Ante las comisiones de Diputados que tratan la legalización del aborto, dio un discurso que replanteó el término “pro vida”; en la Feria del Libro, logró suspender momentáneamente una protesta sorpresiva, que impidió hablar a dos ministros, y reivindicó el rol del escritor como trabajador e intelectual. Aquí, Piñeiro explica por qué cree que es momento de que las y los autores retomen la tradición argentina de intervenir en la esfera pública.
Por Soledad Vallejos, Página 12, 29/04/2018
“Fin de discurso”, recuerda Claudia Piñeiro que dijo antes de dejar las páginas ya leídas, el micrófono, y sacar de un bolsillo el pañuelo verde, por el derecho al aborto, que enarboló como bandera en la apertura de la Feria del Libro. Recuerda, también, que esas tres palabras no estaban escritas, pero que necesitó decirlas. Acababa de dar un discurso profundamente político y en un escenario conflictivo, tanto que la protesta de la comunidad educativa de los profesorados porteños impidió a los funcionarios argentinos tomar la palabra. Habían hablado el presidente de la Fundación El Libro, Martín Gremmelspacher, y el director de Ciencias y Artes de Montevideo, Juan Canessa; era el turno del ministro de Cultura porteño, Enrique Avogadro, y estalló la manifestación inesperada, que sólo se detuvo cuando Piñeiro subió una escalera breve, dejó atrás el atril, se paró en medio del escenario, con su saco verde brillante, y empezó a hablar.
-Cuando empecé a pensar el discurso para la Feria, había una cosa que estaba clara desde el principio, y era la pregunta acerca de qué se espera de un escritor. Yo me lo vengo preguntando. Cuál es el rol, que se ha perdido justamente en la sociedad, en un punto de intervención o no. Está lleno de escritores que dicen que no les interesa intervenir y me parece válido. Pero nosotros, en Argentina, tenemos una tradición de escritores que han intervenido políticamente y eso desapareció.
–El discurso que dio en la Feria fue político: se define como trabajadora, propone recuperar el lugar del intelectual público, se planta como ciudadana y exige como tal y como mujer en todos esos roles. Seguramente se había preparado para que el discurso tuviera un efecto, una repercusión también política. Pero las circunstancias cambiaron, no eran las previsibles
-Las circunstancias cambiaron claramente, porque faltaron dos discursos que no se pudieron dar. Yo mencioné algo de los premios nacionales y alguien me dijo que el ministro (de Cultura de la Nación, Pablo) Avelluto tenía para anunciar que los premios volvían, aunque no sé en qué condiciones. Hubiera sido un lindo intercambio ése, porque a lo mejor yo hice algún comentario que él o alguien podía contestarme, porque lo que interesa es el debate. Eso no se pudo dar. Ahora, independientemente de eso, el escándalo, entre comillas, que sucedió ahí, yo no sé si hizo que el discurso se leyera más. En los grandes medios se habló del escándalo, eso es cierto, pero la circulación del discurso fue extraordinaria. Si no hubiera habido ese escándalo, ¿se habrían preocupado por cuál era el discurso de apertura de la Feria? No lo sé. No sé si la potencia del discurso era suficiente para que igual se disparara de esa manera o el tema del escándalo hizo que mucha gente estuviera mirando qué pasaba en la Feria del libro. Lo que sí me pareció como mágico fue estar sentada en una silla, esperando para subir al escenario, y que lo que tengo escrito de repente dé cuenta de lo que está sucediendo en ese lugar. Eso es lo mágico de escribir, esa cosa que decís no anticipatoria, porque no es que vos anticipás: vos tenés la sintonía con lo que está pasando. Eso es lo que no tienen a veces los políticos, la sintonía. Vos leés lo que está pasando y decís “de esto hay que hablar, esto es lo que está pasando”. ¡Y vas ahí y está pasando! Resulta mágico en un punto. En un momento, cuando leía el discurso, los que estaban protestando me decían “¿por qué no hablás de tal cosa?” y yo respondía “esperame, que está escrito”. Ellos preguntaban quién les va a enseñar a los chicos, y mi discurso tenía una fuerte apelación a que si de la escuela pública los chicos no salen con las habilidades básicas de lector, por mucho que queramos fomentar la lectura no lo vamos a lograr. Nadie que no lea de corrido puede encontrar placer en la lectura. Entonces, yo, sin saber por supuesto que iba a pasar lo que pasó, en mi discurso contestaba algunas de las cuestiones que se estaban planteando, o por lo menos tenía puntos que permitían un diálogo con el humor social en ese momento.
–En la sala, cuando estalló la protesta fue un momento intenso.
