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Dos fuertes personalidades. Dos pioneras: una, la primera mujer de América latina que recibió el Nobel; la otra, la primera que integró la Academia de Letras en la Argentina. Gabriela Mistral, poeta y docente chilena. Victoria Ocampo, creadora de un poderoso proyecto cultural continental: la revista y editorial Sur. Se escribieron durante 30 años. Se azuzaron, discutieron, se amaron. Y reflejaron en sus cartas, que hoy se publican y de las que aquí se anticipan algunas, a los personajes y al mundo de ideas de su época.
Gabriela Mistral y Victoria Ocampo
Niña fea, criollota, regalona, FUNDIDA, engreída, china alzada." Estos son los epítetos que la chilena Gabriela Mistral le dirige, en una carta fechada en 1939, a Victoria Ocampo, reprochándole su falta de respuesta. Y no se queda allí, unos párrafos más adelante, arremete otra vez: "Gran bribona, camilluda, ñandú de la Patagonia". Lo llamativo de ese trato marca, en cierto modo, el tono de la correspondencia entre ambas escritoras, que se inició mucho tiempo antes de que llegaran a conocerse personalmente y se extendió a lo largo de treinta años (1926-1956), durante los cuales se encontraron solamente en seis oportunidades. Un intercambio que fija posiciones entre ambas -a menudo encontradas-, establece los horizontes de referencia que cada una toma en cuenta, las define como pioneras en su labor y protagonistas no sólo de la cultura de sus países, ante las cuales se hallaban un paso más adelante, sino como partícipes fundamentales de los acontecimientos de su época. Un intercambio, en suma, entre dos mujeres de carácter extraordinario que consiguieron tender un puente de comunicación no exento de rispideces, a la vez sostenido por un afecto entrañable.
Elizabeth
Horan y Doris Meyer, las dos biógrafas que se han dedicado casi con
exclusividad al estudio de la vida y la obra de estas escritoras, han preparado
una edición extremadamente cuidadosa de la correspondencia que por estos días
da a conocer la editorial El Cuenco de Plata. Un material valiosísimo que
repone los datos inherentes a la escritura original de las cartas, incluidas
las tachaduras y anotaciones al margen, y un número importante de notas al pie
indispensables para entender el contexto de las misivas, junto con apéndices
biográficos y bibliográficos.
Un poco de historia
A Victoria Ocampo le gustaba sorprender. Mistral estaba de paso por Buenos Aires, camino a Europa, cuando recibió un ramo de flores de parte de aquella hija dilecta de la burguesía terrateniente, a quien no conocía sino de mentas. Era 1926 y Lucila Godoy ya había adoptado el nombre público de Gabriela Mistral tras haber forjado su imagen de gran maestra chilena y eminente poeta, y había trasladado su fama al México posrevolucionario, en donde colaboró con el Ministerio de Educación.
En esos meses, recibe una extraña visita: un joven que afirma ser su medio hermano le encomienda la crianza de su pequeño hijo, apodado Yin Yin. Por su parte, Victoria ya se había casado y separado, estaba terminando la relación con Julián Martínez, su primer amante, empezaba a emerger del ámbito privado luego de la publicación -en francés- de su primer libro, De Francesca a Beatrice y se estaba convirtiendo en la más célebre anfitriona cultural que el país hubiera conocido jamás. De modo que es probable que en carácter de tal no haya querido desperdiciar la oportunidad de agasajar a una mujer que ya había alcanzado un prestigio intelectual al que ella misma aspiraba. Es en respuesta a su gentileza que la correspondencia se inicia, aunque la primera parte de este volumen consigna sólo las cartas de Mistral, que Victoria supo conservar sin contar con la reciprocidad de la chilena.
Cuando el encuentro entre ambas se produce, en Madrid, casi nueve años más tarde de aquella primera esquela, Mistral manifiesta su sorpresa por haber encontrado a Ocampo "tan criolla como yo, aunque más fina". La seducción de clase que ejerce Victoria marcará una diferencia que permanecerá indeleble a lo largo de toda la relación. Mientras la poeta se define como "india rencorosa y vasca testaruda" o como salvaje a mucha honra, reserva para su interlocutora un tratamiento siempre hiperbólico que oscila entre el de semidiosa ("Diana") y el mencionado al principio de esta nota -cuando la ofuscación por sentirse olvidada la perturba-, y que deja percibir un rencor sordo. En cualquier caso, Victoria parece siempre inalcanzable, ya por fina, ya por indiferente.
