El gueto en llamas. Los
últimos sobrevivientes salen de sus escondites tras la ofensiva nazi que
terminó con la resistencia. Son llevados al campo de concentración de
Treblinka.
|
Unos 90 compatriotas quedaron atrapados en el gueto de Varsovia. Entre ellos hubo un héroe que mató a un jerarca nazi en Treblinka. La investigación que revela por primera vez sus nombres.
gsierra@clarin
Tomó con rabia el mango del cuchillo
dentro del bolsillo. Apretó los dientes y aspiró profundo. Pensó un segundo en
su mujer y su hija asesinadas en la cámara de gas unos días antes y se lanzó
en dos saltos contra la espalda del Scharführer Max Bialas, el segundo jefe
de Treblinka, el campo de exterminio donde lo habían llevado cinco días antes
de ese 11 de septiembre de 1942. Sacó la mano derecha y clavó con una fuerza
brutal el pequeño cuchillo que había logrado esconder tras su trabajo
esclavo en el bosque. El nazi delgado, alto y apuesto en su uniforme gris
perlado, que hasta un momento antes se paseaba con una pequeña vara tocando las
caras de los hombres que iba a mandar a morir en la cámara de gas, cayó de
bruces tratando de contener con la mano la enorme cantidad de sangre que salía
de su cuello. Los guardias ucranianos miraban a todos lados buscando una
explicación. Había gritos en varios idiomas y los perros no paraban de ladrar.
Los Sonderkommandos, que hacían de policía interna, y los alemanes comenzaron a
correr desesperados. Abraham Krzepicki, otro prisionero que había estado
discutiendo sobre la posibilidad de armar una rebelión, se quedó inmóvil, al
lado del ejecutor. Los SS, con sus trajes y botas lustrosas renegridas,
empezaron a correr y gritar “¡Was ist los, was ist los!” (¡qué pasa!).
El cabo Manchuk, que había visto lo sucedido, se adelantó con una pala en la
mano y amenazó al ejecutor. Fue cuando el argentino Meir Berliner, un hombre de
unos 40 años, hijo de inmigrantes polacos nacido en Buenos Aires, que
había hecho aquí el servicio militar y regresado a Varsovia un tiempo antes
para visitar a sus parientes, tiró el cuchillo y dijo con voz firme y serena: “No
tengo miedo, pueden matarme si quieren”.
El cabo ucraniano Manchuk comenzó a golpear a Berliner
con el filo de la pala dejándolo moribundo y desfigurado, tirado en el polvo,
hasta que apareció otro jerarca, Kurt “Lalka” (Muñeca) Franz, a poner algo de
orden. Al Scharfuhrer Bialas se lo llevaron al hospital militar de Ostrow
Mazowiecki donde murió dos días más tarde. La venganza de Lalka Franz fue
brutal. Mandó a fusilar a 150 hombres. Tampoco importaba mucho. Todos ellos
iban a ser exterminados de una u otra manera. Desde el día en que se había
abierto el campo, el 22 de julio de 1942, ya habían transportado hasta allí
unas 250.000 personas del gueto de Varsovia, la zona de la capital polaca donde
los nazis habían confinado a los judíos. A diferencia de Auschwitz, en
Treblinka había pocas barracas, los prisioneros que no se suicidaban o
sobrevivían al hacinamiento en los trenes, pasaban en el lugar apenas un
promedio de una hora y media. Los guardias alemanes les quitaban las ropas
y cualquier otra pertenencia. Los Goldjuden (judíos de oro) se encargaban de
las joyas, el dinero y, una vez muertos, de extraer los dientes de oro. Las
cámaras de gas no daban abasto. Los cuerpos eran arrojados a unas fosas o
apilados en la rampa del ferrocarril hasta que hubiera tiempos para
incinerarlos.