–Había que tomar muchas decisiones. Si subís o no subís, si te vas, porque otras propuestas eran “vámonos todos”, y estaba la pregunta de “si subís qué hacés”. Cuando yo subí al escenario, los que protestaban seguían reclamando y hablando. No es que subí y se callaron: yo empecé a hablar y no se habían callado. Se callaron cuando dejé el atril y me paré adelante. No es lo mismo pararte detrás del atril y hablar en un tono monocorde que pararte en el centro del escenario y hablar. Son todas decisiones que uno toma de cómo plantarte frente a alguien que te está interpelando. No lo digo como un valor mío, resolví hacer eso porque intuitivamente sentí que si no lo hacía, no paraban. Después algunos me criticaron porque dijeron que yo los convalidé hablándoles a ellos. Yo quisiera saber por qué no le hablaron los demás a ellos. Porque me parece que una de las formas de calmar las cosas es hablar. Dejaron que eso creciera y después, cuando Avelluto sí quiso hablar, porque él en realidad sí tomó el toro por las astas, se había desmadrado todo. Todo llegó a una tensión tal que era difícil de manejar. Yo digo: ¿cuál es la solución que planteaban? ¿Que los sacara la policía? Esto era de entrada libre y gratuita, no estaban cometiendo ningún crimen. Sí, no dejaban dar los discursos, eso es verdad. ¿Y eso justifica que vos los saques? Yo creo que no. Yo opino que las personas deben reclamar lo que tienen que reclamar y que lamentablemente si a vos no te escuchan, tenés que ir a un lugar de visibilidad. Es lo mismo que cuando alguien corta una calle. Por supuesto que no me gusta que las calles estén cortadas y por supuesto que me incomoda, pero entiendo que si no cortan la calle, vos ni te enterás de lo que pasó. Entonces, ¿cómo no se puede resolver eso de otra manera? O sea, enterándote de qué es lo quiere la gente antes de que suceda. Yo no sé cómo fue exactamente la previa, pero evidentemente algo pasa ahí. Y lo que me da un poco de pena es que el reclamo haya sido a Avogadro y Avelluto, porque no es su área, ninguno de los dos tiene que ver con esa cuestión. ¿Pero dónde más podían ir a hacerse notar, dónde podían ir a que los escucharan los que protestaban? No lo sé. Los reclamos que no son escuchados a tiempo producen estas explosiones.
–Hubo también quienes criticaron que usted no condenara la protesta.
–Con eso me pasan dos cosas: primero, que nadie más se había animado a intentar parar lo que pasaba. Es gracioso que piensen que yo, como soy la única que pude hablar, tenía sobre mis espaldas la responsabilidad de pararlo. Es malicioso por parte de quienes lo sugieren cargar sobre una mujer, que fue la única que pudo parar la cosa, una responsabilidad que ninguno de los varones ahí presentes pudo asumir. Me parece miserable ese comentario. Además, si condeno eso, digo algo que no es lo que pienso; no pienso que la gente no debe manifestarse. Sí pienso que debían haber dejado hablar a los ministros, no tengo ninguna duda de eso. ¿Yo podría haber pedido que los dejaran hablar? Tal vez sí, pero yo tenía que terminar mi discurso, acomodar los papeles y levantar un pañuelo verde, que era lo más importante para mí. Reaccioné como pude.
–Volviendo al rescate de esa tradición argentina de la figura del escritor que interviene públicamente y toma parte en debates sociales, ¿en quiénes piensa o quiénes le parecen interesantes, más allá de si comparte o no sus posiciones?
–Rodolfo Walsh, claramente. Lo que pasa es que si pensás en cómo terminó Walsh decís bueno, a lo mejor hay que cuidarse. Porque también está ese problema en Argentina: cuando hay una intervención pública muy fuerte, sabés que tenés cosas para perder. Por supuesto, no estamos en este momento en una situación igual a la de la represión clandestina que mató a Walsh, pero de todos modos sabés que según la intervención que vas a hacer te van a salir a pegar con las herramientas del momento. Ahora hay prácticas usuales en redes sociales. Yo, por ejemplo, uso Twitter, y después del discurso en la Feria hubo gente que para agredirme empezó a hacer circular un tuit mío de hace un año, en el que preguntaba “¿dónde está Santiago Maldonado?”, como si con eso me fueran a insultar. ¡Me parece increíble que alguien crea que te está insultando con eso! Cuando yo pedí cuentas por eso, me dijeron “era para marcar que siempre estás del lado equivocado”. Bueno, me quedó claro que estamos en distintos lados, pero no sé quién está del lado equivocado, porque haya pasado lo que haya pasado con Santiago Maldonado, obviamente la sociedad y nosotros teníamos que preguntar dónde estaba, ¿o porque apareció después está mal que hayamos preguntado? Yo no tengo ninguna duda de que teníamos que preguntar.
–Se esgrime la intervención pública pasada como carpetazo
–Exacto. Y me pareció realmente grave, porque además, ¡hay que ir a buscar qué dijo Fulana hace meses sobre tal cosa! Es impactante que en función a un discurso alguien se tome el trabajo de ir a buscar qué dijiste hace un tiempo sobre tal otra cosa.
–Cuando estaba vigente esta tradición del escritor interviniendo en la cosa pública, políticamente, desde un lugar no partidario pero sí político, se armaban debates entre intelectuales, entre revistas. Argentina tiene una tradición fuerte de eso. Ahora, en cambio, no sucede, se hace este uso de redes que usted marca y la posibilidad de debate queda subsumida como en pequeñas reyertas.
–Y que enseguida se acaban de esta manera, porque te cuidás de no decir porque van a salir a decirte alguna cosa, o van a atacarte o lo que sea. ¡Y la cantidad de gente que aparece en las redes insultándote! A mí con lo que más me insultaron en este último tiempo, en realidad, es con lo de las estatuas (N. de R.: fotos de estatuas en espacios públicos que habían sido intervenidas con el pañuelo de la Campaña por el derecho al aborto). Cuando subí foto de la estatua de Alfonsín con el pañuelo, me dijeron todo lo que se te ocurra. Me llamó la atención también, porque uno tiene un discurso político en el Congreso, pero con lo que te insultan es con los pañuelos en las estatuas.
