la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Tres poemas de Eliahu Toker: "Escrito en sueños", "Homenaje a la condición judía" y "Buenos Aires de los años setenta"








“Escrito en sueños”

 “Vivir vale la pena aunque sólo sea por curiosidad”.

(refrán ídish)
  

En cualquier lugar, siempre que sea aquí. 

En cualquier momento, 

siempre que sea ahora. 

De cualquier color, siempre que sea azul. 

En cualquier lengua, siempre que sea en ídish.














Homenaje a la condición judía

Mi hijo es yo de ninguna manera
tal como yo soy mi padre y precisamente
su cara opuesta;
un mismo médano diferente
modelado por tormentas.

Por no decepcionar mi historia
armo meticulosamente la trampa consabida
y bajo protesto coloco la mano dentro
hastiado de mi condición judía.

Espejado de mitos que se intertragedian,
mi pueblo es un poliedro introvertido
con vidrios convexos que alejan las puertas
y el tic de repetir la fatalidad del sino.

Pero mi hijo es yo de ninguna manera
tal como yo soy mi padre y precisamente
su cara opuesta;
un mismo diferente médano místico
modelado por tormentas.










Buenos Aires de los años setenta 

 

Los campos de concentración andaban por las calles.
Se habían desatado y vestidos de civil,
repartiendo muerte
a manos llenas, andaban en falcon por las calles.

Berlín de los años treinta.
Varsovia de los años cuarenta.
Buenos Aires de los años setenta.
No resultan comparables, claro.
Allí los cristales judíos estallaban espontáneamente
y las barbas se arrancaban de los rostros judíos
por sí mismas
y los muros crecían solos
encerrando a
sospechosos de judaísmo y demás perversiones en
inmensos corrales urbanos mientras
alambradas de púa brotaban por sí solas de la
tierra concentrando a los
infrahumanos judíos y
a los infrahumanos gitanos y a
los infrahumanos políticos mientras
el silencio aullaba en silencio por los barrios
arios, polacos, cristianos. Dios
es justo. Job debe de ser
culpable. Algo habrán hecho estos
judíos, gitanos, políticos. Se la habrán
buscado. Además la guerra es
guerra y mientras yo conserve sano mi
culo, que cada cual cuide del suyo.

Buenos Aires de los años setenta. Los campos
de concentración andaban por las calles en falcon
evaporando infrahumanos de sus
casas. La ceguera crecía por las calles. La sordera
crecía por las calles. La mudez crecía
por las calles. Las dos manos sobre los propios
testículos, nadie quería saber nada de nada.
Job debe de ser culpable y el no oír ni
ver ni pensar ni saber ni hablar garantiza
los propios testículos contra la electricidad.
Un silencio viscoso gritaba desde las
entrelíneas de los diarios, silbaba en
las radios, en los oídos, en los estómagos. Nuestro
silencio.
Aprendimos a caminar con los ojos cerrados. La
fórmula salvadora era no ver o, por
lo menos, no ver en voz alta.

La inquisición es sabia y a ella no se le escapa nada.
Los subversivos son infrahumanos, el demonio mismo,
y no merecen juez ni juicio. Además
el demonio es contagioso:
sus hijos, amigos y conocidos son también infrahumanos,
hijos amigos y conocidos del demonio.
Y también los artistas son infrahumanos y demoníacos.
Y los psicólogos y los sociólogos y los socialistas, infra-
humanos y demoníacos, no merecedores de juez ni juicio.
Y los judíos son, por supuesto, aún más infrahumanos
y demoníacos. Y los artistas judíos, sociólogos, psicólogos y
socialistas judíos son, por
lógica, doblemente infrahumanos y doblemente demoníacos. Y,
lo justo es justo, les corresponde doble exorcismo.
En cuanto a padres, hijos, tíos, amigos y conocidos de
sociólogos, psicólogos, artistas y judíos, resultan
sospechosos y pasibles de evaporación en su propio beneficio
antes de que caigan en la tentación de pactar
con el demonio. Además, todo sospechoso
sabiamente exprimido, termina
confesando su complicidad con el abismo.
Los únicos humanos, super-
humanos, insospechados de pactos con el maligno,
somos los torturadores.
Los únicos angelicales y superhumanos somos
los jefes de los torturadores.
Y nuestros ideólogos y nuestros protectores y nuestros
amigos. Lo sabemos todo, nada se nos oculta;
reconocemos de inmediato al poseído.

