“…los hetero se han podido casar toda la vida por cualquier motivo,
pero seguramente, los homo tendrán que casarse
solo y únicamente por amor.”
pero seguramente, los homo tendrán que casarse
solo y únicamente por amor.”
Algunos listillos que no quieren pasar por homófobos (¿homófobos ellos?) disfrazan su repudio al matrimonio homosexual con argumentaciones muy, pero que muy progresistas, en apariencia. Recientemente leí, firmados por dos intelectuales conocidos (hombre y mujer, respectivamente, no confundamos, no eran transexuales) la revolucionaria afirmación de que era reaccionario extender el matrimonio a las parejas homosexuales, porque el matrimonio estaba en decadencia, y si ahora empezaban a casarse los homosexuales, fortalecerían la institución. Ambos periodistas (hombre y mujer, no confundamos, no eran transexuales) estaban casados; por supuesto, matrimonio heterosexual, o sea, al uso. Pero quieren la exclusiva en ambos casos; si el matrimonio está en auge, limitado para heteros; si está en decadencia, también limitado a heteros. Vaya por Dios: después de haber sido apaleados, excluidos, burlados, vilipendiados, perseguidos, resulta que los homosexuales tienen que ser, también, la vanguardia revolucionaria de Occidente. ¿Qué más? Podríamos hacerles pagar un impuesto, por ser homosexuales y querer casarse.
Reconozco que durante muchos años, yo también estaba en contra del matrimonio homosexual; siempre sospeché del matrimonio: si había que festejarlo, firmar papeles, invitar a parientes detestables, a vecinos xenófobos y a olvidados tíos, algo malo tenía que tener. Si había que premiarlo (luna de miel, listas de boda, vacaciones) sería por algo. Por suerte, no soy de piñón fijo: sé rectificar a tiempo. El tiempo fue el advenimiento del maldito sida, una de las pestes más detestables del siglo pasado y del principio del XXI. Aprendí dolorosamente, a través de amigos y conocidos en EEUU y en Europa que la persecución a los homosexuales llegaba hasta los hospitales: si no había papeles, muchos enfermos morían solos, aislados, porque su pareja o sus amigos no tenían un certificado matrimonial que les permitiera acompañarlos.
En aquella maldita época, muchos se cebaron contra los homosexuales, considerando la enfermedad como el castigo al vicio nefando. Estaban equivocados, por supuesto, pero miles y miles de enfermos murieron solos porque el amor de su vida no podía entrar a la habitación; era sólo el amor de su vida, no era ni su marido ni su esposa.
A partir de esa experiencia, me he convertido en una defensora del derecho de los homosexuales a contraer enlace, además de contraer el sida, igual que los heteros. Matrimonio para todos, o matrimonio para nadie, es una consigna.
La extensión de este derecho a los homosexuales no perjudica a nadie, ni pone en peligro la célula familiar; al contrario, la perpetúa, aunque bajo otras formas, y elimina una discriminación sin sentido. La homosexualidad no es una enfermedad; desde el año l972 fue eliminada del catálogo de perturbaciones mentales de la Asociación Internacional de Psiquiatría y la lucha continua, persistente de los colectivos de gays y lesbianas ha permitido cierta visibilidad de los homosexuales y las lesbianas (parciales, bi, exclusivos, a temporadas o a tiempo completo) sin que ningún pilar de la sociedad tiemble o se derrumbe.
El día en que casi todo pueda salir a la luz, sabremos, por ejemplo, que durante mucho tiempo Hollywood construyó los arquetipos de actrices y galanes del cine con homo o bisexuales (tuvieron que ocultarlo y sufrieron el tormento de sentirse raros, diferentes, excluidos de la normalidad, esa cuestión estadística. Valentino, Cary Grant, Burt Lancaster, Montgomery Clift, Rock Hudson, James Dean, a veces Marlon Brando, Alec Guinness, Laurence Olivier, Dick Bogarde, Marlene Dietrich, Greta Garbo, Joan Crawford y much@s más).
El PSOE y el presidente, Rodríguez Zapatero, se han comprometido a reformar el contrato matrimonial para que puedan optar a él también las parejas homosexuales. Optar no quiere decir que veamos una avalancha de matrimonios, aunque sería bastante divertido. Ahora bien, todos aquellos que todavía esgrimen algún tonto argumento contra este proyecto de ley, ¿han pensado las ventajas que tiene para el sistema capitalista? En primer lugar, aumentarán las alicaídas listas de bodas de El Corte Inglés y otros hipermercados. Ya me veo comprando una tostadora para Jordi y Andreu, que me han dicho que van a casarse con parafernalia y todo. Yo, que no he comprado una tostadora en la vida, ni siquiera para mí. (El pan lo compro ya tostado; ahorra migas, y a veces, hasta ahorra amigas). También hará prosperar a las agencias de viajes y a los circuitos operadores, venidos a menos desde que el terrorismo nos demostró nuestra cruel indefensión. Tengo unas amigas que ya piensan fletar el primer charter exclusivamente con matrimonios de mujeres a Nicaragua, donde, además de faltar los artículos de primera necesidad, falta también un poco de libertad gay. Si se aprueba el matrimonio homosexual, no habrá burbuja inmobiliaria, mejor dicho, la burbuja inmobiliaria continuará, porque ya me veo a los papás y a las mamás de mis mejores amigos regalándoles un pisito en El Borne de Barcelona o saliéndoles de aval para la hipoteca de Rosa y María, en Aluche. El capitalismo es así: cuando entra en crisis, siempre hay algo que lo salva. Los salvadores del capitalismo a principio del siglo XXI son los gays, que según me ha explicado un amigo mío, especialista en finanzas (hetero), gastan más dinero porque se preocupan por la belleza, por la cultura y por los vecinos: para hacerse respetar y querer siempre están cuidando al viejito de la otra puerta o sacan a pasear al perro de la ancianita solitaria del quinto.
