Armando Reverón en el documental de Margot Benacerraf (Venezuela, 1952).

Armando Reverón en el documental de Margot Benacerraf (Venezuela, 1952).


la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Silvina Ocampo & Adolfo Bioy Casares: extraña pareja / Alicia Dujovne Ortiz, La Nación 6 de febrero de 2005


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Desde la muerte de Marta, su mujer, el padre de Adolfito vive con ellos. Cada día, al regresar de su bufete de abogado, se cambia de arriba abajo para pasar al comedor, se sienta ceremoniosamente en el lugar indicado y come mirando el plato, esquivándole a ella la mirada y sin sumarse a las risas de Adolfito y de Borges: Georgie. Por suerte para ella vendrán los Pepes; Pepe Bianco, el escritor, y Pepe Fernández, el muchachito risueño que toca el piano, el amigo de Wilcock. A los Pepes y a Johnny (para ellos Wilcock siempre será Johnny) los hace venir para alivianar el aire, para no estar aislada; su suegro por su lado, Adolfito con Georgie por el suyo, y ella, sola.
Siempre tiene frío. Esta noche, para sen-tarse a la mes­a se volverá a envolver en su tapado de piel de tigre. Ha mandado encender la calefacción, pero no demasiado. Para qué andar gastando; cuanto menos tenga que abrir las bolsas de plástico llenas de plata guardadas en el ropero, mejor será.
Nada ha cambiado desde que era la hermana feúcha, la menorcita aplastada bajo el peso de las otras: Victoria, la brillante; Rosa, Pancha y Angélica, con su fama de ser la más inteligente de las cinco (la sexta ha muerto hace tiempo). Salvo Victoria, que reina majestuosa en San Isidro, sus hermanas siguen viviendo cerca, cada una en su piso, y ella arrinconada en el suyo. La calle Posadas prolonga la casa natal de la calle Viamonte. A falta de lugar en la banda poderosa de sus hermanas, Silvina siempre ha andado escabulléndose por los rincones, espiando, curioseando a los pobres, a los raros.
Ahora podría compartir las rarezas de Georgie y Adolfito, pero algo en ella se resiste a divertirse igual. Sus rarezas no son las mismas. Anoche se han reído juntos los dos durante toda la comida, imaginando colores cambiados. "¿Y si el cielo fuera verde?", decía Georgie. Ja, ja. "¿Y si el pasto fuera violeta?", decía Adolfito. Ja, ja, ja. En ese momento, hasta la seriedad inabordable del suegro le ha resultado más afín que esos chistes de nenes genios.
El suegro a ella no la quiere. Primero no la quiso por su amistad con Marta, demasiado íntima para su gusto. Pero el colmo para él fue asistir impotente al casamiento de su hijo, bellísimo, talentosísimo, riquísimo, con la feaza de los Ocampo, que tenía tanta plata como él, pero que le llevaba sus buenos años (las respectivas fechas de nacimiento, 1903, 1914, aún le suenan a insulto). Silvina no podrá hacerlo abuelo. La concentrada y oscura bronca ni siquiera se le calmará cuando Adolfito y Silvina viajen a Pau, Francia, para buscar a Marta, la hija.
Se estremece sin pausa, tal vez de miedo. Esa tarde ha visto a Alejandra, la poeta. Alejandra Pizarnik. Con Alejandra se ríe, pero comparte sobre todo el temblor. Ella también es una criatura feíta y abandonada. Por eso la ama: otra nena genial, pero habitante de una región profunda que no acepta risitas de niños bien. No es que Alejandra sea compungida ni solemne, es que sus enigmas no son un juego. Los de ella tampoco. Enigmas espeluznantes de verdad, porque rozan la muerte: ¿qué son los cuentos de Silvina sino pequeños sepulcros adornados con plumas y piedritas, ritualesÛ de niña mala que ha matado un insecto y le rinde honores?
La primera vez que lo vio, en 1933, en casa de Marta, Adolfito llevaba una raqueta de tenis. Su belleza le resultó una puñalada. A ella le bastó verlo para sentirse desesperada de celos. Pero algo había en él peor que su hermosura: sus ojos hundidos bajo unas cejas despeinadas por un viento invisible revelaban su desamparo. Silvina en eso no era diferente de cualquier otra mujer: podía resistirse a la salud, a la fuerza; al desamparo no. Por lo demás, en ese rostro tan fino se anunciaba un rasgo futuro, al que tampoco se resiste ninguna mujer: con el tiempo, a ambos lados de la boca, los músculos se le dibujarán con nitidez, labrándole dos surcos que no aludirán a vejez, sino a virilidad. Poco tiempo después, el muchacho estatuario publicaba La invención de Morel.
Le propuso casamiento siete años más tarde. Ella se preguntó por qué razón la elegía, elegante, graciosa, creativa y Ocampo, pero madura, nada linda y de una sexualidad incierta. Sospechó que la elegía por razones literarias y, más oscuramente, para acercarse a su madre por caminos oblicuos. Después ya no se preguntó más nada: Adolfito y Silvina se convirtieron en ese monstruo de dos cabezas llamado pareja. Aunque cada uno de los dos existió por separado -él con su guirnalda de amores, ella también enguirnaldada pero menos, apartada y secreta, jugando a las escondidas, como siempre-, los dos existieron en conjunto. En la pareja de Silvina y Adolfito cabían muchos. No por eso dejaban de ser la criatura bifronte denominada los Bioy.