Y uno ya no sabe quién es uno;
demonio, ángel, fantasma o sólo un símbolo
a la espera de ser descifrado por alguno
que uno no conoce ni lo conoce a uno.
Otro decide quién soy
desde las sombras de su escritorio,
desde las sombras de su fantasía,
desde las sombras de su delirio.
Uno es apenas un fantasma
en un delirio que tortura al torturador;
¿por qué no habría él de torturarlo a uno a su vez?
Uno existe apenas para que él pueda
vengar en uno,
matar en uno,
a sus fantasmas.

(Agosto de 1980)


©Eliahu Toker










El desarraigo y el exilio en "Cena con un perro rojo" de Sonia M.Martin/ crítica de Josefa Zambrano



On n’habite pas un pays,
on habite une langue.
Emile Cioran.



Cena con un Perro Rojo de Sonia M. Martin (Ediciones Tierra Mía, Ltda. Santiago de Chile, 1998. 150 páginas), no sólo es la obra ganadora del Premio “Letras de Oro”, otorgado por la Universidad de Miami en 1996, sino que también es un agradecido homenaje a Venezuela, país donde vivió la autora por más de una década.


Cena con un perro rojo es, en el decir de su autora, “una fantasía de cómo asesinar a un dictador, porque no se puede olvidar (…)”. Fantasía que está presente en el imaginario colectivo de todo pueblo que ve aniquilados sus derechos humanos y libertades ciudadanas bajo las botas y las armas de gobiernos totalitarios, militaristas, autocráticos.


Aunque Sonia M. Martín dice en los agradecimientos de Cena con un perro rojo: “Cuando me convierto en un ser delicado de esperanzas y tengo que escribir estas crónicas”, la obra es más bien una novela: la de la errancia y el desarraigo.


Novela narrada en primera persona por Bárbara Balandrón, quien junto a su marido Simón Altunate, después de casi veinte años de vivir en Venezuela, tiene que regresar a Chile debido a la muerte en extrañas circunstancias de su primo Pancho Balandrón, acaudalado terrateniente de las zonas de Coquimbo y La Serena en el Norte Chico chileno, ya que es su única y universal heredera.


Al ritmo de las gaitas zulianas, en un apartamento del caraqueño boulevard de El Cafetal y la víspera de Año Nuevo del último año de la década de los 80, con un lenguaje directo, coloquial, la narradora comienza a contar sobre los preparativos del viaje a Chile que emprenderán al día siguiente su marido y ella.


Durante el vuelo y hasta su llegada a “El Bucanero”, la propiedad de Francisco Balandrón en Coquimbo, la narradora comienza a dar cuenta del significado que tiene para ella este regreso intempestivo a su país de origen, del cual se sentía tan alejada.


Sus sentidos y pensamientos se van impregnando de los olores y paisajes de la bahía de Guayacán en la costa del Pacífico, antiguo refugio de piratas y bucaneros, que poco tiene en común con el litoral caribeño de Venezuela.


Desde el momento de su llegada al “caserón que se hiciera construir Vicente Blasco Ibáñez en Guayacán”, la narradora mira hacia atrás para rehacerse en sus recuerdos, pues al nomás entrar al jardín de “El Bucanero” el recibimiento se lo da “un hermoso regüe, el poste totémico tallado en madera de canelo usado como protección contra los malos espíritus, y cuyo perfume mareaba”. Y no podía ser otra cosa sino el monumento funerario de los araucanos el que la retrotrae hacia otro tiempo en ese mismo espacio, que aunque creía olvidados han estado siempre presentes en su memoria.


De la mano de Bárbara Balandrón el lector va conociendo de la magia, las leyendas y, desde luego, de las costumbres de la conservadora y cerrada clase alta de la zona; así como también de sus añoranzas por la forma de vida del país que acaba de dejar, y al que considera más suyo que éste de donde es originaria y con el que comienza a reencontrarse, todo lo cual motiva en ella una profunda crisis interior y la posterior búsqueda de la armonía existencial.