–¿Tiene hipótesis de por qué pasó eso?
–Creo que porque ahí se atreven a meterse. No se atreven a decir que está mal lo que dije en alguno de los discursos, pero sí dicen que está mal mancillar el honor de un muerto haciéndole decir que él está a favor del aborto, cuando en realidad el propio Alfonsín, durante el proceso de reforma constitucional, se encargó explícitamente de vetar un artículo que podía volver inconstitucional, en el futuro, la legalización del aborto. Son ignorantes. Pero además el objetivo es insultarte y que vos te sientas humillada y no vuelvas a intervenir. A veces lo logran. Yo conozco mucha gente que se cansa de que la maltraten.
–Estas últimas semanas hizo intervenciones públicas fuertes: expuso en una de las audiencias en Diputados por la legalización del aborto, pasó lo que pasó en la inauguración de la Feria. Pero esas intervenciones son deliberadas, hay una decisión de hacerlas, de intervenir.
–Es que la pregunta, que hago en el discurso de la Feria, sobre qué se espera del escritor, es una pregunta que yo me hago. Si hay que intervenir o no, y en qué, porque tampoco tenés por qué opinar de todo y hablar de todo, pero sí hay determinados temas que son trascendentes en nuestra sociedad, como es la ley del aborto, en los que me parece que sí hay que opinar. Y en el caso de la Feria, yo en las aperturas he escuchado infinidad de discursos, algunos me encantaron, otros me encantaron menos, pero son todos muy diversos. Muchas veces en ese discurso lo que hace un escritor es un recorrido de su historia literaria, pero es algo que también nosotros lo hacemos en otras circunstancias. Yo, por ejemplo, tengo una entrevista, tengo charlas con otros escritores, tengo otros lugares donde hacer eso. Al pensar en qué decir, lo que pensaba es que yo iba a venir después de cuatro discursos que en general son políticos. Y habitualmente, después de eso, los escritores venimos a hablar de literatura. Pero en la Feria tenemos un montón de lugares para hablar de literatura y lo que yo quería era contar cuál es nuestra situación como escritores, trabajadores, como mujeres dentro de ese campo cultural y hablar también del rol del intelectual, que es la palabra clave, y que es una palabra que incomoda porque tiene algo de elite, ¿no? Por eso yo quería todo el tiempo llevarlo a que no es una cuestión de elite sino de oficio. Así como otro sabe hacer zapatos o sabe manejar un taxi o sabe hacer una cirugía, nosotros sabemos hacer ciertas cosas que tienen que ver con nuestro oficio, porque trabajamos con la palabra. Entonces, cuando alguien quiere hacer manipulaciones del lenguaje nos damos cuenta; cuando alguien quiere pintarte personajes maniqueos, te das cuenta; cuando alguien quiere imponer su punto de vista como si esa fuera la verdad, cuando te hablan de La Verdad, también te das cuenta . Eso es un ejercicio del novelista, del escritor, del que está con la palabra. A lo mejor es un aporte que podemos hacer. Lo que quería plantear era eso: retomar la intervención pública bajándola del pedestal y acercando herramientas que nosotros tenemos y que a lo mejor a los otros les son útiles.
–Cuando la convocaron para hablar en las audiencias de las comisiones de Diputados por aborto, ¿no dudó en aceptar?
–Me llamaron de la Campaña, me dijeron que estaban buscando personas con cierto conocimiento público, que pudieran hablar desde otro lugar, porque tenían muchos médicos y juristas, pero que tal vez, a veces, esos discursos son esperables y los diputados no registran tanto. Por eso estaban buscando personas que pudieran dar un discurso desde otra mirada, que pudiera sacudir un poco la situación. Por eso Martha Rosemberg me pidió y dije que sí. No dudé porque me pareció que era casi un deber cívico, sinceramente. Me pareció que había que hacerlo. ¿Tenés cosas para perder? Sí, obviamente. A las personas que somos figuras públicas, las actrices, las escritoras, por ejemplo, nos pueden decir “no te compro nunca más un libro”, o “te saco de tal contrato de publicidad porque no va con mi producto”. Es decir, nosotras tenemos cosa para perder muy concretas, de trabajo. Pero me pareció un deber cívico, hay cosas a las que no podes decir que no, hay que hacerlas.
–¿Cree que está abriéndose de nuevo el espacio para la figura del intelectual público?
