Armando Reverón en el documental de Margot Benacerraf (Venezuela, 1952).

Armando Reverón en el documental de Margot Benacerraf (Venezuela, 1952).


la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Entrevista a Aníbal Troilo por María Esther Gilio, Buenos Aires 1967



TRES NOCHES CON TROILO 


La primera noche, María Esther Gilio apenas consiguió que registrara su presencia. La segunda, esperó horas en una mesa del boliche donde tocaba y, aunque tampoco consiguió sacarle una palabra, se encontró rodeada de leyendas como Héctor Stamponi, Pedro Maffia y Horacio Salgán hablando de la nueva ola de los años ‘20 y de ese insurgente que era Piazzolla. Pero a la tercera noche, Aníbal Troilo se sentó a la mesa y habló. Esta es la crónica de aquellas noches de 1967, publicada recién ahora, a 30 años de la muerte de Pichuco.







Tres noches tuve que esperar para hablarle de lo que quería. No era fácil. Siempre ocurría lo mismo. El decía: “Sí, sí, mi querida, siéntese”. Y me tomaba del brazo para que me sentara. Yo me sentaba y esperaba. Con todas mis preguntas escondidas en la manga: “Usted admira a Di Sarli, ¿por qué?”. Y después, cuando el humo fuera más espeso y la noche más adulta: “¿Y Piazzolla, Piazzolla?”. Pero ¡mi Dios! siempre a esa hora dejaba escapar un brillo muy breve de entre los ojos finos como una raya y me decía: “Está bien, todo está bien. Lo que importa es esto”. Y movía las manos. “Esto, esto.” Yo trataba de anotar en mi memoria “esto”.

“Esto” eran las sombras silenciosas en las mesas. La gente que apretaba, al pasar, su brazo, el amor que incontenible lo anegaba. “Esto” era también yo, como una cámara ansiosa, con toda la pupila abierta para no perder una sola imagen, un solo movimiento de sus manos; mullidas, chicas, lentas, acariciando el vaso empañado y frío.

Una mujer cantaba acompañada por un piano. Troilo le decía que sí a la letra, que hablaba de un tiempo viejo y feliz; sí a la voz que lloraba desgarrada de soledad sin esperanza.

Detrás de Troilo, a dos metros, junto al mostrador, de pie, lúcido, sonriente, presente y ajeno, su representante. Miraba, sonreía, vigilaba... Recordé la entrevista de días antes en su oficina de Lavalle. Su desconfianza desde el comienzo, y desde el comienzo mi hipocresía. Sus temores de que Troilo pudiera embarcarse en empresas que lo comprometieran, mi diligencia para ahuyentar esos temores.

–La entrevista es para una publicación independiente. Quédese tranquilo. 

–¿Independiente?

Cualquiera podía darse cuenta de que no había acertado con la palabra que lo dejaría tranquilo. Su rostro se había ensombrecido. Era necesario tirarse al agua.

–Sí, quiero decir, sin ideas políticas. 

El representante sonrió. Tal vez sabía que para conseguir esa entrevista yo era capaz de cualquier cosa. Decidió ser generoso.

–Está bien, venga esta noche a Caño 14. Después de las doce. Allí podrá preguntarle. 

Pero preguntar no era fácil, porque él no respondía sino dándome palmaditas en la mano o acercándome el vaso; entonces yo trataba de envolver mis preguntas en el disfraz de una conversación casual, pero sonreía y me decía:

–Sí, uruguaya, sí –y luego señalaba a la cantante–. Escuche.

Me sentía idiota, con mis pobres preguntas tan inútiles y mi vaso en la mano todavía intocado. Hasta que me deslumbró la certidumbre de que había que zambullirse en ese vaso porque era del otro lado que iba a encontrar a Troilo y también las preguntas necesarias a las mejores respuestas.

Sin embargo, fue todo un espejismo. Encontré a Troilo sí, del otro lado. Pero no pude encontrar la voluntad para anotar las tan deseadas respuestas, ni el ánimo de hacer las necesarias preguntas. Sólo estaban él, su bandoneón y unas ganas enormes de llorar atando a treinta desconocidos.

Así fracasé la primera noche.

El local estaba gris de humo porque era la una de la mañana de un viernes; y el representante se paseaba nervioso, porque siendo viernes, y la una de la mañana, Troilo no llegaba.

A mí me habían ubicado en una mesa medio arrinconada donde estaba sentada la gente de la orquesta y un tipo locamente eufórico que decía haber llegado de Río esa mañana, ser escultor, adorar a Troilo y a una mujer muy flaca y muy insustituible, que tenía a su lado, y que acababa de conocer, providencialmente en un cafetín de Tres Sargentos.

–Diga que Troilo no es un ejecutante, que es un creador –me decía–. Diga, escúcheme, diga que es un mito. Una forma ineludible. Cuente eso, cuente que habíamos pasado una noche tormentosa. Como la de hoy, ¿eh Nelly? Ya era de mañana. Y llovía. Yo me iba de Buenos Aires. Había subido al taxi y Aníbal estaba parado en la calle, con el agua chorreándole la cara y me decía: “Quedate, quedate”. Habíamos ido a ver a Tania. “Quedate. Esto es Buenos Aires, esto es la garúa.”

El representante miraba al eufórico con expresión ausente y no cesaba de volver la cabeza hacia la entrada cada vez que chirriaba la puerta.

–Y un día en que andaba mal, como anda mal Aníbal cuando anda mal, y yo le dije: ¿pero a dónde vas, viejo, a dónde vas? me contestó: “¿Yo? ¿A dónde querés que me vaya? Si a mí ya no me para nadie. ¿Qué creés que me puede parar a mí? Puede ser que me pare una ventana con los vidrios rotos”. 
El representante volvió a mirar al escultor eufórico. Esta vez con expresión incrédula. ¿Cómo se podía hablar de tales vaguedades con toda esa gente allí esperando, ese humo tan espeso y ese reloj que ahora marcaba las dos menos cuarto?

–Sí, es un lúcido. Sabe muy bien qué puede y qué no puede. Sabe muy bien cuándo anda mal y cuándo tiene que dejar de andar mal... agarra la valija y desaparece. ¿Ve este reloj? Un día me encontré con él por ahí. Yo andaba solo; cumplía años. Me llevó a su casa. Había comprado este reloj para regalar, pero era mi cumpleaños y quiso dármelo. “Tomalo”, me dijo, “el otro que se vaya al diablo”.

Pregunté al señor serio que tenía a mi derecha, serio, delgado y cuidadosamente vestido:

–¿Quién es el que habló ahora? Yo no conozco a nadie. 

–Héctor Stamponi.

–¿El compositor? 

–Sí.

–Disculpe, ¿y usted? 

–¿Quién, yo?

–Sí. 

–Maffia.

–¿Maffia? 

–Pedro Maffia. 

Me reí.

–¿De qué se ríe?

–Pensaba en “A Pedro Maffia tocado por Troilo y Grela. 

–Sí... el mismo.

–Usted me está tomando el pelo. 

–¿Me ve cara de tomarle el pelo?

No le veía, no, cara de tomarme el pelo. Pero ¿cómo podía explicarle que yo creía que él era una gloria del pasado, un muerto ilustre?

Salgán acabó de tocar y vino a sentarse a la mesa. Con su cara un poco hosca, sus ojos saltones y su miopía. Pero Maffia había quedado callado. Se miraba las manos.

–Así que usted ya me hacía en la Chacarita.

–¡No, no! No sé... Nunca pensé en usted como en un ser real. Para mí era un poco la historia.

Volvió a mirarse las manos.

