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“La mujer más eminente de este país”: El inmenso legado de Victoria Ocampo / Infobae, Buenos Aires, 1 de diciembre de 2021

 Así le dijo Jorge Luis Borges. Fue escritora, editora, traductora y ensayista, pero además una defensora de los derechos de la mujer. Su vida y obra, en tan solo 90 segundos





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Victoria Ocampo: la vanidad del mal / Jacqueline Goldberg





«En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, tuvo el valor de ser un individuo… Dedicó su fortuna, que era considerable, a la educación de su país y de su continente… Personalmente le debo mucho a Victoria, pero le debo mucho más como argentino».

Jorge Luis Borges

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Victoria Ocampo fue, más allá de casi cualquier cosa, una gran flâneur y, en consecuencia, una exquisita cronista de cotidianidades y vanidades. Llamaba «testimonios» a sus textos, a sabiendas de que podían estar a medio camino entre la tontería y la lucidez, sin que ello fuera bueno o malo.

Se paseó por las grandes aceras del mundo, surcó con sus míticos anteojos blancos los epicentros de Europa y Estados Unidos, siempre atenta a novedades que volcar en palabras, hacer causa y reproducir en la Revista Sur, que fundó en 1931 y cuyo Consejo de Redacción integraban Eduardo J. Bullrich, Oliverio Girondo, Alfredo González Garaño, Eduardo Mallea, María Rosa Oliver, Guillermo de la Torre y Jorge Luis Borges. Este último, poco dado a las alabanzas, sobre ella escribió: «En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, tuvo el valor de ser un individuo… Dedicó su fortuna, que era considerable, a la educación de su país y de su continente… Personalmente le debo mucho a Victoria, pero le debo mucho más como argentino».

Victoria Ocampo (Buenos Aires, 1890-1979) es una figura mayúscula de la vida intelectual sureña: la primera mujer que integró la Academia Argentina de Letras, líder cultural y pionera en la lucha por las libertades e igualdad del género femenino. Fue la primera mujer en obtener el registro de conducir, usaba pantalones, fumaba, escribía en la prensa, fue prisionera política y luchó contra el nazismo durante los años de la Segunda Guerra Mundial, enviando alimentos y ropa a Europa, así como albergando a judíos escapados de las garras de Hitler.

En marzo de 1946, invitada por el Consejo Británico para las Relaciones Culturales se dio a una travesía que la llevaría a Estados Unidos y Europa, pasando primero por Río de Janeiro, Puerto Príncipe, Miami, Washington, Nueva York —asistió a las primeras sesiones de la recién fundada Unesco— para llegar finalmente a Londres, donde pasó todo el mes de abril en intenso contacto con la intelectualidad allí residenciada. Desde cada uno de los recodos visitados escribió cartas a sus hermanas Angélica y Pancha, ofreciendo pormenores de sus impresiones más hondas y superficiales, sus clamores intelectuales, pero también los de una mujer de clase alta que se hospedaba en lujosos hoteles y se quejaba de su dura y alta cama en el Queen Mary, revoltijo convertido en transporte de tropas que describe como una «casa abandonada, sucia, en que las cosas rotas quedan rotas sin que nadie haga el menor esfuerzo por componerlas».

Victoria Ocampo viajó el 5 de junio de Inglaterra a Alemania para presenciar breves momentos del Juicio de Nuremberg. Arribó a la ciudad en ruinas —«ese hermoso Nuremberg irreconocible», dijo— en un avión que mostraba las entrañas y «olía a batalla». Allí permaneció dos días en los que, además de formar parte del público anónimo y silente sentado frente a los asesinos nazis, entre ellos el temible Hermann Goering, se paseó por los escenarios de los discursos de Hitler, cenó con oficiales estadounidenses y se asomó a salones de baile.