Silvina sabe todo, acepta todo y se calla, pero tiembla sin pausa. Tiene terror de las noches en las que él tarda en llegar. Para espiarlo, pone una silla delante de la puerta. El correrá la silla al abrir, y ella al oír el ruido se volverá a la cama a hacerse la dormida. Sentirse ridícula no disminuye la quemazón de la rabia.
Quizá Georgie tenga razón cuando dice: "Yo sospecho que para Silvina Ocampo, Silvina Ocampo es una de las tantas personas con las que tiene que alternar durante su residencia en la Tierra". Nadie podrá afirmar nunca cómo es Silvina; a lo sumo podrán preguntar: ¿cuál de ellas? Algunas Silvinas, por desgracia, se reconocen entre sí: la que al ver a Adolfo Bioy Casares con su raqueta de tenis sintióque su belleza la apuñalaba es la misma que por las noches espera su regreso, temiendo que alguien esta vez consiga retenerlo y ella lo pierda.
Su cuarto está caldeado, pero se estremece como nunca. Puede entenderlo todo, hasta que Adolfito la traicione con su propia sobrina. Pero no hay adivino que no tiemble, y Silvina adivina lo que vendrá. Como si ya intuyera el peligro que representará para ella el amor de Adolfito por Elena Garro. La mujer de Octavio Paz, excelente autora de cuentos fantásticos, escribirá una novela titulada Recuerdos del porvenir. Silvina siempre ha tenido recuerdos del porvenir. Ahora cree recordar un futuro en el que Adolfito se habrá ido con la escritora mexicana, y entonces mete la cabeza entre sus pieles de fiera frágil.
Si por lo menos Adolfito y ella hubieran continuado escribiendo de a dos. Si ella le hubiera demostrado que su guirnalda podía ser de mujeres, pero jamás de escritoras. Si ambos se hubieran convertido en otro monstruo de dos cabezas, pero esta vez literario: un Bustos Domecq formado por ambos Bioy. Al principio lo ha intentado: en 1946, Silvina ha escrito con Adolfito una novela policial de título elocuente, Los que aman odian. Ha sido una parodia, porque está escrita en broma, y porque Silvina se ha esforzado en adaptarse a los misterios de Bioy, que se resuelven gracias a una trama rigurosamente controlada, mientras que los de Silvina quedan flotando. Imposible competir con Georgie en ese terreno; la complicidad literaria ya no ha sido con ella, sino con él. ¿Pero entonces a ella qué terreno le queda, salvo escribir lo suyo en soledad? 
Esa noche de 1954, Silvina entra en el comedor envuelta en sus tigres, como una actriz adulada que en el fondo se muere de timidez. El suegro, Georgie, los Pepes y Adolfito la esperan desde hace rato. Se levantan, corteses. El cocinero de toca y el maître d'hôtel de guante blanco que presenta la bandeja se han esmerado: el soufflé está en su punto, la comida transcurre como siempre, ritual inamovible en el que Georgie y Adolfito comparten ese sentido del humor que a ella la cansa. Como siempre también, después del último bocado el suegro se despide y Adolfito se retira con Georgie al salón del café. Los Pepes la rodean inquietos. Son los únicos que se han dado cuenta de su inusual palidez. Silvina cae desvanecida. Hay corridas y gritos; Adolfito se asoma con la cara desencajada. Se la llevan alzada, llaman a un médico que diagnostica meningitis. Abrazado a sus amigos, Adolfito llora como un chico repitiendo: "Pero yo qué voy a hacer si Silvina se va, qué voy a hacer sin Silvina". Ella no puede oírlo. Si lo oyera entendería que su marido nunca se irá, porque sencillamente la adora.
Poco tiempo después viajaron a Pau para buscar a la nena, Marta, nacida tres meses antes. Un viaje del que Silvina regresaría convertida en madre legal. Cosa inesperada, la hija de Adolfito con esa presunta costurera que cumplió con su pacto de hacer mutis por el foro, a Silvina se le metió en el alma. (Cuando con el tiempo lleguen los nietos, Florencio, Lucila y Victoria, se mostrará igual de cariñosa). Nadie la había creído capaz de sentimientos maternales, ni siquiera ella misma, y sin embargo sí, los tuvo. Al principio lo hizo por Adolfito: él deseaba hijos y le rogó que hiciera de madre de este bebé. Después lo hizo porque Martita le cayó bien. Descubrió el placer de celebrarle los cumpleaños, de llevarla al Zoológico. Y se rió durante años del día en que enfrentó a la beba por primera vez. Estaba colorada hasta las orejas y, de puro nerviosa, dijo la primera zoncera que se le ocurrió: "Qué naricita más chica tiene, ¿no será homosexual?" "No -le contestó Adolfito, muy serio, como si la pregunta le pareciera de lo más atinada-; es que es ñatita".
Extraña Silvina. Extraña relación de pareja que no se pareció a ninguna, pero que lejos de ser una tranquila amistad fue un agitado amor.