–Soy un poco la historia. Piense que en el ‘20 yo era nueva ola.

–Lo que ustedes hicieron, Pedro, tiene vigencia hoy –dijo Salgán.

–Ahora la nueva ola es otra –dijo Maffia.

–¿Y a usted qué le parece esta nueva ola?

–Está doblando el tango. Lo está doblando. Es negativa.

–¿Habla de Piazzolla?

–No quiero hablar de nadie en particular... ¿Quién lo entiende?

–¿A Piazzolla?

–Sí, ¿quién lo entiende? Piense en Troilo.

Salgán dijo como para sí mismo “no hay por qué oponerlos”.

–Yo los opongo, Horacio, yo los opongo.

–No soy el dueño de la verdad; admito otras maneras.

–Está bien, está bien. Pero él, usted, conservan la línea melódica. Cuando no se conserva la línea melódica, ¡basta! Yo lo escucho a Piazzolla y me gusta... no se trata de eso. Usted respeta al autor. El, Piazzolla, hace otra cosa.

La puerta volvió a chirriar. El representante y yo volvimos al unísono nuestras cabezas y sonreímos al unísono. Pichuco entraba con sus pasos cortos y lentos. Eran las dos. La misma rubia del día anterior lo seguía.

–¿Quién es? –pregunté. 

–La madre –dijo alguien riendo.

La rubia se acercó en ese momento.

–Che, esta periodista preguntó qué eras vos del Gordo y le dijeron que la madre.

–Y... no está mal.

Luego, mirándome:

–Es mi marido, querida.

–¿Cómo se siente compartiendo todos sus días con un hombre tan famoso? 

–El Japonés es el hombre más bueno del mundo, pero ¡es de difícil! Es de Cáncer.

Y luego, señalando a Maffia:

–El lo conoce bien.

–Tenía catorce años cuando lo conocí –dijo Maffia.

–¿Los dos de pantalón corto? 

–No, m’hija, no. Primero me mata y ahora me rejuvenece. Yo tenía unos cuantos años más que él. Me lo trajeron para que le diera clases de bandoneón. Vino a diez clases. Un día chau, no apareció más. Pantalón largo, muy gordito. No le gustó mi cara. No sé. No vino más. Yo era riguroso. Era muy riguroso. Un día, años después, me dijo: “No fui más porque ¿qué querés? Vos tenías cara de bombero. ¡Y sabés cómo te quiero!”.

Troilo, sentándose: “A mí no me gustaba estudiar”.

–¿Qué hacía en esa época? 

–¡Pero piba, usted está tomando café! Pero, sírvale algo.

–¿Ya le gustaba el tango? 

–Me toca entrar. Más tarde, ¿eh?

Otra vez los golpecitos en la mano, los ojos finos como una línea, el gesto de acariciar el vaso, el aire, en general, ausente.

Y a dos metros, también otra vez, el representante. Sonriente, atento, vigilante.

Quédese tranquilo, señor representante. Yo sé lo que es un ídolo, su promoción, la taquilla. Cuando escriba diré: “Pichuco levantaba con la derecha el vaso de Coca-Cola” mientras decía: “El tango es la síntesis del alma porteña”. Tranquilícese, como dijo el escultor eufórico, él es un hito, y ya nada podrá contra eso, ni el cuidado en ocultarlo de todos los representantes, ni la avidez en mostrarlo de todos los periodistas.

Francini se acercó con el violín en la mano.

–¿Vamos?

Troilo se levantó, y sin apuro, con pasos cortos, caminó hacia el escenario. Tanteó la silla, se sentó, barrió la penumbra con una mirada ausente, tomó el bandoneón que le alcanzaron y cerró los ojos. Alguien dijo:

–Hoy va a tocar como Dios. Siempre toca como Dios cuando más cerca está de tocar como el diablo.

Dijo su mujer: “Después de esta vuelta nos vamos. Hoy el Japonés está mal”.

Tocó como Dios y se lo llevaron. Así fracasó mi segunda noche. 




Eran sólo las once, pero Troilo ya había llegado y sentado en la cocina tomaba café. Oí que le decían:

–Che, Gordo, ahí te está esperando esa periodista uruguaya que quiere entrevistarte...

–¡Pobrecita!, que pase, ¿qué le voy a decir?

–Esperá a ver qué te pregunta.

–No le voy a preguntar nada. Hable de lo que tenga ganas. Cuénteme de usted. De cuando era chico. 

–¿Y qué querés que te diga, piba? Cuando era chico era un gordito. Siempre fui un gordito. Tenía un hermano mayor... Vivía en el barrio del Abasto. A los nueve años debuté en un café, con una orquesta de señoritas, y de mañana, como me caía de sueño, en lugar de ir al colegio me iba al café a dormir. Quedé libre. Mi vieja se agarró un disgusto de la gran siete. No soñaba que yo con la música podría llegar a algo.

–¿Qué se tocaba en esa época? 
–Más o menos por esa época se estrenó “Mi noche triste”, un tango del padre de Cátulo. A los catorce años, ya de pantalón largo, empecé a trabajar de contrabando en el Tabarís. 

–¿De contrabando? 

–Sí, porque era menor. Allí conocí a Vardaro, a Pascual Contursi. Hacíamos el tango de vanguardia. Entrábamos a trabajar a las seis de la tarde y no parábamos hasta que se iba el último borracho. Había días que terminábamos tocando con el sol en la cara.

Y se llevó las manos a los ojos como si otra vez el sol lo estuviera deslumbrando. Luego las bajó y se las miró. Eran pequeñas, mullidas y blancas y temblaban ligeramente.

–Mire –me las muestra–. Hoy me encuentra así, tan mal, porque estoy muy bien.

–Yo no lo encuentro así, tan mal, sino sólo muy bien. 

Se echó a reír y los ojos le desaparecieron devorados por la cara.

–Siga contándome. 

–Sí, pero tome algo.

–Bueno. 

–En 1929 ya tenía orquesta propia. Tocaba en el cine Medrano. La jazz era de Tanturi. Me acuerdo porque en el ‘30 fue el mundial de fútbol. Yo soy de River.

A nuestro alrededor los mozos entraban con bandejas, se detenían a escuchar lo que Troilo me decía. Intervenían en el diálogo.

–Che, Gordo, contale cuando conociste a Discépolo...

–Tenía dieciocho años. Discépolo me contrató para hacer una gira.

–¡Seguí, Gordo!

–Pero, viejo... no sé. ¿Qué más? Contale vos.

–Discépolo quería hacer una gira por el extranjero y pidió un bandoneón. Pero no cualquier bandoneón. Alguien que representara a la raza, a los porteños. Este tenía dieciocho años; morocho, gordito, peinado al medio.

Troilo riendo: “Sí, Discépolo estaba acostado. Me dijo: ‘tocá’.  Y le gustó.”

–¿Le gustó? Quedó loco. Le contó a Tania. Un tipo de macho argentino, de esos que enloquecen a las mujeres.

–¡Cómo te gusta hacer ese cuento!

–La cosa fue que Discépolo quiso cerrar trato enseguida... pero el prototipo de macho, porteño, morocho y de raya al medio, le dijo: “Bueno, pero tengo que pedir permiso a mi mamá”.

Troilo reía, ahora, casi a carcajadas.

–Pero che... si yo era un pibe. ¿Vos conocés el Tupí? –me preguntó.

–Sí. 

–No el de ahora, el de antes.

–Sí, el que estaba frente al Solís. 