–Yo creo que pude hacer ese discurso en la Feria y el del Congreso porque hay un cambio, porque de alguna manera yo me sentí acompañada. Yo fui a dar ese discurso sobre la ley del aborto en un contexto en el cual hay un montón de mujeres hablando de eso, un montón de compañeras mías, un montón de escritoras, de amigas hablando de eso. No es lo mismo que ir sola y pararte ahí a hablar. Con el discurso de la Feria del libro también, porque toda la cosa gremial, por llamarla de alguna manera… hay palabras que parece que ofenden, ¿no? “Sindicato”, “gremio”, parece que nadie quiere hablar de eso. Pero los escritores no tenemos en ese sentido a alguien que defienda intereses. Toda esa parte ahora hay gente pensándola, como la Unión de escritoras y escritores, la gente de NP literatura. Más allá de mi discurso, hay gente pensando. Hay una movida. Yo lo que hago es decir me paro acá y lo digo, pero esa movida está. No es lo mismo que decirlo sola, que pararme a decir “a mí no me gusta que me paguen a los seis meses” y que todos los demás se queden calladitos y entonces vos decís “me van a echar, no me van a publicar un libro”. No: si somos un montón los que estamos diciendo “mirá, si me pagás cada seis meses y con el ajuste por inflación que hay, me parece que acá hay algo que no está funcionando”, es distinto.
–Usted de todos modos está en una posición en la que podría no decirlo, no necesita hacerlo.
–Es raro eso. Vos decís “podrías no decirlo”, pero yo pienso “no puedo no decirlo”. Pienso que yo tengo que decirlo precisamente porque puedo hacerlo. No le puedo pedir a un pibe al que le publican una tirada de 500 ejemplares y que no cobra ni anticipo ni derechos de autor que se pare en un escenario y diga “che, cómo no me pagan”. Entiendo que él no tiene espalda para decirlo, pero algunos sí tenemos esa espalda. Está bien, algunos tienen espalda y no lo hacen, lo sé. Pero yo me siento más cómoda así. También es como si fuera un recorrido casi profesional. Hay un momento en el que vos producís y hay un momento en el que te ponés a mirar qué es lo que hay en tu campo cultural, tus compañeros y decís “mirá, acá hay estos problemas”. A lo mejor hace cinco años yo estaba más preocupada por otras cosas.
Yo hoy me sentiría incómoda si no lo hiciera, pero envidio poderosamente al que no siente que tiene que hacerlo, no le digo “por qué no lo hacés”. No sabés lo que envidio cuando alguien no se siente interpelado. Yo creo que tiene que ver con algo personal de uno y también con las historias, mi papá era así también. Después del acto de la Feria, mi hermano, que había estado ahí, daba ejemplos de mi papá en distintas situaciones y decía “era igual”. Creo que esas cosas también vienen de modelos que uno tiene.
La escritura como marca
Por Claudia Piñeiro
Antes que nada quiero agradecer haber sido elegida para dar el discurso de apertura en esta Feria del Libro de Buenos Aires. La Feria es el evento literario más importante de la ciudad, del país y de la región. Y una de las ferias en español más destacadas del mundo. Vengo a esta feria desde antes de ser escritora. Valoro lo que tiene de literario y también lo que tiene de evento social, de lugar de reunión, de cofradía, de territorio por el que transitan infinidad de personas buscando un libro. Desde que fui convocada a dar este discurso me persigue una pregunta: ¿Qué se espera de un escritor? ¿Alguien espera algo de nosotros? Tal vez sí. O tal vez ni siquiera que escribamos un próximo libro.
Cuando hace ocho años Griselda Gambaro tuvo que dar su discurso inaugural en la Feria de Frankfurt citó a Graham Greene quien había dicho: "Debemos admitir que la verdad del escritor y la deslealtad son términos sinónimos (...) El escritor estará siempre, en un momento o en otro, en conflicto con la autoridad". Me atrae ese lugar para el escritor: el de conflicto con la autoridad. Entendiendo por autoridad -en nuestro caso- el Estado, la industria editorial y los intolerantes que pretenden imponer cómo debemos vivir. Me siento cómoda en un colectivo de escritores para los que la lealtad nunca deba ser con la autoridad, sino con el lector, con el ciudadano, con la literatura y con nosotros mismos. Y retomo el concepto tal cual lo expresó Gambaro: "Así debe ser por razones de sano distanciamiento en la preservación del espíritu crítico, de la disidencia como estado de alerta, si bien es preciso no confundir la disidencia - trabajo de pensamiento - con la estéril rutina del antagonismo sistemático." Quiero apropiarme de esa frase de Gambaro: disentir como estado de alerta, no como antagonismo sistemático. La vida está llena de gestos que tienen un significado y tratamos de decodificar. Nosotros, como escritores, estamos atentos a los gestos que nos muestran la industria, el Estado y por supuesto los lectores. Los nuestros también importan pero solemos creer que alcanza con escribir. Sin embargo, hay determinadas circunstancias sociales frente a las cuales la falta de acción o la falta de gesto explícito también trasmite un mensaje.
Quiero señalar algunos de esos gestos.
Los escritores somos parte de la industria editorial. Reivindico el ejercicio de la literatura como trabajo y nosotros como trabajadores de la palabra. Somos trabajadores dentro de una industria, pero a veces ni nosotros mismos tenemos conciencia de ese status. La confusión puede deberse a que trabajamos haciendo lo que más nos importa en la vida: escribir. Hay textos inolvidables de George Orwell, Marguerite Duras, Reinaldo Arenas, acerca de por qué escribimos. Dice Arenas: "Para mí, escribir es una fatalidad, no una razón; una fuerza natural, no una interpretación". Podría suscribir lo que dicen todos ellos, en especial sumarme a lo que dice Arenas porque creo que cualquiera de esas búsquedas del origen de la propia escritura son posteriores al acto. En el acto de escribir hay pulsión, escribimos porque no tenemos más remedio, porque si no escribiéramos no seríamos quienes somos. Creo en la escritura como una marca ontológica.
