a caminar hasta Alemania en la Marcha de la Muerte. En un descuido de los guardias, Eugenia logró escapar junto a una amiga. El resto fue la supervivencia entre los escombros de la guerra hasta que salió a un campo de refugiados en Italia. Allí se encontró con David Unger, que había combatido en el gueto. Tuvieron un hijo y lograron salir a Paraguay. Poco después, entraron en forma clandestina a la Argentina.

Irene Dab, que cuenta su historia en el departamento donde vive desde siempre en Barrio Norte, tenía cinco años cuando fue encerrada en el gueto junto a sus padres. Un año después, los nazis comenzaron a pedir cuotas de niños para exterminarlos. Su padre decidió sacarla en una bolsa de arpillera y entregarla a una mujer católica. Pero un vecino la denunció e Irene regresó al gueto. En el Día de Reyes del 43 su padre volvió a meterla en la bolsa y la entregó a una familia. Luego, otra mujer de la resistencia la llevó a vivir en el campo hasta que fueron liberados por los rusos. Su padre sobrevivió y juntos viajaron a Argentina en 1948.

Rosa Rotenberg nació en el gueto. Sus padres se habían casado en forma clandestina allí y tuvieron que ocultar el embarazo porque estaba totalmente prohibido tener hijos. También la sacaron en una bolsa de arpillera, pero cuando tenía apenas seis meses. Pasó de mano en mano hasta que terminó en un orfanato de monjas. Allí la rescató su padre tras sobrevivir a Auschwitz. Su madre pereció en el tren que la trasladaba. Rosa pasó unos años en París y en septiembre de 1950 llegó junto a su padre y su madrastra a Buenos Aires.

Las tres tienen sus vidas asociadas por siempre al gueto y el Levantamiento.



Buenos Aires 28 de Abril de 2012







 

 








 


 


 




 




 




 


 







Beatriz Iriart: Carta y poema "Terpsícore" dedicados a Sonia M.Martin, City Bell, diciembre 2012






Querida somm:

                           Leer lo que sabiamente volcás en la escritura que se escapa de tus dedos como arena de clepsidra certera, se volvió un bello regalo para mi alma a través de todos estos años de comunicación que va mucho más allá de lo virtual. Gracias querida somm por obsequiarme la impoluta literatura que aflora de cada gesto o vocablo que emitís.

Anhelo que encuentres una vez más en la danza,  la panacea apropiada.

La vejez pasó de largo por tu vida, sos y serás eternamente joven, como tu espíritu y tu actitud frente a la vida cotidiana.

Te envío un sencillo y sincero Poema-Homenaje que descirbe la admiración que me insipirás...



Abrazos inmensos y eternos...

City Bell
diciembre de 2012
Argentina




                                            TERPSÍCORE
          
                                            A Sonia M. Martin

 

Danzarina del fuego perpetuo
de las uniones oceánicas
de espuma y Céfiros.
Bella Mujer no ceses de danzar.
Que tu huella quede en la hierba y la arena
disipando oscuridad y pesares.
Invoca a Las Deidades
en los crepúsculos aciagos
para que los amaneceres perduren
al final de cada día.
Bella Mujer...
no ceses de danzar.





 








Dedicatoria, poema de María Elena Walsh / Foto Sara Facio





Foto: Dedicatoria

Piénsame como en la fotografía
con mi perfil rondando tu apellido
Brizna desmemoriada que ha crecido
al lado de tu voz, amiga mía.

Yo soy aquella fiebre de papeles
que por los corredores de la escuela
admiraba tu mundo de acuarela
y la política de tus pinceles.

Soy el antaño de tus mediodías
y aquel afán donde te reconoces
quien buscaba tu voz entre las voces
y quién tanto lloró porque sufrías.

Mi corazón en todo te comprende
-desde su ceradura o con su llave-
pero perdónalo porque no sabe
en dónde acabas tú y empieza el duende.

Digo que eres sostén y nervadura
de esta riqueza que no llamo mía
porque eres la verdad de mi alegría,
porque estoy reclinada en tu dulzura.

No encuentro nada venturoso y nuevo
que presida el candor de mi confianza
alargaré en tu nombre la esperanza
hasta pagarte lo que no te debo.

