Desde el renacimiento de la lengua hebrea, la moderna
literatura ha abordado en su prosa y en su poesía el tema del conflicto. En las
más diversas obras aparece el árabe: a veces como vecino amigable, otras como
enemigo, pero siempre como un ser presente en la vida del judío que habita
Israel.
En el cuento “El enemigo que se volvió amigo” (1941),
Shmuel Iosef Agnón[1] escribe
una alegoría sobre la relación que el judío que quiere asentarse en Eretz
Israel establece con el entorno, en este caso en Talpiot, Jerusalem: el
árabe, personificado en el viento, rechaza al recién llegado, quien se empecina
en volver una y otra vez, mejor preparado y con más herramientas para afrontar
el desafío de construir su casa en esa tierra. Finalmente, logra poner en pie
su hogar, plantar un hermoso jardín y convivir pacíficamente con quienes lo
rodean. El relato finaliza así: A partir de
entonces perdió el viento su audacia y cuando viene, lo hace con consideración.
Puesto que se conduce respetuosamente conmigo, también yo lo trato con respeto.
Cuando me visita, salgo a su encuentro y le ruego se siente a mi lado entre los
árboles. (…) Cuando se marcha lo invito a que vuelva, como se hace con un buen
vecino. Que en verdad, somos buenos vecinos y yo lo estimo cordialmente. Puede,
incluso, que también él me estime.
Hasta la creación del Estado de Israel en
1948, varios autores se enmarcaron en esta misma actitud romántica que soñaba
con una convivencia pacífica. Tal es el caso del relato “Amores secretos”, de Yehuda
Burla[2], en el que árabes y
judíos tienen una relación cotidiana, aspiran a una integración y hasta
establecen lazos amorosos. ¿Acaso podré ser tuya siendo tú judío y yo
musulmana?... Iré contigo y me judaizaré, dice Jamda, la protagonista.
La
Guerra de la Independencia pone
fin a esta visión idílica y ya en 1949 el escritor S. Yizhar[3]
publica Jirbet Jizah, tres relatos largos en el que está incluido “El
prisionero”. Este cuento narra el destino de un pastor árabe que es tomado
prisionero por un grupo de soldados israelíes y está focalizado en los
cuestionamientos que se hacen los soldados, en relación al pastor y a sí mismos.
Dice uno de los personajes: ¡Pega! Si el hombre miente, pega. Si dice la verdad,
¡no le creas!, pega para que no mienta después. Pega por si hay más verdades
distintas. Pega, porque está a tus pies…El árabe deja ya de ser el buen vecino
y se convierte en enemigo, en una pesadilla.
Siguiendo esta misma línea, S. Yizhar
escribe en 1959 la monumental novela Los días de Tziklag, cuya trama se
desarrolla en torno a los dilemas éticos y morales que se plantea un grupo de soldados
aislados durante una semana en el desierto del Neguev. Por un lado, el árabe se
presenta como una amenaza, por el otro, el judío contempla su lucha, y hasta lo
comprende. Los personajes de Yizhar son jóvenes que no pueden curarse del
trauma de la guerra y no ven otra salida. Dice uno de los soldados: Pertenezco
a la generación que no tiene la alternativa de vivir al margen de la guerra… y
así estoy aquí, odiando todo esto, odiando que esto ocurra (…) Lo sé, qué bien
lo sé, que por más que le demos vueltas al asunto, no hay otra salida, todas
las puertas están cerradas y solo el “hombre-puño” y cabeza de rinoceronte le
dará la vida a otros, bendecirá a Dios y cantará su obra.
Es interesante señalar que cuando Yizhar
publicó Jirbet Jizah, el libro tuvo una recepción dual: por un lado, fue
recibido con entusiasmo por quienes resaltaron la honestidad y valentía del autor
para instalar la autocrítica y señalar cuestiones que debían ser revisadas,
como el tema de los refugiados palestinos, que es abordado en uno de los
cuentos. Por el otro, hubo quienes opinaron que esa postura podía dañar la
moral de los combatientes. Recordemos que el libro apareció solo unos meses
después de la finalización de la
Guerra de la
Independencia, en la que el autor participó. En 1978 se filmó la película basada en este
libro, que fue muy criticada por quienes creían que dañaba la imagen de Israel
en el exterior. ¿Qué cambios introdujo el transcurso del tiempo en la memoria
colectiva israelí? En los años cincuenta el tema de los expulsados durante la Guerra de la Independencia generó
un sentimiento de autoculpa en el seno de la sociedad israelí, pero quedó en un
debate íntimo. En los años setenta, ya instalado como una cuestión política, es
un recuerdo que molesta y que influye en el presente.