Sus palabras van recreando las leyendas nacidas en torno a los tesoros escondidos por los piratas y filibusteros, así como las de los que permanecen guardados en los socavones de las minas auríferas de Andacollo; las de “El Caleuche”, el galeón fantasma que navega en las noches de luna llena por las costas chilenas; las de Condorito y el Trauco de Chiloé. También permiten adentrarse en el mundo mágico-religioso de los mapuches y araucanos, el cual pervive a través de la tradición oral y la figura del o la Machi, especie de chamán(a), en las zonas rurales de las alturas de Coquimbo.


Asimismo, la narradora va revelando los detalles y objetos que caracterizan le très raffiné gôut de la clase alta chilena cuando visita la casa de Consuelo Zalaquetti, su amiga de la infancia, quien cuenta entre sus propiedades con una pinacoteca particular donde se pueden apreciar --muy bien descritas--, las obras de Hilda Crovo, la Gato Frías, Joaquín Torres García y, desde luego, “El perro rojo” de Enrique Castro Cid, artistas a quienes Sonia M. Martin rinde tributo en el capítulo tercero, “Cena con un perro rojo”, título que con acierto es el homónimo del libro.
Sonia M. Martin es escritora y periodista chilena. Ha vivido, además de Chile, en Venezuela, Francia, Alemania, Canadá y Estados Unidos, país donde actualmente reside. Ha sido miembro fundadora del CELCIT (Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral) y del ITI (Instituto Internacional de Teatro), así como conferencista invitada por la Bolivar’s House de la Universidad de Stanford, ya que desde hace años viene trabajando en la investigación sobre literatura, arte y teatro realizados por mujeres latinoamericanas.


En Cena con un perro rojo, Bárbara Balandrón --como toda mujer cuarentona-- comienza a cuestionar el sentido que le ha dado a su vida, a interrogarse sobre cuál será el que en adelante le dará y cómo prepararse para enfrentar el paso del tiempo que todo lo marchita: “Ni yo misma me entiendo. Tengo cuarenta y seis años. Veintiséis al servicio de mi familia (…) Tengo que tener energías para sacudir mis plumas en esta horrible primavera de mi otoño”.
El regreso a Chile le hace sentir el peso que ejercen sobre su identidad esos dos mundos en que le ha tocado moverse, pero sobre todo el de tener siempre presente: “No soy el remanente político ni económico del país en que nací. Soy idealista, y esto es un pecado mayor que ser lo ya mencionado”.


Creo que es en esa búsqueda y posterior reconstrucción interna de la identidad perdida, del dejar de sentir que “no se es ni de aquí ni de allá” que sufre todo aquel que deja su país de origen por largo tiempo, radica el mayor valor de Cena con un perro rojo. Obra que, por demás, es premonitoria de lo que estamos viviendo desde el año 1998 en Venezuela, país donde el exilio está motivado por el aspecto político, el cual condiciona a su vez los aspectos económicos y de inseguridad personal, jurídica y social que obligan a los venezolanos a emigrar masivamente, e incluso a solicitar asilo político.


