Había una mujer barriendo la vereda y un hombre se acercaba caminando. Era sábado 15 de mayo con muchas hojas secas. Anduve las calles para encontrar al compañero. Cuando apareció, también llegaron dos autos cargados con hombres y armas que pararon, bajaron y nos tomaron. Yo grité. Grité tanto… La señora quiso protestar, defenderme el señor; nos apuntaron y amenazaron. Yo seguía gritando y retorciéndome hasta que una trompada en el estómago quebró mi resistencia. Me metieron al auto. Al muchacho también. Era sábado, mayo, otoño, hojas secas de esas que yo amaba. Allí en ese lugar, en esa calle de Alta Córdoba, frente a esa señora que quiso ayudarme, empezó la muerte. Empezó La Perla. 

El campo de concentración estaba instalado en esa calle de Alta Córdoba. El poder. Esa escena es el Terrorismo de Estado: Es la señora que barre y no puede defender a una chica de veinte años que golpean delante de ella. Son hombres apuntándola en una mañana de sábado sin ley, sin amparo. Hay zona liberada para ellos. Eso es el Terrorismo de Estado: el desamparo, la total intemperie. Es el desamparo absoluto de Graciela corriendo atada, pidiendo ayuda. Es su marido cayendo acribillado. Pero también es el testigo, el otro joven allí, el que vio, que quiso ayudar y no pudo porque lo mataban también, y que 37 años después lo contó en este Tribunal y dijo “ahora estoy aliviado de este peso”. Eso fue el Terrorismo de Estado.

Y la muerte, la omnipresencia de la muerte. Y mi testimonio constante: ese que aparece cuando no lo convido. Que se sienta conmigo a decir lo que no voy a decir en el juicio aunque lo diga. No lo digo porque nunca alcanza, porque siempre hay más y más y más.

En ese testimonio yo digo –y parece una perogrullada, sin embargo– yo digo que lo peor fue la muerte de mi mamá, de mi hijo, de mi compañero, de mi hermano, de mí. Y también la tortura, que estaba en la venda en los ojos, en la humillación permanente, en la inmovilidad, en las burlas sistemáticas, en la absoluta falta de intimidad, en el hambre, en los gritos de los otros, en el terror, en el camión. Y la desolación de despertarse cada mañana con los gritos de los guardias, e irse dando cuenta que uno está en un campo de concentración, sin límite, sin tiempo, sin salida, sin esperanza.

Pero también y sobre todo, el haber entrado en ese territorio de ilegalidad, quedando sometidos a la arbitrariedad absoluta de los militares secuestradores y sus jefes. No había reglas ni horarios. Todo era inasible, impredecible. La venda podía estar levantada a media frente o ceñidísima a la cabeza. Un detenido era torturado hasta morir apenas era secuestrado, y a otro lo dejaban tirado en la colchoneta durante dos o tres días sin tocarlo. Los que te quieren no saben dónde estás. Nada de vos.

Ariel Dorfman, escritor chileno escribió en su cuento “Asesoría”, en base a los relatos de los compañeros exiliados de la dictadura que habían sufrido prisión y tortura. Él comenta y cito: “Lo absurdo de aquella situación límite: un militar, mientras descansa, consulta sobre su sobrepeso como si fuera un paciente al médico al que está torturando; la brutal y ordinaria crueldad que acompaña el terror, así como los lazos personales que pueden establecerse entre víctimas y victimarios. El estar sumidos con tanta distancia íntima. Todo lo que sabe aquel doctor y cómo va empleando el mínimo poder que le da su profesión para tratar de defenderse, de parar el dolor. El horror verdadero de lo que sucede al personaje principal no es su tortura física o psicológica; sino algo más siniestro e inesperado –dice Dorfman-, una complicidad con lo perverso que todavía me perturba”.

Y me resuena este párrafo a mí, habla del verdadero horror, y tiene razón. Y se mete y está allí con su amigo, y casi lo vive con él. Dorfman roza el verdadero horror pero ¿complicidad? ¿Esa es la palabra? ¿Hay complicidad en esa conversación? La disparidad del poder entre uno y otro lado de la tortura es tan inmensa, que me parece impensable esa manera de calificar ese diálogo, inverosímil, pero que nos pasó tantas veces.

Prefiero decir, tal vez, “cercanía”. El verdadero horror es la cercanía con lo perverso. Esa cercanía que contamina con la sola existencia. Eso es el verdadero horror. El torturador y el torturado, en esa intimidad de cuerpo presente, que acerca desde la pérdida más absoluta de la privacidad de tu cuerpo desnudo y doliente. No. No es complicidad, es apropiación. Absoluta asimetría.