–No, yo digo el que estaba en la 18 de Julio. Allí trabajamos en el ‘36. El Tupí de San Ramón. Vivíamos cuatro en una pieza, en la calle Cuareim. Cuando podíamos comíamos puchero en el Café del Plata. ¡Costaba cuarenta centésimos! Por ese mismo tiempo Pascual Contursi estaba en un teatro que había al lado del Royal. El programa decía: “Pascual Contursi, cantor argentino”. Bueno, ¿qué más quiere que le cuente?

–Usted compone... 

–Sí.

–Me gustaría que me contara cómo hace... si el tema se le ocurre de golpe... cómo. 

–No, no, no. Yo nunca puedo escribir música por escribir. Preciso una letra primero. Una letra que me guste. Entonces la mastico. La aprendo de memoria. Todo el día la tengo en la cabeza. Es como si la fuera envolviendo en la música. Es muy importante para mí lo que dice la letra de una canción. Por eso me gustaban las letras de Manzi. Eramos como hermanos, con una sensibilidad parecida... el mismo amor por el teatro...

–¿El teatro? 

–Sí, si usted me preguntara dónde quiero que me agarre la muerte le contestaría: en el teatro. Cuando Manzi dirigía yo iba viviendo toda la obra paso a paso. Hablábamos horas por teléfono. Yo conocía sus películas antes que nadie. Nos entendíamos sin palabras. Nos mirábamos, y uno ya sabía qué quería decir el otro. En la amistad y el amor ése es el único idioma.

Y se quedó callado.

Con los mismos ojos ausentes que ya le conocía y acariciando un vaso que no sé cómo había llegado a sus manos.

Sentí que me tocaban el brazo y me volví. Era alguien que andaba revoloteando por alrededor de nosotros, pero que yo no conocía. Me dijo rápidamente, en un murmullo:

–¡Cuidado! ¡Va a llorar! –Y luego–: Che, Gordo, vamos. Ya te toca.

El dijo entonces:

–Espéreme, pero para hablar de cualquier cosa, ¿eh?...,de Montevideo.

Me quedé sentada. Mirándolo entrar a la sala. Escuchando las inflexiones cariñosas de voces que decían. “Gordo”, “Gordito”, “Pichuco”. Escuchando luego el silencio. Por el silencio supe que había llegado al escenario, y cuando éste creció y se hizo espeso, que había tomado el bandoneón y cerrado los ojos.


©María Esther Gilio
Revista Marcha, Montevideo 1966



Página 12Revista Radar, Buenos Aires 
7 agosto 2005




Entrevista a Pina Bausch, por María Cristina Jurado, Chile 2009 / Pina Bausch: entrevistas y espectáculos en videos



“Escribía con mis brazos, con mi vientre, con mi espalda.”
Pina Bausch

Nunca quise ser coreógrafa

Yo fui una gran tímida de niña. Y vivía con mucho susto, un sentimiento que aún conservo y que, en parte, ha sido mi motor. El miedo mueve. El miedo hace crear porque tú quieres inventarte un mundo donde tus ideas y tus sueños funcionen. Ahora mismo, en este primer ensayo con mi compañía en el Centro Espiral, después del viaje por Chile, estoy muy asustada. No tengo idea qué haremos, no sé si saldrá bien. Sé que llevo en esto medio siglo, pero igual siento incertidumbre. Yo era extremadamente tímida y casi no hablaba, las palabras me salían a la fuerza.
Desde muy chica quise ser bailarina, nací en 1940 y Alemania estaba en plena Segunda Guerra Mundial, un tiempo de sacrificio. Como hablar me daba miedo, como nunca encontraba las palabras adecuadas, sentí que el movimiento era mi propio lenguaje. ¡Por fin me podía expresar! El movimiento me abrió las puertas hacia la vida.
Vivíamos muchas carencias en mi familia y en el país, pero, a los cuatro o cinco años, alguien me llevó al ballet en Solingen. Todavía recuerdo ese escenario brillante, lleno de luces: entonces supe que bailar sería mi existencia. Mi gran suerte llegó cuando la Folkwang Schule se instaló en Essen, una ciudad a unos 30 kilómetros de mi casa.
En 1955 entré a estudiar ballet con Kurt Joos, su director y uno de sus fundadores. Él era un nombre esencial en la danza contemporánea; yo tenía quince años. Me fui empapando de todas las disciplinas: era una escuela peculiar que combinaba ópera, teatro, música, escultura, pintura, fotografía, pantomima, artes gráficas. Ese contacto con todas las artes me abrió los ojos y ha influido poderosamente en mi creación. Hasta hoy no concibo una danza divorciada del resto de las expresiones artísticas.
Con Joos tuvimos una relación muy cercana, puedo decir que fue un poco como mi segundo padre y, durante un tiempo, hasta viví en su casa. También era su asistente, alguna vez dirigí sus ensayos, ordenaba sus agendas de trabajo. Una relación muy personal que ni siquiera recuerdo cómo se fue profundizando, pero que hizo de Kurt la influencia más fuerte en mi carrera: me marcó a fuego. Me enseñó que lo esencial es encontrar el propio camino. Yo quería -y quiero- solamente bailar.
Nunca pensé en ser coreógrafa. La danza es mi única meta. Pero, a fines de los años 60, sentí que me sobraba tiempo. Me faltaba algo, no sabía qué. Entonces empecé a escribir con mi cuerpo. Me salían pequeños textos envolventes, profundos, otros divertidos o esperanzados. El humor ha sido importante en mi escritura. Escribía con mis brazos, con mi vientre, con mi espalda. Así salió Fragmento en 1968 y mi rol de Ifigenia. Pero el punto de partida fue siempre la danza. Lo hice por mí: yo era quien quería bailar. De a poco, algunos compañeros quisieron integrarse a mis invenciones, me pedían pasos, movimientos.
            Pasar de bailarina a coreógrafa fue casi un proceso orgánico. No lo busqué, no fue una decisión intelectual. Yo simplemente bailaba y, un día, sin saber cómo, me encontré escribiendo con mi propio cuerpo. Quería buscar una manera de decir lo que necesitaba de una forma fuerte, poderosa. Igual que en los años de mi infancia, quería expresarme. Hubiera podido hacer más, pero tenía a mi cargo los bailarines y la compañía. Les di a ellos mi amor y mi escritura para que danzaran y, hoy a los 68, ¡todavía espero para bailar yo...!
            Una de las experiencias marcadoras fue cuando me pidieron dirigir mi propia compañía en 1973.
            Ponerme a la cabeza del Tanztheater Wuppertal Pina Bausch, como se llama hoy, fueron palabras muy grandes. Hasta entonces, yo creaba en libertad y la rutina me aterraba. ¡No quería encerrarme en un teatro! Pero me insistieron tanto que acepté. A los 33 años tuve que enfrentar, por primera vez, a 26 bailarines. Me preparé mucho: anotaba todo. Nunca había escrito ballets largos, sólo trozos pequeños y éste era un tremendo desafío.
            Pasé el primer día temblando de miedo y de emoción. Me obligué a cerrar los ojos y a sentir. Entonces decidí que todos los comienzos partirían de mi ser como bailarina. Y así es hasta hoy.