Durante más de treinta años S. Yizhar no
publicó narrativa, sino que se dedicó a la enseñanza y a los ensayos
académicos. Pero en los noventa, aparecieron varios libros, entre los que es
relevante destacar el relato “Independencia `48-`92”. Fiel a los
cuestionamientos que había planteado en “El prisionero”, narra la llegada de un
grupo de soldados a una aldea árabe el 14 de mayo de 1948. El narrador describe
la caravana de refugiados que escapa de la aldea, abandonando sus pertenencias
y se pregunta: ¿Qué pasará de aquí en más sobre esta colina que hasta el día
de hoy era casas y gente viva? ¿Quién sabe? ¿Quién podía saber? ¿Quién podía
suponer? (…) ¿Quién podía saber que esta pregunta a la que no le dedicamos
atención o no nos atrevimos a preguntar
entonces se transformaría en la cuestión decisiva sobre la que todo el mundo espera nuestra respuesta:
qué hacemos con toda esta gente? No se borraron en la oscuridad de la noche. No
desaparecieron en el extremo del camino. La expulsión no los borró. La
expulsión no soluciona nada. Ellos y nosotros estamos aquí, los expulsados y
los expulsadores, y no tenemos sobre nosotros otra pregunta, desde la creación
del Estado. ¿Qué respondemos?
Coherente consigo mismo, hasta el final de sus días Yizhar se enfrentó al
consenso y no dejó de cuestionar los temas que le preocuparon siempre sobre
árabes y judíos, desde su mirada humanista.
Actualmente, en un escenario literario más abierto, escritores
jóvenes abordan estos temas desde diferentes ángulos. Etgar Keret[4] relata
en su cuento “Patrulla motorizada” (1992) una situación fantasiosa: soldados
árabes ocupan una ciudad muy parecida a Gaza, habitada por israelíes y son
víctimas de las piedras que les arrojan niños judíos desde los tejados. Keret
pone en boca de sus personajes los cuestionamientos morales acerca de la
ocupación, de la misma manera que Yizhar hizo tantos años atrás en sus obras. Los
soldados árabes descubren que los israelíes habían colgado una bandera en un
poste de luz y así lo relata el narrador:
Detuvimos el jeep y Jalil obligó a un anciano a traer
una escalera y a encaramarse para bajar el pedazo de tela de un blanco-celeste
anémico. El anciano empezó a subir, temblando de miedo y ancianidad (…) El
pobre temía caerse. Yo también. ¿Acaso no tiene la nación palestina suficientes
enemigos, que debe luchar contra viejos temblorosos y trapos de colores?
Esta
escena, en la que Keret invierte los personajes, fue relatada más de una vez por
soldados israelíes que la sirvieron en los territorios.
Desde un ángulo totalmente diferente, Eshkol
Nevó[5]
aborda la misma temática en su novela Cuatro casas y una nostalgia (2004).
La historia se desarrolla en una zona cercana a Jerusalem llamada Castel,
que en el pasado había sido un
campamento para inmigrantes judíos de Kurdistán y anteriormente una aldea
árabe, abandonada por sus habitantes en 1948. Uno de los albañiles árabes, que
trabaja en una refacción, reconoce la casa de sus antepasados. El personaje
árabe afirma: Es la casa, estoy seguro. ¿O no? Hace ya dos semanas, desde
que empezamos la ampliación en lo de Madmuni, miro la casa desde el otro lado
de la calle, observo mucho. Desde la mañana miro y en los descansos y también
al final del día, cuando nos sentamos en la vereda y esperamos que Rami, el
contratista, nos lleve de regreso a la aldea. La parte inferior de la casa es
nueva, como si hubiese sido refaccionada (…) Si fuese solo por esa parte, no
hubiese pensado nada. Pero arriba, el segundo piso, de donde sale a veces la
pareja de ancianos, es una construcción de antes, piedra sobre piedra, como
construían en la aldea. (…) Y hay un pequeño arco en la ventana, exacto como el
arco que había en la ventana de la habitación de mis padres. (…) Quisiera
decirle a mi madre que vi la casa con mis propios ojos. Pero sé que ella se
enferma cada vez que alguien recuerda el tema. Ya pasaron cuarenta años, pero
la humillación aún está húmeda en su corazón como la tierra después de la
lluvia.
También en las obras de otros autores el
árabe desempeña un rol en la vida de los diferentes personajes: a veces como
amenaza, otras como vecino cercano, pero siempre como un otro presente. La
narrativa israelí se hace cargo de su realidad: Israel es un Estado en el que
árabes y judíos conviven de diferentes maneras y los escritores que viven en
ese contexto no miran para otro lado. Desde los años previos a la creación del
Estado y con diferentes estilos e ideologías, permiten que la realidad sea
parte de las ficciones que crean y así hacen su aporte a la comprensión de la
misma.
Julio de 2007.