la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Conversación casual con Leonardo Ruiz Pineda / texto de Elisa Lerner






 

Para Héctor Rodríguez Bauza por su pedido para que
recogiera esta historia 



Pudo ocurrir en el último trimestre de 1950 o en alguno de los primeros meses de 1951. Una tarde noche a la que fue ilusionada adolescente la recuerdo en el apartamento de mi hermana Ruth. No atino a saber cómo estaba allí a esas horas, en visita solitaria,  sin la compañía de mi madre, de mi padre o de ambos. ¿Llegué allí por mi cuenta? ¿De qué manera fui devuelta a mi casa? Ya no lo sabré. La memoria no guarda todos los botones de su delicado traje. Mi hermana, apenas con dos años de casada, meses antes había dejado una acogedora quintita de la Avenida del Pinar de El Paraíso flanqueada en la esquina por un cine para, inopinadamente, mudarse a Las Mercedes. Esta nueva urbanización  casi toda poblada de pequeños  edificios de pocos pisos y, donde el césped era una sonrisa verde iluminada por los días. El ingreso a cada apartamento contaba con la privacidad de una puerta individual. Una vez dentro atravesábamos una escalera con pasamano de madera blanca, al final de la misma se tenía acceso a una segunda puerta de entrada. La definitiva. Muy linda la flamante residencia. Pero, mucho más chica  que la otra en El Pinar a la que era difícil decirle adiós. La música discreta de sus árboles, de El Paraíso propiamente, había sido paisaje para vueltas habituales durante la infancia y la adolescencia.

                      En el recibo, no muy grande, del nuevo apartamento me encontré con alguien de visita. Quizá llegó después o estaba antes. Pese a las dimensiones limitadas de la salita, el nuevo visitante siempre permanece en el recuerdo, sentado frente a mí, como ante una cámara inmutable. Siempre en prudente lejanía, sin moverse ni un ápice del asiento, centrado como en una gimnasia de ensimismamiento físico. Mi hermana debió hacer las presentaciones del caso en desmañada o presurosa cortesía. Los muy jóvenes siempre hemos mantenido la queja de que hay que esperar demasiado para ser introducidos en el mundo. Logré escuchar: “Alfredo Natera”, un nombre que no me dijo nada. Mi hermana, raro en ella, iba y venía aparentemente sin destino.

                      Daría comienzo a un amago de conversación. Ante mi natural curiosidad, Alfredo Natera dijo que era vendedor de carros. “¿Vendedor de carros? dije a mi vez  con decepción y petulancia juveniles. Al unísono de una conversación que se me antojaba lenta por parte del hasta el presente ignorado amigo de mi hermana, en capítulo paralelo, por la escalera del nítido pasamano de madera blanca muy rápidos bajaban y subían unos hombres fornidos. No recuerdo cuántos. No reparé mucho en ellos ni me pregunté que hacían esos extraños sujetos en semejante trajín. Yo estaba centrada en mostrar mi rabia, sapiencia y sarcasmo ante la ingente perdida de tiempo que significaba mantener un diálogo con un vendedor de carros. Ni más ni menos, representante despreciable de “La ciudad del lucro”, título de un cuento muy sarcástico, que escribiría un par de años después y daría a conocer a Ramón Velázquez durante uno de los raros intervalos de libertad de que gozó en esa época y a mi profesor de Procesal Civil, Humberto Cuenca, ducho en temas de crítica literaria. A este último, pensando tontamente que era  forma de atenuar, quién sabe, flaquezas de estudiante. Lo escrito en “La ciudad del lucro”, a mi juicio, representaba el pragmatismo sin alma del pèrezjimenismo. Sus cuartillas, al paso del tiempo,  se me irían de las manos como esos amoríos o preferencias de juventud intensas pero breves.  

                                                   El señor Alfredo Natera permaneció inalterable y sereno, cobijado sin chistar a la fidelidad de su asiento. Aparentemente toda su atención la tenía volcada en la ansiosa adolescente con no confesadas ambiciones de escritora que tenía frente a sí. Semejaba no hacer caso del trasiego de los hombres en la escalera ni ellos de él. En mis deseos por apabullar al vendedor de carros con mi brillantez y mis lecturas del momento  no me apercibí que mi hermana había desaparecido por un término, acaso, demasiado largo de escena y que mi cuñado por ningún momento había asomado la nariz. ¿Cuánto tiempo había pasado o se me ocurrió  pudo transcurrir?  Al mismo tiempo, algo comenzó a apabullarme internamente. No lo di a conocer, no me di por aludida respecto a la paciencia muy grande que se desprendía del otro visitante. De seguro, algo que tiene que ver con la callada cordialidad de los afectos, la perseverancia y la fe en el destino de los seres, la dádiva de una atención profunda hacia los que aún estábamos en edad trémula de pronta juventud. Y, en este hombre, más tarde lo supe, que se debía a la modestia sangrante de una lucha sin cuartel, sorprendí incluso un discretísimo sentido del humor hacia la que le pareció, inútilmente, pretenciosa. Ay, muy a su pesar, flor aún de invernadero familiar  que solo quería gastar lo que creía su probable ingenio con intelectuales famosísimos como Arthur Miller. No con un alguien  sin imaginación, que así habrían de ser la mayoría de los  vendedores de carros.