Mi método soy yo 

            Un día llegué a una encrucijada: o seguía un plan establecido o bien dejaba que aparecieran miles de cosas inesperadas y las empezaba a conectar. Opté por lo segundo. No se trataba de improvisar, tampoco eran chispazos espontáneos. Era más. Se trataba de conectar miles de detalles observados y dejar que todo eso hiciera su camino propio.
            Nadie, ni yo misma, sabía a dónde iba a ir a parar la idea original, ese click que está en el origen. Fue como armar un rompecabezas con un hilo conductor. Me di cuenta de que el resultado siempre era una gran sorpresa para los bailarines, pero sobre todo para mí.
            Trabajábamos la sorpresa. Bailábamos la sorpresa. ¡Tan refrescante! Con el tiempo tuve que sistematizar. Inventé el método de entregar una pregunta al grupo, una técnica que aún usamos. Les doy algo en qué pensar, algo que les provoca reacciones intensas y mucha pasión.
            A veces los bailarines escriben sus respuestas con palabras, otras, con el cuerpo y los movimientos. A veces es sólo un gesto. Les pido que interpreten un deseo, un estado de ánimo, un miedo. O que imaginen y reaccionen frente a una situación inventada. Elaboro un cuestionario, tomo notas, les enseño un paso nuevo. Así se va armando mi material de construcción. Es con esto que construyo cada cuadro, como los ladrillos o el cemento de una casa. No es simple: sé lo que ando buscando, pero no tengo idea de dónde lo voy a encontrar. Yo lo siento pero no lo veo; algunas veces aparece nítido, pero otras es una gran nebulosa. Hasta que una mañana me levanto - con sol o con lluvia- y llega el gran chispazo: sé. Sólo que esta respuesta genera más preguntas. Y el ciclo continúa, cada vez más intenso, a veces, un poco desesperado... Por fin el material recolectado toma forma. Y comenzamos.
            Me han preguntado a veces cómo es que, después de 40 o 50 años, aún no tengo todas las respuestas. Digo que no sé, que aún el proceso me intimida. Todavía me asusto como la primera vez. Nunca sé qué saldrá... todo lo que puedo prometer es que, de nuevo y siempre, voy a tratar. Siempre estoy tratando. Mi trabajo es totalmente naive. Suena raro, ¿verdad? Pero es tal cual, algo simple que todos queremos compartir. Una vez que los bailarines son parte de la idea, recién aparecen los otros temas: la puesta en escena, el vestuario, las luces, la música. Esta parte es capital porque cada pequeño detalle puede hacer variar totalmente la obra. A veces cambio cosas, ¡mucho después del estreno!, porque la danza es algo vivo. Y la música es esencial. Tengo a dos personas dedicadas exclusivamente a recolectar y a archivar piezas musicales para acompañar mis creaciones. Pero todos contribuimos: los bailarines aportan sus ideas y sus discos, los técnicos traen los suyos, intervienen mis amigos, yo también escucho música como loca porque sólo yo sé lo que necesito... Así y todo, ésta sería una tarea imposible de hacer por una sola persona, porque, aunque nadie lo crea, mi compañía trabaja contra el tiempo. Cada proceso de creación dura, a lo máximo, dos a tres meses. Ir contra el reloj es intimidante. Mi grupo de bailarines es siempre el mismo: 30 personas de ambos sexos. Sólo contrato nuevos cuando alguien se va, tenemos una larga lista de espera y a veces audiciono en otros países. Soy afortunada de que tantos talentos mundiales estén interesados en trabajar en el Tanztheater Wuppertal. Nuestro repertorio es muy grande y, a veces, cuando alguien se va, tengo que cambiar piezas completas: cada bailarín es un engranaje vital para cada obra. Como un traje a medida. Aunque siempre es bueno traer gente nueva al grupo, por el oxígeno que aporta. ¡Sangre nueva





El amor y la vida

            He vivido historias de amor increíbles. Han sido capítulos de mi existencia que han marcado mi vida personal y me han dado mucha felicidad. Pero cuando me preguntan si he sido feliz, digo que lo que he sentido casi siempre son sentimientos encontrados: felicidad mezclada con preocupaciones. Pienso que a veces esa sensación tan fantástica queda guardada bajo el cotidiano. Como escondida.
            He tenido dos matrimonios con dos hombres extraordinarios. Mi primer compañero fue crucial en el desarrollo de mi compañía y en todos mis inicios como bailarina y coreógrafa. Rolf Borzik fue mucho más que un compañero de trabajo, era pintor y artista gráfico, un escenógrafo talentoso y mi apoyo durante decenios. Él construyó los sets de todos mis ballets desde 1968 y marcó mi manera de ver y hacer las cosas, mi creación toda.
            Cuando murió, en 1980, yo cumplía cuarenta años, una edad importante, una edad en que uno hace un balance. Fue terriblemente doloroso, sentí como un vendaval interno.
            Ese mismo año inicié una gira sudamericana que me trajo a Chile y conocí a Ronald Kay, mi actual marido, él enseñaba literatura en la universidad. Los dos veníamos de experiencias profundas y dolorosas, Rolf se había muerto y algo de mí había partido con él. Conocer a Ronald me dio alas, nos entendimos desde un principio y nos enamoramos casi a primera vista. Yo digo que fue una experiencia privilegiada.
            En 1981 nació Rolf Solomon, nuestro hijo. Lo único que en verdad tenemos los seres humanos es el amor y la vida y las cosas que les pertenecen. No sólo existen los sentimientos en pareja: he experimentado sensaciones estremecedoras en mi trabajo. Ha sido el amor de sus integrantes el que ha hecho perdurar la pieza Kontakthof durante más de diez años.
            Fue en 1998 cuando puse un aviso en un diario de Wuppertal y convoqué a hombres y mujeres sobre 65 años para revivir esta pieza de 1978. Me había inspirado un día en que vi un baile con una orquesta muy antigua en un salón y parejas de la tercera edad daban vueltas al compás de la música, bailaban tango, fox trot, vals, ¡tan felices! Es tan increíble porque el amor nunca termina, a ninguna edad. Por el aviso del diario llegaron muchos hombres y mujeres que, por supuesto, no eran bailarines profesionales.
            Comenzamos los ensayos y al público le fascinó. Llovieron las invitaciones desde Inglaterra, Francia, Italia. Ha pasado un decenio y he pensado en parar la obra muchas veces, pero ellos no me dejan, están enamorados de su rol en escena. Cuando viajamos, aprenden sus diálogos en francés o inglés o italiano, trabajan en serio. ¡Algunos pasaron los 80 y siguen! Otros han debido abandonar por problemas cardíacos o de artritis y no se conforman... Este año, por primera vez, monté Kontakthof con adolescentes de 14 años hacia arriba. Los sacamos de once colegios de enseñanza media de Wuppertal. El resultado es una obra completamente diferente. Esto también es amor.


© María Cristina Jurado
Chile 2009
Revista Ya












Entrevista a Ernesto Sábato, por María Esther Gilio, Montevideo 1996


"La razón no sirve para la existencia"

El sábado 24 de agosto la amiga de Brecha que se había encargado de conseguir la entrevista con Ernesto Sábato anunció que había sido concedida. El martes 27 un fax desde Buenos Aires le comunicó a Sábato que la enviada especial de este semanario estaba allí, a la espera de una señal suya para acercarse a donde él le indicara. Al día siguiente, a las 8 y cuarto de la mañana, Sábato telefonea y dice a la periodista que es imposible aceptar la entrevista. Que querría complacerla a ella, y a Brecha, pero que no puede.
"Tengo 85 años y de pronto ocurren hechos que me destrozan, que me sumen en un dolor tan intenso que me imposibilita para este tipo de tareas. Usted sabe que Matilde, mi compañera desde hace 60 años, está muy enferma. Sabe que perdí un hijo hace un año y medio. Y en estos días otras cosas se han sumado, cosas terribles. No puedo, no puedo. Recibo 20 cartas por día que una querida amiga responde. Ocho, diez propuestas de entrevista." Sí, yo sé. Pero hace más de 15 años que usted dice que me dará una entrevista como premio a mi paciencia. "Bueno, sí, sí, sigo diciéndolo. Usted se va y alguna vez que venga la hacemos." Está bien, ¿cuándo? "Algún día, dentro de un año o dos, cuando yo esté menos dolorido. ¿Sabe que recibo diez invitaciones diarias para la televisión, y cada 15 o 20 días propuestas para ir a Europa? Pero no puedo ir" -dice, y queda en silencio-. ¿Por qué no puede? "Imagínese que yo estuviera allá, tan lejos y a Matilde le pasara algo. ¿Se da cuenta de lo que le digo? ¿Lo entiende? Quiero saber si lo entiende. Si eso pasara yo no podría perdonármelo." Entonces, ¿la entrevista? "Otra vez será."