Nosotros tenemos plena conciencia de la crisis que atraviesa el sector; somos parte de la cadena de valor tanto como lo son todos los otros eslabones: el accionista que invierte en el negocio, el editor, el imprentero, el librero, el distribuidor, los correctores, los traductores y cada uno de los que trabajan en la industria. Nos gusta lo que hacemos y tal vez, si tuviéramos de qué vivir, lo haríamos gratis. Pero el trabajo se paga. Se nos debe pagar en tiempo y forma lo que vale. Algunas editoriales lo hacen, algunas no. No se trata de tamaños: grandes, medianas o independientes, hay quienes hacen las cosas bien y quienes las hacen mal. En ese sentido yo me siento privilegiada. Pero tengo la responsabilidad de hablar no sólo por lo que me pasa a mí sino por mis colegas.
Más allá de que el 10% por derechos de autor - porcentaje que no tiene otra explicación que "porque siempre fue así"- se liquide semestralmente y sin ajuste por inflación, hay editoriales que pudiendo hacerlo no pagan anticipos y otras que proponen contratos infirmables que no resistirían un análisis ni jurídico ni ético. ¿Por qué los firmamos? Porque queremos ser publicados, porque sabemos lo difícil que es conseguirlo, pero también porque estamos convencidos como "El mercader de Venecia" de Shakespeare, que aunque el contrato diga que deberemos pagar con una libra de carne, llegado el caso Shylock no será capaz de tomar el cuchillo y cortarnos un pedazo del cuerpo: error. Y porque estamos solos. Hay un estado de indefensión ante ciertos usos y costumbres que deberían ser revisados. Algunos tenemos la suerte de contar con un agente que nos defienda. Algunos tenemos la suerte de trabajar con editoriales que cumplen con sus obligaciones. Pero muchos escritores no. Ante esas inequidades hay una ausencia del Estado. Es poco habitual encontrar diputados que estén pensando leyes que nos protejan. Los jueces no entienden nuestros reclamos. Los distintos actores del poder ejecutivo no dan respuestas a preguntas sobre la continuidad de premios nacionales y municipales, la ley del libro o la jubilación de los escritores. No pretendo que nos digan que sí a todo lo que pedimos, pero pretendo un intercambio de opiniones y una respuesta que demuestre que se nos escucha. La ausencia de gesto también es un gesto. Los dramaturgos y guionistas cuentan con Argentores, que con errores y aciertos, defiende sus derechos. El resto de los escritores no tenemos sindicato en el sentido estricto de la palabra. Tal vez porque somos seres muy solitarios y poco afectos a lo gregario es que nos cuesta reclamar en conjunto y este reclamo no puede ser individual. Tal vez porque sentimos que la literatura tiene que estar por encima de cualquier demanda. Y es cierto, la literatura debe estar por encima de cualquier demanda; pero hoy, en el 2018, los escritores somos un engranaje de una industria que genera bienes y servicios y nuestra tarea tiene que ser honrada como lo que es: trabajo.
Algunos gestos novedosos y positivos. Han surgido en los últimos tiempos colectivos con conciencia de la necesidad de visibilizar lo que nos pasa. Por un lado la Unión de Escritores, que en su razón de ser dice : "Somos un grupo de escritoras y escritores interesados en instalar el debate sobre la figura del escritor en tanto trabajador". Un grupo que iniciaron entre otros Selva Almada, Julián López, Enzo Maqueira, Alejandra Zina, y al que hemos adherido muchos más. Con ese debate, la Unión intenta lograr que escritores con menos experiencia adviertan que si alguien pide la libra de carne, no hay que firmar. Por otro lado está el nacimiento de NP literatura, una Asamblea Permanente de Trabajadoras Feministas del Campo Cultural, Literario e Intelectual que gestaron entre otras Cecilia Szperling, Florencia Abatte y Gabriela Cabezón Cámara. Ya adherimos más de trescientas cincuenta escritoras. NP literatura se define así: "Nosotras proponemos diez puntos para un compromiso ético y solidario en la búsqueda de la igualdad de espacios, visibilidad y puesta en valor de la mujer en el campo cultural, literario e intelectual".