Hace unos días se murió, tranquila y lúcida, Alicia Sommer, con 110 años, sobreviviente de Terezin, campo de concentración nazi (Theresienstadt). En la película que hicieron sobre su vida hay una escena imposible, filmada por los nazis: los chicos prisioneros del campo, disfrazados y pintados como en una feria escolar, cantando una ópera. Y las madres y los guardias mirándolos como público. Casi ninguno sobrevivió. Hay que ver esos ojos, esas caritas. Saben el absurdo. Esa tristeza disfrazada es más perversa y enloquecedora que el nítido territorio de la prisión. Esa foto, también es el verdadero horror, estoy tratando de decir.

Me llevaron a mi pueblo de noche. Me dejaban por dos días. Era la primera vez de ese ritual de cada quince días. Mis viejos querían que durmiera en su cama. No pude. Nunca me fugué. Esa mañana fría desperté a Lisandro que tenía seis años. Lo llevé a la escuela. El orgulloso presentándome a su maestra de primer grado: su hermana, que volvía de viaje.

Después me fui a las viejas de la familia. A mis tíos, había una zona de irrealidad en toda esa escena: yo paseando por Bell Ville como si fuera libre. A la siesta fui al río. Hay fotos de ese primer viaje. Mis viejos me sacaron muchas fotos con toda la familia para constatar que yo había estado allí, que estaba viva; ver esos rostros que intentan sonreír. Se lee el dolor y el miedo que hay abajo. Es otra escena imposible. No es Terezin en el ’43; es Bell Ville en invierno del ´77.

Parecía que habían decidido que iba a vivir, pero me volvían a llevar. Y en la colchoneta de al lado, la chica que tomaba mate cocido y me contaba su vida, que estaba condenada a muerte. Ahora había un abismo entre ella y yo. Esta situación me fue enfermando cada vez más: salir, ver a mi familia, mi hermanito, primos, y volver a La Perla.

Empecé a asfixiarme. Me faltaba el aire. No podía respirar, literal y simbólicamente. Me lastimaba las manos con las uñas de tanto apretar los puños. Tomaba Valium todo el tiempo. Y entonces empecé a escribir. Dejé de sentirme sólo una cucaracha, que es lo que habían logrado, “el efecto cucaracha” como le digo, y que mi terapeuta dice que se empieza a curar cuando lo puedo nombrarlo con cierta ironía. O también, piedad. Dejé de ser –o sentirme- sólo una cucaracha y pasé a ser, ahora puedo verlo, una cucaracha escribiente. Cada quince días, en mi pueblo, me encerrada en la pieza y escribía. Diez nombres me llevaba en la memora. Diez nombres cada quince días. Cuadernito Gloria, color naranja, como en la escuela. Mis viejos, con cuidado, con amor, lo guardaron.

Fue conmigo a Perú. Iba con los documentos y los pocos libros. Cuando volví, lo llevé a la CONADEP, y allí lo dejé.

Ya estaba. Ahí estaban los nombres. Los nombres que no pudieron borrar. Los nombres que hoy están en el muro frente al río. Los nombres que escribí en el cuadernito Gloria. Que guardó la memoria que yo no pude. Mi primer testimonio. Ahora mi memoria falla. Dice Julio Cortázar: “La memoria nos teje y atrapa a la vez. Se asemeja a una araña esquizofrénica que teje telas aberrantes con agujeros, zurcidos, remiendos. Trabaja por su cuenta. Nos ayuda engañándonos. O quizás, nos engaña para ayudarnos.

Cuando empezó el 2013, el año se abrió como el juicio, la Megacausa, enorme, infinita. Tiene claros acusados; tiene víctimas, abogados, jueces, testigos. Me cruzo con el mandato: sobrevivir para contarlo. Inapelable. Me paso leyendo el Diario del Juicio. No voy pero voy. Sigo escribiendo. Alrededor del juicio, en sus orillas, transcurren encuentros propiciados por los duendes que andan por allí reparando sueños. Vinieron buscando el hilo que se cortó y que a lo mejor encuentran en mi relato. Los que se quedaron con las manos vacías, las cuencas, la matriz, el ombligo vacío. ¿Dónde está el cordón? ¿Dónde mi hijo? El nombre. Poder dar cuenta del nombre. Ese nombre había estado en el campo. El interminable dolor de los otros. La hermana con sus padres que se murieron buscando al hijo, cuya foto me pregunta y no tengo respuesta. No lo vi. Sólo puedo darle el nombre porque lo copié de una lista y me lo robé, y me lo llevé conmigo en ese cuadernito que ahora parece servir para que esa hermana pueda poner al jovencito de ojos verdes y enormes en algún lugar. Por eso vine. Porque el Nico me pidió la hojita donde está el nombre de su papá. Por el Seba, por el Marcelo, por Ernesto.

(*) Texto que leyó en la audiencia de la megacausa La Perla. Lo incluyó luego en su libro El silencio. Postales de La Perla, editorial Los Ríos.