El jueves 29 otro fax de Brecha le comunica que la periodista está dispuesta a renunciar a la gran entrevista con que había soñado y se conforma con cuatro preguntas, tres. Incluso dos. El viernes 30 a las 7 y cuarto de la mañana Sábato llama y pregunta si la enviada todavía está allí. Sí claro, claro, es con ella que está hablando. "Ah, sí, sí, claro" -dice-, y comienza a hablar como si se tratara de un amigo con quien habla con frecuencia. "¿Usted sabe que soy anarquista? Cuando era muy joven fui comunista, llegué a secretario de la Juventud. Yo creía en esa revolución -dice, y hace un silencio-. ¿Usted sabía eso? Y bueno, fui invitado a un congreso en Bruselas. Ahí me propusieron ir a la Unión Soviética a formarme en una escuela leninista. Me di cuenta de que ahí me harían un lavado de cerebro. Era a mediados de los treinta y ya habían comenzado los juicios de Moscú. Me escapé a París. Había intuido lo que sólo se supo, cabalmente, 40 años más tarde. ¿No la desperté, verdad? Yo me levanto a las 5. Me hago un té y me meto al estudio a pintar."
A pintar cosas muy tristes. ¿Alguna vez pensó por qué sus cosas son tan tristes? A menudo las que escribe, las que pinta siempre. Los personajes de sus telas lanzan gritos de dolor y terror en medio de paisajes desolados. "Pero... pero... pero... ¿de qué serviría la novela, la pintura, si no lograra encontrar el sentido profundo de la existencia del hombre? ¿De qué? ¿Conoce usted a alguno de los grandes que se proponga, simplemente, alcanzar la belleza? Claro que en la obra del artista hay belleza, pero detrás de ella está el dolor. Es una belleza golpeada, desgarrada por el dolor." Santiago Kovadloff dice que el acento, en sus novelas, recae sobre la existencia humana entendida, ante todo, como un dilema moral y metafísico.
"Hum..." ¿No le gusta? "Sí, sí. Mire, hay una cosa que me importa. Quisiera dar esperanza a los jóvenes. Los jóvenes me preocupan. Un poco de esperanza, un poco. ¿Usted sabe que yo soy anarquista? Anarquista cristiano. Sí, ya sabe. Bueno, hasta otro día." ¡Sábato! No respondió a la pregunta que le hacía en mi fax. "Yo mañana tengo una presentación en Buenos Aires. Ya ve cómo es mi vida. ¿Quiere verme allí?" Prefiero ir a su casa en Santos Lugares. "Quería evitarle el viaje en ferrocarril. A las seis de la tarde y sólo tres preguntas. No lo olvide."


Sábato y Matilde, su esposa

Santos Lugares a pesar de estar a sólo 40 minutos de Buenos Aires parece un pueblo de provincia. Pocos autos, plaza con iglesia, casas con jardín. En Santos Lugares todos saben dónde vive Ernesto Sábato. "Cerca de la vía, tres cuadras a la derecha, una a la izquierda. Ahora, ¿él la espera?", dice el obrero de Ferrocarriles. "Porque a esta hora a él le gusta caminar hasta Sáenz Peña, hasta la estación anterior. Él sabe hacer ese camino casi todos los días."
La casa de Sábato, amplia y con una dignidad donde se rastrean viejas vidas más esplendorosas, está al fondo de un jardín sombreado por cipreses, gomeros y enredaderas. Una manta espesa de hojas secas cubre el suelo. A la izquierda un camino de baldosas blancas y negras conduce a la puerta de entrada. Por ese camino avanzo, y levantando la mano saludo a Sábato que, de pie, tras una ventana, me mira llegar. Aunque no sé si me ve.
En la habitación en penumbra Sábato sigue de pie mirando hacia afuera. Cuando entro se vuelve. Su rostro es el que conocemos de la televisión y las fotografías: sombrío, pesimista. Mientras nos saludamos me pregunto cómo hará para infundir optimismo a los jóvenes, cómo podrá pasar por encima de tanto pesimismo, para cumplir con esa misión que apasionadamente se propone. Lo pienso, pero aunque es una buena pregunta no la hago.
Casi a modo de saludo le cuento lo difícil que es elegir cinco o seis preguntas entre las 30 que tenía preparadas. Pero él no está distraído. "Tres o cuatro, tres o cuatro" responde.

- ¿Con cuál de sus personajes se identificaría hoy? ¿Martín Bruno, Juan Pablo? ¿O tal vez con alguna de las mujeres?

- ¿Por qué hoy? -dice mientras ordena algunos papeles sobre la mesa.

- Porque han pasado muchos años y es posible que usted haya descubierto en ellos cosas nuevas que no había visto antes, cuando los creó. Usted cambió; ellos también cambiaron.

- Tendré que decirle que salvo alguna excepción (una persona, por ejemplo, fue la inspiradora total de un personaje), todos los demás salieron de mi corazón. Todos son emanaciones de mi propia inconciencia, que jamás engaña. - Se sentó, miró hacia el techo y quedó en silencio. Finalmente añadió - El corazón de cualquier mortal es un conjunto de contradicciones, algunas aterradoras, como sucede con las pesadillas. Todos somos, no digo algunos, sino todos, una mezcla de bondad y maldad, ateísmo y espíritu religioso, generosidad y egoísmo, valentía y cobardía.

- ¿Cuál de esos seres de ficción creados por usted le resulta el más querido?

- Hay varios, sí, sí, varios -dice, y poniéndose de pie vuelve a mirar hacia afuera por la ventana-. Martín adolescente en Sobre héroes y tumbas. Y la sirvientita de la calle Reconquista, hotel de marineros. ¿Recuerda algo de eso?

- Sí, claro, la que lo salva del suicidio.

- Vive en un altillo, pobrecita, con un retrato de Gardel en la pared y una lámina de esas que parecen de un tratado de anatomía de Testut, donde Cristo muestra su corazón en el centro de su pecho abierto.

- También hay un retrato de Evita.

- Sí, le da un mate cocido caliente y trata de reanimarlo. "Niño, hay tantas cosas lindas en la vida, dice mostrándole el cajón de verduras donde duerme su hijito. Mire, aquí me dejan tenerlo conmigo. Tengo esta vitrola vieja y unos discos de Gardel. Hay tantas cosas lindas. Las flores, los perros, los pájaros". Cuando el pobre Martín se levanta ya no se suicidará como pensaba.

- ¿Es ese pequeño personaje uno de los que más ama?

- Claro que sí, no se puede mentir en cosas tan graves, y mucho menos en personajes de ficción. A menudo he sido duro, sarcástico, peleador, pero también he podido sentir cosas tan sencillas y fundamentales como esta de la pobre sirvientita inventada. Esta posibilidad es la que, desde que era un adolescente, me ha inclinado hacia los pobres, los humillados, las razas perseguidas.

- ¿Qué lo mueve a elegir un tema?

- El instinto.

- ¿Nunca la razón?


