la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos
Alejandra Pizarnik
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"El Coronel no tiene quien le escriba" de García Márquez-Carlos Giménez: video versión original de 1989-93
Gabriel García Márquez
Premio Nobel de Literatura
Declaraciones dadas la noche del estreno en México, agosto 1989
Gabriel García Márquez elogia la puesta de Carlos Giménez de "El Coronel no tiene quien le escriba: “Absolutamente emocionante, conmovedora...No se oyó volar una mosca, no se oía respirar": México, agosto 1989
Pepe Tejera y Aura Rivas |
Carlos Giménez y su espectáculo "La Máscara frente al espejo": videos
LA TORRE BLANCA, relato de Arturo Mora-Morales
sabe dónde encontrarte.
En ese punto, durante la
noche y con la iluminación eléctrica, tiene la ciudad otro escenario de
hechos llamativos.
A partir de las 10, casi siempre
comienza la diversión; colisiones en las esquinas de las avenidas 2 y 3 con la calle
38 (Viaducto N° 2) o en las esquinas de la 38 con las calles 4 y 5. Suelen escucharse impactos, voces alteradas,
sirenas; ambulancias que se alejan hacia el hospital, clamando paso con luces intermitentes
y sonidos de pato. Por lo general, transportan a un motociclista; ocasionalmente a un transeúnte o a un
sexagenario. Rara vez llevan al pasajero o conductor de un coche, y solo una vez, ¡qué cosa tan peregrina!, un
conductor de ambulancia, gravemente lesionado después de ser embestido por un
camión, logró encender el motor y dirigirse a emergencias.
No hablaré más de colisiones
porque no vienen a cuento. Lo que sí relataré, aunque parezca
insólito, es la experiencia de uno de mis mejores amigos: Fito, quien jamás
parece haber mostrado interés en agregarle a su vida otra ficción distinta a sus
obras y propuestas teatrales. No es uno
de esos hombres que se sientan junto al fuego de otros para alimentarles su racionalidad
con paja. A veces, cuando quiere cambiar de aires, toma acrílicos, pinceles,
telas y se entrega a la pintura. O se le ve frente a su tablero, ya que Fito es
un ajedrecista notable, solo con el rey, recordando la belleza de algún movimiento o pensando en el albur de esa soberbia
pieza de pelea cuyo suerte se debate
entre la victoria, la pérdida de la esperanza, ser atrapado o quedar sin
escapatoria. Una tarde, Fito me mostró el rey y dijo, «Este trebejo ¡jamás
muere!».
Creo que para darme una
versión de su historia debió detenerse un largo rato, superar sus reproches
autocríticos y alejarse de la tentación
de escribirla. Algo comprensible, desde luego, habida cuenta de que las
experiencias propias, suelen ser inefables, en sí mismas problemáticas,
absurdas, como las aporías.
Me contengo un momento
para recordar el contexto de su cuento: los desvelos causados por las luces
brillantes de ese lado de la urbe, que hasta hace unas cinco o seis décadas, fue
la demarcación suroeste, el borde más flamante de la ciudad. Mérida es una de
esas localidades que, al crecer, dejan en suspenso sus extremos; auténticos miradores del desarrollo paisajístico. Siempre abierta a
nuevas perspectivas, sugiriendo que el progreso no se detiene.
Después de la construcción de Glorias Patrias en la cabecera de
la calle 36 en los años 30, la ciudad experimentó una de sus más dramáticas
expansiones y cambió su relación con el concepto original del centro. La idea de equidistancia, que era transitoria,
como las calles que se amplían y extienden, se transformó en avenidas despejadas
gracias a la incorporación de viaductos. Estos puentes reparan las divisiones geográficas
y unen las parroquias separadas por los profundos cauces de los ríos. Después
de la calle 38, que es el eje central de esta narración, la ciudad de los
caballeros creció y se volvió más cuidadosa en su concepción de la belleza.
Quedémonos, ahora, en este
último centro de la ciudad, donde las apagadas
candilejas de los postes públicos y las emociones divertidas y aterradoras, tanto
de día como de noche, fueron la causa de muchos insomnios para mi amigo.