En la ciudad de mi palabra fría
ardiendo está tu ausencia y tu latido.
Mucho antes de partir me habré perdido
sin tu mano en mi mano, amiga mía.

Danza con mi paraguas arlequines
prende mi luz y mírate en mi espejo
De todo me desprendo y te lo dejo:
la lapicera, el canto, los patines.

Te estoy queriendo, única y primera
desde mi soledad exagerada.
Siempre estaré de frente en tu mirada
y asistiendo a tu sombra verdadera.

Dame la mano y vamos a algún lado
con los pinceles como pasaporte
Las dos con una brújula sin norte
Las dos con un reloj equivocado.

María Elena Walsh





Dedicatoria

Piénsame como en la fotografía
con mi perfil rondando tu apellido
Brizna desmemoriada que ha crecido
al lado de tu voz, amiga mía.

Yo soy aquella fiebre de papeles
que por los corredores de la escuela
admiraba tu mundo de acuarela
y la política de tus pinceles.

Soy el antaño de tus mediodías
y aquel afán donde te reconoces
quien buscaba tu voz entre las voces
y quién tanto lloró porque sufrías.

Mi corazón en todo te comprende
-desde su cerradura o con su llave-
pero perdónalo porque no sabe
en dónde acabas tú y empieza el duende.

Digo que eres sostén y nervadura
de esta riqueza que no llamo mía
porque eres la verdad de mi alegría,
porque estoy reclinada en tu dulzura.

No encuentro nada venturoso y nuevo
que presida el candor de mi confianza
alargaré en tu nombre la esperanza
hasta pagarte lo que no te debo.

En la ciudad de mi palabra fría
ardiendo está tu ausencia y tu latido.
Mucho antes de partir me habré perdido
sin tu mano en mi mano, amiga mía.

Danza con mi paraguas arlequines
prende mi luz y mírate en mi espejo
De todo me desprendo y te lo dejo:
la lapicera, el canto, los patines.

Te estoy queriendo, única y primera
desde mi soledad exagerada.
Siempre estaré de frente en tu mirada
y asistiendo a tu sombra verdadera.

Dame la mano y vamos a algún lado
con los pinceles como pasaporte
Las dos con una brújula sin norte
Las dos con un reloj equivocado.

©María Elena Walsh

Fuente: Sara Facio





América Latina: exilio y literatura / artículo de Julio Cortázar, El Nacional, Caracas, 13 de agosto de 1978



Julio Cortázar y María Teresa Castillo en "Macondo", Caracas

"El exilio es la cesación del contacto de un follaje y de una raigambre 
con el aire y la tierra connaturales; es como el brusco final de un amor, 
es como una muerte inconcebiblemente horrible 
porque es una muerte que se sigue viviendo conscientemente "







Lo que sigue es una tentativa de aproximación parcial a los problemas que plantea el exilio en la literatura, y a su consecuencia forzosa, la literatura del exilio. No tengo ninguna aptitud analítica; me limito aquí a una visión muy personal, que no pretendo  generalizar sino exponer como simple aporte a un problema de infinitas facetas.


Hecho real y tema literario, el exilio domina en la actualidad el escenario de la literatura latinoamericana. Como hecho real, de sobra conocemos el número de escritores que han debido alejarse de sus países; como tema literario, se manifiesta obviamente en poemas, cuentos y novelas de muchos de ellos. Tema universal, desde las lamentaciones de un Ovidio o de un Dante Alighieri, el exilio es hoy una constante en la realidad y en la literatura latinoamericanas, empezando por los países del llamado Cono Sur y siguiendo por el Brasil y no pocas naciones de América Central. Esta condición anómala del escritor abarca a argentinos, chilenos, uruguayos, paraguayos, bolivianos, brasileños, nicaragüenses, salvadoreños, haitianos, dominicanos, y la lista no se detiene ahí. Por «escritor» entiendo sobre todo al novelista y al cuentista, es decir a los escritores de invención y de ficción; a la par de ellos incluyo al poeta, cuya especificidad nadie ha podido definir pero que forma cuerpo común con el cuentista y el novelista en la medida en que todos ellos juegan su juego en un territorio dominado por la analogía, las asociaciones libres, los ritmos significantes y la tendencia a expresarse a través o desde vivencias y empatías.