Ocampo da cuenta sobre sus horas en Nuremberg en La viajera y sus sombras, crónicas de un aprendizaje y en Cartas de posguerra, estas últimas publicadas como reapertura de la Editorial Sur, fundada por la propia Ocampo en 1933. Ante una Hannah Arendt y el rigor de la aguerrida escritura de su Eichmann en Jerusalén, la mirada de Ocampo pareciera de pronto frívola, sus detalles minuciosos e innecesarios, la guerra y sus víctimas accesorios de un reportaje de revista femenina. Al lector solemne puede sacudirlo la molestia de Ocampo por los soldados americanos ebrios que pretendían tomarla por la cintura, sus relatos acerca de la presencia de una naranja solitaria en un plato, de las rosas que brotaban de un cerco, el ribete malherido de una realidad que, pese a todo, y a su manera, la perturbaba: «La tarde, ayer, era magnífica. Un cielo sin nubes, y la luna nueva. Las ruinas eran más impresionantes. Dicen que hay todavía setenta mil personas metidas bajo los escombros».





La escritora mexicana Silvia Molloy señala, en su minucioso prólogo a La viajera y sus sombras, crónicas de un aprendizaje, que el yo del segmento del libro titulado «Impresiones de Nuremberg», «no menos autobiográfico que el yo de sus otros textos (y no menos marcado por el género: es la única mujer invitada y observa, por otra parte, la ausencia de mujeres entre los inculpados), sabe, sin embargo, que su lugar en esta crónica, en relación con la magnitud de los hechos que narra, es mínimo. Este admirable (y en ella no muy frecuente) distanciamiento de la primera persona, apuntalado por el oportuno ninguneo del que Ocampo es víctima —sus compañeros de viaje apenas le prestan atención: «yo parecía ser una especie de mujer invisible»—, le permiten un anonimato fecundo, una mirada nueva que agudamente capta lo insólito, lo absurdo, lo grotesco; una mirada que, al pasar por el espectáculo de la ciudad derruida, enfrentándose a la curiosidad hostil de los sobrevivientes, se sabe «horriblemente indecente». Como nunca, la crónica de la experiencia en Nuremberg atiende al matiz, capta el detalle, adivina que lo normal se vuelve excepción en un mundo que ha dejado de serlo.»

«Salgo mañana para Nuremberg, con más curiosidad que entusiasmo», escribió Ocampo a sus familiares en Buenos Aires, lamentándose de su eterno discurrir entre valijas. Una vez en la ciudad alemana, remitió dos misivas, en una de las cuales —entre demasiadas palabras en inglés y francés, como era natural en ella dado su asombroso trilingüismo— se detiene a explicar que no hallaba un «toilet», que no comió el almuerzo que le sirvieron antes de entrar a la sala del Trial y que en el hotel donde se hospedaba las sábanas eran dudosas.

Sorprende en ese mínimo par de cartas la descripción que la escritora hace del custodio de Göering, incluso envía un recorte de periódico en el que se le ve y en la propia carta lo dibuja a mano: «Al lado mismo de Goering, un soldado americano espléndido, con un modelito que me gusta mucho: traje kaki, cinturón blanco, casco banco, polainas blancas y un simple palito blanco en la mano. Detrás de cada acusado uno de estos reales mozos. Parados así como una estatua de buena carne fresca. Los que no tienen nada de carne fresca son los acusados. ¡Qué caras! ¡Qué derrumbe físico!».

En una crónica tan vacua como incisiva, continúa su percepción de aquel momento: «Si muevo un poco los prismáticos, pierdo el uniforme norteamericano y la mitad de Göering y encuentro a Hess. Me recuerda los monitos que en los días de invierno se acurrucan, desamparados, contra los barrotes de su jaula. Tiene los ojos muy juntos. Parece friolento e indiferente, atento a su propia distracción como quien, mirando por la ventana, se aplicara a ver únicamente los pequeños defectos o las manchas del vidrio».

Los nazis producen en Ocampo una particular voracidad imaginativa. Alfred Jodl le recordaba a «Laurel», el personaje de la serie televisiva El gordo y el flaco: «El ademán de Jodl resulta cómico porque evoca, en un momento de gran dramatismo (¿ignoraba o no ignoraba —se le pregunta— los crímenes cometidos en tal fecha?), el de las telefonistas». La escritora argentina concluye: «Comprendí en Nuremberg lo que es vivir en un país de vencidos en que fermentan los rencores. Sólo los vencedores pueden hacerse una gloria de una ruina. Entre los vencidos, ruina es sinónimo de humillación».

