negro; la rodeaban varias figuras de dioses o demonios en madera, algunos mojados con sangre fresca de animales sacrificados, otros llenos de clavos, junto a los cuales se veían ofrendas de frutas, cereales, flores y dinero. La mujer fumaba unas hojas negras enrolladas como un cilindro, cuyo humo espeso hizo lagrimear a los jóvenes.
Alexander trató de soltarse de las manos que lo inmovilizaban,
pero ella lo fijó con sus ojos protuberantes, al tiempo que lanzaba un rugido profundo. El muchacho reconoció la voz de su animal totémico, la que oía en trance y emitía cuando adoptaba su forma.
—¡Es el jaguar negro! —exclamó Nadia a su lado.
La sacerdotisa obligó al chico americano a sentarse frente a ella, sacó del escote una bolsa de cuero muy gastado y vació su contenido sobre la tela pintada. Eran unas conchas blancas, pulidas por el uso. Empezó a mascullar algo en su idioma, sin soltar el cigarro, que sujetaba con los dientes.
—Anglais? English? —preguntó Alexander.
—Vienes de otra parte, de lejos. ¿Qué quieres de Ma Bangesé? —replicó ella, haciéndose entender en una mezcla de inglés y vocablos africanos.
Alexander se encogió de hombros y sonrió nervioso, mirando de reojo a Nadia, a ver si ella entendía lo que estaba sucediendo. La muchacha sacó del bolsillo un par de billetes y los colocó en una de las calabazas, donde estaban las ofertas de dinero.
—Ma Bangesé puede leer tu corazón —dijo la mujerona, dirigiéndose a Alexander.
—¿Qué hay en mi corazón?
—Buscas medicina para curar a una mujer —dijo ella.
—Mi madre ya no está enferma, su cáncer está en remisión… —murmuró Alexander, asustado, sin comprender cómo una hechicera de un mercado en África sabía sobre Lisa.
—De todos modos, tienes miedo por ella —dijo Ma Bangesé. Agitó las conchas en una mano y las hizo rodar como dados—. No eres dueño de la vida o de la muerte de esa mujer —agregó.
—¿Vivirá? —preguntó Alexander, ansioso.
—Si regresas, vivirá. Si no regresas, morirá de tristeza, pero no de enfermedad.
—¡Por supuesto que volveré a mi casa! —exclamó el joven.
—No es seguro. Hay mucho peligro, pero eres valiente. Deberás usar tu valor, de otro modo morirás y esta niña morirá contigo —declamó la mujer señalando a Nadia.
—¿Qué significa eso? —preguntó Alexander.
—Se puede hacer daño y se puede hacer el bien. No hay recompensa por hacer el bien, sólo satisfacción en tu alma. A veces hay que pelear. Tú tendrás que decidir.
—¿Qué debo hacer?
—Mama Bangesé sólo ve el corazón, no puede mostrar el camino. —Y volviéndose hacia Nadia, quien se había sentado junto a Alexander, le puso un dedo en la frente, entre los ojos—. Tú eres mágica y tienes visión de pájaro, ves desde arriba, desde la distancia. Puedes ayudarlo —dijo.
Cerró los ojos y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, mientras el sudor le corría por la cara y el cuello. El calor era insoportable. Hasta ellos llegaba el olor del mercado: fruta podrida, basura, sangre, gasolina. Ma Bangesé emitió un sonido gutural, que surgió de su vientre, un largo y ronco lamento que subió de tono hasta estremecer el suelo, como si proviniera del fondo mismo de la tierra."
Isabel Allende
"El bosque de los pigmeos"
"El bosque de los pigmeos"
(fragmento)
Fuente: Sara Facio