“Esa ciudad que yo
creí mi pasado,
es mi porvenir, mi
presente...”
Jorge Luís Borges
habitó el mundo, declaró haber navegado por los diversos mares
del planeta,
confesó haber sido “una parte de Edimburgo, de Zurich, de
las dos Córdobas, de
Colombia y de Texas”, pero nunca pudo renunciar a
Buenos Aires, a esa
ciudad que amó y rechazó, que le fue tan cercana y tan
distante, en la que
vio el rostro de una muchacha que puede suplir todas las
visiones, todo lo que
merece ser visto y lo que no. Buenos Aires aparece en la
obra del poeta como
un lugar ubicuo, imborrable, como una ciudad portátil que
lo acompaña en el
recuerdo, sin necesidad de ojos para volver a ver lo que sólo
existe en la memoria,
en esa memoria emotiva que es capaz de trasladarse
hasta los orígenes
mismos de su ciudad, para asistir al momento de su
fundación mítica,
cuando “el río era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita
roja para marcar el sitio en que ayunó Juan Díaz y los indios
comieron”.
Como toda ciudad,
Buenos Aires es paraje cernido, percolado, sometido a los
mitos y prejuicios de
quien la recuerda y rememora: es tarde y crepúsculo,
noche, patio, aurora,
amigos, amores, calles y sucesos, sueño y, en ocasiones,
pesadilla. La Buenos
Aires de Borges no escapa a esta circunstancia, el poeta
la evoca desde su más
recóndita condición de ciudadano, se adentra en las
evidencias de lo
físico y en la inmaterialidad de las esencias, la recorre con la
mirada y con el
pensamiento, la describe con la simplicidad de lo contemplado
directamente, sin
tamices, y con la complejidad de lo que se refleja
oblicuamente desde
unos espejos donde habita la oscuridad y la ceguera.
Buenos Aires, en la
poesía de Borges, es el orgullo del barrio, el sentido de
pertenencia a un
ámbito que trasciende lo geográfico para adquirir un carácter
propio que lo diferencia
y distingue de aquellos otros barrios que compiten con
él por ser el mejor,
el más distinguido, la encarnación de la hombría, del fútbol,
del tango, la
milonga, o de las más bellas y decididas mujeres. Palermo, Barrio
Norte, el Paseo de
Julio, dejan de ser nomenclatura urbana, dirección de
vecindad o terminal
de tranvía, metro o autobús para transmutarse en lealtad,
en amistad, en
pesadilla lúcida, en olvido preservado, en resignación, en fin, en
todas aquellas
emociones experimentadas por un poeta que diferencia su
patria grande de la
chica, su país, su ciudad, de su barrio.
Barrios disímiles,
amados y despreciados, aceptados y rechazados: uno
repudiado, al que el
poeta le reclama “sufres de caos, adoleces de irrealidad, te
empeñas en jugar con
naipes raspados por la vida”; otro protegido, que Borges
preserva del olvido
que es el “modo más pobre del misterio”. Barrios de barrios,
como Barrio
Norte que alguna vez fue “un argumento de aversiones y
afectos, como las
otras cosas del amor”, o como Palermo, ese barrio poseedor
“de unas cuantas
milongas para hacerte valiente y una baraja criolla para tapar
la vida y unas albas
eternas para saber la muerte”. Barrios de Buenos Aires
trazados con “vaivén
de recuerdo” y que se van diluyendo “en la muerte chica
de los olvidos”.