Ocampo, aún en medio de lo terrible, se sentía en Nuremberg como en los teatros a los que la llevaban de niña para escuchar música clásica, lo cual explica una cierta incapacidad para traspasar la costra de la realidad: «Las personas mayores, deseosas de satisfacer mis apetitos de melómana, solo me informaban vagamente de lo que pasaba en escena, juzgando si Wagner o Mozart eran buenos para mis jóvenes oídos, los libretos de Don Juan o Tristán podían ser perniciosos para mi alma. Esta vez nadie me prohíbe estudiar el libreto a mi antojo: principios y dificultades jurídicas, leyes internacionales, problemas múltiples. Pero lo que me fascina es la melodía, no la letra. Tantas cosas permanecen latentes detrás de la palabra, enmascaradas por ella».
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Hannah Arendt (Hannover, 1906 / Nueva York, 1975) estuvo a Jerusalén entre abril y junio de 1961, también por voluntad y antojo. Apenas se enteró de que Otto Adolf Eichmann había sido capturado un año antes por un comando israelí en un suburbio de Buenos Aires, reprogramó el enjambre de su agenda y se autopostuló como reportera de la revista The New Yorker. De inmediato fue aceptada: era una pensadora de lujo que miraría al nazi de la cabina de cristal más ferozmente que cualquiera. Su historia personal así lo imponía, pero sobre todo aquello que había acopiado previamente sobre el Holocausto, el existencialismo, el Totalitarismo y lo que terminó por definir como «la banalidad del mal»: «Fue como si en aquellos últimos minutos [Eichmann] resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes».

Arendt fue profundamente juzgada cuando, en 1963, publicó el conjunto de sus artículos bajo el título de Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal. Allí hablaba de un proceso realizado correctamente, criticaba el rol de los consejos judíos y del recién creado Estado de Israel y concluía que no podía haber una culpa colectiva: «Donde todos son culpables, no lo es nadie [...]. Siempre he considerado como la quintaesencia de la confusión moral que en la Alemania de la posguerra aquellos que estaban completamente libres de culpa comentaran, entre ellos, y aseguraran al mundo cuán culpables se sentían, cuando, en cambio, sólo unos pocos de los criminales estaban dispuestos a mostrar siquiera el menor rastro de arrepentimiento.»



 
A Hannah Arendt se le recriminó venenosamente un desamor hacia el pueblo judío. El Premio Nobel Saúl Bellow señaló que «Banalidad es la máscara detrás de la cual se esconde una voluntad extraordinariamente fuerte de eliminar la conciencia». Y Gary Smith acotó que Arendt era «una judía llena de odio contra sí misma».

Más allá de tenaces juicios, de sus vocablos espesos y la magnitud de su claridad filosófica, en ciertos momentos la autora se permitió la vanidad de lo que veía frente al hombre del cristal y menciona la reacción de los diversos personajes a su alrededor, en lo que Victoria Ocampo mostró ser una maestra. Arendt acota frases como: «Pese a los insistentes consejos de su abogado, Eichmann no alteró su tesitura.». (…) «En momento alguno adoptaron los jueces actitudes teatrales. Entraron y salieron de la sala caminando sin afectación, escucharon atentamente, y acusaron, como es natural, la emoción que experimentaron al escuchar los relatos de las atrocidades cometidas». O como esta otra con la que habla de la teatralidad del juicio: «A medida que iba revelándose la magnitud ‘de las penalidades sufridas por el pueblo judío en la presente generación’, y a medida que la retórica de Hausner adquiría más y más ampulosidad, la figura del hombre en el interior de la cabina de vidrio se hacía más pálida y fantasmal. Aquella figura no daba signos de vida, ni siquiera cuando el dedo acusador lo señalaba, y cuando la voz indignada clamaba: ‘¡Y aquí está sentado el monstruo responsable de todo lo ocurrido!’».