- La razón no sirve para la existencia. Sólo sirve para demostrar teoremas o fabricar aparatos. El alma del ser humano en lo más profundo, no está para esas cosas.

- Mucho se dijo sobre usted y su personaje de El túnel. Claro que usted nunca mató a ninguna mujer, pero es pintor desde siempre y se puede suponer que es capaz de ser ferozmente celoso, ¿no?

Ernesto Sábato queda mirándome con expresión irónica. Tal vez quiere decir: "No pienso entrar en sus trampas y hablar de cosas privadas". Dice:

"Es verdad, nunca maté a una mujer. Pero, además, no creo en una literatura que calca personajes de la realidad. Eso está bien para escritores naturalistas. Todo naturalismo es superficial, porque no alcanza a la condición humana más profunda, que siempre es sobrenatural".

- En el prólogo de Sobre héroes y tumbas usted dedica la novela "a la mujer que tenazmente me alentó en los momentos de descreimiento", etcétera. Es curioso, pero no la nombra. A mí, esa dedicatoria me pareció que encerraba una pequeña trampa. Muchas mujeres se sentirían aludidas.

Sábato me mira. Su mirada no es irónica sino dura, muy dura. ¿Iría a decir que daba por terminada la entrevista? Dio unas vueltas por la habitación y respondió sin mirarme:

- Soy incapaz de esa clase de mentiras. ¿Quién va a ser sino Matilde, la mujer que me soportó desde los 17 años?

- Yo no quiero que se enoje.

- Si no quiere que me enoje no haga preguntas que pueden enojarme.

- ¿Le resulta impertinente que le pregunte si fue Matilde la única mujer en su vida o tuvo otros amores?

- Tuve otros amores como casi todos los seres humanos. Por no decir todos. Algunos muy fuertes y perdurables, ¿y qué? Grandes culturas en la antigüedad han sido poligámicas o poliándricas. Sólo en esta hipócrita sociedad burguesa se esconde esa tendencia natural de la criatura humana.

- Cuando le dieron el premio Cervantes dijo que, a veces, se sentía ante sus propios personajes como ante seres de carne y hueso, "tan desconocidos que conseguían aterrarme".

- Eso prueba lo extraño de la vinculación entre autor y personajes. Una relación difícil de explicar.

- ¿Por qué las mujeres en su obra -todas las mujeres- son tan misteriosas, sombrías?


- No sólo las mujeres. También los hombres tienen aspectos sombríos, misteriosos, cosas que no muestran. Todos los seres humanos son así.

- Muchas veces le han preguntado si el "Informe sobre ciegos" de Sobre héroes y tumbas tiene algún significado especial, si alude a alguna realidad no explicitada.

-Muchas veces me preguntan eso y otras tantas les respondo que esas páginas las escribí en un mes y no sé qué significan. Eso, como las pesadillas, salió del inconsciente.

- Cuénteme ¿cómo se distanciaron con Borges?

- Fuimos amigos y nos separó la política. Cuando la llamada Revolución Libertadora llegó hasta lo peor, las torturas a militantes peronistas, yo denuncié una noche, por radio Nacional, nombres y apellidos. Se armó un gran escándalo. A los dos días salió una larga declaración de escritores y artistas condenándome, lo que significa que de alguna manera justificaban las torturas. Lo curioso es que fui siempre antiperonista como ellos, pero por lo visto, por motivos muy diferentes. Como siempre, fui un especialista en hacerme enemigos. Muchos años después hubo una reconciliación gracias a un joven escritor que logró que hiciéramos un diálogo que luego se publicó en un libro. Yo creo que hemos pasado las tres y las cuatro. Y tal vez las cinco preguntas, ¿no?


© María Esther Gilio
Semanario Brecha
Montevideo, 6 de septiembre 1996

Viviana Marcela Iriart, poema de Laura Fernández






Cela el mar
al irte,
cela el aire,
cela ir.

Irte ví
viva.
Iría al ir?
Cela el mar.
Cela vivir.

La vi
ir
a lar?
al arce?  
amar?

Cela mar.
El mar te cela
viví a mar.
Vivían.
La ví amar
La vi ir. 

La mar viva cela.
La vi ir



a Viviana Marcela Iriart.


Con todo mi cariño

Artista plástica
Febrero 2011
Torino, Italia




Entrevista a Marguerite Duras, por Pierre Dumayet


Marguerite Duras

Desde su balcón de rocas negras Marguerite Duras puede ver el continuo juego del mar, de los cielos y los ademanes de los transeúntes que, con o sin perro, prefieren la arena al asfalto para dar sus paseos en otoño.

No había visto a Marguerite Duras desde hacía mucho tiempo, y sin embargo tenía la impresión de retomar una conversación, como si nos hubiesen interrumpido una larga llamada telefónica durante veinte años.


Pierre Dumayet: Como normalmente siempre se empieza hablando, si le parece bien, podríamos empezar callándonos unos segundos, lo justo para habituarnos. Estamos en Trouville y no lo parece. Es preciso ir al balcón. Si vamos al balcón nos damos cuenta de que estamos en Trouville. No hay nadie, el mar, casi nadie, el mar, una silueta, el perro.

Marguerite Duras: ¡Está el bosque!

P.D.: ¿Detrás?

M.D.: Sí. El bosque todavía está allí. No estará, pero ahora está allí. Todavía está allí. Uno se acostumbra frecuentemente a ver ese bosque ante el mar.

P.D.: Pero el mar, dice usted. Trouville, y punto. "Ahora es mi casa". Ha suplantado a Neauphie y a París.

M.D.: Pero eso no lo he escrito ahora.

P.D.: ¡No! Hace algún tiempo. En La vida material.

M.D.: Sí, es más importante para mí. Incluso más que Neauphie. No se, al decirlo tengo la sensación de traicionar, pero me gusta esto, sí.

P.D.: Usted dice que Trouville es su casa ahora, sin embargo se trata de un piso no una casa y en Neauphie tiene una casa.

M.D.: Aquí es como si todo me perteneciese.

P.D.: ¿Incluso la casa de al lado?

M.D.: Incluso la casa de al lado.

P.D.: ¿Hasta el mar, la playa?

M.D.: El mar también, sí. Es una forma de apropiación, pero es normal. Creo que todo el mundo es así. Es una especie de posesión ilimitada. Como el mar.

P.D.: Me gustaría que hablásemos sobre si el pasado tiene algo del presente. Leo una frase: "El arrebato de Lol V. Stein constituye un libro aparte. Un libro único".

M.D.: ¿Yo he escrito eso?

P.D.: Sí, usted lo escribió.

M.D.: Muy bien dicho.

P.D.: ¿Cómo hay que entender un sólo libro?

M.D.: Yo no lo entiendo. Si lo leo ya no lo entiendo.

P.D.: ¿Hace mucho tiempo que no lo lee?

M.D.: Bueno, como sabía que usted iba a venir lo he leído un poco por encima, el primer capítulo.

P.D.: ¿Le parece extraño?

M.D.: Único. Un libro siempre sobrepasa al anterior.



En 1.964, tras la aparición de Lola V. Stein, Paúl Seban filmó una entrevista a la escritora. Marguerite Duras deseaba volver a ver esa entrevista. [Pierre Dumayet y Marguerite Duras miran una televisión pequeña, en blanco y negro, en la que se reproduce la citada entrevista llevada a cabo en 1.964 por Paúl Seban].

Pierre Dumayet: ¿En qué estado se encontraba cuando empezó a escribir este libro?

Marguerite Duras: Había estado muy enferma y hacía mucho que no escribía.

P.D.: ¿Enferma de qué?

M.D.: Sobre todo, por no beber nada de alcohol. Mi enfermedad estaba relacionada con eso, y era la primera vez que escribía sin nada de alcohol.

