Marìa
Remedios del Valle
Autor:
Felipe Pigna
La madre de la patria era
africana
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Cuando la generación del ´80 sintió la necesidad de recomendar la
Argentina en Europa, entendió que debía ofrecer un país “blanco” o en proceso
de blanquearse rápidamente, casi europeo en mentalidad y costumbres, para
hacerlo más apetecible en el viejo continente a los que quisieran poblarlo o
invertir en él.
María Remedios del Valle, madre de la patria argentina.
Nada de indios, nada de negros. Pero hubo un problema
inesperado que debieron superar y lo hicieron rápidamente: los padres de la
Patria eran José de San Martín y Bernardino González Rivadavia, éste gracias a
la influencia de Bartolomé Mitre. Sobre San Martín pesa alguna duda acerca de
sus verdaderos ascendientes; se sostiene que era hijo de una indígena, y don
Bernardino no era de “raza pura”.
Pero había el recuerdo de una “madre de la patria” que
era negra, una “parda” como se decía entonces de acuerdo con la clasificación
de castas para diferenciar a los negros de los mulatos, que se designaban como
“morenos”.
La república modelo de Sudamérica, que tenía el nombre
de la plata rutilante de Potosí, el metal blanco, no podía tener una madre
negra. Había que esconderla y la escondieron sin remordimientos filiales.
Se borró entonces la memoria de María Remedios del
Valle, nacida en Buenos Aires entre 1766 y 1767, capitana del ejército del
Norte de Manuel Belgrano, participante de la resistencia en las invasiones
inglesas, esposa de un muerto en guerra y madre un hijo propio y de otro
adoptivo que sufrieron igual destino, al que ella misma escapó por casualidad.
Remedios era una argentina de origen africano,
descendiente de esclavizados. Fue auxiliar en las invasiones inglesas y
acompañó después de la revolución de 1810 como auxiliar y combatiente al
ejército del Norte en toda la guerra de Independencia.
Se ganó a fuerza de coraje y arrojo en la batalla, y
de entrañable cariño por los enfermos, heridos y mutilados en combate, el
título de “capitana” y de “madre de la patria” como empezaron a llamarla los
soldados caídos y luego repitieron los generales.
Durante la segunda invasión inglesa al Río de la
Plata, auxilió al Tercio de Andaluces, cuerpo de milicianos que defendieron la
ciudad.
El 6 de julio de 1810 Remedios se incorporó a la
marcha de la sexta compañía de artillería volante del regimiento de artillería
al mando del capitán Bernardo Joaquín de Anzoátegui, acompañando a su marido y
sus dos hijos, que murieron en la guerra.
Ella siguió sirviendo en el ejército como auxiliar durante el avance al Alto Perú, en la derrota de Huaqui y en la retirada que siguió.
El día anterior a la batalla de Tucumán se presentó
ante Belgrano para pedirle le permitiera atender a los heridos en
combate. Belgrano había superado su fama de señorito ganada con sus prendas
escogidas adquiridas en Europa y su voz aflautada, gracias a su espíritu de
sacrificio y su compenetración con las necesidades de la tropa.
Tenía fama de severo y no admitía por disciplina
mujeres que siguieran al ejército. No le dio permiso a Remedios pero lo mismo
ella apareció en la retaguardia para asistir a los soldados que desde entonces
comenzaron a llamarla “Madre de la Patria”. Finalmente, a pesar de sus
prevenciones disciplinarias y religiosas, Belgrano la admitió y la nombró
capitana del Ejército del Norte.
Vinieron luego las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma,
donde Remedios, una de las “niñas de Ayohuma”, combatió con las armas en la
mano. Fue herida de bala y hecha prisionera por los españoles.
Fue sometida, como escarmiento, a nueve días de azotes
públicos que le dejaron cicatrices para el resto de su vida. Escapó y se
incorporó a las fuerzas de Güemes y Juan Antonio Álvarez de Arenales,
otra vez en la doble función de combatiente y enfermera.
Con cerca de 60 años, terminada la guerra, Remedios
volvió a Buenos Aires solo para convertirse en una mendiga que trataba de
sobrevivir vendiendo pasteles y recogiendo la sobra de la comida de los
conventos.
Según Carlos Ibarguren vivía en un rancho en la zona
de quintas en las afueras de Buenos Aires, desde donde cada día caminaba
encorvada hasta los atrios de las iglesias de San Francisco, Santo Domingo y
San Ignacio y la plaza de la Victoria para ofrecer pasteles y tortas fritas y
también mendigar para sobrevivir.
Su historia personal era increíble para los que se
acercaban a ella para ponerle una moneda en la mano o comprarle tortas fritas.
Aquella “capitana”, como se llamaba a sí misma, que mostraba cicatrices
de latigazos y de seis balazos en el cuerpo era para ellos sin duda una loca, y
así la trataban. Pero ella decía que eran recuerdos de las épocas en que “en
verdad se peleaba por la patria”.