Silvina Ocampo murió en 1994. Veinte días después de su muerte, su hija Marta murió atropellada por un automóvil. Bioy Casares las sobrevivió cinco años. Finalmente, había sido Silvina la que lo había abandonado a él. Cuando se hizo evidente que ella se tropezaba con las cosas, con las ideas, él contrató a unas cuidadoras encargadas de vigilarla. De creerle a su mucama Jovita, testigo de una de las Silvinas que compusieron a Silvina, la anciana señora no se lo perdonó. Nunca más volvió a hablarle. Arrodillado ante ella, el viejo señor le suplicaba llorando como un chico, igual que en 1954: "Silvinita, por favor, contestame, dame un beso, Silvinita, no me dejes aquí". Ella le daba vuelta la cara, por una vez de viaje sin él.

Periodista y escritora  
La Nación,  6 de febrero de 2005
Fuente: La Nación



Silvina Ocampo: tres cuentos inéditos / foto Sara Facio

Silvina Ocampo por Sara Facio


Para Silvina Ocampo, recordar la niñez supone inventarla, volverla literatura. No es casual que su hermana Victoria haya expresado su desconcierto por el modo en que sus propios recuerdos no coinciden con los que su hermana ficcionaliza.

 


La calesita

En el jardín donde ellas juegan el día está tan claro que pueden contarse las hojas de los árboles. Mis hijas son de la misma altura, llevan gorritas de sol hechas de un género escocés. No se les ve el color del pelo porque lo llevan totalmente escondido debajo de la gorra, no se les ve el color de los ojos porque están velados de sombras: sombras extrañas de forma escocesa enjaulan los ojos de mis hijas.
Las dos son de la misma altura, tienen un peso y una altura que corresponde bien a la edad de cinco años: ese dato que me llena de alegría lo he verificado por veinte centavos en la balanza de la farmacia. Las alegrías que tengo son variadas e infinitas como las hojas de estos árboles, siendo algunas de un verde muy tierno y otras de un verde encendido y azul de fondo de mar.
Salgo de la casa. Es una mañana traslúcida y nacarada. Los pájaros atraviesan el espacio que hay entre cada árbol con indecisión intrépida de bañista. Los rosales están cubiertos de telarañas; no les tengo miedo. No les tengo miedo a las arañas en el jardín, les tengo miedo en los cuartos, congregadas en el techo de la sala e iluminadas por las arañas con caireles del hall.
Se diría que todo está tejido con hebras brillantísimas de seda. Salimos caminando juntas, abrimos el portón y salimos a pasear porque el jardín no nos alcanza para mover nuestro asombro, tenemos piernas ligeras como alas.
Las tres hemos nacido en la alta casa anaranjada que en los días de tormenta brilla entre los árboles madurando un color rojo. Las tres hemos jugado en el mismo jardín y estamos hermanadas por los mismos juegos detrás de los mismos árboles. Las tres nos hemos escondido en el mismo invernáculo que contiene plantas prisioneras entre los vidrios rotos. Las tres hemos subido siempre con preferencia al tercer piso de la casa porque allí reinan las palanganas llenas de agua con lavandina, el azul, el agua jabonada, las planchas, las flores de estearina, la ropa tendida, las viejas niñeras que duermen en un cuarto muy adornado de fotografías o de estampas con olor a sémola. Allí suben como al cielo las lavanderas cantando de tener las manos siempre en el agua. Allí suben las opulentas planchadoras con los ojos llenos de bienaventuranza.
Mis hijas y yo tenemos los mismos secretos: sabemos el imposible misterio de andar en triciclo sobre los caminos de piedras.
Las tres tenemos una calesita. Me la regalaron en mi infancia. Pintada de color verde y rojo, tenía, o más bien tiene aún, cuatro asientos que dan vueltas mediante un movimiento combinado de manubrios y pedales.
Mi alegría daba vueltas vertiginosas con música de muchos colores el día que desempaquetaron la calesita que mi padre había hecho venir de Alemania. Todavía me acuerdo como si fuese hoy: mi padre, el jardinero y un señor muy bajito con grandes bigotes blancos que estaba de visita, tuvieron que armarla entre los tres, mientras yo esperaba la sorpresa en el otro extremo del jardín. Llegaban volando los papeles que la envolvían porque era un día de viento y no un día tranquilo como éste. No se mueve una sola hoja. Llegaban volando los papeles hasta que llegó el último desplegando túnicas y alas como un mensajero muy blanco. Entonces mi nombre empezó a llenar el jardín. Todo el mundo me llamaba. Pero yo no corrí, fui caminando con la cara encendida y me detuve cerca de los árboles de magnolia hasta que volvieron a llamarme.
Los regalos me dolían en proporción a su tamaño, pero me acerqué buscando alivio; la calesita estaba frente a mis ojos, nunca tuve un juguete tan grande y complicado. “Súbase niñita” - “Súbase muñeca” - “Subite mi hijita”, me decían voces por todos lados. Yo me resistía. La calesita parecía frágil y transparente como una lámina de papel, pero insistieron tanto que finalmente tuve que subir. Los manubrios eran duros, los pedales eran duros. No podía hacerla andar. No había música, no había vueltas vertiginosas ni caballos deslumbrantes como en las calesitas de París. “Hay que enaceitarla”, dijo mi padre y sentí ganas de pedirle perdón. Al día siguiente la enaceitaron, pero no anduvo mejor. En cuanto yo subía en la calesita se desvanecía, en cuanto me bajaba de ella volvía a encontrarla con sus vueltas, sus músicas y mi anhelo por subirme.
Hace pocos días que mis hijas descubrieron la vieja calesita arrumbada en un rincón del garaje. Enseguida quisieron andar en ella. El jardinero, ayudado por un peón, transportó la calesita al jardín mientras mis hijas echaban la cabeza para atrás haciendo gárgaras extrañas en signo de júbilo. “Una calesita, una calesita”, gritaban moviendo los brazos en forma de vuelos rápidos y repetidos. Pero no la podían hacer andar. Igual que en mi infancia, recién cuando se bajaban de la calesita andaban en ella. Y pasaron muchos días subiendo y bajando desesperadamente, buscándole vueltas, músicas y caballos como si hubiesen calcado mis movimientos de entonces.
Pienso todas estas cosas y sin darme cuenta camino cada vez más despacio. Mis hijas están protegidas por infinidad de movimientos. Estamos paseando por una calle de paraísos con racimos azules de flores. Un aguaribay nos ofrece su follaje llovido de frescura adentro de una quinta. Nos encaminamos hacia la plaza que queda frente a la iglesia. Dos cuadras antes de llegar les digo a mis hijas para hacerlas correr: “Tomen ese camino, yo tomaré éste. Veremos quién llega antes a la plaza”. Mis hijas salen corriendo entre los árboles. Pero de pronto la cuadra se llena de gente. Las he perdido de vista. “¿Dónde están mis hijas?” Estoy cercada por mis propios gritos. La calle se llena de chicas con gorritas escocesas. No conozco el rostro de mis hijas. Me doy cuenta de que nunca he visto ni mirado el rostro de mis hijas. Voy corriendo y mis llantos llenan la cuadra. Me parece que estoy soñando. Oigo que mis labios repiten una misma frase para apiadar a los transeúntes: “Mis hijas perdidas en la revolución española”, pero nadie me escucha, yo sola estoy conmovida por mis palabras. Se multiplican las chicas con gorritas de sol escocesas.
Las he perdido para siempre. Sólo recuerdo el color del género de las gorritas y la orfandad en que me dejaron. Era verde, blanco y azul con líneas finísimas de rojo y negro. Pero debajo de esas gorritas nunca conocí el rostro que llevaban.
©Silvina Ocampo


