Rapsodia II
In illo tempore
Como oleaje del Piélago Egeo de los histriones del mundo llegó al recién inaugurado Teatro de la Opera Maracay, mi escenario de la adolescencia, una extensión del Primer Festival Internacional de Teatro de Caracas, cerca de 1973. Tenía 13 años número cabalístico perfecto para cualquier acto iniciático. La oferta era muy seductora para un agreste casi niño de los Valles de Aragua. Me atreví. Crucé el umbral de nuestro novedoso teatro Arte Decó de las artes multidisciplinarias. La obra que representaba a la Argentina: “El Campo”. No era un campo florido como el de nuestros redimidos paisajes en la canícula voraz del trópico. Era un campo de concentración a que nos invitaban los artistas de Teatro San Martín. Al centro del proscenio, escasas sillas y un círculo de tiza caucasiano. La noche triste de los milicos borraba en pesadilla jamás perentoria el brillo consubstancial de las márgenes del Plata, como ahora, aquí las márgenes de nuestro Orinoco. Comprendí licuados mis ojos, mi aliento acelerado, que el teatro era el más bello ritual. Las plegarias, los holocaustos emergían de una diminuta vestal de la dramaturgia continental: Griselda Gambaro. Descubrí en sus parlamentos que la más elevada virtud de la raza humana es la compasión.
Al terminar la función salido como de una gaveta a propulsión, me abracé de los histriones si mal no recuerdo, y si es imprecisión me permito la fábula, el adorado Rubén Szuchmacher me presentó ante la Gambaro, con mis abiertísimos ojos azules iridiscentes de asombro y agua. Comprendí la letra del tango “A un semejante”, mientras la abrazaba susurraba: “es un asombro tener tu hombro y es un milagro la ternura…”
Por primera vez escuché el nombre del arquitecto de nuestros festivales mundiales de teatro: Carlos Giménez. Todavía no leía La Ilíada, La Odisea, no sabía que era un rapsoda ni mucho menos el nombre de Homero, el poeta, sólo sabía del Homero aquel de Los Locos Adams y su amor desenfrenado por Morticia, cada vez que pronunciaba una frase en perfecto francés.
Carlos Giménez iniciaba el órgano barroco de mis asombros; una Tocata y Fuga en efervescencia constante de un Bach sin polvereada peluca. Todavía el volcán de mis contradicciones vocacionales estaba en franca erupción como la tenebrosa mano del acné que desgarraba mi rostro. No estaba preparado para leer la partitura de un genio.
José Augusto Paradisi Rangel
Ciudad de México, 3 de septiembre de 2021.
Foto: Miguel Gracia