Se rebeló contra lo que parecía un destino cantado y
en 1826 inició una gestión solicitando una pensión en compensación de sus
servicios a la patria y por la pérdida de su esposo y sus hijos.
El expediente dirigido a las autoridades, escrito por
un letrado, dice: “doña María Remedios del Valle, capitana del Ejército, a V.
S. debidamente expone: que desde el primer grito de la Revolución tiene el
honor de haber sostenido la justa causa de la Independencia, de una de aquellas
maneras que suelen servir de admiración a la Historia de los Pueblos.
Si Señor Inspector, aunque aparezca envanecida
presuntuosamente la que representa, ella no exagera a la Patria sus servicios,
sino a que se refiere con su acostumbrado natural carácter lo que ha padecido
por contribuir al logro de la independencia de su patrio suelo que felizmente
disfruta.
Si los primeros opresores del suelo americano aún
miran con un terror respetuoso los nombres de Caupolicán y Galvarino, los disputadores
de nuestros derechos por someternos al estrecho círculo de esclavitud en que
nos sumergieron sus padres, quizá recordarán el nombre de la Capitana patriota
María de los Remedios para admirar su firmeza de alma, su amor patrio y su
obstinación en la salvación y libertad americana; aquellos al hacerlo aún se
irritarán de mi constancia y me aplicarían nuevos suplicios, pero no
inventarían el del olvido para hacerme expirar de hambre como lo ha hecho
conmigo el Pueblo por quien tanto he padecido. Y ¿con quién lo hace?; con quien
por alimentar a los jefes, oficiales y tropa que se hallaban prisioneros por
los realistas, por conservarlos, aliviarlos y aún proporcionarles la fuga a
muchos, fue sentenciada por los caudillos enemigos Pezuela, Ramírez y Tacón, a
ser azotada públicamente por nueve días; con quien, por conducir
correspondencia e influir a tomar las armas contra los opresores americanos, y
batídose con ellos, ha estado siete veces en capilla; con quien por su arrojo,
denuedo y resolución con las armas en la mano, y sin ellas, ha recibido seis
heridas de bala, todas graves; con quien ha perdido en campaña, disputando la
salvación de su Patria, su hijo propio, otro adoptivo y su esposo; con quien
mientras fue útil logró verse enrolada en el Estado Mayor del Ejército Auxiliar
del Perú como capitana, con sueldo, según se daba a los demás asistentes y
demás consideraciones debida a su empleo. Ya no es útil y ha quedado abandonada
sin subsistencia, sin salud, sin amparo y mendigando. La que representa ha hecho
toda la campaña del Alto Perú; ella tiene un derecho a la gratitud argentina, y
es ahora que lo reclama por su infelicidad”.
Pero el ministro de Guerra, general Francisco
Fernández de la Cruz, rechazó el pedido recomendando dirigirse a la legislatura
provincial ya que no estaba «en las facultades del Gobierno el conceder gracia
alguna que importe erogación al erario.
En agosto de 1827, mientras Remedios mendigaba en la plaza de la Recova, el general Juan José Viamonte la vio y tuvo una sospecha: le preguntó el nombre y exclamó: “¡Usted es la Capitana, la que nos acompañó al Alto Perú, es una heroína!».
Viamonte, que era entonces diputado, presentó un
proyecto para otorgarle una pensión que reconociera los servicios prestados a
la patria. Comenzó un largo expedienteo que puso en claro aquello de que “son
campanas de palo las razones de los pobres” y entonces como ahora se gasta todo
en nada que importe y nada en todo lo que importa.
La petición fue rechazada, pero cuando en junio de
1828, Viamonte fue elegido vicepresidente primero de la legislatura decidió
insistir. Le reclamaron documentos que avalaran el pedido, y contestó: “yo no
hubiera tomado la palabra porque me cuesta mucho trabajo hablar, si no hubiese
visto que se echan de menos documentos y datos. Yo conocí a esta mujer en el
Alto Perú y la reconozco ahora aquí, cuando vive pidiendo limosna. Esta mujer
es realmente una benemérita.
Ella ha seguido al Ejército de la Patria desde el año
1810. Es conocida desde el primer general hasta el último oficial en todo el
Ejército. Es bien digna de ser atendida: presenta su cuerpo lleno de heridas de
balas y lleno, además, de cicatrices de azotes recibidos de los españoles. No
se la debe dejar pedir limosna. Después de haber dicho esto, creo que no habrá
necesidad de más documentos”. “Yo conozco a esta infeliz mujer que está en un
estado de mendiguez y esto es una vergüenza para nosotros. Ella es una heroína,
y si no fuera por su condición, se habría hecho célebre en todo el mundo.
Sirvió a la Nación pero también a la provincia de Buenos Aires, empuñando el
fusil y atendiendo y asistiendo a los soldados enfermos”.
Tampoco entonces Viamonte tuvo suerte, y menos
Remedios. Antes de tocar un centavo de los fondos públicos (para este fin, se
entiende) los diputados sabían trabar burocráticamente todas las posibilidades.