 
Hay una frase en la que Arendt, pese a su tesitura, se permite un dejo de esa feminidad inaplazable que hace de las miradas de soslayo todo un acontecimiento: «Miré con disimulo alrededor, y advertí que las palabras de la mujer a nadie le habían parecido extraordinarias. Uno tiene la sensación de que esta historia, como todas las historias reales, no es completa. Hubiera debido haber allí una voz, preferentemente femenina, que tras lanzar un profundo suspiro añadiera: ‘Y pensar que hemos malgastado tanto y tanto gas, bueno y caro, suministrándolo a los judíos…’»
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Aún deseándolo, no hay posible comparación —más allá de un ejercicio lúdico como éste— entre Victoria Ocampo y Hannah Arendt, ambas testigos y escritoras de excepción de los juicios emprendidos contra los nazis. Una era desmelenadamente latinoamericana; la otra, lacónica y alemana. Perseguían realidades distintas, reflexiones prendadas de muy divergentes pasiones. Ante la magnitud filosófica y política del testimonio de Arendt, el de Ocampo ha sido percibido como una insalvable ausencia de compromiso, con una enorme y fría distancia emocional e intelectual, una suerte de «paseo turístico». Sin embargo, no lo es del todo. Sus crónicas sobre Nuremberg hablan de un sentirse replegada sobre sí misma, «hecha un ovillo, paralizada, crispada hasta perder contacto con mi propio corazón. La atmósfera de la ciudad me entraba por todos los poros. No lograba sustraerme a ella, ni remediarlo». Ocampo menciona que a su regreso sufrió un deshielo tras el cual «sentimientos y pasiones toman un color uniforme».

Hay que reconocer que la frivolidad que campea en muchos de los textos de Ocampo es, sobre todo, apariencia; que en su mirada hay una sostenida conmoción que no pestañea para recalcar lo insólito, lo terrible, incluso lo inútil de los testimonios de víctimas y victimarios; aquello que, guste o no, también deja a la Historia un fecundo retrato de los juicios contra los nazis, donde el mal se mostraba banal, pero también vano.

Caracas, octubre de 2010


Bibliografía
Arendt, Hanna. Diario filosófico (1950-1973). Herder. Barcelona, 2006.
Ocampo, Victoria. Cartas de Posguerra. Sur. Buenos Aires, 2009.
Ocampo, Victoria. La viajera y sus sombras, crónicas de un aprendizaje. Fondo de Cultura Económica para América Latina. México, 2010.
Young-Bruehl, Elisabeth. Hannah Arendt: una biografía. Ediciones Paidós Ibérica. Barcelona, 2006.





Gabriela Mistral a Victoria Ocampo: “Gran bribona, camilluda, ñandú de la Patagonia" / La correspondencia entre Mistral y Ocampo por Jorgelina Núñez







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Dos fuertes personalidades. Dos pioneras: una, la primera mujer de América latina que recibió el Nobel; la otra, la primera que integró la Academia de Letras en la Argentina. Gabriela Mistral, poeta y docente chilena. Victoria Ocampo, creadora de un poderoso proyecto cultural continental: la revista y editorial Sur. Se escribieron durante 30 años. Se azuzaron, discutieron, se amaron. Y reflejaron en sus cartas, que hoy se publican y de las que aquí se anticipan algunas, a los personajes y al mundo de ideas de su época.


Gabriela Mistral y Victoria Ocampo

 

Niña fea, criollota, regalona, FUNDIDA, engreída, china alzada." Estos son los epítetos que la chilena Gabriela Mistral le dirige, en una carta fechada en 1939, a Victoria Ocampo, reprochándole su falta de respuesta. Y no se queda allí, unos párrafos más adelante, arremete otra vez: "Gran bribona, camilluda, ñandú de la Patagonia". Lo llamativo de ese trato marca, en cierto modo, el tono de la correspondencia entre ambas escritoras, que se inició mucho tiempo antes de que llegaran a conocerse personalmente y se extendió a lo largo de treinta años (1926-1956), durante los cuales se encontraron solamente en seis oportunidades. Un intercambio que fija posiciones entre ambas -a menudo encontradas-, establece los horizontes de referencia que cada una toma en cuenta, las define como pioneras en su labor y protagonistas no sólo de la cultura de sus países, ante las cuales se hallaban un paso más adelante, sino como partícipes fundamentales de los acontecimientos de su época. Un intercambio, en suma, entre dos mujeres de carácter extraordinario que consiguieron tender un puente de comunicación no exento de rispideces, a la vez sostenido por un afecto entrañable.