Al tocar el problema del escritor exilado, me incluyo actualmente entre los innumerables protagonistas de la diáspora. La diferencia está en que mi exilio sólo se ha vuelto forzoso en estos últimos años; cuando me fui de la Argentina en 1951, lo hice por mi propia voluntad y sin razones políticas o ideológicas apremiantes. Por eso, durante más de veinte años pude viajar con frecuencia a mi país, y sólo a partir de 1974 me vi obligado a considerarme como un exilado. Pero hay más y peor: al exilio que podríamos llamar físico habría de sumarse el año pasado un exilio cultural, infinitamente más penoso para un escritor que trabaja en íntima relación con un contexto nacional lingüístico; en efecto, la edición argentina de mi último libro de cuentos fue prohibida por la junta militar, que sólo la hubiera autorizado si yo condescendía a suprimir dos relatos que consideraba como lesivos para ella o para lo que ella representa como sistema de opresión y de alienación.  Uno de esos relatos se refería indirectamente a la desaparición de personas en el territorio argentino; el otro tenía por tema la destrucción de la comunidad cristiana del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal en la isla de Solentiname.

Como se ve, puedo hoy sentir el exilio desde dentro, es decir, paradójicamente, desde fuera. Años atrás, cada vez que me fue dado participar en la defensa de las víctimas de cualquiera de las dictaduras de nuestro continente, a través de organismos como el Tribunal Bertrand Russell II o la Comisión de Helsinki, no se me hubiera ocurrido situarme en el mismo plano que los exilados latinoamericanos, puesto que jamás había considerado mi lejanía del país como un exilio, y ni siquiera como un auto-exilio. Para mí al menos, la noción de exilio comporta una compulsión, y muchas veces una violencia. Un exilado es casi siempre un expulsado, y ése no era mi caso hasta hace poco. Quiero aclarar que no he sido objeto de ninguna medida oficial en ese sentido, y es muy posible que si quisiera viajar a la Argentina podría entrar en ella sin dificultad; lo que sin duda no podría es volver a salir, aunque desde luego la junta militar no reconocería ninguna responsabilidad en lo que  pudiera sucederme; es bien sabido que en la Argentina la gente desaparece sin que, oficialmente, se tenga noticia de lo que ocurre.

Así, entonces, asumiendo y viviendo la condición de exilado, quisiera hacer algunas observaciones sobre algo que tan de cerca nos toca a los escritores. Mi intención no es una autopsia sino una biopsia; mi finalidad no es la deploración sino la respuesta más activa y eficaz posible al genocidio cultural que crece de día en día en tantos países latinoamericanos. Diré más, a riesgo de rozar la utopía: creo que las condiciones están dadas entre nosotros, los escritores exilados, para superar el desarraigamiento que nos imponen las dictaduras, y devolver a nuestra manera específica el golpe que nos inflige cada nuevo exilio. Pero para ello habría que superar algunos malentendidos de raíz romántica y humanista, y, por decirlo de una vez, anacrónica, y plantear la condición del exilio en términos que superen su negatividad, a veces inevitable y terrible, pero a veces también estereotipada y esterilizante.

Hay, desde luego, el traumatismo que sigue a todo golpe, a toda herida. Un escritor exilado es en primer término una mujer o un hombre exilado, es alguien que se sabe despojado de todo lo suyo, muchas veces de una familia y en el mejor de los casos de una manera y un ritmo de vivir, un perfume del aire y un color del cielo, una costumbre de casas y de calles y de bibliotecas y de perros y de cafés con amigos y de periódicos y de músicas y de caminatas por la ciudad. El exilio es la cesación del contacto de un follaje y de una raigambre con el aire y la tierra connaturales; es como el brusco final de un amor, es como una muerte inconcebiblemente horrible porque es una muerte que se sigue viviendo conscientemente, algo como lo que Edgar Allan Poe describió en ese relato que se llama  El entierro prematuro.