Soy mujer y he tenido la suerte de hacer una carrera que me llevó a los lugares donde quería estar. Incluso a lugares que no había imaginado. Pero que en un grupo invisibilizado algunas logremos hacernos ver no invalida la oscuridad sino que la potencia. Me han hecho infinidad de entrevistas relacionadas con la Feria del Libro y en muchas me preguntan cómo me siento, dada mi condición de mujer, por abrir esta edición. Mi respuesta: "El año pasado la abrió Luisa Valenzuela". El error o el olvido denota la discriminación: es "exótico" que se le otorgue ese lugar a una mujer. Cuarenta y cuatro ediciones, cuatro escritoras. En estos días tuve la suerte y la amarga experiencia de escuchar numerosos ejemplos de discriminación e invisibilización de mujeres en el campo literario: en lo académico, en lo editorial, en lo institucional. No en la elección de los lectores. No en el éxito a lo largo del mundo. Voy a dar un solo ejemplo. Hoy los medios culturales a nivel mundial hablan de la literatura argentina nombrando entre otros pero con mucha mayor frecuencia a Samanta Schewblin, Ariana Harwicz -ambas finalistas del Booker Prize_ y Mariana Enriquez. Schewblin y Harwicz viven en el exterior, pero a Enriquez la tenemos a pocas cuadras. Si quieren oírla no la busquen en el programa de la Feria porque acá no estará. Van a tener que ir al Malba cuando converse con Richard Ford. Un afortunado Richard Ford. Quiero marcar esto no como reproche sino para que se vea. Como el mingitorio de Duchamp cada invisibilización grosera de una mujer trabajadora de la literatura debe ser sacada de su lugar y expuesta para que se tome conciencia. Los festivales de literatura y las ferias salvo honrosas excepciones están plagadas de mesas para debatir -entre mujeres por supuesto- si existe la literatura femenina, literatura y feminismo, el papel de la mujer en la literatura. Pero en las mesas de cuento, novela, lenguaje, crítica, las mujeres son minoría o no están. Así como hoy creo que a nadie se le escapa lo políticamente incorrecto que resultaría preguntarle a Obama qué siente haber sido presidente de los Estados Unidos siendo negro, o a Johanna Sigundardottr qué se siente ser presidente de Islandia y lesbiana, llegará un día en que dará vergüenza preguntar qué se siente ser mujer y abrir la Feria del Libro.
Pero más allá de los gestos acerca de nuestros derechos particulares, quisiera ahondar en un gesto que me parece trascendental para definir si se le da importancia o no a la literatura: la formación de lectores. Nadie nace lector. Se llega a ser lector transitando un camino de iniciación. ¿Qué estamos haciendo todos, la industria, los promotores culturales, nosotros escritores y especialmente el Estado para que haya cada día más lectores? Sin lectores no hay literatura. Lo dijo Sartre: "La operación de escribir supone la de leer como su correlativo dialéctico (...) Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás". Permítanme repetirlo, si no hay lectores no hay literatura.
Hace no mucho escuché a Martin Kohan hablando de un autor argentino que él considera de los mejores escritores contemporáneos y a quien lee muy poca gente. Kohan decía que su trabajo en la Universidad es revertir la situación, formar lectores que aprecien esa literatura y quieran leerlo. No se quejó de que muchos no lo lean sino que expresó la conciencia de la necesidad de formar un lector. No cualquier lector se podrá encontrar con cualquier texto si no se lo entrena. Esta misma necesidad se puede transportar a otros niveles de lectura y concluiremos que hay argentinos que no están preparados para leer ningún texto. La democracia necesita ciudadanos y la lectura forma ciudadanos con pensamiento crítico y diverso. Aún sin la competencia con la tv, el cine, series o entretenimientos virtuales, si una persona no está entrenada para leer nunca elegirá esa opción. Está claro que si un chico sale de la escuela primaria sin poder leer de corrido no podrá ser lector. Y no hablo de operaciones básicas de lectura como la elipsis, la anticipación, comprender una metáfora, poder hacer relaciones en base a conocimientos previos. Hablo de leer de corrido. Como primer paso tenemos que exigir que los alumnos terminen la escuela primaria con las habilidades indispensables para ser lectores. Lo tenemos que exigir no por la literatura sino por ellos. De otra manera estarán condenados a la exclusión. Es una deuda de la educación que lleva décadas. Luego buscar la manera de transmitir el entusiasmo por la lectura. Si de verdad un país cree en la importancia de leer, la promoción de la lectura debe ser una política de Estado.
Además de lo mucho que esta Feria hace por la promoción de la lectura, hay tres modelos muy exitosos que me gustaría destacar. Uno es el que desde hace años desarrollan Mempo Giardinelli y Natalia Porta López en el Chaco. No he visto nada igual. Cientos de maestros, profesores y promotores de lectura absorbiendo materiales pero sobre todo energía para contagiarla a nuevos lectores. Es una actividad que emociona. El Estado debería apoyarla con vehemencia. Otro modelo de promoción de la lectura exitoso es la Conabip, tan reconocido que en este momento hay personal de esa institución trabajando en el proceso de paz de Colombia, enseñando el modelo de inclusión social que significan las Bibliotecas Populares. Lo que sucede con la Conabip además de deslumbrarme por su tarea, me conmueve porque es una obra de años que pudo sostenerse a través de distintos gobiernos. Las políticas culturales tienen que ser persistentes en el tiempo para que surtan efecto. Si un nuevo gobierno borra lo que hizo el anterior estamos siempre en la línea de largada. He visto la gran labor de la Conabip desde los años en que estaba María del Carmen Bianchi, hasta hoy que la dirige con tremendo entusiasmo Leandro Sagastizabal. No hubo ruptura por cambio de gobierno, el que llegó lo hizo para sumar. Así debería ser siempre. Por último, el Filba Nacional de la Fundación Filba, que cada año se traslada a una ciudad del interior a llevar literatura. El festival está pensado en cada caso para el público local. No son los lectores quienes deben trasladarse sino los escritores; además de que visibiliza autores de la región. Federalismo puro, eso que vemos tan poco a pesar de lo que dice la Constitución.