El arrepentido

La rama que acariciaba mi cabeza, me deleitaba cuando salía del sueño. El amor me seducía en momentos inesperados, y lo que prefería era triturar un pedazo de carne entre mis dientes y después beber agua helada entre las piedras que bajan de la vertiente. Dicen que me parezco al hambre, a la violencia, al infierno; fui feliz como un rey hasta que la conocí. Si fuera un niño estaría llorando, si fuera un santo los silicios hubieran consumido mi cuerpo, si fuera una hiena devoraría mis propias entrañas. Si fuera Dios volvería a crearla. El mundo es antiguo y no sé lo que tendría que envidiar, pero este instante es mi eternidad. Los días pasan tan lentamente que esperar la luz por la noche se vuelve intolerable, sin esperanzas. ¿Cómo es el sol? Olvido su forma, su color, la impresión que me causa. Al verlo caigo desvanecido, y luego el lento aprendizaje del día, de la luz que no sirve para iluminar algo que valga la pena me mata y me hace esperar la noche que tampoco llega y que tampoco recuerdo. ¿Qué es la noche? ¿Cómo es su faz? Caigo desvanecido cuando llega y advierto que no oculta nada en su oscuridad, ni un tesoro. A veces cuando llueve y no me preocupan ni la oscuridad ni la luz, algo que descansa más que el sueño me ocurre, me deslizo sobre el barro a una velocidad increíble, mi piel se desgarra y caigo al pie de las montañas como una piedra, con las mandíbulas cerradas, cubierto de barro y escarcha. Cuando me volvía para mirar hacia atrás a veces me faltaba una oreja, otras veces una pata o la cola, otras veces la lengua que es tan necesaria. No me lo confesaba a mí mismo. Me daba vergüenza. Me preocupaba. Tardé en darme cuenta de lo que ocurría: soy un sueño, estoy en el sueño de alguien, de un ser humano. Busqué a la persona que soñaba conmigo: era una niña dormida. De un zarpazo la maté, jugué con ella, con su vestido bordado y sus trenzas largas, atadas con nueve cintas rojas. La escondí en un lugar del bosque sobre las altas matas de pasto porque no tenía hambre. Cuando volví a buscarla ya no estaba. Mirando la luna aullé toda la noche esperando que algo me la devolviera. Sobre la tierra quedaba su olor y el gusto de su sangre. Los pájaros se burlan de mí y las hembras de mi estirpe me fastidian siguiéndome a todas horas, queriendo adivinar un secreto que no pueden comprender. Pude morir en un incendio, pero atravesé las llamas como las piedras, apenas chamuscado; pude morir despeñándome por una montaña, pero llegué al fondo de un precipicio sin una herida para relamer; pude morir en un pueblo donde entré para devorar a un hombre, pero huí entre los balazos como en los días de tormenta bajo el granizo.
Los días son monótonos, sin peligro. ¡Por qué no devoré a esa niña que soñaba conmigo! Hubiera cumplido con un deber de tigre; ya que soy inmortal, por lo menos quisiera tener una conciencia pura.