P.D.: ¿Fue muy diferente?

M.D.: Sí, fue muy duro.

P.D.: ¿Muy duro?

M.D.: Muy duro.

P.D.: ¿Se sentía usted diferente?

M.D.: Bueno, siempre es duro escribir, pero entonces tenía más miedo. Mucho más miedo que de costumbre.

P.D.: ¿Tenía miedo de escribir mal?

M.D.: Tenía miedo de escribir cualquier cosa.

P.D.: ¿No tenía ningún otro temor?

M.D.: No.

P.D.: ¿Cuando se imaginó o se encontró por primera vez al personaje de Lol V. Stein?

M.D.: La vi en un baile. En un baile de Navidad. En un manicomio de los alrededores de París.

P.D.: ¿Un baile organizado por el mismo manicomio?

M.D.: Sí, en el manicomio. Después pedí permiso para verla y así lo hice una vez, durante mucho tiempo.

P.D.: ¿Como estuvo ella durante el baile?

M.D.: Como un autómata. Me llamó la atención porque era hermosa e intacta, físicamente. Normalmente los enfermos están muy marcados, pero ella no.

P.D.: ¿Qué edad tenía?

M.D.: Treinta años. Pero parecía muy joven.

P.D.: ¿Y ese baile le inspiró la historia?

M.D.: El baile y el encuentro con ella. Intenté hacerle hablar durante mucho tiempo, casi todo un día. Nunca habló. Mejor dicho, habló como todo el mundo. Con una extraordinaria y notable banalidad. Ella pensó que yo era médico y habló para que creyese que era como todos los demás. Y si me lo permite, cuanto más lo hacía, más singular me parecía. Fue impresionante.

P.D.: ¿Y ese tema que empezaba por la locura, en aquel momento, en el que usted se veía privada del alcohol, no le originó otros miedos además del que ha comentado? Es decir, el de escribir mal o de otra manera.

M.D.: Un poco. Un poco.

P.D.: ¿Qué quiere decir?

M.D.: De hecho, sin el alcohol, la locura me era cada vez más familiar. Esa locura me era más familiar de lo que había sido antes.

P.D.: ¿No tuvo miedo de identificarse demasiado con ella?

M.D.: No.

P.D.: ¿No? La historia comienza así: "Lol conoció a Michael Richardson a los 19 años, durante unas vacaciones, una mañana, en el tenis. Él tenía 25 años. Era el único hijo de unos terratenientes de T. Beach". ¿Eso está en Francia?

M.D.: No, está en Inglaterra.

P.D.: "Él no hacía nada. Los padres aceptaron la boda. El noviazgo tendría que durar seis meses. La boda tendría que celebrarse en otoño. Lol acababa de dejar el colegio, estaba de vacaciones en T. Beach cuando se celebró el gran baile de la temporada en el Casino". ¿Qué es lo que pasó en ese baile? Me refiero al baile del libro, no al suyo.

M.D.: En ese baile, el prometido de Lol se enamoró de una mujer, la última en llegar.

P.D.: ¿Cómo ocurrió? ¿El baile estaba en pleno apogeo?

M.D.: Sí, era la una de la madrugada, el baile estaba a tope y llegaron las últimas. El flechazo entre Michael Richardson y esa mujer fue inmediato.

P.D.: ¿Anne-Marie Stretter?

M.D.: Anne-Marie Stretter.

P.D.: Anne-Marie Stretter era una mujer madura, ¿no?

M.D.: Sí. Lol fue testigo de ese amor naciente. Vio todo el asunto. Presenció el suceso hasta tal punto que se perdió de vista a ella misma. Se olvidó de que era a ella a la que ya no querían. Ella estaba a favor de ese nuevo amor. Eso pasó en el baile. Y fue tan maravillosa esa desposesión, esa destrucción de Lol. Es admirable poder ver como tu propio amor se enamora de otra. Se quedó tan maravillada que la marcó para toda la vida.

P.D.: Diez años más tarde ella dice que en ese momento dejó de amar a Michael Richardson.

M.D.: Sí. Y así lo entendió, en el fulgor, porque no hay otra palabra, que esa mujer iba a ser el amor de su prometido.

P.D.: Entonces, no sufrió por amor porque ya no le amaba, ¿por qué sufrió?

M.D.: Ella no sufrió por amor. Sufrió al separarse de ellos. Le habría gustado llevar una especie de vida de parásito.

P.D.: ¿Le habría gustado verlos?

M.D.: Le habría gustado.

P.D.: ¿Vivir, amarse?

M.D.: Sí, olvidándose absolutamente de si misma. Le habría gustado verlo todo. Hasta sus relaciones más íntimas.

P.D.: Y diez años después, ¿ocurre algo? Cuénteselo a los espectadores que no hayan leído su libro. Cuénteselo a Paúl.

M.D.: Un día...

P.D.: Mire a Paúl.

M.D.: Un día una pareja pasa por delante de su casa. Un hombre y una mujer. Reconoce a la mujer, mal, pero al final, su rostro le dice algo, es Tatiana Karl, la amiga del colegio que estaba con ella en el baile. Y un buen día, cuando iba paseando por una avenida de la ciudad, reconoce al hombre que había pasado por delante de su casa. Sale de un cine y ella le sigue. Sabe que se va a reunir con esa mujer, con Tatiana Karl. Le sigue por toda la ciudad, le sigue hasta un hotel, donde él se reúne con esa mujer que ahora ve con toda claridad. La reconoce claramente, es Tatiana Karl. Se tumba en un campo de centeno, detrás del hotel, y espera ante la ventana iluminada de la habitación a que se marchen los amantes.

P.D.: ¿Qué es lo profundo, lo real, que hay en Lol? ¿La necesidad de ver? ¿La necesidad de ser una mirona?

M.D.: Es la búsqueda de la felicidad. Su felicidad está ahí, viendo a los demás.

P.D.: ¿No puede encontrar la felicidad sola?

M.D.: Realmente no puede vivir por su cuenta. Además, eso es lo que le provocará su última crisis. Al final del libro va a un hotel con Jacques Hold y se llama de muchas maneras. Ya no sabe quién es. Y la crisis es muy grave. Creo que, seguramente, está enferma.

P.D.: ¿Una mujer que no está loca puede llegar a ser así?

M.D.: Un poco. Creo.

P.D.: ¿Cree que alguien que no está loco puede llegar a ser así?

M.D.: Puede lamentar ser así. Es decir, puede actuar por su cuenta y al mismo tiempo lamentarse.

P.D.: La forma de ser de Lol, ¿le parece envidiable?

M.D.: Sí.

P.D.: ¿Sí?

M.D.: Sí. Totalmente.

P.D.: ¿Incluso deseable?

M.D.: Casi.

P.D.: ¿De qué trata la novela? No es la novela de la locura. ¿Es la novela de la incertidumbre?

M.D.: De la "despersona", si me apura. De la personalidad. Quizás sea eso.

P.D.: ¿Le parece que es una enfermedad muy extendida o se trata de un caso particular?

M.D.: Eso no es una enfermedad. Es un estado que acarician muchas personas. Que aparece en raras ocasiones de una manera total. En el caso de Lol, se ha manifestado totalmente.

P.D.: Pero, por ejemplo, el que Lol dejara de amar a su prometido a partir del momento en el que vio a aquella mujer, ¿le parece normal, natural, o más bien es algo insólito, algo imaginario?

M.D.: Creo que en las penas del amor siempre estamos cegados por algo, por una especie de vanidad un poco estúpida. Lol comprendió que se estaban desprendiendo de ella. Lo entendió perfectamente.