Elizabeth Horan y Doris Meyer, las dos biógrafas que se han dedicado casi con exclusividad al estudio de la vida y la obra de estas escritoras, han preparado una edición extremadamente cuidadosa de la correspondencia que por estos días da a conocer la editorial El Cuenco de Plata. Un material valiosísimo que repone los datos inherentes a la escritura original de las cartas, incluidas las tachaduras y anotaciones al margen, y un número importante de notas al pie indispensables para entender el contexto de las misivas, junto con apéndices biográficos y bibliográficos.


 


Un poco de historia


A Victoria Ocampo le gustaba sorprender. Mistral estaba de paso por Buenos Aires, camino a Europa, cuando recibió un ramo de flores de parte de aquella hija dilecta de la burguesía terrateniente, a quien no conocía sino de mentas. Era 1926 y Lucila Godoy ya había adoptado el nombre público de Gabriela Mistral tras haber forjado su imagen de gran maestra chilena y eminente poeta, y había trasladado su fama al México posrevolucionario, en donde colaboró con el Ministerio de Educación.


En esos meses, recibe una extraña visita: un joven que afirma ser su medio hermano le encomienda la crianza de su pequeño hijo, apodado Yin Yin. Por su parte, Victoria ya se había casado y separado, estaba terminando la relación con Julián Martínez, su primer amante, empezaba a emerger del ámbito privado luego de la publicación -en francés- de su primer libro, De Francesca a Beatrice y se estaba convirtiendo en la más célebre anfitriona cultural que el país hubiera conocido jamás. De modo que es probable que en carácter de tal no haya querido desperdiciar la oportunidad de agasajar a una mujer que ya había alcanzado un prestigio intelectual al que ella misma aspiraba. Es en respuesta a su gentileza que la correspondencia se inicia, aunque la primera parte de este volumen consigna sólo las cartas de Mistral, que Victoria supo conservar sin contar con la reciprocidad de la chilena.


Cuando el encuentro entre ambas se produce, en Madrid, casi nueve años más tarde de aquella primera esquela, Mistral manifiesta su sorpresa por haber encontrado a Ocampo "tan criolla como yo, aunque más fina". La seducción de clase que ejerce Victoria marcará una diferencia que permanecerá indeleble a lo largo de toda la relación. Mientras la poeta se define como "india rencorosa y vasca testaruda" o como salvaje a mucha honra, reserva para su interlocutora un tratamiento siempre hiperbólico que oscila entre el de semidiosa ("Diana") y el mencionado al principio de esta nota -cuando la ofuscación por sentirse olvidada la perturba-, y que deja percibir un rencor sordo. En cualquier caso, Victoria parece siempre inalcanzable, ya por fina, ya por indiferente.

¿Qué dirá V. O. sobre ese encuentro? En un ensayo escrito luego de la muerte de Gabriela, se queja del equívoco en que se vio envuelta: "Me reprochó a boca de jarro el ser hija de la menos americana de las capitales sudamericanas; ser afrancesada; no haber frecuentado a una escritora amiga suya" (en referencia a Alfonsina Storni). Mistral le reclama no haber buscado la amistad de Alfonsina, cuando lo cierto era que Victoria no tenía ojos más que para Virginia Woolf. Aunque décadas más tarde quiso justificarse ("Alfonsina era una escritora y yo una nada"), para V. O. la poeta de Mundo de siete pozos, nunca fue un espejo en el que deseara mirarse. Demasiado local y terrenal, y por qué no decirlo, también algo vulgar le resultaba Alfonsina a quien habría dado parte de su fortuna por participar del esnob grupo de Bloomsbury, que lideraba el matrimonio Woolf, en Londres. Pero si Victoria desdeñaba a Alfonsina, Woolf haría lo propio con Victoria, pues a pesar de los halagos que demostraban una adulación casi patética por parte de Ocampo, ella nunca dejó de ser considerada por la inglesa como una sudamericana excéntrica y hasta cargosa.