El prisionero Abraham Krzepicki, que estaba al lado
del argentino Berliner en el momento del ataque aprovechó la confusión para
meterse dentro de un vagón de tren que estaba por partir de regreso al gueto de
Varsovia. Fue él quién contó la historia a Rachel Auerbach, una voluntaria que
trabajó con Emanuel Ringelblum en la elaboración de un archivo que se
enterró en cajas durante el exterminio del gueto y que fueron recuperadas
en septiembre de 1946 y diciembre de 1950 en el sótano de un edificio de la
entonces calle Nowolipki. Krzepicki contó que el argentino Berliner había intentado
organizar un alzamiento desde el momento mismo que llegó al lugar. Pero que
algunos líderes religiosos le decían que no había que pagar con la misma moneda
y había que aceptar “lo que mandó Dios”. Cuando mataron a su mujer y a su hija
ya comenzó a pensar en “una revancha” e intentó todo el tiempo sin éxito
que sus compañeros se rebelaran. Cuando tuvo la oportunidad, actuó. Mató al
segundo hombre más importante de Treblinka, el único nazi que murió allí, algo
que produjo un grave problema para Heinrich Himmler, el comandante de las SS,
quien se vio obligado a relevar a todos los comandantes del lugar. El hecho
también provocó una profunda impresión en los sobrevivientes judíos. En el
gueto, el argentino Berliner se convirtió en un héroe. Cuando comenzó el
levantamiento en Varsovia, el 19 de abril de 1943, los jóvenes peleaban
invocando el ejemplo que había dado el argentino Berliner.
La evidencia de la acción realizada por Berliner
aparece en los archivos de Ringenblum por el relato que le hace Abraham
Krzepicki a Rachel Auerbach, pero nunca se había puesto énfasis en el hecho de
que fuera extranjero y menos argentino. Se lo tomó como un polaco más. Y en
realidad no lo era. “Se evidencia en el hecho de que pensaba en forma diferente
a la enorme mayoría de los que estaban padeciendo el campo de concentración
como él. Muchos otros no pensaban en la resistencia. Berliner quería resistir y quería revancha por la
muerte de su mujer y su hija ”, explica la historiadora de la Universidad de Buenos Aires, Marcia Ras, quien logró rescatar la figura de Berliner del olvido.
Ras está haciendo su tesis doctoral sobre los argentinos que murieron en el
Holocausto y los que participaron de alguna manera en la guerra en esos años en
Europa. Y las cifras son sorprendentes: “hay al menos 400 ciudadanos nacidos
o naturalizados argentinos que fueron arrestados, esclavizados o asesinados por
los alemanes o sus aliados. Y hay miles, sí literalmente miles, que
participaron de los ejércitos en conflicto. Desde ya en el bando Republicano en
España, pero muchísimos también en el ejército francés. Y, por ejemplo, hay
aquí en el cementerio de Chacarita una tumba de 13 argentinos que murieron en
la guerra sirviendo al ejército británico. También hubo entre los alemanes”,
explica Ras que, a su vez, está a cargo del área de Investigaciones del Museo del Holocausto de Buenos Aires.
Uno de los obstáculos con los que tropezó su trabajo
fue interpretar y unificar las diferentes formas de escritura de nombres y
apellidos que aparecían en polaco, idish, hebreo, inglés y español. A
pesar de esto, logró detectar que dentro del gueto de Varsovia vivieron en
algún momento hasta 90 argentinos nacidos en el país o naturalizados, y
que habían regresado a visitar a sus familias.
De acuerdo a la central de datos de las víctimas del
Holocausto/Shoa de Israel, Yad Vashem, se puede determinar que en el gueto
estuvo la argentina Klara Hazanovich, nacida en 1928 en Buenos Aires del
matrimonio de Natan y Malka de la ciudad polaca de Faleniza. La familia estuvo
confinada en el gueto de Varsovia hasta que fue trasladada al exterminio en
Treblinka.
Klara murió allí a los 13 años. El testimonio lo dio su hermano
Zvi en 1999. También estaban los hermanos Yitzkhak y Khaim Danziger,
nacidos en Buenos Aires en 1924 y 1926 del matrimonio de Moshe y Fela. El
primero murió en la prisión de Pawiak, que estaba ubicada dentro del gueto y
donde confinaron por un tiempo a los extranjeros de países neutrales como lo
era Argentina en ese momento. El segundo murió en el gueto en 1942 a los 16
años. El testimonio lo da en 1999 un primo de ellos de nombre Guta Danziger,
sobreviviente de Bierkenau.