Hace un tiempo me habló de
la vida que discurre por esta avenida: la sorprendente singularidad que algunos
señores exhiben, la inocultable miseria de otros, las infames
revelaciones de gente insospechable cuyas voces soeces llegan hasta la almohada
o la butaca donde se abrevian los descansos, o la omnisciente cacofonía musical
con sus horribles letras que invade la intimidad con un volumen no menor de 60
decibelios; las simples sombras que pasan frente a los espejos de la calle, las
personas que se prodigan y responden saludos mecánicamente, sin interés; aquellos
que caminan sin aparente propósito, recorriendo 6 o 7 cuadras y sin otra
fascinación que terminar la jornada, de forma personalísima, se lanzan desde el
puente, convirtiéndose en bolsas de huesos rotos, cuentas del desencanto o de
la depresión, y vísceras de contenida dispersión en el lecho de piedras, 30
metros abajo.
Reoriento el rumbo del
relato para hablar de un extraño despertar de Fito. A esa hora, alrededor de
las 3, solía levantarse impulsado por la apnea. Huía de la cama para refugiarse
en la luz azul, enfrentar los desafíos del ordenador y dedicarse a revisar su trabajo. En ocasiones, me llamaba para
decirme: «Anoche tampoco pude dormir. Salí espantado del sueño con las garras
de la pelona en el cuello».
Sin embargo, aquella vez las
cosas ocurrieron de otra manera. En medio de un bloqueo desesperado de las vías
respiratorias, Fito no despertó para vislumbrar las razones del disgusto que solía
confirmar demasiado tarde. Estas razones lo abatían a plena luz del día. Me
refiero a las aventuras expedicionarias del ladrón conocido como el Tajadilla, el
protagonista antagónico de las vecinas de la planta baja, el campeón en salto
alto de esa calle, «el bastardo que se desliza por las paredes del edificio y, en
los pisos inferiores de la torre, roba sin ser detectado, sin discriminación ni
linderos concretos». Este ladrón, sin duda, fue el responsable de la extracción de los
neumáticos del Renault Megane, de la
batería del Renault Clio —mi amigo es fiel a esta marca de coches franceses, a
su familia y a su estilográfica Waterman—, de la caja de
herramientas, el tricket y los dos cilindros de gas de las hermanas Seijas…
Fito salió agitado y exhausto después de evitar
una de las situaciones más desconcertantes que alguien podría enfrentar. No supo si fue un bloqueo en la
garganta —tan vívidas eran las imágenes, tan palpable la textura de las cosas,
el montaraz viento de la calle, tan denso el olor de su cuerpo—, lo que lo salvó
de morir literalmente de miedo; o tal vez fue un impulso involuntario e
instintivo el que lo rescató del más absurdo percance en su historia personal. Durante esos minutos u horas —nada es más relativo e
insoportable que la temporalidad de los sucesos en el universo de las
revelaciones—, en el último instante de vida, algo diferente, esencial y básico
ocurrió. Un alma ágil —no puede determinar si la suya o la del otro—, saltó por
el cauce o grieta de la ensoñación y se puso a salvo.
Desde un punto de vista objetivo, le resultó
sumamente complicado estructurar de forma coherente, según su lógica, las
explicaciones necesarias. Quedó convencido de haber tenido una experiencia
extracorporal, de haber presenciado lo que recuerda y de haber percibido lo
sucedido en el momento preciso.
Me dijo: «Compadre, somos seres
perdidos en un mundo donde solo hay lugar para abstraerse, apreciar,
interpretar y conducirse de acuerdo con la aceptada
visión de la realidad. Nuestra cabeza, conducida por las experiencias, es un órgano que
funciona irreprochablemente cuando estamos despiertos
y que comprende ideas obvias y evidentes sin cuestionarlas. Nos negamos
a examinar lo nuevo, lo que está fuera del canon. Los paraderos ocultos
o desconocidos han sido y serán descubrimientos de otros, temas de estudio
científico o hazañas de la locura. Nos paraliza lo que no comprendemos, la falta
de nombres para las cosas, los entornos y realidades rechazadas por la norma.