La diferencia de origen y de posición económica no es un dato menor, al menos no para Gabriela, cuyo nomadismo se explica en parte por la necesidad de mantenerse económicamente mediante su trabajo en los diferentes consulados chilenos en América y Europa, y que a duras penas podría haber subsistido con su jubilación de docente, aunque fuera célebre. Victoria, dueña por entonces de una riqueza que parecía inagotable, creía con bastante ingenuidad que la "aristocracia del espíritu" se imponía sobre cualquier otra. De diferentes maneras, Mistral le hará notar cuánto de ese origen le pesa e incluso resiente su capacidad literaria ("Mucho me temo, Vict., que, a pesar de ser Ud. el patrón de lo natural que yo he imaginado respecto de todas las mujeres (...) Ud. por veneno, ponzoñita y droga intelectual, sea la que achica su tesoro o cierra sus presas internas, o no es ya capaz de tirar como la culebra la piel vieja, la carroña esa de la educación de clase que le han dado.")



 Relaciones peligrosas

 
 

 
Ningún otro ámbito mejor que el de la correspondencia íntima para dar cuenta de los avatares sentimentales de los interlocutores. A fines de 1938, la revista y la editorial Sur, fundadas y dirigidas por Ocampo, pasaban por uno de sus mejores momentos. Durante la visita que comenzó en Mar del Plata y se extendió en Buenos Aires, Mistral fue puesta en el incómodo lugar del testigo de la tumultuosa relación entre Victoria y Eduardo Mallea, uno de los miembros más conspicuos de Sur. "Ayer fue el famoso encuentro de los nietos de los caciques", escribe Gabriela, en alusión al encumbrado origen de los amantes. "Tengo la impresión de que hablé para nada (...) Tengo, al lado de esa, la impresión de que Uds. dos son unos taimados (porfiados, tercos, horribles, feos, tontos y soberbios, ah, sobre todo soberbios, ¡Dios mío!) Allá se irán los dos al infierno, a su infierno, a su nada, a su piedra calva, a su pampa rasa de la soledad..."


Esa no será la única oportunidad en que la Ocampo busque su aprobación. En 1946, Victoria, que promedia los cincuenta, le encomienda a Roger Caillois, 22 años menor, que visite y acompañe a Mistral en su residencia de Brasil. El francés, quien estaba unido a Victoria por una amistad intelectual que se tradujo en años de colaboración mutua en sus respectivas empresas literarias, se había convertido en su nuevo amante y, a pesar de que ella ya había superado largamente los prejuicios en torno de su libertad sexual, es probable que esperara la anuencia de Gabriela sobre una relación en que la diferencia de edad era ostensible. Hay que agregar que en ese momento las circunstancias por las que atravesaba la chilena eran muy especiales. Su sobrino Yin Yin, de dieciocho años, acababa de suicidarse. "Es tiempo de sobra -escribe- de agradecerles sus cartas y su compañía de lejos y de contarles en detalle la mala muerte que entró por mi casa, tercera vez y peor que antes. Mi Yin, mi 'niñito', ahora más que nunca 'niñito' por la locura que me le llevó, no se fue por dolencia (...) se me mató". ¿A qué se refiere al decir tercera vez? Las cartas no lo mencionan, pero en algunas de sus biografías consta que su primer novio, un empleado ferroviario, se suicidó en 1909, después de que ella rompiera el noviazgo. Y al parecer, hubo otra boda frustrada, de la que Gabriela escapó mientras viajaba al lugar donde debía celebrarse. En materia amorosa, la poeta ha guardado profundo silencio, incluso en esa franja de lo privado que es la correspondencia. Durante su larga permanencia en el extranjero -Madrid, Barcelona, Lisboa, Oporto, Niza, Niteroi, Petrópolis, Los Ángeles, Santa Bárbara, Veracruz, Génova, Nápoles y Nueva York- que se prolongó hasta el momento de la muerte, siempre contó con la compañía de jóvenes mujeres que oficiaron de confidentes, secretarias, eventuales enfermeras. A fines del año pasado, tras el fallecimiento de la última de estas acompañantes, Doris Dana, se supo que esta mujer, heredera de Mistral, ocultó durante cincuenta años un extraordinario legado literario, que entre centenares de poemas y cartas duplica la obra conocida de quien recibiera el Premio Nobel de Literatura en 1945. Habrá que esperar, entonces, para ver hasta qué punto este descubrimiento confirma la imagen asexuada de la maestra de América o revela una homosexualidad encubierta.


