Ocurrió a esa hora de la madrugada, una llamada
cargada de dolorosa premonición. Me transmitían la noticia de que unas horas
antes, Luisa Richter había fallecido. Con una taza de café en la mano, toda una
serie de imágenes me invadieron de repente, sin orden cronológico ni de
prioridad: emociones de toda una vida, los momentos de euforia, aquellos
impregnados de dolor, o de la banal cotidianidad, las vivencias compartidas con
una presencia vital, categórica y la de una gran artista.
Conocí a Luisa
el siglo pasado, más aún, en el milenio pasado, a través de unos amigos
comunes. Recuerdo con claridad el instante del encuentro, hablaba de la pintura
con pinceladas intelectuales y con enfoque filosófico. Hablaba de la luz que la
encandiló cuando llegó por primera vez a esta Tierra de Gracia, de cuando el
automóvil seguía por los vericuetos de la carretera subiendo hasta Caracas
después de haber desembarcado en La Guaira, de la veneración que profesaba por
Willi Baumeister, su profesor en la Alemania de la postguerra.
Su “castillo silvestre”, su casa en Los Guayabitos,
como lo tildó su amiga Elisa Lerner, fue siempre una suerte de casa abierta,
acogedora, donde la anfitriona, sin alardes de protocolo, obsequiaba lo que
hubiere: una copa de vino reconfortante, un queso rozagante, una lechosa de
sutil textura, una torta de espléndido relleno pues Luisa gustaba siempre de
agregar un adjetivo adecuado y oportuno a lo que ofrecía. Su cumpleaños, un 30
de junio, era un ritual de amistad y de diálogo entre sus fieles; rara vez
emitía un juicio moral sobre las personas. En las décadas de amistad jamás le
pregunté algo de su vida personal, ella tampoco dio pie para ello. Ella siempre
intuyó que yo percibía que sufría de una gran soledad y que su oxígeno y refugio era la pintura, a la que acudía con
prontitud y esmero.
Siempre me cuestioné cómo Luisa manejaba el tiempo
pues nunca la vi pintando pero sí veía sus nuevos cuadros o sus famosos
collages y serigrafías. Una tarde que me acerqué por sus predios, estaba
inmersa leyendo a Horacio y me explicaba que quería extrapolar las reflexiones
del poeta lírico a sus pinturas... “Y aquél cuadro, es nuevo?” le pregunté.
“Sí, es así como interpreto la batalla de San Romano de Paolo Uccello”.
Me viene a la memoria alguna Navidad y Ano Nuevo
pasados en su casa. Una vez vino a mi apartamento a cenar y al abrir la puerta
me entregó un bastón del emperador arrancado de su jardín y que duró una eternidad.
Otra vez, sentado en una banqueta de Grand Central Station en Nueva York,
esperando un tren, veo un papel en el piso, lo recojo y leo de una
venta de un cuadro suyo en una galería. De regreso a Caracas le comunico del
hecho y me dice: “ese cuadro fue vendido a……” Cómo las afinidades amicales se
truecan en objetos y se aproximan a uno.
He acumulado casi todos los folletos de sus
exhibiciones y guardados en el libro “Luisa Richter” editado por Armitano. Con
su puno y letra escribió “el libro de la posibilidad de descubrir la aventura
de pintar, Luisa para Luis, 28-2-1993.
Con los años su salud se fue convirtiendo en precaria.
Era vegetariana y adicta a la homeopatía, su metabolismo rechazaba los remedios
tradicionales. Me llamaba y me decía “cuándo subes para un cafecito?” Tengo
curiosidad de saber qué se hizo de su diario y del que tantas veces me
mencionó.
En estos últimos días después de su partida, sus
cuadros en mi apartamento han adquirido una presencia trascendente como para
indicarme, para indicarnos, que Luisa no nos ha abandonado.
©Luis Sedgwick Báez