Por último la pregunta inicial, ¿qué espera el lector de un escritor? ¿qué espera un ciudadano de nosotros aunque no nos lea? En el mejor de los casos, como dije, un próximo libro que satisfaga lo que cada lector busca: suspenso, manejo del lenguaje, personajes inolvidables, entretenimiento, incomodidad, inteligencia, ampliación del mundo propio. Cada lector exige a su manera. Pero además de un próximo libro, ¿se espera que opinemos sobre determinados asuntos de la realidad? Tenemos la habilidad de ver con un lente más fino y mostrar lo que vemos con palabras. ¿Debemos usar esa herramienta? ¿Esperan que lo hagamos? Hay escritores a los que no les interesa esta intervención. Hay otros a los que sí les interesa pero les da temor. Hay algunos a los que les interesa en exceso, tampoco es necesario opinar de todo. Hace un tiempo Juan Sasturain contó en la contratapa de Página 12 cómo trataba de mantenerse en silencio en reuniones familiares o con amigos para no entrar en discusiones. Hasta que de pronto alguien tocaba un tema y al hacerlo trazaba una línea que lo obligaba a dejar claro de qué lado estaba. Coincido con él. El año pasado vivimos acá, en esta Feria, una experiencia parecida cuando se convocó a una marcha para repudiar el intento de aplicar el cómputo de 2X1 a las condenas de militares por sus crímenes durante la dictadura. Muchos de nosotros y la misma Feria del Libro como institución decidimos suspender nuestras actividades para ir a la marcha. Hace pocos días, nos pasó lo mismo a cuatrocientas escritoras que acordamos defender con nuestra firma y con nuestro cuerpo la ley de interrupción voluntaria del embarazo. Yo sentí en la calle el agradecimiento por esos gestos en aquella oportunidad y ahora, la confirmación de que eran necesarios. Sin embargo nos cuesta apropiarnos de ese espacio de intervención pública. Tal vez sea porque nos incomoda la palabra "intelectuales", como definición del escritor que interviene en la sociedad. Lo explica muy bien Carlos Altamirano en su artículo: "Intelectuales: nacimiento y peripecia de un nombre". Dice: "El concepto de intelectual no tiene un significado establecido: es multívoco, se presta a la polémica y tiene límites imprecisos, como el conjunto social que se busca identificar". El uso del término en la cultura contemporánea nace en Francia en el año 1898 con el debate por El caso Dreyfus. En 1894, el capitán del Ejército francés Alfred Dreyfus, alsaciano y de origen judío, fue arrestado bajo la acusación de haber entregado información secreta al agregado militar alemán en París. Con pruebas inexistentes o controvertidas, se lo condenó a cadena perpetua en la Isla del Diablo. Aunque luego quedó claro que era un error, los jefes militares se negaron a revisar el caso, sostenían que admitirlo afectaría la autoridad del Ejército. Pero como diría años después Graham Green el lugar del escritor es el de conflicto con la autoridad y Émile Zola se involucró en el affaire. En enero de 1898 publica en L'Aurore su carta abierta al Presidente de la República francesa, Yo acuso. El título se lo debemos al jefe de redacción Georges Clemenceau. Zolá advierte sobre la violación de las formas jurídicas en el proceso de 1894 y exige una revisión. Muchas firmas de peso lo acompañaron: Anatole France , André Gide, Marcel Proust. También muchísimos desconocidos, profesores, maestros, periodistas. A los pocos días Clemenceau hizo referencia a quienes firmaron como "esos intelectuales que se agrupan en torno de una idea y se mantienen inquebrantables". Un nuevo actor colectivo -en palabras de Altamirano- " proclamaba su incumbencia en lo referente a la verdad, la razón y la justicia, no solo frente a la elite política, el Ejército y las magistraturas del Estado, sino también frente al juicio irrazonado de una multitud arrebatada por el chovinismo y el antisemitismo." En cambio Maurice Barrès, en una editorial de Le Journal los descalificó diciendo: "Estos supuestos intelectuales son un desecho inevitable del esfuerzo que lleva a cabo la sociedad para crear una elite". Vuelvo a citar a Altamirano: "El debate sobre el caso Dreyfus deja ver que la apología del intelectual y el discurso contra el intelectual se desarrollaron juntos, como hermanos-enemigos. El conocimiento social es siempre impuro y la lucidez suele ser interesada."
Quizás sea el elitismo la acusación que más nos incomoda. Pero si la palabra intelectual incomoda la solución puede ser usar otra en lugar de no actuar. ¿Cuándo y cómo hacerlo? Cuándo lo sabrá cada uno. Cómo: con nuestros propios recursos. Los escritores tenemos herramientas literarias y lingüísticas que no todos poseen. No se trata de elite, se trata de oficio. De ser trabajadores de la palabra. Voy a destacar hoy tres: la conciencia lingüística, el punto de vista, la composición de los personajes.