Hay otros tres adultos que probablemente se hayan
naturalizado viviendo en Buenos Aires antes de la guerra y que murieron en
Varsovia durante la “limpieza” del gueto. Khalee o Jaleie Segal, que habría
vivido en Argentina entre 1922 y 1930, murió en el gueto a los 43 años, de
acuerdo a su sobrina Alisa Shvartz. Jehuda Radzyner, que había nacido en el
pueblo polaco de Zyrardow en 1908, era un comerciante de Buenos Aires
antes de la guerra, y estaba casado con Khana Tauber. Su sobrino Nakhman
Perlberg testimonió que murió en el campo de Treblinka. Yekhiel Markovitz era un
sastre de Buenos Aires casado con María Roizen, que regresó a Varsovia
durante la guerra y murió en el campo de exterminio de Auschwitz. Y hay tres
niños que probablemente nacieron en Buenos Aires y fueron llevados por sus
padres de regreso a Polonia poco antes de la invasión alemana. Son los
hermanos Radzyner y Rivka, hijo de Yehuda Leib y Khana; y Yuri Markovitz, hijo
de Yekhiel y María Roizen.
Es posible que nunca se sepa la cifra exacta de
argentinos atrapados en el gueto. Aún se están recopilando los testimonios de
los sobrevivientes y son un rompecabezas por armar. Hay testimonios que dicen
que a fines de 1942 llegaron al correo del gueto paquetes conteniendo unos
90 pasaportes argentinos. De acuerdo al testimonio de Mary Berg, aparecido
antes de que terminara la guerra en el diario escrito en idish de Nueva York Der
Morgen Zshurnal, y del sobreviviente Hillel Seidman, se sabe del arribo de
los documentos cuando ya no había argentinos allí y que al menos cuatro de los
pasaportes fueron utilizados por los más altos dirigentes judíos del Comité de
Distribución de Ayudas. Otros, fueron vendidos en el Polski, un hotel
del 29 de la calle Dluga, en la zona aria, donde en un momento fueron
confinados judíos extranjeros de paso para su repatriación o los campos de
exterminio.
Y hay otro testimonio citado por el periodista y
escritor Uki Goñi en su libro “La real Odessa” en el que cuenta una discusión
entre el enlace de la cancillería alemana, Edward Von Thadden con el entonces
encargado de la embajada argentina en Berlín, Luis Yrigoyen. De acuerdo al
testimonio del jerarca nazi, éste le habría dicho a Yrigoyen -diplomático, hijo
natural del presidente Yrigoyen- que “hay cincuenta argentinos en el gueto de
Varsovia” y le puso sobre la mesa 16 pasaportes de supuestos argentinos judíos
que habían pedido ser repatriados.
Lo cierto es que los judíos extranjeros de los países
neutrales gozaban de una cierta inmunidad. En los primeros meses del gueto
podían salir y hasta estaban exentos de usar el brazalete obligatorio de
la estrella amarilla o llevaban otro con los colores de la bandera de sus
países. A todos ellos, unos 700, los confinaron a fines de 1942 en la cárcel de
Pawiak, ubicada dentro del mismo gueto, y luego los trasladaron a Vittel, en
Francia, o al campo de Bergen-Belsen. Hasta allí habrían llegado varios
argentinos, pero no se sabe su suerte ya que al final de la guerra sólo
sobrevivían los extranjeros de países con los que los alemanes podían
intercambiar prisioneros. Argentina sólo tenía a la tripulación del “acorazado
de bolsillo” Graf Spee y en calidad de “internados”. Los prisioneros argentinos
no le servían al régimen nazi.
El primer cañonazo se escuchó alrededor de las nueve
de la noche, en el momento en que partían el Matzá, el pan sin levadura, para
celebrar el Pesaj de ese 19 de abril de 1943. El segundo cañonazo terminó por
destruir la parte superior del primer edificio ubicado justo frente a la
entrada del gueto, por la actual calle Minow, en pleno centro de Varsovia. Los
muchachos de la resistencia liderados por el delgado e hiperactivo Mordecjai
Anielewicz, estaban esperando este momento desde hacía tres meses. Los
mensajeros comenzaron a correr por las cloacas y desagües dando el alerta a
todos los activistas. Los partisanos de las dos principales organizaciones
judías clandestinas del ZOB y la ZZW, habían recibido algunas pistolas y
fusiles de la Armia Krajowa, el Ejército Territorial Polaco, que resistía la
ocupación en la “zona aria”. Pero la fuerza alemana era devastadora:
2.054 soldados y 36 oficiales del ejército, 821 comandos de las SS y 363
colaboracionistas polacos.