©Silvina Ocampo



Silencio y oscuridad

En letras luminosas se veía anunciado en el frente del edificio: SILENCIO Y OSCURIDAD. El cartel llamaba la atención. La entrada no estaba permitida a los mayores de cincuenta años, el espectáculo podía deprimirlos o causarles un infarto. A los menores de catorce tampoco les estaba permitida la entrada, podían protestar lanzando petardos, hacer bulla y molestar al público. En la sala celeste y fresca, sentados sobre mullidas butacas, los espectadores cerraban los ojos siguiendo las instrucciones que se repartían en la entrada del teatro; luego, siempre de acuerdo a las instrucciones, para que la impresión no fuera demasiado fuerte al abrir los ojos, echaban la cabeza hacia atrás para contemplar lo que no veían desde hacía tiempo, la absoluta oscuridad, y para oír lo que también hacía tiempo que no habían oído, el silencio total.
Hay diferentes grados de silencio como hay diferentes grados de oscuridad. Todo estaba calculado para no impresionar demasiado bruscamente al público. Había habido suicidios. En el primer momento se oía el canto infinitesimal de los grillos que iba disminuyendo paulatinamente hasta que el oído se habituara de nuevo a oírlo surgir del fondo aterrador del silencio. Luego se oía el susurro más sutil de las hojas, que iba creciendo y decreciendo hasta llegar a las escalas cromáticas del viento. Después se oía el susurro de una falda de seda, y por último, antes de llegar al abismo del silencio, el rumor de alfileres caídos sobre un piso de mosaico. Los técnicos del silencio y de la oscuridad se las habían ingeniado para inventar ruidos análogos al silencio para llegar por fin, gradualmente, al silencio. Una lluvia finísima de vidrios rotos sobre algodón sirvió para esos fines durante un tiempo, pero sin resultado satisfactorio; un crujir lejano de papeles de seda parecía mejor pero tampoco dio resultado; a veces los primeros inventos son los mejores.
En la entrada del teatro, en unos enormes mapas del mundo se veían trazados en colores los sitios donde el silencio podía oírse mejor y en qué años se modificaba de acuerdo a las estadísticas. Otros mapas indicaban los lugares en que podía obtenerse la oscuridad más perfecta, con fechas históricas hasta su extinción.
Mucha gente no quería ir a ver este espectáculo tan importante y tan a la moda. Algunos decían que era inmoral gastar tanto para no ver nada; otros, que no convenía acostumbrarse a lo que hacía tanto tiempo habían perdido; otros, los más estúpidos, exclamaban: “Volvemos al tiempo del cinematógrafo”.
Pero Clinamen quería ir al teatro de la oscuridad y del silencio. Quería ir con su novio para saber si realmente lo amaba. “El mundo se ha vuelto agresivo para los enamorados”, exclamaba vistiéndose con una minifalda. La luz pasa a través de las puertas, el ruido atraviesa cualquier distancia.
“Sólo en la oscuridad y en el silencio antiguos sabré decirte si te quiero”, dijo Clinamen a su novio. Pero el novio de Clinamen sabía que todo lo que su novia hacía lo hacía por timidez. No la llevó al teatro del silencio y de la oscuridad y nunca supieron que se amaban.

Fuente: Página 12   

Sara Facio: Facebook

 

Clarice Lispector: "Cuentos Reunidos", Ediciones Siruela






«Los cuentos de Clarice Lispector aquí reunidos constituyen la parte más rica y variada de su obra, y revelan por completo el trazo incandescente que dejó la escritora brasileña en la literatura iberoamericana contemporánea. En todo cuanto escribió está la misma angustia existencial, similar búsqueda de la identidad femenina y, más adentro, de su condición de ser humano. En sus cuentos hay, ciertamente, el vuelo ensayístico, la fulguración poética, el golpe chato de la realidad cotidiana, la historia interrumpida que podría continuar, como la vida, más allá de la anécdota. Leer a Clarice es identificarse con ella, desnudar su palabra, compartir una sensualidad casi física, entrar en el cuerpo de una obra que vibra y chispea, traducir a nuestro propio horizonte cultural su haz de preguntas lanzadas al viento, saber que, más allá de las letras, del espacio y el tiempo, hubo alguien, una mujer, que estuvo cerca del corazón salvaje y nos dejó, en su escritura y definitivamente, su soplo de vida.»
Miguel Cossío Woodward





De Clarice  (fragmento del libro)


Érase una vez 

Los cuentos de Clarice Lispector aquí reunidos constituyen la parte más rica y variada de su obra, y revelan por completo el trazo incandescente que dejó la escritora brasileña en la literatura iberoamericana contemporánea. Debe advertirse, sin embargo, que no están completos. No lo están debido a que Clarice no los reunió por sí misma, y porque tampoco tuvo tiempo –acaso interés– para organizar la compilación de los numerosos textos en los que imprimió la huella de su sensitiva visión del mundo. Desde muy temprano y a lo largo de los años, escribió unos textos poco ortodoxos que no contaban historias felices de hadas y príncipes, sino sensaciones intensas en atmósferas cotidianas, impresiones fulminantes de la realidad, trozos de vida, ardientes como carbones. Pero sus primeros relatos nunca se publicaron y muchos probablemente se perdieron en la aventura del tiempo, mientras otros andan quizás dispersos todavía en periódicos y revistas, o en ese lugar reservado que ella justamente bautizó como «fondo de gaveta», amorosamente rescatados en Para no olvidar, Crónicas y otros textos (Siruela, 2007). No están completos estos Cuentos reunidos, además, porque en su caso no es posible deslindar con precisión la arbitraria frontera que separa los géneros literarios: lo que para algunos caería en el campo de la prosa poética, o del ensayo, el artículo, la autobiografía, o la crónica periodística, para otros se apegaría más a una amplia y válida definición del término cuento
En mi opinión, la obra toda de Clarice es de una admirable unidad y coherencia, desde lo primero que publicó, hasta lo que se ha editado póstumamente. El texto, de cualquier género, es siempre para ella pre-texto y pretexto que le permite indagar en el proteico universo de las sensaciones. Su literatura es antesala y motivo de encuentro consigo misma y con la alteridad; es imagen y posibilidad de diálogo con el enigma recóndito del otro extraño e inaccesible y, quizás, con el misterio sin nombre que se ignora e intuye. En todo cuanto escribió está la misma angustia existencial, similar búsqueda de la identidad femenina y, más adentro, de su condición de ser humano. En sus cuentos hay, ciertamente, el vuelo ensayístico, la fulguración poética, el golpe chato de la realidad cotidiana, la historia interrumpida que podría continuar, como la vida, más allá de la anécdota. Pero éstas son igualmente las marcas profundas de sus novelas, que se detienen en la visión sorprendida de un momento o una situación aparentemente sencilla, donde se desencadenan en tropel las voces de una fuga infinita. Son asimismo el trasfondo de sus crónicas, libremente inscritas en el canon periodístico, que dejan flotando una interrogación no dicha sobre un algo escondido, apenas entrevisto, detrás de lo circunstancial. Son, en uno y otro caso, signos y manifestaciones no sólo de un estilo, de una voluntad artística, sino fundamentalmente y por encima de todo, de un único impulso creativo, de una pasión, de una vida que se cuenta y encuentra. 
Leer a Clarice es, por lo tanto, identificarse con ella, con el ser pleno detrás de la autora. Desnudar su palabra, compartir una sensualidad casi física, entrar en el cuerpo de una obra que vibra y chispea, algo así como hacer el amor, que es deseo, sexo y deceso. Traducir a nuestro propio horizonte cultural su haz de preguntas lanzadas al viento; entender su necesidad de entender-nos; hablar en silencio, aunque haya palabras; saber que, más allá de las letras, del espacio y el tiempo, hubo alguien, una mujer, que estuvo cerca del corazón salvaje y nos dejó, en su escritura y definitivamente, su soplo de vida. ¿Y quién fue, en su realidad, Clarice Lispector? 