¿Qué dirá V. O. sobre ese encuentro? En un ensayo escrito luego de la muerte de Gabriela, se queja del equívoco en que se vio envuelta: "Me reprochó a boca de jarro el ser hija de la menos americana de las capitales sudamericanas; ser afrancesada; no haber frecuentado a una escritora amiga suya" (en referencia a Alfonsina Storni). Mistral le reclama no haber buscado la amistad de Alfonsina, cuando lo cierto era que Victoria no tenía ojos más que para Virginia Woolf. Aunque décadas más tarde quiso justificarse ("Alfonsina era una escritora y yo una nada"), para V. O. la poeta de Mundo de siete pozos, nunca fue un espejo en el que deseara mirarse. Demasiado local y terrenal, y por qué no decirlo, también algo vulgar le resultaba Alfonsina a quien habría dado parte de su fortuna por participar del esnob grupo de Bloomsbury, que lideraba el matrimonio Woolf, en Londres. Pero si Victoria desdeñaba a Alfonsina, Woolf haría lo propio con Victoria, pues a pesar de los halagos que demostraban una adulación casi patética por parte de Ocampo, ella nunca dejó de ser considerada por la inglesa como una sudamericana excéntrica y hasta cargosa.
La diferencia de origen y de posición económica no es un dato menor, al menos no para Gabriela, cuyo nomadismo se explica en parte por la necesidad de mantenerse económicamente mediante su trabajo en los diferentes consulados chilenos en América y Europa, y que a duras penas podría haber subsistido con su jubilación de docente, aunque fuera célebre. Victoria, dueña por entonces de una riqueza que parecía inagotable, creía con bastante ingenuidad que la "aristocracia del espíritu" se imponía sobre cualquier otra. De diferentes maneras, Mistral le hará notar cuánto de ese origen le pesa e incluso resiente su capacidad literaria ("Mucho me temo, Vict., que, a pesar de ser Ud. el patrón de lo natural que yo he imaginado respecto de todas las mujeres (...) Ud. por veneno, ponzoñita y droga intelectual, sea la que achica su tesoro o cierra sus presas internas, o no es ya capaz de tirar como la culebra la piel vieja, la carroña esa de la educación de clase que le han dado.")
Relaciones peligrosas
Ningún otro ámbito mejor que el de la correspondencia íntima para dar cuenta de los avatares sentimentales de los interlocutores. A fines de 1938, la revista y la editorial Sur, fundadas y dirigidas por Ocampo, pasaban por uno de sus mejores momentos. Durante la visita que comenzó en Mar del Plata y se extendió en Buenos Aires, Mistral fue puesta en el incómodo lugar del testigo de la tumultuosa relación entre Victoria y Eduardo Mallea, uno de los miembros más conspicuos de Sur. "Ayer fue el famoso encuentro de los nietos de los caciques", escribe Gabriela, en alusión al encumbrado origen de los amantes. "Tengo la impresión de que hablé para nada (...) Tengo, al lado de esa, la impresión de que Uds. dos son unos taimados (porfiados, tercos, horribles, feos, tontos y soberbios, ah, sobre todo soberbios, ¡Dios mío!) Allá se irán los dos al infierno, a su infierno, a su nada, a su piedra calva, a su pampa rasa de la soledad..."
Esa no será la única oportunidad en que la Ocampo busque su aprobación. En 1946, Victoria, que promedia los cincuenta, le encomienda a Roger Caillois, 22 años menor, que visite y acompañe a Mistral en su residencia de Brasil. El francés, quien estaba unido a Victoria por una amistad intelectual que se tradujo en años de colaboración mutua en sus respectivas empresas literarias, se había convertido en su nuevo amante y, a pesar de que ella ya había superado largamente los prejuicios en torno de su libertad sexual, es probable que esperara la anuencia de Gabriela sobre una relación en que la diferencia de edad era ostensible. Hay que agregar que en ese momento las circunstancias por las que atravesaba la chilena eran muy especiales. Su sobrino Yin Yin, de dieciocho años, acababa de suicidarse. "Es tiempo de sobra -escribe- de agradecerles sus cartas y su compañía de lejos y de contarles en detalle la mala muerte que entró por mi casa, tercera vez y peor que antes. Mi Yin, mi 'niñito', ahora más que nunca 'niñito' por la locura que me le llevó, no se fue por dolencia (...) se me mató". ¿A qué se refiere al decir tercera vez? Las cartas no lo mencionan, pero en algunas de sus biografías consta que su primer novio, un empleado ferroviario, se suicidó en 1909, después de que ella rompiera el noviazgo. Y al parecer, hubo otra boda frustrada, de la que Gabriela escapó mientras viajaba al lugar donde debía celebrarse. En materia amorosa, la poeta ha guardado profundo silencio, incluso en esa franja de lo privado que es la correspondencia. Durante su larga permanencia en el extranjero -Madrid, Barcelona, Lisboa, Oporto, Niza, Niteroi, Petrópolis, Los Ángeles, Santa Bárbara, Veracruz, Génova, Nápoles y Nueva York- que se prolongó hasta el momento de la muerte, siempre contó con la compañía de jóvenes mujeres que oficiaron de confidentes, secretarias, eventuales enfermeras. A fines del año pasado, tras el fallecimiento de la última de estas acompañantes, Doris Dana, se supo que esta mujer, heredera de Mistral, ocultó durante cincuenta años un extraordinario legado literario, que entre centenares de poemas y cartas duplica la obra conocida de quien recibiera el Premio Nobel de Literatura en 1945. Habrá que esperar, entonces, para ver hasta qué punto este descubrimiento confirma la imagen asexuada de la maestra de América o revela una homosexualidad encubierta.
