Para Héctor Rodríguez Bauza por su pedido
para que
recogiera esta historia
Pudo ocurrir en el último trimestre de 1950 o en alguno de los primeros meses de 1951. Una tarde noche a la que fue ilusionada adolescente la recuerdo en el apartamento de mi hermana Ruth. No atino a saber cómo estaba allí a esas horas, en visita solitaria, sin la compañía de mi madre, de mi padre o de ambos. ¿Llegué allí por mi cuenta? ¿De qué manera fui devuelta a mi casa? Ya no lo sabré. La memoria no guarda todos los botones de su delicado traje. Mi hermana, apenas con dos años de casada, meses antes había dejado una acogedora quintita de la Avenida del Pinar de El Paraíso flanqueada en la esquina por un cine para, inopinadamente, mudarse a Las Mercedes. Esta nueva urbanización casi toda poblada de pequeños edificios de pocos pisos y, donde el césped era una sonrisa verde iluminada por los días. El ingreso a cada apartamento contaba con la privacidad de una puerta individual. Una vez dentro atravesábamos una escalera con pasamano de madera blanca, al final de la misma se tenía acceso a una segunda puerta de entrada. La definitiva. Muy linda la flamante residencia. Pero, mucho más chica que la otra en El Pinar a la que era difícil decirle adiós. La música discreta de sus árboles, de El Paraíso propiamente, había sido paisaje para vueltas habituales durante la infancia y la adolescencia.
En el recibo, no muy grande, del
nuevo apartamento me encontré con alguien de visita. Quizá llegó después o
estaba antes. Pese a las dimensiones limitadas de la salita, el nuevo visitante
siempre permanece en el recuerdo, sentado frente a mí, como ante una cámara
inmutable. Siempre en prudente lejanía, sin moverse ni un ápice del asiento,
centrado como en una gimnasia de ensimismamiento físico. Mi hermana debió hacer
las presentaciones del caso en desmañada o presurosa cortesía. Los muy jóvenes
siempre hemos mantenido la queja de que hay que esperar demasiado para ser introducidos
en el mundo. Logré escuchar: “Alfredo Natera”, un nombre que no me dijo nada.
Mi hermana, raro en ella, iba y venía aparentemente sin destino.
Daría comienzo a un amago de conversación. Ante
mi natural curiosidad, Alfredo Natera dijo que era vendedor de carros. “¿Vendedor
de carros? dije a mi vez con decepción y
petulancia juveniles. Al unísono de una conversación que se me antojaba lenta
por parte del hasta el presente ignorado amigo de mi hermana, en capítulo
paralelo, por la escalera del nítido pasamano de madera blanca muy rápidos
bajaban y subían unos hombres fornidos. No recuerdo cuántos. No reparé mucho en
ellos ni me pregunté que hacían esos extraños sujetos en semejante trajín. Yo
estaba centrada en mostrar mi rabia, sapiencia y sarcasmo ante la ingente perdida
de tiempo que significaba mantener un diálogo con un vendedor de carros. Ni más
ni menos, representante despreciable de “La ciudad del lucro”, título de un
cuento muy sarcástico, que escribiría un par de años después y daría a conocer
a Ramón Velázquez durante uno de los raros intervalos de libertad de que gozó
en esa época y a mi profesor de Procesal Civil, Humberto Cuenca, ducho en temas
de crítica literaria. A este último, pensando tontamente que era forma de atenuar, quién sabe, flaquezas de
estudiante. Lo escrito en “La ciudad del lucro”, a mi juicio, representaba el
pragmatismo sin alma del pèrezjimenismo. Sus cuartillas, al paso del
tiempo, se me irían de las manos como
esos amoríos o preferencias de juventud intensas pero breves.
El
señor Alfredo Natera permaneció inalterable y sereno, cobijado sin chistar a la
fidelidad de su asiento. Aparentemente toda su atención la tenía volcada en la
ansiosa adolescente con no confesadas ambiciones de escritora que tenía frente
a sí. Semejaba no hacer caso del trasiego de los hombres en la escalera ni
ellos de él. En mis deseos por apabullar al vendedor de carros con mi
brillantez y mis lecturas del momento no
me apercibí que mi hermana había desaparecido por un término, acaso, demasiado
largo de escena y que mi cuñado por ningún momento había asomado la nariz. ¿Cuánto
tiempo había pasado o se me ocurrió pudo
transcurrir? Al mismo tiempo, algo
comenzó a apabullarme internamente. No lo di a conocer, no me di por aludida respecto
a la paciencia muy grande que se desprendía del otro visitante. De seguro, algo
que tiene que ver con la callada cordialidad de los afectos, la perseverancia y
la fe en el destino de los seres, la dádiva de una atención profunda hacia los
que aún estábamos en edad trémula de pronta juventud. Y, en este hombre, más
tarde lo supe, que se debía a la modestia sangrante de una lucha sin cuartel,
sorprendí incluso un discretísimo sentido del humor hacia la que le pareció, inútilmente,
pretenciosa. Ay, muy a su pesar, flor aún de invernadero familiar que solo quería gastar lo que creía su
probable ingenio con intelectuales famosísimos como Arthur Miller. No con un alguien
sin imaginación, que así habrían de ser
la mayoría de los vendedores de carros.