Amamos de manera dogmática el misterio. Construimos templos en honor a ese conocimiento,
pero nos mantenemos frente él en el límite, con sus puertas cerradas. La racionalidad, que no es imprudente ni perturbada, defiende la
importancia del temor; el miedo es la conciencia estructurada de que algo está
mal, el silencioso aviso de que se ha infringido una norma. Con el susto viene la
parálisis, la prudencia; sin él, la temeridad, el disparate, el tiro en pie
catastrófico, el fin. Si aquella noche, mi yo amenazado no hubiera reaccionado
como lo hizo, al amanecer los forenses habrían constatado dos muertes: la
primera violenta y la otra, natural».
Con el latiguillo «siempre
que llovió, paró», que debe recordarle a su amigo de juventud Carlos Giménez, puso
en claro que lo más importante fue salir sano del mal trance, sin importar las
consecuencias ni la razón exacta que lo sacó
del sueño.
«A esas horas, cuando te
ves atrapado por situaciones que están
en la clasificación de los delirios, cualquier momento y causa que te
devuelve a la realidad sin un infarto o un fallecimiento inexplicable, merece
bendiciones. Ni en los sueños hay lugar para el desánimo. Todo ayuda. Siempre
que llovió, paró. Se valora cada pequeño detalle de la vida, desde la caída de
un alfiler hasta la orden de los esfínteres, los cambios bruscos en los niveles
de azúcar en sangre, el mandato prosopepéyico de la navaja o incluso la amistad antojadiza del diablo, que
es diestro en tocar las puertas de cualquier sueño de vecino para meter baza».
Está de más decir que
aquella ensoñación fue abominable. Fito, en aislamiento, cuidándose de las
amenazas pandémicas declaradas un año antes, vivía días de hastío. Salir representaba un temor monitoreado por sus hijas y
vigilado por su mujer, compañera de reclusión. Desde la ventana, solía observar
a los escasos viandantes y, por las noches, al indigente que solemnemente se
reinstalaba bajo el soportal del edificio del otro lado de la calle. Era un
comercio cerrado, como todo en la ciudad, apagado y bajo el signo de los
tiempos de la plaga.
Recuerda aquella vez
cuando llegó a admirar la audacia libre de aquel hombre que parecía no temerle
a nada. «La inocencia corrige nuestras flaquezas naturales,
nos hace valientes», se dijo. «Deberíamos ser como él: estoicos, temerarios,
inmunes al miedo».
Aquel indigente parecía insensible a las preocupaciones de la época, a
las cifras nacionales y mundiales de muertes. Su trajín tenía un aspecto
enigmático y otro cercano. Una parte oculta, la que transcurría en otros lados
de la ciudad, donde hurgaba en vertederos para comer; y esta, la arreglada, era
la de ocupar su lugar para dormir alrededor de 6 y 30. De este tenor eran sus
rutinas, hasta que Fito —no entiende por qué— se vio ubicado, durante impresionantes y
resididos momentos, en la intemperie, en su esquina opuesta, acostado sobre la superficie
de cartones y protegido únicamente por el raído y oscuro saco de lana merina y el
montón de periódicos del mendigo. Sin conciencia de ser Fito, ni del pasado
ni de ser alguien más, permanecía despierto, con su cabeza aislada de los
sonidos por la tinnitus. Su ojo derecho estaba oscurecido por el edema macular.
Observaba con el ojo bueno, el izquierdo, el cielo superpuesto al techo del
único lugar del mundo donde hubiera anhelado estar en ese momento: la torre
blanca. Desde allí, contemplaba la pobre
iluminación de las estrellas sobre el tejado y un cielo sin luna.
Sentía, con un olfato distinto,
su propio desaire, el olor a grasa, a polvo de hierro y otras sustancias sucias
propias de la trashumancia, adheridas a su cuerpo. El ojo derecho, el lusco,
ocultaba la proximidad de su verdugo. El hombre se acercaba acompañado de tres
perros de aliento glacial. Cree que el gruñido suave de uno de los canes lo
alertó. Aquella persona exhibía una delgadez extrema, su cabello era blanco y
espeso, llevaba unas gafas, con monturas de piel, estilo motorista o aviador de
principios del siglo XX. Las sujetaba con correas de goma. Además lucía un mostacho de gato, su voz era
ronca y débil. Mientras colocaba su
índice verticalmente en la boca, advertía: «Shh, no digas nada, te estoy
ofreciendo un pasaje directo desde esta esquina hasta el infierno».