Ese traumatismo harto comprensible determinó desde siempre y sigue determinando que un cierto número de escritores exilados ingresen en algo así como una penumbra intelectual y creadora que limita, empobrece ya veces aniquila totalmente su trabajo. Es tristemente irónico comprobar que este caso es más frecuente en los escritores jóvenes que en los veteranos, y es ahí donde las dictaduras logran mejor su propósito de destruir un pensamiento y una creación libres y combativos. A lo largo de los años he visto apagarse así muchas jóvenes estrellas en un cielo extranjero. Y hay algo aún peor, y es lo que podríamos llamar el exilio interior, puesto que la opresión, la censura y el miedo en nuestros países han aplastado «in situ» muchos jóvenes talentos cuyas primeras obras tanto prometían. Entre los años 55 y 70 yo recibía cantidad de libros y manuscritos de autores argentinos noveles, que me llenaban de esperanza; hoy no sé nada de ellos, sobre todo de los que siguen en la Argentina. Y no se trata de un proceso inevitable de selección y decantación generacional, sino de una renuncia total o parcial que abarca un número mucho mayor de escritores que el previsible dentro de condiciones normales.

También por eso resulta tristemente irónico verificar que los escritores exilados en el extranjero, sean jóvenes o veteranos, se muestran en conjunto más fecundos que aquellos a quienes las condiciones internas acorralan y hostigan, muchas veces hasta la desaparición o la muerte, como en los casos de Rodolfo Walsh y de Haroldo Conti en la Argentina. Pero en todas las formas del exilio la escritura se cumple dentro o después de experiencias traumáticas que la producción del escritor reflejará inequívocamente en la mayoría de los casos.

Frente a esa ruptura de las fuentes vitales que neutraliza o desequilibra la capacidad  creadora, la reacción del escritor asume aspectos muy diferentes. Entre los exilados fuera del país, una pequeña minoría cae en el silencio, obligada muchas veces por la necesidad de  reajustar su vida a condiciones y a actividades que la alejan forzosamente de la literatura como tarea esencial. Pero casi todos los otros exilados siguen escribiendo, y sus reacciones son perceptibles a través de su trabajo. Están los que casi proustianamente parten desde el exilio a una nostálgica búsqueda de la patria perdida; están los que dedican su obra a reconquistar esa patria, integrando el esfuerzo literario en la lucha política. En los dos casos, a pesar de su diferencia radical, suele advertirse una semejanza: la de ver en el exilio un disvalor, una derogación, una mutilación contra la cual se reacciona en una u otra forma. Hasta hoy no me ha sido dado leer muchos poemas, cuentos o novelas de exilados latinoamericanos en los que la condición que los determina, esa condición específica que es el exilio, sea objeto de una crítica interna que la anule como disvalor y la proyecte a un campo positivo. Se parte casi siempre de lo negativo (desde la deploración hasta el grito de rebeldía que puede surgir de ella) y apoyándose en ese mal trampolín que es un disvalor se intenta el salto hacia adelante, la recuperación de lo perdido, la derrota del enemigo y el retorno a una patria libre de déspotas y de verdugos.

Personalmente, y sabiendo que estoy en el peligroso filo de una paradoja, no creo que esta actitud con respecto al exilio dé los resultados que podría alcanzar desde otra óptica, en apariencia irracional pero que responde, si se la mira de cerca, a una toma de realidad perfectamente válida. Quienes exilian a los intelectuales consideran que su acto es positivo, puesto que tiene por objeto eliminar al adversario. ¿Y si los exilados optaran también por considerar como positivo ese exilio? No estoy haciendo una broma de mal gusto, porque sé que me muevo en un territorio de heridas abiertas y de irrestañables llantos. Pero sí apelo a una distanciación expresa, apoyada en esas fuerzas interiores que tantas veces han salvado al hombre del aniquilamiento total, y que se manifiestan entre otras formas a través del sentido del humor, ese humor que a lo largo de la historia de la humanidad ha servido para vehicular ideas y praxis que sin él parecerían locura o delirio. Creo que más que nunca es necesario convertir la negatividad del exilio —que confirma así el triunfo del enemigo— en una nueva toma de realidad, una realidad basada en valores y no en disvalores, una realidad que el trabajo específico del escritor puede volver positiva y  eficaz, invirtiendo por completo el programa del adversario y saliendo le al frente de una manera que éste no podía imaginar.