¿Política? Yo nunca hice política
La primera parte de la correspondencia entre las dos escritoras (1926-1939) participa de un debate que por la misma época se planteaba en el interior de la revista Sur. Se trata de la cuestión del americanismo y de lo que cada una concibe como tal. Mistral no tiene al respecto sino certezas: lo americano es una suma de esencias, de raíces, que abrevan en el indigenismo mientras aspiran a conservar cierta pureza y a que se las conozca como tales. Su misión -y confía que también la de su amiga- es promover la difusión de esos bienes culturales, en su mayoría de carácter folclórico, y sacar al resto del mundo de su ignorancia sobre la riqueza americana. Que Victoria escriba en francés incluso parte de su correspondencia, no deja de parecerle un escándalo rayano en la provocación, una "bigamia lingüística" que siempre le reprochará.
Por el contrario, Ocampo entiende el americanismo de manera muy distinta. Para ella, una desesperante suma de carencias -de tradiciones, de referentes- debía impulsar a los intelectuales latinoamericanos a buscar el mejor modo de rellenar esos huecos con materiales provenientes de otras culturas, al tiempo que ellos mismos iban forjando su propia identidad y la daban a conocer. De allí la colosal política de traducción que emprendió Sur y que sin duda constituye su aporte más significativo y perdurable.
Con el tiempo, la discusión cederá lugar ante los fuertes acontecimientos políticos de la época y de los cuales ambas fueron, en mayor o menor medida, partícipes. La Guerra Civil española toca de cerca a Mistral ("Y ya están peleando, carabina al hombro, las mujeres en España, las falangistas disparatadas y las comunistas. Yo deseo que ganen las izquierdas, pero no entenderé nunca el que se lleve a mujeres a esa inmundicia de la guerrilla"), que tuvo que trasladarse de Madrid a Lisboa. Su preocupación no se limita a la suerte de sus amigos. En 1937, realiza gestiones en París a favor de la República Española y más tarde le pide a V. O. que publique su poemario Tala y ceda sus beneficios a los huérfanos de la guerra.
La actividad política de Ocampo se ejerce en el terreno interno y el externo, aunque ella nunca la reconocerá como tal. En 1936, funda la Unión de Mujeres Argentinas destinada a hacer valer los derechos civiles de las mujeres, entre ellos, el voto femenino. Y seis años después participa de una organización formada para contrarrestar la infiltración nazifascista en la Argentina. Con igual ahínco, desde las páginas de Sur, se pronuncia contra el comunismo y no es difícil imaginar hasta qué punto el peronismo encarna para ella la idea misma de abyección. La década de 1945 a 1955 la verá batallar como una de sus mayores opositoras, al punto que la revista celebrará la caída del régimen con un número especial. Las cartas de esa época constituyen lo más jugoso de este volumen pues narran en detalle su furia, la persecución de la que fue víctima ("el peronismo no me deja vivir"), la merma considerable de su fortuna y esa suerte de purificación espiritual con la que buscó sublimar su breve encarcelamiento, a cuyo término Mistral contribuyó. Un telegrama personal dirigido a Perón, en mayo de 1953, bregaba por la libertad de Victoria, junto con otros dirigidos a personalidades como Alfonso Reyes y Ernest Hemingway, que instaban a presionar en el mismo sentido. ("Querida, querida Gabriela: (...) En los diarios peronistas se dijo que a pesar de mis culpas me soltaban por tu cable.")
Ese gesto será uno de los últimos esfuerzos que Mistral emprenderá con plena lucidez. Los años han pasado y la ceguera provocada por una diabetes mal curada sumada a la profunda depresión que siguió a la muerte de Yin Yin, la aíslan dentro de su propio mundo plagado de obsesiones y delirios místicos. Victoria viaja para verla en Nueva York, en diciembre de 1956, días antes de su muerte. Y le escribe a su hermana Angélica Ocampo sobre esa visita: "Es realmente tristísimo que acabe así... un poco en la línea de sonambulismo de toda su vida, pero como en siniestra caricatura de sí misma". La argentina la sobrevivió más de veinte años. Por entonces, las dos eran, y siguen siendo, leyenda.
©Jorgelina Núñez
3 noviembre 2007