Hace muchos años leí en
algún impreso que a las 3 de la madrugada termina la vida de ciertas personas y
comienza para alguien más un desdoblamiento temporal o un tipo de viaje sin
retorno. Si no se revierte, oportuna y debidamente, deja al viajero atrapado en
el cuerpo de un desconocido. Debido a esto, los hospitales psiquiátricos podrían
tener a mucha gente inmovilizada, con diagnósticos y tratamientos de despersonalización.
Si los desaciertos de la
memoria no han agregado o alterado nada en esta página, mi amigo Fito describe
así su suerte:
«Cuando vi la daga en
manos del ejecutor, un fuerte deseo me impulsó a estar en el cuerpo del hombre
que solía asomarse a la ventana de la Torre blanca. En primer lugar, busqué el aire necesario para
evitar ahogarme y luego, durante el acto de escape, tuve aquella sensación de encogerme
y desaparecer en un resplandeciente adminículo. Allí, mi alma indemne huyó del
asesino quien quedó acribillando un cuerpo sin vida.
Después de recuperada la lucidez tras la sofocación, me di cuenta de que el desafortunado de la esquina de la calle
38 con avenida 5, mi menesteroso otro yo, ya no respiraba frente al flaco y sus
tres perros. Observé cómo estos canes lo olfateaban con el esmero que ponen los
labradores retriever sobre sus presas. En ese momento, descubrí que el otro ser
había sido definitivamente desahuciado y se había alojado cabalmente en mi
cuerpo».
En perfecta sincronía,
sintió el clásico golpe en el estómago que provoca el susto. Celebró estar justo
donde quería y se pellizcó para asegurarse de que aquello no era la última
imagen de un sueño. Puso, sin temerle a las amenazas del frío, los pies en el
piso helado. En lugar de dirigir la mirada, como otras veces, a «los círculos
viciosos del lado Norte de la calle», enfocó su interés en la esquina Sur donde
había sentido poco antes el extraño e íntimo estremecimiento del helado arpón
de septiembre.
Fito intentó convencerse
de que las circunstancias favorables que lo trajeron desde aquellas visiones a esta
realidad, desde una posición precaria de observación hasta su cuerpo y hogar,
se alinearon perfectamente: el amanecer demoraría, el apagón, como ocurre todas
las noches, fue oportuno, muy oportuno.
En cuestión de segundos, como en una escena de película, revivió cada
detalle: la dura suavidad de la improvisada cama, el lene tejido de su saco y la
neutra sensación de las hojas de periódicos arrugadas, el techo del soportal de
la tienda de electrodomésticos, el grillo de alguna carretilla y unos pestañeos
después, el creciente ladrido de los perros envalentonados en la tiniebla de la
calle trasera. Aquella desagradable sonoridad debería haberlo prevenido, pero él seguía
aletargado, pensando en la posibilidad de ser alguien más, de escapar de su mala
salud y de la pobreza que lo había obligado durante mucho tiempo, a
pasar la noche sin otra protección que un techo, sin barreras y a solo dos
metros de la calle. Volvió la
cabeza hacia su derecha y notó la cercanía del hombre con su facha de
perdulario, de gafas de piel que enmarcaban dos lentillas o filtros, una de
color amarillo y la otra de un rojo brillante, con el saco hecho jirones y los
pantalones anchos y rotos que dejaban al descubierto las rodillas y los muslo.
¿Vendría a quitarle la única valiosa posesión de su vida, su viejo y querido
traje de casimir? Se dio cuenta
demasiado tarde de que, sin tiempo para escapar, el hombre solo había venido a cumplir
el violento encargo de Ker, del destino y de la muerte.
Incapaz de evitar la
acción de su inesperada Némesis, Fito cree que los gritos de alarma destinados
a ahuyentar al asesino se vieron silenciados por su disfonía. A salvo y detrás
del grueso vidrio de la ventana, cubierta por la cortina de gasa, está
convencido de haber exclamado «¡No lo mates, flaco! ¿qué daño te causa ese
pobre hombre?», pero su esposa afirma que, frente a la proyección de la luz de
la vela, lo vio paralizado, en silencio, con los brazos levantados en un gesto
desesperado de súplica.