Me referiré otra vez a mi experiencia personal: si mi exilio físico no es de ninguna manera comparable al de los escritores expulsados de sus países en los últimos años, puesto que yo me marché por decisión propia y ajusté mi vida a nuevos parámetros a lo largo de más de dos décadas, en cambio mi reciente exilio cultural, que corta de un tajo el puente que me unía a mis compatriotas en cuanto lectores y críticos de mis libros, ese exilio insoportablemente amargo para alguien que siempre escribió como argentino y amó lo argentino, no fue para mí un traumatismo negativo. Salí del golpe con el sentimiento de que ahora sí, ahora la suerte estaba verdaderamente echada, ahora tenía que ser la batalla hasta el fin. El sólo pensar en todo lo que ese exilio cultural tiene de alienante y de pauperizante para miles y miles de lectores que son mis compatriotas como lo son de tantos otros escritores cuyas obras están prohibidas en el país, me bastó para reaccionar positivamente, para volver a mi máquina de escribir y seguir adelante mi trabajo, apoyando todas las formas inteligentes de combate. Y si quienes me cerraron el acceso cultural a mi país piensan que han completado así mi exilio, se equivocan de medio a medio. En realidad me han dado una beca de full-time, una beca para que me consagre más que nunca a mi trabajo, puesto que mi respuesta a ese fascismo cultural es y será multiplicar mi esfuerzo junto a todos los que luchan por la liberación de mi país. Desde luego no voy a dar las gracias por una beca de esa naturaleza, pero la aprovecharé a fondo, haré del disvalor del exilio un valor de combate.

Inútil decir que no pretendo extrapolar mi reacción personal y pretender que todo escritor exilado la comparta. Simplemente creo factible invertir los polos en la noción estereotipada del exilio, que guarda aún connotaciones románticas de las que deberíamos librarnos. El hecho está ahí: nos han expulsado de nuestras patrias. ¿Por qué colocarnos en su tesitura y considerar esa expulsión como una desgracia que sólo negativamente puede determinar nuestras reacciones? ¿Por qué insistir cotidianamente en artículos y en tribunas sobre nuestra condición de exilados, subrayándola casi siempre en lo que tiene de más penoso, que es precisamente lo que buscan aquellos que nos cierran las puertas del país?  Exilados, sí. Punto. Ahora hay otras cosas que escribir y que hacer; como escritores exilados, desde luego, pero con el acento en escritores. Porque nuestra verdadera eficacia está en sacar el máximo partido del exilio, aprovechar a fondo esas siniestras becas, abrir y enriquecer el horizonte mental para que cuando converja otra vez sobre lo nuestro lo haga con mayor lucidez y mayor alcance. El exilio y la tristeza van siempre de la mano, pero con la otra mano busquemos el humor: él nos ayudará a neutralizar la nostalgia y la desesperación. Las dictaduras latinoamericanas no tienen escritores sino escribas: no nos convirtamos nosotros en escribas de la amargura, del resentimiento o de la melancolía.  Seamos realmente libres, y para empezar librémonos del rótulo conmiserativo y lacrimógeno que tiende a mostrarse con demasiada frecuencia. Contra la autocompasión es preferible sostener, por demencial que parezca, que los verdaderos exilados son los regímenes fascistas de nuestro continente, exilados de la auténtica realidad nacional,  exilados de la justicia social, exilados de la alegría, exilados de la paz. Nosotros somos más libres y estamos más en nuestra tierra que ellos. He hablado de demencia; también ella, como el humor, es una manera de romper los moldes y abrir un camino positivo que no encontraremos jamás si seguimos plegándonos a las frías y sensatas reglas del juego del enemigo. Polonio dice de Hamlet: «Hay un método en su locura». Tiene razón, porque aplicando su método demencial Hamlet triunfa al fin; triunfa como un loco, pero jamás un cuerdo hubiera echado abajo el sistema despótico que ahoga a Dinamarca. La vida de Ofelia, de Laertes y la suya son el terrible precio de esta locura, pero Hamlet acaba con los asesinos de su padre, con el poder basado en el terror y la mentira, con la junta de su tiempo. En esa locura hay un método, y para nosotros un ejemplo. Inventemos en vez de aceptar los rótulos que nos pegan. Definámonos contra lo previsible, contra lo que se espera  convencionalmente de nosotros.