Bárbara Balandrón dice: “Son tantas cosas que se atropellan dentro de mí, que no sé por dónde empezar a ordenar la madeja o mi vida; o quizá deba decir mis pensamientos. No sé en qué parte de mi vida me quedé convertida en una estatua de sal como la mujer de Lot. ¿Será que al venir del extranjero uno ve al país distinto? Hay aquí un silencio de vencidos, de pueblo sometido y al mismo tiempo una rebelión sorda que bulle por todas partes y hace que se sienta en el aire un olor a guerra civil. Me aterra pensar que un pueblo pacífico y democrático como éste, por culpa de un desquiciado de opereta termine en una guerra más sangrienta que las que hemos vivido hasta hoy (…)” ¿Y no son parecidas las palabras que expresan quienes regresan de visita a Venezuela y constatan la incertidumbre y polarización políticas engendradas por la discriminación laboral y el terrorismo de estado característicos del régimen del teniente coronel Chávez Frías?
En Cena con un perro rojo Bárbara Balandrón llega a un país que está saliendo de una larga y sangrienta dictadura, pero donde tampoco se ve con claridad si en el transcurso de la naciente democracia los responsables de tantos muertos, desaparecidos, perseguidos, exiliados y desarraigados serán juzgados y castigados, por eso dice: “Uno nunca sabe cómo se escribe la historia de los hombres. Este hombre, sus compañeros y el general pertenecen a nuestro Ejercito (…) Y yo deseo que alguien los juzgue, no permito el perdón ni el olvido de estos hechos”. Se pregunta y se responde con dolor: “¿Quién juzgará a esos hombres? ¿La historia? ¿El pueblo? ¿Tendremos capacidad de una concertación? Lo lamento –se dijo en el más doloroso sentimiento— no tengo capacidad de olvido y eso que yo no tengo muertos, desaparecidos y no soy exiliada ni política ni económica. Pero cómo me hizo daño este proceso por buscar la libertad espiritual de mis hijos. Dios está de parte de los dictadores, casi todos mueren en sus camas. Ahora no tengo nada, y ya nada importa de mí. No conozco mi país y en él casi nadie me conoce a mí. Mis hijos y yo somos mendigos emigrantes por la tierra; solamente me queda Pancho, el mar, y “El Bucanero” con los regües que trajo el abuelo…pero al menos tengo derecho a mi fantasía (…)”. Pues Bárbara Balandrón sabe que la libertad y la fantasía siempre han ido de la mano a la hora de enfrentar las infamias del autoritarismo.


Todo le parece un desacierto en el país que encuentra: “¿Sabes?, cada día que pasa menos entiendo lo que sucede en este país (…) Me tiene harta este país y su estrecho criterio. Todo el mundo está demente. No quiero que mis hijos crezcan castrados políticamente como yo, por una cuerda de ineptos y corruptos como los que nos gobiernan. O me vas a decir mamá, que tú confías a estas alturas en las fuerzas castrenses. Si alguna vez confiaste en los milicos…”
Regresa a un país que le es totalmente extraño, desconocido; por eso trata de hallar en la historia la explicación a todo cuanto los chilenos han vivido política y socialmente: “Y no me amargo más, ya que nos ensoberbecíamos por tener ciento cincuenta años de democracia… ¿Y ahora qué…?” Comienza a evaluar los defectos y virtudes de esos años de democracia perfectible que se perdieron bajo las botas y las armas de un gobierno militarista y corrupto, que no respetó derechos humanos y, mucho menos, elecciones ni votos: “Todo está aún por decidirse, no sabemos en qué terminará esta lucha infernal. Lo que sí te puedo decir es que estoy harta, y como yo, también está la gente que creyó en este gobierno de mierda. Yo no sé con mi experiencia cómo confiaron en un milico, linda. Sería en un momento de enajenación, porque militar es militar y le gusta el mando y el boato. Se inflan con el poder.”


Siente que ha perdido toda su identidad porque “el exilio había destruido la fe en su idiosincrasia” y, en consecuencia, comienza a padecer la aflicción del desarraigo y la frustración ante la imposibilidad de superarlo: “No tengo capacidad para vivir en mi país… No pertenezco a ninguna tierra. Siento que no hay esperanza para nosotros y nuestros hijos. ¡Ayúdame Simón!, no tengo frases para continuar, reconozco que soy delicada de esperanzas. Supongo que mis nietos seguirán viviendo en lo propio, ya no tendrán ese horrible acento que tengo yo. Aquí hablo con un terrible tonillo venezolano; en Venezuela tengo un espantoso dejo chileno. ¡Coño de vida! Soy una idealista a la que exiliaron… sin exiliar; estoy exonerada de mi misma; soy de las víctimas que no reclaman en los Derechos Humanos, nadie contará mi historia; nadie enviará cartas por mí, ni juntarán firmas para que entre y salga de esta tierra. Soy libre de ir y venir por mi país, yo no tengo una L en mi pasaporte; pero la tengo en mi cerebro (…)”


Comienza a añorar al país que por tanto tiempo la acogió y al cual ahora, cuando ya había logrado adaptarse, se ha visto en la necesidad de abandonar: “Quiero volver a mi país verde, necesito el tránsito enloquecedor de Caracas, sus gritos, sus desórdenes y poca clase, algún día nos daremos cuenta que sí tienen clase los tropicales… no entiendo a los chilenos; estos sureños con aire aristocrático y represivo que se sienten tan europeos; necesito la guachafita del trópico más genuina y sincera…”