En cuestión de segundos, el
asesino llevó a cabo su tarea sin titubear y se dio la vuelta para dirigirse con
tranquilidad excesiva hacia los lados de la avenida 16. Mi amigo, a salvo, en pocos attosegundos,
tuvo tiempo para retener, desde su apartamento, una
vista privilegiada de lo ocurrido. Sin
embargo, entre el Fito racional y la escena, se interponían las sombras, las
dos calzadas, el arcén y las aceras de la 38.
Sé que hablar de aquello
implica sembrar dudas sobre la propia cordura y alimentar otros interrogantes,
por lo que Fito se abstiene de hablar más del asunto. Por eso le pregunté: «No crees que tu
perspectiva sobre lo sucedido podría haber ayudado a la policía a esclarecer
ese crimen?».
Él respondió: «Querido
compadre, aquel que no comprende el valor del silencio, porta un bulto de
inútiles palabras. ¿Quién querría declarar sobre algo que no comprende?»
Lo que sucedió después quizás
no tiene relevancia: treinta minutos más tarde, presenció la llegada de las
patrullas con sus luces azules y rojas intermitentes, la inútil ambulancia y el
vehículo de medicina legal.
Una cosa está clara: aquel
matón frío y oscuro volvía con sus perros
una y otra vez a la escena, despreocupado tanto por la oscuridad como por el
resplandor del plenilunio en una ciudad sin luz eléctrica. El sujeto, un
verdadero bribón frecuentaba el soportal, casi siempre a la misma hora; rara
vez al amanecer, pues evitaba
el cielo gobernado
por el sol.
Fito, oculto tras el anonimato,
solía observarlo sobre el mismo proscenio. El sujeto, en apariencia, fascinado con
el lugar y el entorno de su siniestra obra, dirigía hacia la ventana de Fito su
mirada audaz y cíclicamente, oculta por las antiparras bicolores. Lo hacía con
los labios aguzados en posición de «shh», siempre llevando en la mano izquierda
un tablero de ajedrez imantado. Parecía desafiante, mostrando unas pocas piezas
negras, entre ellas un alfil dirigido hacia el campo del rey adversario. Sostenía
el tablero en posición vertical, con la
mano diestra y la cabeza inclinada, transmitiendo un par de metamensajes: «¡Es tu turno! ¡Vamos, mueve tu pieza!». Valentón, jactancioso, un pobre imitador de
Paul Morphy, ansioso por darle jaque mate al rey junto a su torre blanca.
Así fue la situación
vivida por este amigo, hasta que un día de marzo de 2022, compró los boletos
aéreos y se fue a vivir a otra esquina y a otra torre en Córdoba. Seguramente, en
ese lugar no faltarán los largos inviernos y los intensos veranos propios de
los infiernos andaluces, pero al menos allí no trincha ni manda el arbitrario diablo
de la 38.
Cuentista, ensayista, articulista, crítico literario y periodista venezolano (1955, Tovar, Estado Mérida).
Desde 1972 ha colaborado con periódicos y revistas de Venezuela y el extranjero, como El Nacional, Últimas Noticias, Diario Crítica, Diario Panorama, El Impulso, Antorcha, Diario La Nación, Diario Frontera, Revista Archipiélago (Unam, México), Suplemento Cultural de UN, Revista Brújula de América y País de Papel (de la AEM, Mérida).
Autor de Marzo (poesía), 1985; Ladera interior (poesía), 1995; Los espejos divergentes, (cuentos), 1997; Baladas del agua, (Relatos), 2003; Cortejos de la tarde, (Relatos) 2003; Sebastián (narrativa), 2006; Arcoiris lunar, narrativa del mar, la tierra y el viento. Coautoría. (2008).
Preside la Asociación de Escritores de Mérida, Venezuela. Director de País de Papel desde 2012.
NIÑOS DE LAS BRISAS, por José Augusto Paradisi Rangel, Ciudad de México, 4 de noviembre de 2023
Toca el turno de esta maravillosa muestra de cine Venezcine de Ciudad de México a Los Niños de las Brisas, maravillosa panorámica documental en seguimiento de una década de 3 niños camino a su adolescencia cuya libertad ante las atroces circunstancias originales en un barrio llamado Las Brisas de Valencia la encuentran al integrarse al El Sistema de el maestro Abreu.