Otro ejemplo: cuando mi vecina Neus se compra un libro (aunque sea de esas colecciones baratas, de quiosco, que nos arruinan los derechos de autor a los escritores), su marido, Jordi, suele mirarla mal y rebuzna: «Tú siempre malgastando las pelas, para qué necesitas otro libro» (en catalán, si us plau). Pero si mi amigo Francesc (gay) se compra un libro de fotografías editado por Blume, que cuesta 80 euros, su novio Luis (que entonces será su marido) le dirá: «Querido, qué idea estupenda, tú siempre preocupado por la cultura de esta familia». Las cosas, como son.
Algunas personas, de cuya buena intención no tengo por qué sospechar (o sea, sí), esgrimen el argumento (como un puñal) de que el matrimonio debe ser exclusivamente hetero porque la finalidad de ese contrato es la reproducción. Qué barbaridad, con lo que se querían mi tía María Elena y su esposo, Arturo, y nunca tuvieron hijos. Yo creo en cambio que el matrimonio es un artefacto social que sirve para una infinidad de cosas, según los usuarios. Por ejemplo, a mí, la única vez que me casé (ya dije que es una institución que me merece reservas, tanto para heteros como para homos), me sirvió para tener una nacionalidad: la española. Yo era de las revolucionarias ingenuas de los años 70 que creían que la mayoría de las instituciones se limitaban a ser papeleo, burocracia, hasta que la maldita dictadura uruguaya me retiró la nacionalidad, me quedé sola, indocumentada en Barcelona y con la policía de Franco siguiéndome la pista. Huí a Francia, donde fue dificilísimo casarme, porque los franceses (país de exilio, lo llamaban) no querían casarse por temor a las represalias de la dictadura uruguaya y del franquismo. Entonces, me casé con un español, con lo cual, obtuve la nacionalidad y aprendí a no burlarme nunca más del papeleo: toda la vida de una puede depender de tener o no tener un pasaporte vigente. (El recurso del matrimonio para salvar vidas lo había aprendido de la II Guerra Mundial, cuando muchísimos soldados norteamericanos se casaron con japonesas, italianas y alemanas, dándoles la nacionalidad norteamericana).
En el siglo XIX, el matrimonio le sirvió a cantidad de pequeñoburgueses para adquirir títulos nobiliarios, y a cantidad de nobles para obtener dinero, casándose con pequeñoburgueses.
La próxima objeción que me veo venir de los progresistas que no quieren parecer homófobos porque en el fondo lo son, es la del amor: los hetero se han podido casar toda la vida por cualquier motivo, pero seguramente, los homo tendrán que casarse solo y únicamente por amor. De modo que cuando comiencen los divorcios, que comenzarán tan pronto como los hetero (ya se produjo la primera demanda de divorcio, en Canadá), los falsos progresistas que no quieren parecer homófobos porque lo son, dirán que está visto, esto no podía durar, los matrimonios homo son un fracaso. Por supuesto: los homosexuales tienen el mismo derecho a fracasar que los hetero.
Otra ventaja muy importante del matrimonio para todos es ampliar la posibilidad de adopción. Hay demasiados niños que se mueren de hambre en el Tercer Mundo, que mueren de enfermedades curables, demasiados niños entregados a la prostitución, al tráfico de drogas, como para que alguien pueda razonablemente esgrimir la prohibición de adoptarlos a las parejas homosexuales. Y quienes consideran que si hay dos padres falta la figura femenina, y si hay dos madres falta la masculina, no se asusten: en la vida, lo que importa no es el sexo de quien da amor, sino que haya amor. Dicho de otro modo: lo importante es la función, no quién la cumple. La mayoría de los traumas que padecemos de adultos vienen de hogares heterosexuales, con padre y madre de diferente sexo, pero con violencia, conflictos, alcohol y malos tratos. Las estadísticas demuestran que la homosexualidad no es hereditaria, ni contagiosa: los homosexuales, hasta ahora, han sido casi siempre hijos o hijas de parejas hetero, y ninguna investigación ha podido determinar que los niños adoptados por parejas homo tengan esta tendencia.
Tampoco se ha podido demostrar que ninguna sociedad haya sufrido alguna clase de pasmo cuando los homosexuales han salido del armario o se han constituido como pareja o matrimonio: el porcentaje de actividad homosexual no ha aumentado de manera significativa. De modo que a casarse, quienes quieran, y a ser felices, si pueden.
©Cristina Peri Rossi
Publicado en El Mundo, España
Agosto 2004.