Y esta nostalgia se acrecienta por el diario esfuerzo que realiza para adoptar de nuevo las costumbres de su país de origen, pues para hacerlo tiene muchas veces que mimetizarse para que sus paisanos no la traten como a alguien diferente, situación ya padecida al comienzo de su estadía en Venezuela; todo lo cual resiente profundamente su identidad, sus valores y creencias, ya que tiene que estar en un continuo proceso de simulación para conseguir la aceptación de los otros: “Para poder sobrevivir en un país que no es el tuyo, en donde eres aceptado como un allegado venido a menos, debes aprender a conducirte lo más parecido a un oriundo para subsistir, y esto destruye, éste es el problema. He tenido que aprender a camuflarme, tanto mi familia como yo. No se puede negar que uno aprende a caracterizar a un extraño personaje, pero aún con el aprendizaje del actor, es sólo una encarnación. En la noche me despojo de esa piel y me pregunto por la lejanía de esa tierra, por mis costumbres (…)” Pues durante todos los años que ha estado afuera ha idealizado al país de donde es oriunda y ha soñado con encontrarlo tal como lo dejó al salir. Quiere recuperar sus espacios, familia, recuerdos de infancia, amigos de juventud, pero encuentra que todo eso sólo existe en sus recuerdos y en el imaginario compartido, ya que la única realidad posible es la del desarraigo. “Y así me lo he pasado yo todos estos años. De pronto te encuentras con gente que te hace el transplante emocional más aliviado; y otros que te lo hacen insoportable. Asimismo, se comportan también los extranjeros, ya que hay algunos que se quejan continuamente de lo mal que se sienten lejos de la patria y lo mucho que echan de menos a su país. Y es triste, pues algunos verdaderamente no pueden volver, ya que les está prohibida la entrada a su país de origen. Otros se han decidido como yo a quedarse en Venezuela, pero no son ni de aquí ni de allá (…)”


Cada día tiene que afrontar con estoicismo el “¿De dónde eres?” que, según los sociólogos, constituye la pregunta étnica por excelencia, pues quienes se la hacen están demarcando claramente las diferencias e igualdades culturales, sobre todo a una persona que, como ella, ha logrado balancear o amalgamar, según los casos, lo que de bueno y malo tienen las culturas de cada uno de los países en que le ha tocado vivir: “Pero hay palabras, sabores, olores, cadencias, modales y pensamientos ¡que jamás adoptaré!, así como hay cosas de mi propia idiosincrasia que rechazo, como por ejemplo el decálogo chileno, que casi tengo olvidado (…)”


El desarraigo lleva a Bárbara Balandrón a considerarse una desconocida e incomprendida, y es que para ella ambos países tienen rasgos positivos y negativos; de ahí que se sienta a un mismo tiempo a gusto y disgusto en uno y otro porque, finalmente, ella cree que puede pertenecer a ambos o a ninguno. “No sólo amo la tierra en donde nací, puesto que las tierras en sí no son las que hacen daño. Son los hombres que nacen en ellas y más que nadie esos dirigentes mal habidos que de pronto tenemos en el gobierno. Yo no estoy capacitada para vivir en un régimen totalitario.” Por eso, para salvarse de la depresión a la que la precipita su conflicto de pertenencia decide evadirse mediante la fantasía de cometer el magnicidio y para ello elige como escenario el de un teatro, como ejecutora a una bailarina de ballet y como armas una granada, un gorro de cascabeles y la música de Maurice Ravel. Fantasía expiatoria que no tendrá otro fin que el de ayudarla a recobrar la fe en sí misma y en su país: “Pero yo quiero matar a mi General. Tengo derecho a mi fantasía.


Tengo derecho a no perdonar. Tengo derecho a no olvidar. Tengo derecho al amor. Tengo derecho a volver…”
“Simón, mi querido Simón, aún tenemos esperanzas…”


Esperanza que la lleva a aceptar la amalgamación entre identidad y otredad necesaria en todo proceso cultural, pues, como dice Octavio Paz, “Nunca la vida es nuestra, es de los otros. Vivir es exponerse”. Y al exponerse, Sonia M. Martin, o su alter ego Bárbara Balandrón, acepta que para una escritora, por encima de fronteras y culturas, sólo la lengua le permite crear, expresar y transformar toda fantasía liberadora en realidad escritural ajena de desarraigo.