La realidad venezolana brutal y el estoicismo de estos personajes y su entorno de carne y hueso es un fresco necesario y delator de como un magnífico sueño del que fui partícipe con la Coral Filarmónica de Aragua en 1975; en su consolidación se transformó para las apetencias de la sucesión de dictadores Chávez y Maduro en campaña para promoción de los éxitos de la narcorevolución del Socialismo del Siglo XXI al mejor estilo del Ballet Bolshoi de Moscú.
Estuve ahí en esos momentos, en el Conservatorio de Música de Valencia donde tomaba clases de canto con mi maestro y amigo William Alvarado hasta en la muerte de Armando Cañizales, en el velatorio de un casi niño cuya arma más virulenta fue su voz y un morral con partituras; estuve con Wuilly el violinista que protestaba tocando el Diablo suelto en una actividad en Chacaíto donde recité Derrota y A un esbirro de nuestro patriarca Rafael Cadenas, estuve siempre presente, no me alcanzaron las balas y las bombas lacrimógenas, todavía tengo una misión que cumplir y la celebración de la caída de un régimen de horror y alevosías ya continentales.
Los Niños de las Brisas no es ficción es documento, la huella, la cicatriz de los que formamos parte de la auténtica revolución que es musical en Venezuela, la que llevamos en el alma y que exorcizamos en doliente exilio.
OVACIÓN DE PIE PARA SUS REALIZADORES Marianela Maldonado, Robin Todd, Invento Films, Luisa de la Ville… Nuestra alma herida pulula de manera poética y diáfana en vuestro film.
ROTUNDO Y UNIVERSAL.
Artista multimedio.
ENSUEÑOS, por Rodolfo Molina, Córdoba, España, 3 de noviembre de 2023
Que maravilloso libro el tuyo Norka, quede delirando e impactado. Hay que ver el inmenso bagaje histórico, remembranzas, cuentos y tantas cosas vividas en ese Maracaibo de ensueño. Aun cuando no tuve la oportunidad de vivirlo, así directamente como lo cuentas, en esa tu tierra amada y en particular, la ciudad de tantos sucesos pues no tuve la feliz ocasión de visitarla y disfrutarla, por lo menos durante unos días. Pero si sé de su valioso aporte a nuestra cultura nacional y su grandeza como pueblo. Pero vamos a algo que considero igualmente importante. Norka, has hecho una recopilación memorable de información, divina y única. Aparte de tu narración tan diáfana nos encontramos con un archivo fotográfico y carteles fascinantes. Que cantidad de recuerdos fantásticos, yo quedé, repito, alucinando, dándome vuelta la cabeza de tantas experiencias que me has hecho revivir.
Pasaron los años, muchos, y sucedió lo inesperado. Nos encontramos, por la fuerza del destino, Asdrúbal Meléndez y yo en Mérida, trabajando juntos en una película titulada "Diles que no me maten" de Freddy Siso, donde él era mi padre y yo su hijo.
Por último, la gráfica de la portada del libro. ¡Vaya! me llevó a otro momento inolvidable y de gran parecido con situaciones anteriores.
La actriz y cantautora Cecilia Bellorín celebra las bodas de plata de su espectáculo "¡Melanina Brown!", Barcelona, 21 de octubre 2022
El espectáculo se presenta en Barcelona, España, donde la venezolana Cecilia Bellorín, ex Rajatabla de Carlos Giménez, vive desde hace más de 30 años.
CUENTOS DE LA GAVETA: LOS OTROS JODEDORES, por Armando Africano, Caracas, 1 de diciembre de 2021/ Ilustración: Lisardo Rico Rattia
Aunque
ya son como de la familia, pero de la parte de los miembros que joden…
Desde
que me enteré que existían, me han estado haciendo acoso psicológico, sobre
todo cuando se instalan cómodamente en mi habitación y se toman su tiempo haciendo
una especie de danza contemporánea para desubicarte y, después que seleccionan
el lugar más apetecible, que siempre son las peores partes léase, los pies,
manos, el cuello, la parte de la espalda que se salió de la sabana, adonde por
supuesto no llego para rascarme, los zancudos me pican exactamente cuando ya
estoy colocado en pose para dormir, y al sentir la picazón viene la arrech… que
va seguida inmediatamente de un intento —por lo general fallido— de acabar con
ellos a manotazos y entonces comienza mi danza mata zancudos, hasta que me
convierto en bailarín de plamenco (palmero con flamenco).