Si la vida tiene
asidero en la Buenos Aires de Borges, la muerte no oculta su
vigencia: La
Chacarita y la Recoleta son convocados desde lágrimas, deudos y
entierros para
sumarse al variado espectro de los lugares que protagonizan la
paradójica vida
urbana. El poeta convive a lo largo de toda su poesía con la
muerte, la hace suya,
la convierte en compañera insustituible, incluso, en
fuente de vida, en
otro mar, en otra flecha “que nos libra del sol y de la luna y
del amor”. De allí
que sea impensable que Borges no le cante a los
cementerios de Buenos
Aires, a esos dos camposantos extremos,
contradictorios,
donde las lápidas sustituyen a las partidas de nacimiento y a
los carnés de
identidad. La Chacarita es, a los ojos de Borges, “un conventillo
de ánimas”, “una
montonera clandestina de huesos”, allí “la muerte, es incolora,
hueca, numérica, se
disminuye a fechas y a nombres, muertes de la palabra”.
La Recoleta es otra
cosa, “aquí es pundonorosa la muerte”, “bellos son los
sepulcros, el desnudo
latín y las trabadas fechas fatales, la conjunción del
mármol y la flor”.
Sin embargo, en ambos, en el anónimo y en el conocido, en el
de todos y en el
exclusivo, en cualquiera de ellos “siempre las flores vigilaron la
muerte, porque
siempre los hombres incomprensiblemente supimos que su
existir dormido y
gracioso es el que mejor puede acompañar a los que
murieron”.
Buenos Aires es un
fervor de calles, patios, balcones, arrabales, aldabas,
portones y zaguanes
que Borges recupera de su anonimato para incorporarlos
a una eternidad
personal que se nutre de los detalles de una ciudad vista en
dos tiempos: en los
de la juventud cuando “buscaba los atardeceres, los
arrabales y la
desdicha”, y en el de la madurez cuando, por el contrario, se
conformaba con “las
mañanas, el centro y la serenidad”. Ese fervor del poeta
se expresa en el
peculiar homenaje que le prodiga a las calles de Buenos
Aires, a esas que “ya
son mi entraña”, y que pueden revestir infinitas
características y
variedades: “ávidas, incomodas de turba y ajetreo,
desganadas,
enternecidas de penumbra y de ocaso, reales como un verso
perdido y recuperado,
abatidas de agua y de sombra, taciturnas, grandes y
sufridas”; heridas
abiertas de su ciudad que le permiten decir a Borges con
absoluta satisfacción
que “hoy he sido rico en calles”.
Borges tampoco puede
prescindir de los patios de su ciudad, de esos “patios
cóncavos como
cántaros”, “cielo encauzado”, declives por los cuales “se
derrama el cielo” en
casas y jardines. Patios de Buenos Aires que conviven
con “la amistad
oscura de un zaguán” y con los jardines que son como “un día
de fiesta”.
Protagonistas fundamentales de una manera de vivir, de consolidar
el hábito de morar en
la casa de siempre, esa que incorpora al patio una
caterva de cielos y
quebradizas lunas nuevas, infundiéndole al jardín su
ternura; mientras el
poniente se acuesta en la hondura de la calle del poeta.
Buenos Aires, en la
perspectiva de Borges, es también la plaza de Mayo, la
Dársena Sur, una
esquina de la calle Perú, un arco de la calle Bolívar, la
vereda de Quintana,
una puerta numerada, la pieza contigua y el infaltable
espejo que repite y
reproduce a los hombres sin cesar, Es igualmente, la otra
calle, el enemigo,
“un plano de mis humillaciones y fracasos”, la creadora de
laberintos urbanos y
personales que genera certidumbres autobiográficas que
conducen al
reconocimiento de que con la ciudad, con Buenos Aires, “no nos
une el amor sino el
espanto; será por eso que la quiero tanto”.
Ciudad irrenunciable,
patria cierta de un poeta que acepta sin remilgos que “los
años que he vivido en
Europa son ilusorios, yo estaba siempre (y estaré) en
Buenos Aires” porque
“Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el
penar, me abandoné a
sus calles sin recibir inesperado consuelo, ya de sentir
irrealidad, ya de
guitarras desde el fondo de un patio, ya de roce de vidas”.
Poeta, crítico de arte, jurista, experto en gerencia, editor, ensayista político y director de revistas literarias. Venezolano
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