Escritora
jzambranoe@cantv.net


Fuente:. Analítica.com








Paul Auster: “En verdad, no se me ocurre nada bueno en el hecho de envejecer” / entrevista Revista Ñ, Clarín, 30 de septiembre 2012





¿Encontraría a Paul Auster? La entrevista había sido pactada para un viernes de septiembre, a las 4, en un café de Park Slope, Brooklyn, cercano a la casa del autor de La trilogía de Nueva York . Pero como en toda cita a ciegas, el enigma no se devela hasta que el otro pone el cuerpo. El suyo está aquí, ahora: altísimo, prefiere el patio “para poder fumar”, a pesar de los 35° con que nos lacra el sol y de los niños que corretean entre las mesas y apuran milkshakes , recién salidos de la escuela (“no se preocupe, las madres deberían estar aquí para salvarnos en 38 segundos”). Auster viste colores demasiado oscuros para el verano que le hace transpirar –literalmente– hasta el mentón. Mide su tiempo en copas y cigarritos holandeses: dos de sauvignon blanc y humo en cantidades industriales nos tomará hablar de , que mañana llega a las librerías argentinas y que reúne por primera vez, en edición bilingüe, los poemas que escribió en los años 70 (29 de ellos inéditos), cuando el éxito jugaba con él a las escondidas y malvivía como traductor en París, después de haber sido marinero en un barco petrolero. Mucho antes de ganar el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2006, por novelas como Leviatán o La música del azar . “La idea fue de mi editora”, se sincera hoy, una veintena de libros y tres guiones de cine después (Cigarros, entre ellos), convertido en uno de los autores estadounidenses más prestigiosos y leídos en América latina, Francia y España, al ser consultado por un género que no practica desde 1979. Amable, no renunciará sin embargo a los anteojos negros durante los 85 minutos de conversación, que inicia con la convicción de conservar de aquel joven poeta “música en la prosa” y ciertas obsesiones: “La idea de que el mundo está en mi cabeza, en mi cuerpo; pienso aún en la duplicidad de estar vivo. Porque todo está en la mente, el mundo es nuestra idea, pero al mismo tiempo estamos en él”.

 

–Me decía recién que ya no puede escribir poesía. ¿Le duele?

–No. Lo hice con enorme pasión durante 10 o 12 años; son buenos poemas, tienen gran fuerza emocional y me alegra que vuelvan a publicarlos. Pero siento que otra persona los escribió. De algún modo me arrinconé con la poesía. Sentía que me repetía, no podía más. Trataba de limitar los elementos. Quería que fueran a lo esencial: poemas como puños. Con el tiempo se abrieron, ganaron aire, se hicieron más narrativos y luego de Espacios blancos , de 1979, volví a la ficción, que había practicado entre los 19 y los 23 años. En los poemas, había una elección constante por no escribir sobre lo contemporáneo –autos, televisión, cosas– de manera explícita.

–¿Y cuáles eran sus temas?

–La posibilidad de comunicación, las dificultades que tiene el lenguaje para expresar el mundo y el pensamiento con precisión, uno y los otros. Todos los poemas se refieren a relaciones humanas. En los primeros hay un subtexto político, una suerte de oposición a las cosas tal como están. Todo eso está también en mis novelas.

–En ellas, el azar es una constante. ¿Por qué lo fascina tanto?

–Es parte de la vida y creo que la mayoría no lo reconoce. Me han pasado tantas cosas extrañas... Piense que durante un picnic un compañero murió fulminado por un rayo a un metro de distancia. Teníamos 14 años. Esto inauguró en mí una nueva manera de ver el mundo: cualquier cosa puede ocurrir en cualquier momento. Y allí estaba la prueba viviente, en la terrible muerte de ese chico. Lo conté en El cuaderno rojo , un libro de relatos verdaderos. Eso debe incluirse en la ficción porque el mundo funciona de ese modo. Yo lo llamo “mecánica de la realidad”. No busco ninguna interpretación mística; simplemente es así y no implica que no podamos hacer planes o tener metas. Pero a veces los desvíos no son menos interesantes.