P.D.: Y a usted como escritora, como novelista, ¿qué es lo que más le interesa saber de este personaje? ¿No es el momento en el que los sentimientos dejan de existir?

M.D.: La abolición del sentimiento, sí, es lo que más me interesa.

P.D.: ¿Cree que se pueden frenar los sentimientos así?

M.D.: En un determinado estado de vacío, de vacuidad, sí. Creo que en las penas del amor entran en juego muchos recuerdos.

P.D.: ¿Que molestan?

M.D.: Que molestan. Creo que es muy fácil de entender.

P.D.: ¿Ha tenido alguna vez la impresión de escribir un libro más lúcido que éste?

M.D.: Rotundamente no, nunca he tenido esa impresión con otros libros. Y al mismo tiempo, este es un libro oscuro para mí, pero es una oscuridad limitada. Mientras que con los otros libros hacía algunas trampillas.

P.D.: ¿Tiene algo que añadir?

M.D.: No.

P.D.: Gracias.



© Pierre Dumayet





Entrevista Jeanne Moreau por Octavi Martí, París 2006


Duras y Moreau

"Marguerite Duras era imparable"

Jeanne Moreau viaja hoy a Madrid para inaugurar en el Instituto Francés los actos de homenaje a su gran amiga la escritora y cineasta Marguerite Duras en el décimo aniversario de su muerte. "Hay gente que escoge escribir como oficio. Para ella, era su modo de vivir", dice la actriz francesa. Mesas redondas, conferencias, exposiciones y encuentros, en los que participarán escritores franceses y españoles, cineastas y estudiantes, celebran la memoria de la gran creadora.


Marguerite Duras y Jeanne Moreau durante la filmación de “Nathalie Granger”

La actriz y ocasional directora Jeanne Moreau (París, 1928) conoció a la escritora Marguerite Duras y trabajó con ella en diversas oportunidades. Cuando se cumplen 10 años de la desaparición de Duras (Gia Dinh, Indochina, en la actualidad Vietnam, 1914-París, 3 de marzo de 1996), la actriz francesa recuerda a la autora.

Pregunta. ¿Cómo se conocieron?

Respuesta. Fue en 1957. Fui a verla a su casa. Quería comprarle los derechos de uno de sus libros, Los caballitos de Tarquinia (1953), para llevar el libro al cine. En esa época yo hacía sobre todo teatro, pero ese día era lunes y no había función. En su casa me encontré con el escritor René Louis de Forets, con su marido Robert Antelme, con el padre de su hijo, Dionys Mascolo, con Florence Malraux -después hemos sido inseparables- y con mucha otra gente. Abrimos varias botellas de vino. Marguerite aún tenía la máquina de escribir en la cocina. Bajamos a una charcutería vecina, a comprar ensaladas y salchichón. Hoy, la charcutería es la boutique de Sonia Rykiel. Acabamos la noche en una sala de fiestas en la que bailaban flamenco. Los caballitos de Tarquinia nunca se hizo, ni cuando más tarde Romy Schneider retomó los derechos, pero Marguerite y yo nos convertimos en grandes amigas.

P. Su relación con el mundo del teatro influyó en el destino profesional de Duras.

R. Cuando nos encontramos yo estaba interpretando La gata sobre el tejado de zinc caliente, de Tennessee Williams, en una puesta en escena de Peter Brook. Hice que Marguerite y Peter se conociesen; de ahí nació el filme Moderato cantabile, escrito por ella, dirigido por él y conmigo como protagonista. Años más tarde, convencí a Tony Richardson para que adaptase otra novela de Duras, El marino de Gibraltar. Cuando ella se puso a hacer cine, me propuso que interviniese junto a Lucía Bosé en Nathalie Granger. Yo le presenté a Gérard Depardieu, con el que entonces estaba haciendo una pieza de Handke en el teatro. Luego hubo unos años en que nos vimos muy poco, en que intercambiábamos mensajes, pero Marguerite estaba como raptada por un círculo de admiradores que parecía tener celos de los viejos amigos, de Alain Resnais, de Florence Malraux, o de mí misma.

P. ¿El alcoholismo de Marguerite Duras era ya manifiesto a finales de los cincuenta?

R. No. Entonces bebía, como yo bebía también, pero sólo cuando queríamos. No había dependencia. A veces salíamos juntas, de noche, en coche, y nos recorríamos todas las entradas de París, parando en bistrots muy populares, conociendo hombres increíbles. Nos lo pasábamos bien. En esa época también conocimos a Lacan y nos íbamos de juerga con él. Aún recuerdo que tomábamos notas para futuras novelas u obras de teatro, escribíamos en medio del campo, de noche, cerca del puente de Suresnes, en una zona hoy edificada, viendo cómo se apagaban las luces de París y se levantaba el día. Era magnífico.

P. En Cet amour-là, usted encarna a Marguerite Duras.

R. Supe de la existencia del texto de Yan Andrea sobre Marguerite y tras leerlo le dije enseguida a Josée Dayan que había que convertir aquello en película. No se podía utilizar ni una sola palabra escrita por Marguerite, pues hay un litigio entre su hijo y heredero y su ejecutor testamentario que hace que ahora sea difícil encontrar muchas de sus obras, pendientes de reedición. En Cet amour-là no intento imitar a Duras, que nunca iba con pantalones. Estaba muy orgullosa de sus piernas, las tenía muy bonitas. Y llevaba siempre jerséis de cuello alto. Mi personaje es una suerte de destilado de todas las heroínas durasianas. Espero que las celebraciones del décimo aniversario de su muerte servirán para resolver el litigio entre herederos y todo el mundo pueda descubrir que Duras es la mejor escritora de los últimos años del siglo XX.

P. Cuando conoce a Marguerite Duras es también cuando entra en relación con Louis Malle.

R. ¡Ella me acompañaba mientras yo le buscaba por todo París! Estaba enamoradísima de él. Louis era un tipo formidable. Ha hecho películas que parecen muy distintas, pero hay una corriente de fondo que las atraviesa todas, la obsesión por la primera vez, por la primera mujer, por la revelación de la sexualidad. Era el opuesto perfecto de François Truffaut. Recuerdo que, en 1963, fuimos juntos a Osaka y yo salía cada día a descubrir la ciudad y él se quedaba en el hotel, leyendo libros sobre el Japón. Luego, cuando yo regresaba de mis paseos, François me interrogaba, quería saber si se parecía lo que él había leído. A Louis le faltaba tiempo para perderse por la ciudad. François escribía muy bien. Era muy posesivo. Todos sus amigos hemos recibido una vez una carta de François devastadora. Cuando dirigí mi primera película -Lumière- no soportó que pasase al otro lado de la cámara. Poco antes de morir, me dijo: "Jeanne, tenías razón, hay más rivalidad entre los cineastas que entre las actrices".

P. ¿La obra cinematográfica de Duras le parece de igual valor que su obra literaria?

R. Como cineasta tuvo audacia, la audacia de la libertad. Supo hacer películas con presupuestos minúsculos. Supo ir hasta el final en la prosecución de sus deseos. Es como una piedra que cae, la fuerza de la inercia, era imparable. Hay gente que escoge escribir como oficio. Para ella era su modo de vivir. Toda su obra está marcada por ese hálito de sensualidad que es misterioso, húmedo, que viene de lejos, de la Indochina natal, sin duda. Ella resumía todo eso de una manera muy simple y magnífica: "Un tipo al que no le apetece acostarse conmigo no me interesa".

París - 06/03/2006

© Octavi Martí
 


Gal Costa y Elis Regina: Programa de televisiòn de 1981