Encontraron que aunque fueran ciertos los méritos de Remedios, “la Junta
representaba a la provincia de Buenos Aires, no a la Nación, por lo que no
correspondía acceder a lo solicitado”.
Hubo otros diputados que defendieron la causa de
Remedios, como Tomás de Anchorena: “esta es una mujer singular. Yo me hallaba
de secretario del general Belgrano cuando esta mujer estaba en el ejército, y
no había acción en la que ella pudiera tomar parte que no la tomase, y en unos
términos que podía ponerse en competencia con el soldado más valiente; era la
admiración del general, de los oficiales y de todos cuantos acompañaban al
ejército.
Ella en medio de ese valor tenía una virtud a toda
prueba y presentaré un hecho que la manifiesta: el general Belgrano, creo que
ha sido el general más riguroso, no permitió que siguiese ninguna mujer al
ejército; y esta María Remedios del Valle era la única que tenía facultad para
seguirlo. Ella era el paño de lágrimas, sin el menor interés de jefes y
oficiales.
Yo los he oído a todos a voz pública hacer elogios de
esta mujer por esa oficiosidad y caridad con que cuidaba a los hombres en la
desgracia y miseria en que quedaban después de una acción de guerra: sin
piernas unos, y otros sin brazos, sin tener auxilios ni recursos para remediar
sus dolencias.
De esta clase era esta mujer. Si no me engaño el
general Belgrano le dio el título de capitán del ejército. No tengo presente si
fue en el Tucumán o en Salta, que después de esa sangrienta acción en que entre
muertos y heridos quedaron 700 hombres sobre el campo, oí al mismo Belgrano
ponderar la oficiosidad y el esmero de esta mujer en asistir a todos los
heridos que ella podía socorrer.
Una mujer tan singular como ésta entre nosotros debe
ser el objeto de la admiración de cada ciudadano, y adonde quiera que vaya
debía ser recibida en brazos y auxiliada con preferencia a una general; porque
véase cuánto se realza el mérito de esta mujer en su misma clase respecto a
otra superior, porque precisamente esta misma calidad es la que más la
recomienda”.
Finalmente le acordaron una pensión de 30 pesos por
mes, más o menos lo que ganaba una costurera, mientras el sueldo del gobernador
era de 660 pesos. Pero hay versiones que ponen en duda de que la haya cobrado
alguna vez y por eso debió seguir mendigando.
Remedios terminó su vida con el apellido Rosas, en agradecimiento
a Don Juan Manuel, que años después le fijó la pensión en 216
pesos.
Una noticia del 8 de noviembre de 1847, indicaba
que “el mayor de caballería Doña Remedios Rosas falleció”. Le reconocían en
cargo de Sargento Mayor que le acordó Rosas, tras el de “capitana” que se ganó
en el campo de batalla.
Poro aquellos tiempos era insólito que las mujeres
pelearan en la guerra. Apenas si las ricas donaban armas para el
ejército. La Gazeta de Buenos Aires consigna algunas donaciones, como las de las
“nobles y bellas” María Petrona Sánchez de Thompson o Carmen Quintanilla de
Alvear, que pedían que sus nombres aparecieran grabados en los fusiles.
De pelear, nada. La misma Gazeta explica a sus
lectores que ellas “no pueden desempeñar las funciones duras y ásperas de la
guerra. No pueden desplegar su patriotismo con el esplendor que los héroes en
el campo de batalla”.
Hubo excepciones, algunas pudieron: Juana
Azurduy, que cuando era una novicia de 15 años en el Alto Perú escuchó de las
monjas de su convento la pregunta de rigor de qué esperaba para su futuro.
Respondió que nada más que montar a caballo lanza en mano y lancear españoles a
todo galope.
No sabemos cómo tomaron las monjas esta declaración de
la niña, pero Juana dejó de ser novicia y efectivamente, más tarde lanceó
maturrangos al galope.
O la “China María”, María Abiaré, indígena guaraní que
participó del combate contra los portugueses en la primera defensa de Paysandú
en 1811. Su cadáver, lanza en mano junto a su caballo, fue descubierto en el
campo de batalla por un cura que buscaba heridos entre los muertos para darles
la extremaunción. O María Remedios del Valle, heroína del éxodo jujeño, de
Huaqui, de Salta, Tucumán, Vilcapugio y Ayohuma, que siguió peleando después de
recibir latigazos nueve días seguidos y seis balazos y de haber perdido en la
guerra a su marido y a sus dos hijos.
Ningún argentino debería olvidar que su patria tiene
una madre negra, que sus ancestros negaron y escondieron por pobre, por mujer
pero sobre todo por negra, hasta convertirla en una mendiga harapienta
celosamente olvidada.
El pasado nos presenta su espectro, y si no se quiere
dejarlo entrar por la puerta de adelante, entrará por la de atrás y asestará
por la retaguardia un golpe doblemente doloroso a los que marchan
despreocupados, confiados en un discurso blanqueado como sepulcro a fuerza de
mentiras.
Fuente: AIM