La amistad también es central en sus libros. Recuerdo “La noche del oráculo”, por ejemplo

– El amor es la gran pasión, pero la amistad es fundamental. No tener amigos sería atroz. Me interesa lo oculto de la amistad, especialmente entre varones. Las mujeres tienden a confiarse más abiertamente; los hombres, a no hablar de sus sentimientos. Tengo amigos a los que conozco desde hace 40 años, los quiero muchísimo y nunca hemos hablado de nada significativo. Hablamos de deportes o comida; incluso con escritores, nunca hablamos de escritura.

–¿Por qué cree que sucede eso?

–Porque hay algo en los hombres que está cerrado. Y sin embargo, en el silencio de esas amistades hay un vínculo que se siente. Admiro la forma en que mi amigo se maneja en el mundo: es una buena persona, un buen artista o un buen médico y en cierto modo creo que descubrió cómo vivir mejor que yo, por eso lo admiro. En la verdadera amistad al otro le pasa lo mismo conmigo. Si supiera que asaltó un banco, me sentiría shockeado porque traicionó todo lo que he sabido de él durante años; por otro lado, si me enterara de que tiene una amante joven, estaría sorprendido pero no en shock porque los amigos no se cuentan todo. Al menos no los varones. Es una zona de ambigüedad aceptada.

–Este año publicó “Diario de invierno”, memorias en las que la edad es protagonista. ¿Qué es lo mejor y lo peor de envejecer?

–¿Lo mejor? En verdad, no se me ocurre nada bueno en el hecho de envejecer.

–¿La experiencia no cuenta?

–Realmente no. Sigo cometiendo los mismos errores. Escribir es tan difícil como siempre. Siento las mismas ansiedades. La vejez no ha producido sabiduría significativa. Puedo ser más tolerante, quizá, con las debilidades y los defectos de otros. Pero es un logro pequeño y las desventajas son obvias: el cuerpo no es fuerte como antes y estamos cada vez más cerca del final. ¿Pero qué puedo hacer?

–¿La idea lo asusta?

–A veces sí, otras me es indiferente. Estoy lleno de contradicciones, como la mayoría. Un día estoy listo para irme y al siguiente, no quiero. Una vez el actor francés Jean-Louis Trintignant me dijo algo en lo que sigo pensando: “Me siento más joven hoy a los 74 que cuando tenía 57”. ¿Qué quiere decir? Quizá, que el hombre le teme más a la muerte a los 50 que después. No lo entiendo, aunque una parte de mí sí lo haga. 

–En “La invención de la soledad” narró su experiencia como hijo. ¿Cómo cree que marcó su escritura su propia paternidad?

–Influyó mucho en mi deseo de volver a escribir cuentos. Al tener hijos el solipsismo de la juventud acaba, ya no se vive sólo para uno. Somos parte del enorme ciclo humano y eso no se siente en los huesos hasta tener hijos. El propio lugar en el cambio perpetuo del tiempo. Y el tiempo es lo más importante que tiene la narración. Todas las historias evolucionan en el tiempo. Esa conciencia tuvo un efecto muy grande en mí.

–¿Qué sabe hoy del oficio que ni siquiera imaginaba cuando escribía estos poemas?

–Que la poesía es difícil y cuesta mucho entenderla. A mediados de los 70 me obsesionaba la idea del muro, que retomo en muchos poemas; algo que releyendo Bartleby, el escribiente , de Melville, creo poder rastrear hasta allí. Lo leí cuando tenía 15 años por primera vez. Es una de las obras más grandes que se han escrito. Un cuento sumamente fuerte y divertido. Oscuro, profundo y absolutamente misterioso. Y Bartleby está mirando una pared todo el tiempo. En la oficina, cuando se niega a trabajar y repite “preferiría no hacerlo” y hasta en la cárcel, cuando mira la pared como si fuera todo: la pared es la muerte, es lo que bloquea a la humanidad y no la deja realizarse. Por entonces escribí también unas 700 páginas de ficción, que abandoné una tras otra y que luego fueron la base de mis primeras novelas: La ciudad de cristal , El palacio de la Luna y El país de las últimas cosas . Así que cuando volví a escribir ficción retomé cosas que había escrito 10 o 15 años antes. Me preguntaba: ¿Por qué no tuve confianza para terminarlas?