Durante
este diálogo dictado por un horóscopo travieso, es posible, hubiera hecho
mención de “La náusea” de Sartre o de “El lobo estepario”. No tardé caer en
cuenta que Alfredo Natera, como suele decirse, era un hombre leído y
escribido. “! Qué cosa tan verdaderamente extraña qué un vendedor de carros sea
de tan buenas lecturas!” debo haber dicho con un tonillo de sarcasmo para no
darme por vencida. Mas en lo íntimo de mi misma gratamente sorprendida. Una era
fervorosa lectora de “El Nacional” de Miguel Otero Silva. Pero, en mi lista de novelas
creo no había mencionado ningún libro venezolano. Alfredo Natera dejó caer en
suave convencimiento la belleza de “Cumboto” de Ramón Díaz Sánchez.
Pocos
días después llegó mi hermana a nuestra casa en los altos San Bernardino (en
los años siguientes frecuentada por enemigos a muerte de la dictadura y en la
mira constante de la Seguridad Nacional)
hecha una furia: “Alfredo Natera dice que debes cambiar, pésima combinación los
muchos libros y la pizca de humanidad, nos ha hecho pasar una vergüenza enorme,
nos has llenado de pena. Voy a hablar seriamente
con nuestros padres, se ha errado con tu
educación, eso hay que enmendarlo”.
“¿Quién
es Alfredo Natera para opinar sobre mí y mi educación? ¡Qué locura! ¿Van a
poner mi destino, mi formación en manos de un vendedor de carros?”. Tan
acérrima discusión se desarrolló durante un par de meses. Hubo casi una reunión
de familia. A los diez y ocho fue de una amarga primavera para mí. El resto de
la vida estaba decidida a aborrecer del comerciante metido a educador. Pero, un
día a media mañana Ruth se presentó con un libro para mí, se trataba de “Cumboto”
de Ramón Díaz Sánchez. En el desorden más hermoso o menos hermoso de la vida se
me han extraviado no sólo libros, casi bibliotecas. Ha sido casi como perder
hijos. Para desconcierto de mí misma no
he perdido esta edición de “Cumboto, cuento de siete leguas” (Editorial Nova,
Colección Espejo del Mundo). Sigue a mi lado en la pequeña habitación donde suelo
escribir, es un milagro, con su portada verde aceituna y naranja subido, como
una mujer que ha descuidado sus arrugas, no el fulgor de su espejo íntimo. La
novela de Díaz Sánchez venía con una afable dedicatoria y letra no menos
afable: “Para Elisa Lerner con mis votos por su ventura espiritual,
afectuosamente: Alfredo Natera. Caracas: 9 de junio de 1951”. En la dedicatoria tiene la gentileza singular
de destacar con letras algo mayores la escritura de mi nombre. La entrega del
libro pareció traer alguna tregua entre
las dos hermanas
La casualidad, mensajera de equívocos, hizo
que tiempo después tropezara en un pasillo de la antigua Universidad Central donde
a la sazón cursaba el primer Derecho con el poeta Miguel García Mackle, gran
caballero y, así de sopetón, me dice entre conmovido y esperanzado: “Ruiz Pineda te manda saludos” Quedé atónita. No sé si estuve humilde y arrogante o
las dos cosas a la vez al preguntar, casi susurrar: “¿Estás seguro, Miguel?
¿Ruiz Pineda, con saludos para mí?” De seguro, se trataba de un error. De todos
modos, me embargó una oleada de felicidad inmensa. La libertad tan añorada, la
que habíamos perdido con la caída de Gallegos, me había rozado muy de cerca, se
daba a conocer en un momento glorioso de mi juventud. En esos durísimos
comienzos de finales de los años cincuenta (asesinado ya Delgado Chalbaud,
acaso una falsa ilusión a la que atarse) y de comienzos de 1951, Leonardo Ruiz
Pineda era la libertad o la esperanza de libertad. Recordé otra vez su paciencia que era sangre fría para permanecer
como en un invisible círculo cerrado, secreto siempre en la misma posición.
Cálculo circunspecto, geometría distanciadora, firmeza de manera que en un
ámbito pequeño como el saloncito de mi hermana, para seguridad de todos, aún en
medio de su trato amigable, sereno, solo pudiera retener en el futuro alguna
mancha un poco borrosa, un señor trajeado de forma impecable, acaso una cabeza
de pelo negro y denso. Si llegaba a levantarse, si movía los brazos, si se
aproximaba un poco a su joven contertulia o a los hombres demasiados grandes,
poleas incansables en la pequeña escalera,
podría ser como perder piezas de un juego peligroso. Ahora, con luz de
tiempo, recuerdo sus grandes ojos escrutadores donde los más arrojados sueños
de resistencia civil tuvieron justa cabida.
Corrí
donde Ruth y le reclamé que me hubiera dejado en ridículo al engañarnos con esa
historia del vendedor de carros. ¿Pero, la resistencia clandestina podía
funcionar sin sus necesarios secretos? Desde entonces mi gran ilusión fue
volver a ver a Ruiz Pineda, agradecerle personalmente el regalo de la novela
“Cumboto” y convencerle que la sencillez del mundo, también, se albergaba en mí.
No
fue posible. Solo le volví a ver a finales del año siguiente en la primera
página de “El Nacional” herido de muerte, asesinado por la dictadura, el cuerpo
envuelto como en una sabana caótica, era la de su propia sangre, con los
zapatos puestos, preparados para una caminata incansable. Me eché a llorar. Ese
llanto persiste en mí.
Caracas 2012