“Me acuerdo de los que estaban en la resistencia. Eran
chicos muy jóvenes, apenas un poco mayores que yo, que tenía 13 o 14 años. Les
faltaba ya la familia o se los estaban llevando.
No tenían nada que perder ”, cuenta Eugenia Unger,
sobreviviente del gueto de Varsovia y de cinco campos de concentración, que
vive en Buenos Aires desde 1948. Muestra el número tatuado por los nazis
que aún es perfectamente visible en su brazo y sigue contando: “Se escondían en
casas clandestinas y para moverse se metían por las alcantarillas”.
Los chicos lograron detener el avance nazi por cuatro
días. Los mejores tiradores estaban apostados en los altillos de los edificios.
Los más forzudos eran los encargados de lanzar las granadas y las molotov.
Cuando avanzó el primer pelotón alemán a marcha forzada y cantando un himno
hitleriano, cayó sobre ellos una verdadera lluvia de proyectiles. Una
chica, de no más de 18 años, se había colgado con una soga de la balaustrada de
una terraza y se lanzaba hacia el vacío para arrojar granadas sobre un tanque
nazi.
El gobernador alemán de Polonia había ordenado el
confinamiento de todos los judíos el 16 de octubre de 1940 en un sector del
centro de la ciudad. Llegaron allí unos 380.000 judíos, el 30% de la
población de la ciudad, en un territorio que ocupaba apenas el 2,4% de su
superficie. Las familias se tenían que hacinar en departamentos de a siete
personas por habitación. Las enfermedades como la fiebre tifoidea y el hambre
diezmaron a miles. La ración de comida que entregaban los alemanes era
oficialmente de 180 calorías al día cuando la de los polacos era de 1.800 y la
de los alemanes de 2.400. Un muro de tres metros de altura y 18 kilómetros de
largo los separaba totalmente de la llamada “zona aria”, el resto de la ciudad
donde vivían los polacos católicos.
Pronto comenzaron las deportaciones hacia los campos
de concentración. Los líderes religiosos ordenaron no resistir porque creían
que los estaban llevando a lugares de trabajo forzado. Para entonces ya estaba
en práctica la llamada “solución final del problema judío” ordenada por
Hitler y elaborada y puesta en práctica por los comandantes SS, Heinrich
Himmler y Reinhard Heydrich. En la Conferencia de Wannsee, cerca de Berlín, el
20 de enero de 1942, se ordenó el exterminio de los judíos de Europa. Para los
judíos de Varsovia se levantó el campo de Treblinka y cuando éste ya no dio
abasto tenían el de Auschwitz.
“Mis padres me contaron que hubo muchas discusiones
sobre si tenían que iniciar un movimiento armado o no. Era una cuestión moral. Ellos eran del Bund, el partido
socialista, se opusieron por un tiempo a la resistencia armada hasta que no
hubo más remedio”, cuenta la psicoanalista Zully Peusner, cuyos padres fueron
parte de la resistencia en Varsovia y vivieron, luego, en Argentina más de
medio siglo.
Los chicos ya tenían decidido combatir hasta la
muerte. Y esa actitud les dio la ventaja en los primeros días. Para el 6 de
mayo, el comandante general de las tropas alemanas, Jürgen Stroop, ordenó la
entrada de los tanques y el “aniquilamiento” de la resistencia. En su
diario escribió: “familias enteras se arrojan por las ventanas de los edificios
incendiados”. Ese día murieron 365 combatientes y se rindieron otros 1.500. Dos
días más tarde los nazis logran entrar al cuartel de la resistencia. Mordechai
Anielewicz y su novia se suicidan antes de que los atrapen.
A la semana siguiente ya no se escuchaban disparos.
Los pocos sobrevivientes se escondieron en los sótanos y las cloacas. Los
alemanes incendiaron todos los edificios en pie. El 16 de mayo, Stroop mandó a
demoler la sinagoga de la calle Tlomacka.
“El gueto ya no existe”, escribió en su diario. Unos 7.000
jóvenes judíos murieron combatiendo. Otros 6.000 perecieron asfixiados bajo los
escombros. Y unos 40.000 fueron atrapados y enviados a Treblinka. Entre ellos estuvieron
los argentinos que hasta ahora permanecían en la sombra de la resistencia más
importante contra el exterminio nazi.