Origen y destino 

Nació en Ucrania, pero no se consideró ucraniana y nunca pisó la tierra donde vino al mundo. En 1920 la familia judía Lispector, en medio de la guerra civil y el desasosiego desatados por la revolución bolchevique de 1917, huyendo de los pogroms, la violencia y el hambre, decidió emigrar a América. En su penoso y largo recorrido por la estepa, la pequeña comitiva tuvo que detenerse en Tchetchelnik –una aldea perdida que, de tan pequeña, no figuraba en el mapa–, para el nacimiento el 10 de diciembre de 1920 de una niña a quien llamaron Haía, nombre hebraico que significa vida y fonéticamente se acerca a «clara», Clarice. Mientras tanto, acaso por una de esas misteriosas casualidades de la historia, por aquellas mismas tierras otro judío, Isaak Bábel, estaba enrolado en el Primer Ejército de Caballería y, a lomos de caballo, escribía los primeros borradores de su famosa Caballería roja. ¿Qué une y a la vez separa a dos escritores de origen similar, tan extraordinarios y dispares, coincidentes por un instante en el ojo del huracán?, me pregunto al contemplar la foto de una tropa de cosacos que, en el duro camino del éxodo, le robaron a los Lispector los pocos bienes que llevaban. 
La familia llegó a Maceió, Brasil, en 1922, y más tarde se trasladó a Recife. De modo que Clarice pudo afirmar, con cierto orgullo, que ella era nordestina, de esa región que describe crudamente Graciliano Ramos en Vidas secas y de la que luego procede, ausente de cualidades, la Macabea que nuestra autora retrató en La hora de la estrella. En el hogar de los Lispector se respetaban las reglas de la Torah y las enseñanzas del Antiguo Testamento, pero ella nunca se refirió a su religión, aunque en el trasfondo de sus textos se percibe la huella mística de la cábala. El padre hablaba y leía yiddish, pero la lengua materna de Clarice, en la que amó y escribió, fue el portugués del Brasil. Desde la infancia y la adolescencia, su vocación fue la literatura, aunque escogió y cursó la carrera de derecho, que después no ejerció. En 1935 se trasladó a Río de Janeiro, donde a la par de los estudios leyó todo cuanto cayó en sus manos, como la edición brasileña de El lobo estepario, de Hermann Hesse, una obra que probablemente influyó en el descubrimiento de la ruta interior que también recorrería: «después de este libro adquirí confianza de aquello que debería ser, cómo quería ser y lo que debería hacer...». A los veintitrés años publicó su primera novela, Cerca del corazón salvaje, reconocida de inmediato por la crítica; pero Clarice nunca aspiró al éxito ni a la gloria efímera. Casi toda su obra se afinca en los ambientes y en las ciudades brasileñas, particularmente en Río de Janeiro, aunque vivió mucho tiempo en el extranjero con su esposo, un diplomático brasileño. Una parte importante de su vida transcurrió en la Europa de la posguerra y en los Estados Unidos de los años cincuenta del siglo XX, pero estuvo siempre enferma de nostalgia, pendiente del Brasil, donde cultivó con amor su raíz verdadera. Fue escritora de pura cepa, de pies a cabeza, de cuerpo y alma entera, no obstante lo cual se autodefinía como una mujer sencilla que se dedicaba a cuidar y educar a sus hijos. A su muerte, ocurrida en 1977, cuando iba a cumplir cincuenta y siete años, dejó una importante obra que es actualmente objeto de admiración, de estudio y hasta de merecido culto. Y uno se pregunta hasta dónde habría llegado, todavía más lejos, esa mujer que al final quería hacer literatura sin literatura, que rompió las rígidas formas para cifrar, como en un clavicordio, el signo musical de sus pulsaciones.  
Todo en ella es contrapunto, combinación simultánea de fuentes diversas que, no obstante, le dan a su obra y su vida una textura uniforme de persona y autora excepcional. Como se dijo, vino a América recién nacida, en la dura circunstancia de la emigración judía, y fue siempre un pájaro errante en busca perenne de su mundo interior. Se casó y tuvo dos hijos de un matrimonio que duró los casi dieciséis años de su estancia en el extranjero, pero tal vez el amor para ella fue también destierro, soledad en el acompañamiento, distancia en la cercanía, al igual que la Joana de su primera novela. Exiliada de sí misma, sobrellevó la rutina de la vida diplomática, con su carga de fingimientos, cenas de compromiso y sonrisas forzadas, mientras su yo creador, preso de angustia, se empeñaba en transgredir la palabra elegante y el falso discurso de mujer pasiva. Conoció y fue amiga de las grandes figuras de la moderna literatura brasileña, entre ellas poetas como Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade y João Cabral de Melo Neto, pero su obra no siguió corriente alguna, ni tuvo más bandera que la suya, como la flor extraña que de repente brota y perfuma el ambiente. Parejamente a João Guimarães  Rosa, aunque en otra dirección, renovó la literatura brasileña, abriendo fronteras a la indagación filosófica, al retrato psicológico y al problema de ser en el tiempo y el mundo, más allá del relato sobre el suceso y el dibujo puntual de paisaje y costumbres. Y no cesó de explorar los caminos posibles de la creación literaria, como si quisiera desarmar hasta la última pieza de su propio artificio de palabras hecho, para encontrar, bajo el texto, la cuerda que impulsa la flecha de Eros y la disciplina de Tanatos. 