Estoy seguro de que esto es posible, pero también de que nadie lo logra sin dar un paso atrás en sí mismo para verse de nuevo, para verse nuevo, para sacar por lo menos ese partido del exilio. La toma de realidad a que aludí antes no será posible sin una autocrítica que por fin y de una buena vez nos quite algunas de las vendas que nos tapan los ojos.

En ese sentido todo escritor honesto admitirá que el desarraigo conduce a esa revisión de sí mismo. En términos compulsivos y brutales tiene el mismo efecto que en otros  tiempos se buscaba en América Latina con el famoso «viaje a Europa» de nuestros abuelos y nuestros padres. Lo que ahora se da como forzado era entonces una decisión voluntaria y gozosa, era el espejismo de Europa como catalizadora de fuerzas y talentos todavía en embrión. Ese viaje de un chileno o un argentino a París, Roma o Londres era un viaje iniciático, un espaldarazo insustituible, el acceso al Santo Graal de la sapiencia de Occidente. Afortunadamente estamos saliendo más y más de esa actitud de colonizados mentales que pudo tener su justificación histórica y cultural en otros tiempos pero que el empequeñecimiento y la simultaneización del planeta ha vuelto anacrónica. Y sin embargo resta una analogía entre el maravilloso viaje cultural de antaño y la expulsión despiadada del exilio: la posibilidad de esa revisión de nosotros mismos en tanto que escritores arrancados a nuestro medio.

Ya no se trata de aprender de Europa, puesto que incluso podemos hacerlo lejos de ella aprovechando la ubicuidad cultural que permiten los mass media y los happy feto media; se trata sobre todo de indagarnos como individuos pertenecientes a pueblos latinoamericanos, de indagar por qué perdemos las batallas, por qué estamos exilados, por qué vivimos mal, por qué no sabemos ni gobernar ni echar abajo a los malos gobiernos, por qué tendemos a sobrevalorar nuestras aptitudes como máscara de nuestras ineptitudes. En vez de concentrarnos en el análisis de la idiosincrasia, la conducta y la técnica de nuestros adversarios, el primer deber del exilado debería ser el de desnudarse frente a ese terrible espejo que es la soledad de un hotel en el extranjero y allí, sin las fáciles coartadas del localismo y de la falta de términos de comparación, tratar de verse como realmente es.

Muchos lo han hecho a lo largo de estos años, incluso valiéndose de su literatura como terreno de rechazo y de reencuentro con ellos mismos. Es fácil identificar a los  escritores que se han sometido a ese examen despiadado, pues la índole de su creación refleja no sólo la batalla en sí sino las nuevas inflexiones del pensamiento y de la praxis.  Por un lado están los que dejan de escribir para entrar en un terreno de acción personal, y por otro los que siguen escribiendo como forma específica de acción pero ahora desde  ópticas más abiertas, des de nuevos y más eficaces ángulos de tiro. En los dos casos el exilio ha sido superado como disvalor; en cambio, quienes callan para no hacer nada, o siguen escribiendo como habían escrito siempre, se vuelven igualmente ineficaces puesto que acatan el exilio como negatividad.

En la medida en que seamos capaces de esta dura crítica de todo aquello que haya podido contribuir a llevarnos al exilio, y que sería demasiado fácil e hipócrita achacar  exclusivamente al adversario, prepararemos desde ahora las condiciones que nos permitan luchar contra él y retornar a la patria. Ya lo sabemos: poco pueden los escritores contra la máquina del imperialismo y el terror fascista en nuestras tierras; pero es evidente que en el curso de los últimos años la denuncia por vía literaria de esa máquina y de ese terror ha logrado un impacto creciente en los lectores del extranjero, y por consiguiente una mayor ayuda moral y práctica a los movimientos de resistencia y de lucha.