¿Política? Yo nunca hice política


La primera parte de la correspondencia entre las dos escritoras (1926-1939) participa de un debate que por la misma época se planteaba en el interior de la revista Sur. Se trata de la cuestión del americanismo y de lo que cada una concibe como tal. Mistral no tiene al respecto sino certezas: lo americano es una suma de esencias, de raíces, que abrevan en el indigenismo mientras aspiran a conservar cierta pureza y a que se las conozca como tales. Su misión -y confía que también la de su amiga- es promover la difusión de esos bienes culturales, en su mayoría de carácter folclórico, y sacar al resto del mundo de su ignorancia sobre la riqueza americana. Que Victoria escriba en francés incluso parte de su correspondencia, no deja de parecerle un escándalo rayano en la provocación, una "bigamia lingüística" que siempre le reprochará.

Por el contrario, Ocampo entiende el americanismo de manera muy distinta. Para ella, una desesperante suma de carencias -de tradiciones, de referentes- debía impulsar a los intelectuales latinoamericanos a buscar el mejor modo de rellenar esos huecos con materiales provenientes de otras culturas, al tiempo que ellos mismos iban forjando su propia identidad y la daban a conocer. De allí la colosal política de traducción que emprendió Sur y que sin duda constituye su aporte más significativo y perdurable.


Con el tiempo, la discusión cederá lugar ante los fuertes acontecimientos políticos de la época y de los cuales ambas fueron, en mayor o menor medida, partícipes. La Guerra Civil española toca de cerca a Mistral ("Y ya están peleando, carabina al hombro, las mujeres en España, las falangistas disparatadas y las comunistas. Yo deseo que ganen las izquierdas, pero no entenderé nunca el que se lleve a mujeres a esa inmundicia de la guerrilla"), que tuvo que trasladarse de Madrid a Lisboa. Su preocupación no se limita a la suerte de sus amigos. En 1937, realiza gestiones en París a favor de la República Española y más tarde le pide a V. O. que publique su poemario Tala y ceda sus beneficios a los huérfanos de la guerra.


La actividad política de Ocampo se ejerce en el terreno interno y el externo, aunque ella nunca la reconocerá como tal. En 1936, funda la Unión de Mujeres Argentinas destinada a hacer valer los derechos civiles de las mujeres, entre ellos, el voto femenino. Y seis años después participa de una organización formada para contrarrestar la infiltración nazifascista en la Argentina. Con igual ahínco, desde las páginas de Sur, se pronuncia contra el comunismo y no es difícil imaginar hasta qué punto el peronismo encarna para ella la idea misma de abyección. La década de 1945 a 1955 la verá batallar como una de sus mayores opositoras, al punto que la revista celebrará la caída del régimen con un número especial. Las cartas de esa época constituyen lo más jugoso de este volumen pues narran en detalle su furia, la persecución de la que fue víctima ("el peronismo no me deja vivir"), la merma considerable de su fortuna y esa suerte de purificación espiritual con la que buscó sublimar su breve encarcelamiento, a cuyo término Mistral contribuyó. Un telegrama personal dirigido a Perón, en mayo de 1953, bregaba por la libertad de Victoria, junto con otros dirigidos a personalidades como Alfonso Reyes y Ernest Hemingway, que instaban a presionar en el mismo sentido. ("Querida, querida Gabriela: (...) En los diarios peronistas se dijo que a pesar de mis culpas me soltaban por tu cable.")

Ese gesto será uno de los últimos esfuerzos que Mistral emprenderá con plena lucidez. Los años han pasado y la ceguera provocada por una diabetes mal curada sumada a la profunda depresión que siguió a la muerte de Yin Yin, la aíslan dentro de su propio mundo plagado de obsesiones y delirios místicos. Victoria viaja para verla en Nueva York, en diciembre de 1956, días antes de su muerte. Y le escribe a su hermana Angélica Ocampo sobre esa visita: "Es realmente tristísimo que acabe así... un poco en la línea de sonambulismo de toda su vida, pero como en siniestra caricatura de sí misma". La argentina la sobrevivió más de veinte años. Por entonces, las dos eran, y siguen siendo, leyenda.



©Jorgelina Núñez
3 noviembre 2007