–¿Qué se responde hoy?

–Que mis ambiciones eran mayores que mis capacidades. Era un joven alocado y la cabeza me estallaba con estas cosas, pasaba la mayor parte de mi tiempo escribiendo. 

–Suena al poema que le dedicó a su padre:“Decir no más/ que la verdad: los hombres mueren, el mundo falla,/ las palabras/ carecen de sentido. Y por tanto, pedir tan sólo/
 palabras”. Todo un programa literario.

–Es cierto. Y también fue uno de los últimos poemas que escribí.


© Entrevista realizada por: No encontramos el nombre del/de la periodista
30 septiembre 2012
 Fuente: Clarìn



Algunas Poesías de Paul Auster





Efigies


Sendas de eucaliptos: un resto del pálido cielo
temblando en mi garganta. A través del zumbido
lastre del verano
la cizaña que acalla
incluso tu paso.
*
Los innúmeros fantasmas de luz.
Y lo que fue pérdida: memoria
de lo que nunca ha sido. Las colinas. Las imposibles
colinas
perdidas en el brillo de la memoria.
Como si todo aún
esperara  a nacer. Inmortal en el ojo,
allí donde el ojo
se abre
al ruido del calor: una avispa, un cardo oscilando en las púas
de alambre.
*
Nevada. Y en la veta
más profunda de la blancura: memoria
que añade tus pasos
a lo ya perdido.
Sin fin
yo hubiera caminado contigo.
*
Alba. La inmensa luz
aluvial. El carillón de nubes
al amanecer. Y los botes
amarrados en la niebla del muelle
son invisibles. Y si están ahí
son invisibles.




Fragilidad del alba...

Fragilidad del alba: en el límite
de tu lámpara oscurecida: aire
sin palabras: flor de ceniza, corola
plegada. Desde el más pequeño
de tus soles, retienes
la escaldadura: vaina
de luz aplacada. Tu palma
en barbecho: su semilla
entrando en la mudez. Más allá de esta hora, el ojo
te enseñará. El ojo aprenderá
a desear.

 



Fragmento desde el frío

Porque nos volvemos ciegos
en el día que nace con nosotros,
y porque hemos visto a nuestro aliento
nublar
el espejo del aire,
el ojo del aire no se abrirá
sino en la palabra
hecha renuncia: el invierno
habrá sido un lugar
de madurez.
Nosotros, convertidos en los muertos
de otra vida que la nuestra.



Inmune al gris suplicante...

Inmune
al gris suplicante
de la niebla, fue el odio
-el odio, pronunciado mañana
y tarde en el alero-
quien te mantuvo cerca. Sabíamos
que sólo la ebriedad
había hecho al sol
arrastrarse por las persianas.
Sabíamos que un vacío
aún más profundo
era construido por gaviotas
que barrían sus propios gritos. Sabíamos que
sabían
que el aterrizaje era espejismo.
Y que esperaba
desde la hora primera en que
yo había venido a ti. Mi piel,
estremeciéndose bajo la luz.
La luz, hecha añicos a mi tacto.


Lapsario

Esta tierra abierta en pedazos.
El relinchar de ramas
en la arboleda.
La noche mural, fundiéndose
con el mediodía.

Te hablo
de la palabra que se enfanga en el olor
de lo inmediato.
Te hablo del fruto
que extraje a empellones
con la pala.
Te hablo del habla.

Los colores
del humus: hundidos en la grieta,
casi humanos. La bendición
prismática del día: divisible
por el aliento. Senderos de estornino,
surcos de serpiente,
semillas. Las rápidas espadas
de fuego. Lo que arde
es desterrado.
Se va contigo.
Es tuyo.

Un hombre
sale de la voz
que se convirtió en mí.
Se ha desvanecido.
Se ha comido
la palabra madura
que te mató y
te mató.

Se ha encontrado a sí mismo,
erguido en el lugar
donde el ojo se mantiene
con más terrible firmeza.


©Paul Auster


Versión de Jordi Doce
De "Despariciones" Pre-textos 1996

 
 Fuente: A media Voz