Si por un lado el periodismo honesto informa cada vez más al público en ese terreno, cosa fácilmente comprobable en Francia, a los escritores latinoamericanos en exilio les toca sensibilizar esa información, inyectarle esa insustituible corporeidad que nace de la ficción sintetizadora y simbólica, de la novela, el poema o el cuento que encarnan lo que jamás encarnarán los despachos del télex o los análisis de los especialistas. Por cosas así, claro está, las dictaduras de nuestros países temen y prohíben y queman los libros nacidos en el exilio de dentro y de fuera. Pero también eso, como el exilio en sí, debe ser valorizado por nosotros. Ese libro prohibido o quemado no era del todo bueno; escribamos ahora otro.



El Nacional, Caracas, 13 de agosto de 1978.
 

Fuente: CRLA ARCHIVOS -Centre de Recherches Latino-Américaines-Archivos



Texto publicado en el libro
Muchnik Editores
© Julio Cortázar
© 1984 Muchnik Editores, S.A.
Barcelona, España






Homenaje a 100 años de su nacimiento y 30 de su partida: 
26 Agosto 1914 - 12 Febrero 1984 / 
Homenagem aos 100 anos de seu nascimento e 30 de sua partida:
 26 agosto 1914 - 12 fevereiro 1984











"Julio Cortázar (Vidas Literarias)" por Cristina Peri Rossi (fragmento)









A medida que voy escribiendo este libro, que no pensaba escribir nunca, siento que el tiempo real es el pasado, el tiempo inmediato es el pasado, y cuando paro a descansar un poco –ya no fumo, Julio, ni siquiera el cigarrillo de después de hacer el amor, qué combate, al fin dejar de fumar fue como exiliarse de la nicotina, como tu muerte fue exiliarme de París y hasta de cierta manera de estar en Barcelona– me siento extraña, el miedo a no volver que nos asalta a los escritores, el miedo a quedarse en aquellas provincias inventadas, en la memoria que es un poco invención y un poco fantasía, pero si es lo único que nos queda de tantas palabras, de tantos paseos, de tanta vida.

Cuando conocí a Julio Cortázar, en París, en 1973, era un hombre melancólico. (¿Quién que lee no es un melancólico, quién que escribe no lo es?) Ya se sentía un exiliado y el golpe militar en Chile y en Uruguay lo había sumergido, de pronto, en una realidad semejante a la de Rayuela, con la sustancial diferencia de que los personajes de la novela podían regresar a Buenos Aires, y él, no, como yo no podía volver a Montevideo. Hay exilios políticos, y otros, sentimentales; son las sepa-raciones, y para estos, no es necesario cambiar de ciudad. Julio Cortázar y Aurora Bernárdez, su primera y hasta entonces única esposa, se habían divorciado, hacía tiempo, ya, pero Cortázar arrastraba cierta tristeza, una nostalgia por ese matrimonio deshecho que posiblemente sólo le podía confesar a una mujer ("Cada día me es más difícil hablar con los hombres –me decía Julio. - Con ellos, hay que hablar de temas; en cambio, me gusta conversar con las mujeres, tienen las emociones a flor de piel, y eso es muy importante para mí, porque los hombres de mi generación se creían muy machos, y el falso pudor les impedía hablar de sus sentimientos"). El divorcio lo había pedido Aurora, a consecuencia de la relación que Julio sostuvo con Ugné Karvelis, durante el primer viaje que hizo a Cuba, invitado por Fidel Castro, a partir del cual Julio Cortázar se convirtió en un escritor políticamente comprometido. (Lo había estado antes, en Argentina, pero entonces, estuvo comprometido en contra del peronismo; ahora lo estaba a favor de la revolución latinoamericana que parecía extenderse como una marea incontenible).

