Llegamos a Buenos Aires ese junio de 1977.
Al bajar del avión vimos que nos rodeaban tanques de guerra. Era lo que
estaba sucediendo en esos momentos terribles en Argentina. Se sentía algo
extraño,
sin duda. En el ambiente se notaba cierto nerviosismo que se podía
leer en los rostros
de la gente que, muy confusa, deambulaba esa mañana en el
aeropuerto entre brumas
y silencios,
ahogados en llanto.
Mi abuela materna en el año 1941 viajó a Buenos Aires para ser tratada
de un
grave cáncer. Está enterrada en La Tablada. Mi deseo era ir a ese
cementerio antes
de llegar a la ciudad, pero el chofer del taxi me dijo que ya
habíamos pasado el sitio,
y que debía ir cuando me fuera de Buenos Aires. El camino
en coche desde el
aeropuerto hasta la ciudad me mantuvo distraída, con muchos
deseos de conocerla
bien. Y de visitar lo más que pudiera, ya que el viaje era
corto, de cuatro días, y había
que aprovechar cada minuto.
El Gran Hotel Plaza estaba en reparaciones, pero aun así alquilaban las
mejores
habitaciones. Hotel precioso, que a pesar de estar casi totalmente envuelto
en
pesados cortinajes que cuidaban las joyerías y platerías de cualquier daño, se
sentía que era un alberge
de rango superior, de un pasado magnífico. Nos dieron
una habitación elegante.
Me asomé a la ventana. Kioscos de libros color verde
rodeaban las calles y
avenidas, grandes, largas, muy europeas de Buenos Aires.
Cada kiosco parecía un
paraíso para el lector.
Éramos turistas por primera vez en la bella tierra de San Martín. Nuestros
pasos
se dirigieron a La Boca, muy melancólica, especialmente ese día del aniversario
de
la muerte de Carlos Gardel. Caminamos por calles llenas de tango y milongas
de
arrabal. Se veían muchachos jugando con una pálida pelota de fútbol. Algunos
hombres con voz ronca anunciaban mercancía, creo recordar que también sugerían
sitios para comer y escuchar música.
Fuimos a ver las maravillosas obras del
artista Quinquela Martín, que se conectaban
con el misterioso riachuelo y su plácido
ritmo. Visitamos también a otros artistas
que habían expuesto sus obras en
Venezuela. Recorrimos sus talleres, una
experiencia muy interesante. Fuimos ese
día al Teatro Colón y dimos un
fantástico recorrido en su interior. Cenamos en
el célebre restaurante de carne
La
Estancia, muy especial, excelente, bello lugar muy típico.
Al día siguiente, miércoles, fui a mis kioscos de libros verdes para
comprar las
obras completas de Jorge Luis Borges. El guía me dijo que esperara
a ver otras cosas,
ya que los libros eran muy pesados para llevarlos conmigo
todo el día. Nos llevó a
visitar el famoso lugar de tangos Caño 14, en donde la
maravillosa Virginia Luque iba
a dar un concierto. Virginia fue la protagonista
de la película “La Balandra
Isabel
llegó esta tarde”, del escritor Guillermo Meneses, con
actores de la talla de
Tomas Henríquez, Juana Sujo, Arturo de Córdoba y la
mismísima y exótica
Virginia Luque, quien al ver llegar al grupo de Venezuela,
entonó el Alma Llanera
como bienvenida. Eso nos dio una gran alegría, y pasamos
la tarde entre
tangos especiales cantados por Virginia con su pasión
característica.
Visitamos la calle Lavalle, donde para mi sorpresa había muchísimos
cines
con películas de moda y actuales. Moderna Buenos Aires, con teatros
repletos de
gente, la
Recoleta señorial, Palermo espectacular. Pero para mí la Calle Florida,
como
dice la canción, fue mi preferida, con esas tiendas con trajes de cuero,
lanas
calentitas y provocadoras. Y un poco mas allá la calle de los peleteros, que
visité con los amigos del grupo. Los bares de gran elegancia, y el mate lleno
de
misterios interiores con su sabor seco y un poco amargo.
Como todos los miércoles y al mismo tiempo que esos intensos tangos y
milongas sonaban y vibraban, Jorge Luis Borges ofrecía una conferencia. La de
esa
tarde era sobre sueños. ¡Cómo me hubiera gustado escucharlo! Pero el tiempo
y
lo pesado del libro que aun no había comprado, conspiraban contra mi
ferviente
deseo. Además, el grupo deseaba ir al Viejo Almacén, con bailarines y
cantantes a
media luz. Todo fuera de serie, inolvidable para mi, como lo fue la
visita a San Telmo.
Su bella plaza en esos momentos estaba llena de obras de
arte muy importantes,
antiguos y modernos candelabros, viejas máquinas de
escribir, de coser y
muchos Samovares. Me cautivó uno en especial que ahora
adorna mi casa, lo
conservo con mucha alegría.
También adquirí viejas tarjetas, ancestrales, escritas con palabras en
clave, llenas
de adornos y flores hechas a mano con seda y satén y frases de
amor que se enviaban
los argentinos en tiempos pasados. Preciosos recuerdos de
un romántico ayer.