Confluencias 

Desde que en 1943 apareció la primera obra de Clarice Lispector, escrita con anterioridad, cuando sólo tenía diecisiete años, la crítica quiso encontrarle influencias, modelos, patrones que explicaran el surgimiento de esa luminosa sorpresa en el escenario de las letras brasileñas. Enseguida se refirieron a James Joyce, partiendo de la relación entre el título de su novela, Cerca del corazón salvaje, y una frase del célebre escritor irlandés. En realidad, según declaró la propia Clarice, le había dicho a su amigo Lúcio Cardoso «que respiraría mejor si él le escribiese una frase» del Retrato del artista adolescente, como epígrafe y título de su libro. Pero ella, según dijo, no había leído antes a Joyce, ni a otros importantes autores con los que la identificaron. De modo que, aceptando la afirmación de la escritora, aquí nos encontramos con la magia del arte y la literatura, que produce a veces arcanos encuentros, coincidencias que trascienden el espacio, la lengua y el tiempo; convergencias de voces diferentes en marcha subterránea hacia similares expresiones de voluntad creadora. La muy joven Clarice, a través de su personaje Joana, habría podido escribir también las últimas palabras de Stephen: «Salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza». 
Hay, en efecto, una consonancia literaria de Clarice con Joyce, en especial con el Retrato... y, en algunos casos, con los recursos poéticos y la epifanía de sus narraciones en Dublineses. Pero, en lugar de influencias, que nadie rechaza y mucho menos cuando llevan el nombre sagrado de Joyce, habría que hablar también de confluencias de visiones artísticas, como ocurre con esas partículas que, según la física moderna, se comunican y atraen aún a grandes distancias, vulnerando las leyes que la ciencia inventó. La esencia del arte, pensaba Heidegger, está en la verdad del ser y en su revelación en la obra bella. Clarice, como Joyce, se propuso desentrañar dicha verdad, alumbrarla, hacerla patente e instalarla en la escritura, en la obra que sería su auténtica realización personal y donde nosotros, lectores, tenemos la posibilidad de una operación inversa, pero asimismo esclarecedora de nuestra esencia humana. Por otra parte, ¿no es maravilloso hallar un eco joyceano en un texto de Clarice, como quien descubre el rastro de una melodía familiar en el primer movimiento de una sinfonía? El lector registra e integra diversas experiencias estéticas y no faltará quien, en sentido contrario, lea primero un texto de la autora brasile- ña y crea encontrarla después en alguno de Joyce. 
También se le adjudicó la influencia de Virginia Woolf, pero a Clarice no le gustó la comparación que, de nuevo, presenta interesantes puntos de coincidencia, así como aspectos donde divergen. Ambas son autoras que exploran y escriben desde la identidad femenina, mostrando la complejidad psicológica, la profunda sensibilidad y la finísima percepción de la circunstancia que posee el «segundo sexo» del que habló Simone de Beauvoir. Hay en ellas, sin embargo, matices distintos y experiencias artísticas y vitales diversas que, probablemente, quiso subrayar nuestra escritora. Así, el feminismo militante de la Woolf tiene en Clarice una expresión más objetiva y ponderada, en la línea del actual post-feminismo. Es cierto que en la brasileña podemos sentir resonancias, por ejemplo, de la woolfiana Mrs. Dalloway, pero las muchachas y mujeres de Clarice están encuadradas en otra realidad, tienen vivencias diferentes y buscan su definición personal en un contexto propio. Lo importante, sin embargo, es comprobar que su obra es cada vez más reconocida a nivel internacional, al extremo de colocarla en sintonía con la de Virginia Woolf, en el concierto de relevantes mujeres que, con la literatura y el arte, empezaron a cambiar una visión maniquea de la especie humana en la que un género impone sus paradigmas al otro. Clarice Lispector, desde su realidad brasileña, tercermundista e iberoamericana, habla de un yo femenino en el universo de seres humanos que están condenados a la soledad de sí mismos y necesitan mirarse, escucharse y hablarse los unos a las otras, y entre ellos y ellas, para comprender finalmente cuanto son en verdad, simples seres humanos, macho y hembra a un tiempo, como Dios los creó. 
Hay lecturas, desde luego, que influyen y dejan su huella, evidente o velada, en la creación clariceana. Ella leyó, entre otros, a Machado de Assis, el primer escritor universal del Brasil, y a Monteiro Lobato, fundador allí de la literatura para niños; también a Dostoievski, con esa insuperable penetración psicológica sobre el crimen y el castigo, la culpa y el dolor. Conoció a la Emma Bovary que Flaubert pintó con los colores del pesimismo y el amor a la verdad, siempre dura y transgresora. Con el primer dinero que ganó trabajando, compró la edición brasileña de Felicidad, de Katherine Mansfield, con quien se identificó plenamente, una admiración que confirmó, estando en Roma, a su amigo Lúcio Cardoso tras leer la edición italiana de las Cartas de la autora neozalandesa. Reconoció también su aprecio por Julien Green, en cuyas obras predominan escenarios sombríos, donde la Gracia divina no suele evitar trágicos desenlaces. A pesar de todo, en alguna ocasión dijo no tener una amplia formación literaria, tal vez confundiendo la vastedad con la intensidad de las lecturas y su reelaboración individual. Bastó quizás un chispazo de Machado, de Dostoievski, Hesse o Mansfield, para despertar el tigre interior, de esoterismo y amor, al que cantó William Blake. ¿Qué forma, en verdad, a una escritora como Clarice Lispector? No basta con hurgar en su entorno y desarrollo individual, ni en sus posibles influencias, ni en sus lecturas declaradas, ni en las circunstancias históricas o personales. El genio, como ella lo fue, está en y tiene eso, pero además fluye, busca una realización independiente en cuyo proceso se encuentra, confluye, con quienes ayer y hoy, y también mañana, persiguen el imposible de la realización humana. De todo se nutre el escritor y todo lo reelabora y renueva en sí mismo y en su obra. Como decía Unamuno, don Quijote y Sancho no son exclusivos de Cervantes, «ni de ningún soñador  que los sueñe, sino que cada uno los hace revivir». 