Me
da la sensación que se burlan de mí y comienzo a planificar la gran venganza
-como buen escorpión. Vienen a mi mente los muchísimos insecticidas que cada
día son menos efectivos y por consejos de los amigos ya picados, me unto
menjurjes que me regalan o me dan la receta. He llegado a incendiar cartones de
huevos como si estuviera esparciendo incienso por todos lados y he terminado
totalmente ahogado y tosiendo como carro sin tubo de escape; he probado con las
pastillas anti zancudos llamadas plagatox, raid, etc… son muchísimas. Me he
inyectado y tomado pastillas de vitamina B… según dicen los ahuyentan porque
-ique- detestan el olor de la vitamina: me imagino a los zancudos escupiendo la
vitamina B, sacándome la lengua mientras
continúan alimentándose de mí, de mi sangre… pero igual creo que instalaré una
ducha con vitamina B diluida en agua para ver si logro ahuyentarlos y que me
dejen en paz.
Menos
mal que hay algo a favor de mis zancudos visitantes, ninguno está infectado,
gracias a Dios son zancudos sanos.
Detalle asqueroso: los muy cochinos nos inyectan saliva
con agentes anticoagulantes mientras se alimentan, te inyectan saliva en la piel porque les
facilita la succión de la sangre y pueden bebérsela como refresco y no como
atol, y para joder aún más, la saliva es la que ocasiona la comezón. Además,
a medida que van succionando la
sangre, eliminan el exceso de sangre por detrás y cuando te escogen, ¡los
hijos de la gran zancuda!, te rondan y te cantan algo
conocido como zumbido, lanzándose una serenata desesperante
completa y exactamente en el oído. Como si fuera poco, no zumban para
avisar a sus víctimas sino para llamar la atención de otros
compañeros dispuestos a aparearse, ósea, toda una gran rumba alrededor de tu
cabeza y la música montada en tu oído, porque están eufóricos reunidos en
el hotel seleccionado y en su restaurant favorito con la comida servida. Pienso
que están siempre celebrando que existen cerca de 3500 especies de estos
pequeños vampiros, picando a todo el mundo, y que cuando hay luna
llena pueden incrementar su actividad en un 500 por ciento.
Son unos insectos clasistas, porque no todos los pertenecientes a esta
plaga voladora nos ven como a una comida deliciosa. Ellos son selectivos, nos
escogen, son atraídos más por la química corporal de unas personas que por las
de otras. Ciertas sustancias químicas como el dióxido de carbono, que se emite
al exhalar, y el ácido láctico, un elemento presente en el sudor, nos hace muy
apetitosos, y nuestro problema comienza cuando el animalito te
elige como objetivo prioritario de su alimentación.
Tu vida se
complica después de que te pican porque las
recomendaciones son: ponerte hielo en la
picada, muy difícil porque lo simpáticos animalitos no cenan en el mismo lugar,
debe ser que tenemos distribuidos nuestros sabores y les gusta hacer un tour
por todo tu cuerpo (quedó muy sexy este comentario) o sea, pegarnos el hielo en
donde te llame la picazón; también puedes untarte con aloe vera, miel o alguna
crema, pomada o medicamento, distribuirte el menjurje, aquí sí, aquí no, aquí
también o tal vez optar por la recomendación -tipo regaño- ¡la próxima
vez evitar vestirnos de negro,
porque a los mosquitos les encanta ese color, vístase con ropa clara porque los chupasangre enanos detestan la
ropa oscura! (sabio consejo).
Los muy asquerosos hacen la diferencia en la cantidad de picadas porque les apetecen
más las personas sudadas, hedionditas, que contienen una mayor diversidad de
microbios y de olores en la piel, que las que tiene la costumbre de oler bien.
Esta especie de engendros tiene sus trapos sucios, sólo las hembras pican y
se alimentan de sangre porque necesitan inmunoglobulina para terminar la
fecundación de sus huevos; los machos, por su lado, degustan flores y sacan
néctar para tener energía y así reproducirse con la mayor cantidad posible de
hembras.
Son unos indeseables, pero aman nuestro olor, nuestra transpiración,
nuestra respiración y llevan nuestra sangre… “son mi familia”.
Ilustración Lisardo Rico Rattia