Un toque del destino hizo que mi esposo escogiera
un restaurante llamado
Floridita, era lo que llaman en Buenos Aires un “boliche”.
Ya cerca del atardecer
entramos al sitio. Él salió rápidamente a comprar los
libros, pero los kioscos los
cerraban a las 6 y llegó tarde.
Al entrar al Floridita, sitio con el encanto de un hogar, gratamente
familiar,
acogedor, llegó el mesonero –mozo en Argentina- con el menú, y le
pedimos nuestra
cena mientras yo comentaba a mi pareja lo triste que estaba,
pues no pude ni comprar
los libros ni escuchar a Jorge Luis Borges; al día
siguiente regresaría a casa
desilusionada sin mis dos tesoros, en especial
aquellos libros que me darían
el conocimiento que requería para conocer mejor
al gran escritor argentino.
Fijé mi mirada en la pequeña puerta del “boliche”, y observé que una
pareja bajaba
las escaleritas del local, ¡eran nada más y nada menos que Jorge
Luis Borges y
María Kodama! Traté de explicarle a mi esposo, que estaba de
espaldas a la puerta,
la historia de aquellos
dos personajes tan importantes para mí. Le dije que María
Kodama era su
compañera de entonces; supe años más tarde que se había casado con ella.
No me atrevía a voltearme para ver a
Borges mas de cerca. También tuve la
enorme tentación de hablarle pero no lo
hice. Cuando pedimos la cuenta, gran sorpresa,
el mesonero, quien nos había
observado y escuchado las conversaciones, me dijo:
-- Señora, yo la escuché cuando hablaba con su esposo sobre su
desilusión de
no haber comprado las obras completas del maestro, y su decepción
de no haber
podido asistir a su conferencia sobre sueños. ¡El maestro Borges quiere
conocerla! Señora, por favor no se vaya
aun. Borges la espera.
Y entonces dulces mariposas volaron y
entraron en mi cuerpo, en mi estómago,
me arrastraban hacia él,
laberínticamente. Con la cabeza llena de Ficciones, de libros
de Arena, de Alephs
y sueños, me entregué a la magia de la sincronicidad, y llegué
con paso de luna
a la mesa de al lado, donde la bella María Kodama y Jorge Luis
Borges cenaban
al igual que nosotros.
Con una sonrisa misteriosa y de complicidad
el mesonero me dijo:
--Siéntese por favor-- y agregó --el
maestro viene mucho por aquí.
Y siguió diciendo lo increíble: --señora, cuando le conté todo lo que usted
dijo,
el maestro me pidió que la invitara
a sentarse con él.
Halagada y sorprendida por el simpático gesto del mozo, entre velones
rojos me
senté al lado de Jorge Luis Borges.
Él bajó ligeramente su rostro y me preguntó:
--¿de qué país viene usted?
Le respondí: -- Maestro, vengo de Venezuela. Sorprendida sentí su súbita
emoción cuando dijo: -- oh!, Rómulo Gallegos y las pampas venezolanas.
--Maestro, son los llanos venezolanos. Y él contestó riéndose:
-- no,
las ¡pampas venezolanas!
Fue entonces cuando con su memoria de coloso intelectual y escritor, me
relató
creo que más de una página entera de Doña Bárbara. ¡Se sabía de memoria
la gran
novela venezolana! Yo ya no podía despegar mi cuerpo de la silla donde
me
encontraba. En ese momento quería su autógrafo y escuchar la conferencia
sobre
los sueños. Borges me dijo que si yo quería el miércoles siguiente iba a
dar
otra conferencia sobre sueños.
Con cierta pesadumbre le conté de mi apresurado viaje, y entonces señaló:
--algún día iré a Venezuela y nos veremos allí. Nos veremos e iremos juntos, los
tres,
a unos toros coleados--- Sorprendida aun más quedé de su interés por el
deporte
llanero. Silenciosamente nos
despedimos.
Pasaron varios años, y un día leí en un
periódico de Caracas que, en algún lugar
de Venezuela, Borges había asistido a unos
toros coleados con un grupo de
intelectuales, escritores y artistas.
Allí terminó mi sueño de volverlo a ver. Compré sus libros y ellos me
acompañan cuando sueño con las “pampas venezolanas y argentinas”, como él
gustaba llamarlas.
Y al escuchar hablar de Buenos Aires, esa
bella ciudad, siempre tendré para mí
el recuerdo de aquel boliche con Jorge Luis
Borges una fría noche de junio
rememorando a Rómulo Gallegos.
Caracas, 2012
Buenos Aires
poema de Jorge Luis Borges
Y la ciudad ahora es como un plano
De mis humillaciones y fracasos;
Desde esta puerta he visto los ocasos
Y ante este mármol he aguardado en vano.
Aquí el incierto ayer y el hoy distinto
Me han deparado los comunes casos
De toda suerte humana, aquí mis pasos
Urden su incalculable laberinto.
Aquí la tarde cenicienta espera
El fruto que le debe la mañana;
Aquí mi sombra en la no menos vana
Sombra final se perderá, ligera.
No nos une el amor sino el espanto;
Será por eso que la quiero tanto.