                                                   Durante este diálogo dictado por un horóscopo travieso, es posible, hubiera hecho mención de “La náusea” de Sartre o de “El lobo estepario”. No tardé caer en cuenta  que Alfredo Natera,  como suele decirse, era un hombre leído y escribido. “! Qué cosa tan verdaderamente extraña qué un vendedor de carros sea de tan buenas lecturas!” debo haber dicho con un tonillo de sarcasmo para no darme por vencida. Mas en lo íntimo de mi misma gratamente sorprendida. Una era fervorosa lectora de “El Nacional” de Miguel Otero Silva. Pero, en mi lista de novelas creo no había mencionado ningún libro venezolano. Alfredo Natera dejó caer en suave convencimiento la belleza de “Cumboto” de Ramón Díaz Sánchez.

                                                   Pocos días después llegó mi hermana a nuestra casa en los altos San Bernardino (en los años siguientes frecuentada por enemigos a muerte de la dictadura y en la mira constante de la Seguridad Nacional) hecha una furia: “Alfredo Natera dice que debes cambiar, pésima combinación los muchos libros y la pizca de humanidad, nos ha hecho pasar una vergüenza enorme,  nos has llenado de pena. Voy a hablar seriamente con  nuestros padres, se ha errado con tu educación, eso hay que enmendarlo”.

                                                   “¿Quién es Alfredo Natera para opinar sobre mí y mi educación? ¡Qué locura! ¿Van a poner mi destino, mi formación en manos de un vendedor de carros?”. Tan acérrima discusión se desarrolló durante un par de meses. Hubo casi una reunión de familia. A los diez y ocho fue de una amarga primavera para mí. El resto de la vida estaba decidida a aborrecer del comerciante metido a educador. Pero, un día a media mañana Ruth se presentó con un libro para mí, se trataba de “Cumboto” de Ramón Díaz Sánchez. En el desorden más hermoso o menos hermoso de la vida se me han extraviado no sólo libros, casi bibliotecas. Ha sido casi como perder hijos.  Para desconcierto de mí misma no he perdido esta edición de “Cumboto, cuento de siete leguas” (Editorial Nova, Colección Espejo del Mundo). Sigue a mi lado en la pequeña habitación donde suelo escribir, es un milagro, con su portada verde aceituna y naranja subido, como una mujer que ha descuidado sus arrugas, no el fulgor de su espejo íntimo. La novela de Díaz Sánchez venía con una afable dedicatoria y letra no menos afable: “Para Elisa Lerner con mis votos por su ventura espiritual, afectuosamente: Alfredo Natera. Caracas: 9 de junio de 1951”.  En la dedicatoria tiene la gentileza singular de destacar con letras algo mayores la escritura de mi nombre. La entrega del libro pareció traer alguna tregua  entre las dos hermanas  
   
                                            La casualidad, mensajera de equívocos, hizo que tiempo después tropezara en un pasillo de la antigua Universidad Central donde a la sazón cursaba el primer Derecho con el poeta Miguel García Mackle, gran caballero y, así de sopetón, me dice entre conmovido y esperanzado: “Ruiz Pineda te manda saludos” Quedé atónita. No sé si estuve humilde y arrogante o las dos cosas a la vez al preguntar, casi susurrar: “¿Estás seguro, Miguel? ¿Ruiz Pineda, con saludos para mí?” De seguro, se trataba de un error. De todos modos, me embargó una oleada de felicidad inmensa. La libertad tan añorada, la que habíamos perdido con la caída de Gallegos, me había rozado muy de cerca, se daba a conocer en un momento glorioso de mi juventud. En esos durísimos comienzos de finales de los años cincuenta (asesinado ya Delgado Chalbaud, acaso una falsa ilusión a la que atarse) y de comienzos de 1951, Leonardo Ruiz Pineda era la libertad o la esperanza de libertad. Recordé otra vez su  paciencia que era sangre fría para permanecer como en un invisible círculo cerrado, secreto siempre en la misma posición. Cálculo circunspecto, geometría distanciadora, firmeza de manera que en un ámbito pequeño como el saloncito de mi hermana, para seguridad de todos, aún en medio de su trato amigable, sereno, solo pudiera retener en el futuro alguna mancha un poco borrosa, un señor trajeado de forma impecable, acaso una cabeza de pelo negro y denso. Si llegaba a levantarse, si movía los brazos, si se aproximaba un poco a su joven contertulia o a los hombres demasiados grandes, poleas incansables en la pequeña escalera,  podría ser como perder piezas de un juego peligroso. Ahora, con luz de tiempo, recuerdo sus grandes ojos escrutadores donde los más arrojados sueños de resistencia civil tuvieron justa cabida.

                                                   Corrí donde Ruth y le reclamé que me hubiera dejado en ridículo al engañarnos con esa historia del vendedor de carros. ¿Pero, la resistencia clandestina podía funcionar sin sus necesarios secretos? Desde entonces mi gran ilusión fue volver a ver a Ruiz Pineda, agradecerle personalmente el regalo de la novela “Cumboto” y convencerle que la sencillez del mundo, también, se albergaba en mí.

                                         No fue posible. Solo le volví a ver a finales del año siguiente en la primera página de “El Nacional” herido de muerte, asesinado por la dictadura, el cuerpo envuelto como en una sabana caótica, era la de su propia sangre, con los zapatos puestos, preparados para una caminata incansable. Me eché a llorar. Ese llanto persiste en mí.  

Caracas 2012