Fuente: Ediciones Siruela

Compra el libro en: Ediciones Siruela


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Joan Baez y Charlie Hebdo: "Al pueblo de Francia- To the people of France", 1/7/15- 7 de enero de 2015











Joan Baez:  "It makes the murders, simply, heartbreaking. 

Esto hace que los asesinatos sean, simplemente, desgarradores." 






To the people of France,
I wish to send my deepest sympathy to those most closely affected by the executions at Charlie Hebdo, and to a French public in mourning. Liberals and conservatives in equal measure understand the value and importance, not to mention joy, of satire, humor, nonsense, and courage in the 21st century. Which makes the executions at Charlie Hebdo more than enraging, more than terrifying, more than shocking (as there is little left to shock us in these times). It makes the murders, simply, heartbreaking.
I ask permission to share in your grief.

Thank you,
Joan Baez


1/7/15
California, USA



Deepest sympathy to those most closely affected by the executions at & to a French public in mourning.





Note: The pictures and videos are responsibility of this blog




Cabu, Wolinski, Charb y Tignous; los dibujantes muertos por el ataque terrorista a Charlie Hebdo. Fotos: EFE.



Al pueblo de Francia:

Deseo enviar mi más sentido pésame a los afectados por las ejecuciones  en Charlie Hebdoy al  público francés de luto.  Liberales y conservadores en igual medida entienden el valor y la importancia, por no hablar de la alegría, de la sátira, del humor, del absurdo, y del coraje en el siglo 21. Lo que hace que las ejecuciones en Charlie Hebdo sean más que enfurecedoras, más que  aterradoras, más que impactantes  (y hay pocas cosas que nos impacten en estos tiempos). Esto hace que los asesinatos sean, simplemente, desgarradores.

Le pido permiso para compartir su dolor.

Muchas gracias,
Joan Baez

7 de enero de 2015
California, Estados Unidos


Fuente: Joan Baez


Nota: Las fotos y videos son responsabilidad de este blog







Charlie Hebdo. Joan Baez diffusée aux funérailles de Honoré

Le dessinateur Honoré.

Le dessinateur Honoré, tué pendant l'attentat à Charlie Hebdo, a été inhumé ce vendredi.

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Les funérailles de Philippe Honoré, le plus discret des cinq dessinateurs de Charlie Hebdo tués lors de l'attentat contre le journal le 7 janvier, se sont déroulées vendredi au cimetière du Père-Lachaise à Paris, aux accents d'une ballade de Bob Dylan chantée par Joan BaezFarewell Angelina.

« Il n'avait ni internet ni téléphone portable, ce qui m'obligeait à répondre pour lui aux demandes d'interview et ça le faisait rire », s'est souvenue sa fille unique, Hélène, devant les quelque 200 personnes venues lui rendre un dernier hommage. « Mon père aimait rire. »
Un diaporama de ses dessins a été projeté pendant la cérémonie au crématorium du Père-Lachaise.
Un morceau de piano classique a été joué avant Farewell Angelina, chanson écrite par Bob Dylan et interprétée par Joan Baez.

France 16 janvier

Charlie Hebdo. Joan Baez se escucha en el funeral  de Honoré

Le dessinateur Honoré.
El diseñador Honoré, asesinado durante el ataque a Charlie Hebdo, fue enterrado el viernes


El funeral de Philippe Honoré, el más discreto de los cinco diseñadores de Charlie Hebdo muertos en el ataque contra el diario el 7 de enero, se celebró el viernes en el Père-Lachaise, en París, con la música de una balada Bob Dylan cantada por Joan Baez.Adiós Angelina.


"El no tenía internet ni celular,  lo que me obligaba a responder por él a las peticiones de entrevistas  cosa que  lo hacía reír", recordó a su única hija, Helen, antes de unas 200 personas que llegaron a  rendirle los  últimos respetos. "A mi  padre le encantaba reír. »

Una presentación de diapositivas con sus dibujos fue mostrada durante la ceremonia en el crematorio de Père-Lachaise.
Una pieza de piano clásico se tocó antes de Adiós Angelina, canción escrita por Bob Dylan e interpretada por Joan Baez.
France 16 janvier