Ugné Karvelis era una mujer muy atractiva, con aspecto de walkyria, vivía y trabajaba en París –agente y asesora literaria– y era una buena embajadora de la Revolución Cubana; acerca de su belleza y de su valentía política corrían muchas leyendas, pero en 1973, la relación entre ambos ya estaba muy deteriorada, entre otras cosas, por los celos y el alcoholismo de Ugné. Julio no quería hablar de estos problemas, pero muchas veces se le veía silencioso y triste. Sufrí en carne propia los celos desmesurados de Ugné (esos celos no distinguían sexo, opción sexual ni tampoco a los amigos varones). No vivían juntos, aunque Julio dormía en casa de Ugné casi todas las noches. Además, era su agente literaria. Julio quiso que yo la conociera, aunque me advirtió: "Ugné es muy celosa. Te va a odiar. Olvídate de publicar en Francia: lo va a impedir". La velada en la que nos conocimos fue bastante penosa. Julio me había invitado a ver, en París, la representación de una de nuestras óperas favoritas, Turandot, realizada por una famosa compañía teatral de enanos y de enanas (salvo la protagonista, de estatura normal). Apareció acompañado por Ugné Karvelis. La incomodidad de ambos era evidente, y pensé que Julio había tenido que ceder para evitar un conflicto. Intenté tranquilizar a Ugné, pero me di cuenta de que el problema venía de lejos y que yo era, en ese momento, sólo una de sus manifestaciones. No hablaron una sola palabra entre ellos, ni antes, ni después de la función, ni tampoco en la cafetería adonde fuimos luego. Hacía mucho frío esa noche, en París, y los miembros de la compañía también buscaron refugio en la cafetería, lo cual animó un poco a Julio - y a mí, todo sea dicho–, porque la tensión que había entre ellos no era nada saludable. Como casi todos los depresivos, me hice la pregunta que no tenía que hacerme: ¿Qué le he hecho yo a esta mujer para que me odie? La pregunta correcta debió ser: ¿Qué le ocurre a esta mujer para que me odie? Ugné era una mujer muy guapa, una real hembra, y Julio, un hombre muy atractivo, que gustaba mucho a las mujeres; la relación sexual estaba servida, y el conflicto, también. 

Sé que Julio intentó suavizar la hostilidad de Ugné hacia mí, pero no lo consiguió. Tiempo después, cuando tuve que exiliarme en París y Julio estaba en Brasil, visitando a su madre de incógnito, la llamé para que me ayudara: yo era una compañera política indocumentada, perseguida por la Policía de Extranjería de tres países. La llamé por teléfono, tal como me había indicado Julio, desde Brasil, pero Ugné fue cortante: "Si tenés problemas, arreglate sola", me dijo, y dio por finalizada la conversación. Ugné no me brindó la menor ayuda, ni siquiera quiso verme; en todo caso, gracias a ella, aprendí una amarga lección: los celos de una mujer, por inmotivados que fueran, están por encima de la solidaridad y del compañerismo político. (Son muy amargas, las cosas que se aprenden en el exilio. Pero eso no es lo peor: lo peor es que, posiblemente, la experiencia no le servirá a otros. Todo tiende a repetirse, como en uno de los círculos de Dante.) Cuando Julio regresó de Brasil y se enteró de la actitud de Ugné sufrió un gran disgusto. Tuvo una de esas cóleras frías, heladas, tan profundas que nada basta para aplacarlas. No sé qué ocurrió entre ellos, porque era demasiado elegante como para contármelo, pero a partir de ese momento, sus relaciones fueron todavía más tensas; para huir del conflicto, y de París, comenzó a viajar con mucha frecuencia, a pesar de que detestaba el avión. Eran huidas, con el pretexto de un congreso, de una invitación a una universidad, pero, en realidad, Julio estaba buscando el amor que le faltaba y dejando atrás una relación cada vez más conflictiva, más peligrosa. "Soy un hombre solo", me dijo a menudo, y eso se le notaba a veces en la mirada, en los pasos.

Yo fantaseaba, a veces, con una reconciliación de Julio con Aurora aunque él la consideraba imposible. "La vida da muchas vueltas", decía mi abuela. Me acordé de esta frase cuando al final, en París, muerta Carol, la segunda esposa de Cortázar, Aurora Bernárdez lo acompañaba cariñosamente y se convirtió en su albacea. Sé, Julio, que el precio pagado fue altísimo, y además, estoy segura de que no te gusta que yo lo diga, pero era como si se hubieran reconciliado.






Julio Cortázar (Vidas literarias)
Barcelona, 2001







Foto de Cortázar: Sara Facio






Homenaje a 100 años de su nacimiento y 30 de su partida: 
26 Agosto 1914 - 12 Febrero 1984 / 
Homenagem aos 100 anos de seu nascimento e 30 de sua partida:
 26 agosto 1914 - 12 fevereiro 1984