La conciencia lingüística es un término que tomo de Ivonne Bordelois en La palabra amenazada. Dice Bordelois: "Pero si esta cultura ataca la conciencia del lenguaje es, en gran medida, porque de algún modo se adivina que en ella, además de la fuerza refrescante de la poesía, reside la raíz de toda crítica. Para un sistema consumista como el que nos tiraniza, es indispensable la reducción del vocabulario, el aplanamiento y aplastamiento colectivo del lenguaje, la exclusión de los matices". Nosotros tenemos conciencia lingüística y por lo tanto podemos señalar a la sociedad cuando el uso, la desaparición o la apropiación indebida de una palabra es parte de una operación del lenguaje para manipularnos. Hace poco hablé de la palabra vida en los debates por la legalización del aborto. Hoy quisiera traer otra palabra que creo que fue usada de una manera que nos hizo mucho daño: grieta. Todos sabemos lo que es una grieta. Pero la palabra se usó para definir la división de nuestra sociedad por pensar diferente. Si hay una grieta hay dos territorios separados por un vacío. No hay puentes. No hay comunicación posible. Si uno quiere pasar de un lugar al otro para dialogar se cae en una zanja. Los que no se sienten parte de ninguno de los dos sectores están condenados a desplomarse en ese tajo hecho casi de violencia: una grieta no se piensa, no se planea, desgarra la superficie de forma antojadiza. La democracia es pluralidad de voces viviendo en un mismo conjunto y espacio social. ¿Éramos una grieta o el lenguaje operó sobre nosotros y nuestras diferencias para que no haya diálogo posible? Tal vez, si hubiéramos hecho una advertencia desde la conciencia lingüística la historia sería diferente.
Tenemos otro recurso muy valioso: el punto de vista. Nadie mira el mundo desde la misma ventana y por lo tanto no hay una sola imagen posible. Cuando escribimos elegimos desde qué personaje contaremos la historia y eso es una decisión trascendental. El cuento En el bosque , de Akutagawa, nos muestra que, en ciertas ocasiones, ni siquiera en un crimen existe una única verdad. Entender el concepto de punto de vista, en vez de dibujar una grieta, podría ayudar a ponernos en la ventana del otro para mirar el mundo, aunque luego uno termine eligiendo la ventana propia.
Por último la composición de los personajes. Cuando creamos un personaje necesitamos que tenga lo que Mauricio Kartun llama tridimensionalidad, que el personaje no sea plano ni maniqueo. Ese requerimiento nos obliga a hacer un ejercicio de humildad: un personaje no piensa ni actúa como nosotros, lo hace desde su propia identidad. Cuando alguien lee también tiene que hacer ese ejercicio. Caminar con los zapatos de otro ayuda a comprender que ese otro vivirá su vida como lo indique su historia personal y su esencia. Y esa comprensión nos puede enseñar a no juzgar, a abrazar aún después de un acto que no compartimos. En dos de mis novelas y en un cuento toqué la temática del aborto. Pero no me arrogué la vida de mis personajes, no los hice actuar como yo habría actuado. En Tuya, la adolescente que queda embarazada y concurre a un consultorio clandestino finalmente decide no abortar. En el cuento Basura para las gallinas una madre le hace un aborto a su hija con una aguja de tejer tal como vio a su propia madre hacérselo a su hermana. En Elena sabe, una mujer es secuestrada por otra en el momento que está por entrar a hacerse un aborto; años después la mujer que no pudo interrumpir el embarazo es una persona gris que no ha superado el trauma que le ocasionó tener un hijo contra su voluntad.
He mencionado muchos libros en esta tarde de apertura de la Feria. Esa tarea, la de prescribir lecturas como una entusiasta receta médica, es algo que aprendí de mi maestro Guillermo Saccomanno. Cuando empecé a trabajar con él me entregó una lista de más de cien libros imprescindibles que aún conservo, y a la que le fue sumando generosas recomendaciones a lo largo de los años. Me gusta recomendar lecturas también. Podría entusiasmarlos con distintos libros ahora mismo. Pero dado el debate que hoy nos atraviesa y en mi rol de escritora que sí desea intervenir en la sociedad, quiero dejarles una pequeña lista de novelas, textos de no ficción y cuentos que plantean el tema no sólo del aborto sino del derecho a la no maternidad, una cuestión clave en ese debate. En la buena literatura no encontrarán verdad sino puntos de vista, personajes que ante un abismo toman decisiones según su esencia y nunca, ojalá, preceptores de moralidad.
Va mi lista. Anoten : Lanús, una novela de Sergio Olguín, Pendiente, una novela de Mariana Dimópulos, Hospital de ranas, una novela de Lorrie Moore, "Una felicidad repulsiva", un cuento de Guillermo Martínez, Matate amor, una novela de Ariana Harwicz, "Colinas como elefantes blancos", un cuento de Ernest Hemingway, Los príncipes de Maine, una novela de John Irving, La importancia de no entenderlo todo, un libro de artículos de Grace Paley, A corazón abierto, una novela de Ricardo Coler, "La llave", un cuento de Liliana Heker, Santa Evita, una novela de Tomás Eloy Martínez, Enero, una novela de Sara Gallardo, Las palmeras salvajes, una novela de William Faulkner, Contra los hijos, un libro de no ficción de Lina Meruane, "El curandero del amor", un cuento de Washington Cucurto, Vía revolucionaria, una novela de Richard Yates. Sumen los suyos y pásenmelos.
Antes de despedirme mi especial recuerdo para Liliana Bodoc, una ferviente trabajadora de la palabra. Liliana fue una mujer que vivió dando gestos, hermosos gestos. Y en disidencia como estado de alerta. A ella también tendrían que leerla si aún no lo hicieron.
Buenas tardes, disfruten la Feria del Libro de Buenos Aires.
Muchas gracias.
Fuente: Página 12