Las que llegaron de Varsovia después de vivir el horror
Eugenia Unger tenía 13 años cuando la confinaron en el gueto. Irene Dub, apenas cinco. Y Rosa Rotemberg nació allí. Las tres lograron sobrevivir y se refugiaron en Argentina.
Eugenia Unger. Conserva en su brazo izquierdo el número de Auschwitz.
Eugenia Unger. Conserva en su brazo izquierdo el número de Auschwitz.
Irene Dab. Cumplió 5 años en el gueto.
|
Eugenia Rotsztejn de Unger tenía 13 años cuando la confinaron junto a sus padres y tres hermanos en el gueto de Varsovia. Aún recuerda ese momento con detalle mientras mira al vacio con sus ojos profundos y azules y revolea ese brazo izquierdo con el 48914 que le tatuaron en Auschwitz. Habla con esa fuerza que la rescató de cinco campos de concentración y la trajo a Argentina hace ya más de 60 años. “Vinieron los nazis y nos ordenaron que agarráramos algunas cosas y comenzáramos a marchar hasta donde habían armado el gueto. Mi mamá me dijo que agarrara unas ropas pero yo sólo quería llevarme una muñeca que quería mucho y con la que todavía dormía”, cuenta.
Sus dos hermanos mayores, Renia y David, salían a
escondidas del gueto para vender alguna cosa que les quedaba y conseguir algo
de comida. Los descubrieron y desaparecieron. Fue cuando tuvo que empezar a
salir ella.
“Era muy menudita y pasaba por entre los ladrillos. Iba al mercado del lado ario y
juntaba las papas que se caían. Si me descubrían me empezaban a pegar”. Su otro
hermano, Ygnasz, se integró en la resistencia y logró esconder a la familia
durante el levantamiento. Poco antes del fin, las atraparon a ella y su madre y
las enviaron al campo de Majdanek. De allí a Auschwitz y cuando ya se acercaban
los rusos, los nazis los obligaron a caminar hasta Alemania en la Marcha de la Muerte. En un descuido de los guardias, Eugenia logró escapar junto a
una amiga. El resto fue la supervivencia entre los escombros de la guerra hasta
que salió a un campo de refugiados en Italia. Allí se encontró con David Unger,
que había combatido en el gueto. Tuvieron un hijo y lograron salir a Paraguay.
Poco después, entraron en forma clandestina a la Argentina.
Irene Dab, que cuenta su historia en el departamento
donde vive desde siempre en Barrio Norte, tenía cinco años cuando fue
encerrada en el gueto junto a sus padres. Un año después, los nazis comenzaron
a pedir cuotas de niños para exterminarlos. Su padre decidió sacarla en una
bolsa de arpillera y entregarla a una mujer católica. Pero un vecino la
denunció e Irene regresó al gueto. En el Día de Reyes del 43 su padre volvió
a meterla en la bolsa y la entregó a una familia. Luego, otra mujer de la
resistencia la llevó a vivir en el campo hasta que fueron liberados por los
rusos. Su padre sobrevivió y juntos viajaron a Argentina en 1948.
Rosa Rotenberg nació en el gueto. Sus padres se habían
casado en forma clandestina allí y tuvieron que ocultar el embarazo porque estaba
totalmente prohibido tener hijos. También la sacaron en una bolsa de
arpillera, pero cuando tenía apenas seis meses. Pasó de mano en mano hasta que
terminó en un orfanato de monjas. Allí la rescató su padre tras sobrevivir a
Auschwitz. Su madre pereció en el tren que la trasladaba. Rosa pasó unos años
en París y en septiembre de 1950 llegó junto a su padre y su madrastra a Buenos
Aires.
Las tres tienen sus vidas asociadas por siempre al
gueto y el Levantamiento.
Buenos Aires
28 de Abril de 2012
Links relacionados:
Links relacionados:
"Exilio
a la Vida: sobrevivientes de la Shoá en Venezuela" (3 tomos, edición
Unión Israelita de Caracas)
Espacio Anna Frank (Caracas, Venezuela)
Hace
70 años llegó el Caribia al Puerto (Cabello, Venezuela)