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Alejandra Pizarnik


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Entrevista a Benjamín Moser, autor de Why This World, biografía de Clarice Lispector / Ana Pietro, Revista Ñ, Buenos Aires, agosto 2010




El lenguaje místico

La violación que sufrió la madre de Clarice Lispector en Ucrania es una de las mayores revelaciones que Benjamin Moser hace en la primera biografía en inglés de la autora brasileña.

CLARICE. "La suya es una herencia moral", dice Moser.

"Es que fui una adolescente confusa y perpleja que te­nía una pregunta muda e intensa: ¿cómo es el mundo? y ¿por qué este mundo?" Eso escribió Clarice Lispector a los 47 años: la adolescencia de­jada atrás hacía tiempo, la con­fusión tanto como pudo, pero la perplejidad acompañó a la es­critora brasileña durante toda su vida. El misterio que le atribuían los demás podría pasar por el mi­to forzosamente construido alre­dedor de cualquier ser extraordi­nario. Pero en el caso de Clarice, ella era la primera en descubrirlo y sorprenderse: "Mirarse en el espejo y decirse deslumbrada: qué misteriosa soy", escribió en su novela Aprendizaje o el libro de los placeres . El misterio de la propia historia, del origen y la di­vinidad, y la manera en que todo ello se funde en el instante siempre inasible de la vida cotidiana, es lo que nutre la literatura única de Clarice Lispector.

¿Por dónde se empieza a es­cribir sobre ella? ¿Cómo puede abordarse la vida de una persona tan hermética como mundana, tan hermosa como sufrida, que desde sus primeros escritos pu­so las grietas más íntimas de su alma al servicio de una prosa que tenía como aspiración la "revela­ción de un mundo"? El crítico norteamericano Benjamin Mo­ser se propuso la titánica tarea de narrar a esta mujer huidiza y compleja y el resultado, después de cinco años de trabajo, es Why This World [Por qué este mun­do], la primera biografía en inglés de Clarice Lispector. Fue publica­da a mediados de 2009 simultá­neamente en EE.UU., Inglaterra y Brasil (allí en portugués), con­siderada entre los mejores libros del año. Moser revela hechos en la vida de Lispector que nadie había contado hasta hoy, muy especialmente la violación de su madre, Mania, por parte de una banda de soldados rusos en los pogromos que devastaron Ucra­nia tras la I Guerra Mundial. Así contrajo sífilis, y, enferma, con­cibió a Clarice, cuyo nombre ori­ginal fue Chaya hasta su llegada a Brasil con sus dos hermanas y sus padres siendo todavía un bebé. Asistió durante sus pri­meros años a la lenta muerte de su madre y al silencio en torno a las causas de su enfermedad. Si bien Clarice y su hermana Elisa dejan entrever en sus escritos la agresión que sufrió Mania, sólo cazando incontables testimonios, muchos de ellos anónimos, pudo Moser confirmar la violación: "Y no todos me lo agradecieron", di­ce. "Pero es algo tan importante en la vida de Clarice que no ha­bía manera de no contarlo". Y es que para el autor buena parte de la angustia existencial de Lispec­tor, de su búsqueda incansable por pertenecer, si no a este mun­do, al sentido de lo trascendente, se originan en ese traumático hecho familiar; en esas raíces cortadas y vapuleadas. Con soltu­ra de cronista, perfeccionismo de historiador y una gran sensibili­dad literaria, Moser construyó un relato casi total de la totalmente inefable Clarice Lispector.

Los investigadores suelen sentir que su trabajo no termina nunca, pero llegan a un punto en el que ya no pueden inves­tigar ni escribir más; en el que dicen "hasta aquí llego". ¿Cuál fue su sensación al terminar "Por qué este mundo"?
Por un lado, la satisfacción de haber concluido un proyecto que tomó cinco años de mi vida; la alegría de poder llevarla al mun­do y a los lectores, cuyas reaccio­nes han compensado –y mucho– el tiempo y el amor que puse en el libro. Porque un libro como és­te sólo se puede hacer por amor –si no no valdría la pena–, y eso implica, justamente, que uno no quiera dejar que la heroína mue­ra. Claro que ella murió sin mi ayuda, pero uno siente realmente que tiene la vida de esa persona entre sus manos. Lo fascinante es que Clarice también tenía esa sensación. Al final de su vida quería dejar que sus personajes murieran y no puede, no puede; siente que si mueren ella tam­bién tendrá que partir. Lo que de hecho –uno de los tantos miste­rios de Clarice– ocurrió. Yo la de­jé morir en mi libro y, felizmente, sigo aquí todavía, vivísimo...

Todo proceso de investigación supone temores y frustraciones. ¿Cuáles fueron los suyos?
Cuando un libro está impreso y terminado todo eso se olvida, gracias a Dios, porque de hecho el proceso fue muchas veces pe­noso. Por un lado, por cuestiones prácticas –la distancia a la que vi­vo de Brasil–, y también por cues­tiones más intelectuales: no me sentía a la altura de esa persona olímpica; sabía que no iba a tener otra biografía en inglés y sentí una enorme responsabilidad por hacerla bien. Y después hu­bo asuntos más banales; los que están casi concebidos para volver locos a los futuros biógrafos, que somos una raza necesariamente obsesiva. Así es que anduve por Suiza a la caza de un nombre que encontré en una carta en el archi­vo de Río de Janeiro: un mucha­cho extranjero, Ulises, que estu­vo enamorado de Clarice durante los años que ella vivió allá. Llamé a las redacciones pidiendo que al­gún periodista hiciera un artícu­lo sobre ella, para ver si aparecía alguien que lo hubiese conocido. Nunca lo encontré.

¿Especuló sobre lo que habría sucedido si su vida hubiese sido distinta?
Sí, y diría que esa es la mayor frustración: la incapacidad del biógrafo para cambiar lo que fue­re de una vida que estuvo llena de tristezas. Ella te da mucho y uno quiere darle algo a cambio; que­rés ayudarla, por tonto que suene. Creo que sus lectores me enten­derán: el lector de Clarice logra una intimidad muy grande con ella. Hubiera querido que fuese más feliz en el amor, que su hijo no tuviese problemas mentales, que a su madre no le pasara lo que le pasó. Llevar a su papá de vacaciones, por una vez aunque sea; a ese hombre heroico que sacó a su familia de la desastrosa Ucrania y consiguió establecerla en una tierra extranjera; que dio de comer a sus hijas, y no pasó un día siquiera sin preocupacio­nes ni humillaciones. Murió sin saber a qué alturas Clarice lleva­ría su nombre.

¿Cuál cree que es el mayor aporte de su biografía a lo que se sabe sobre ella?
Para mí no hay dudas de que el hecho nuevo más importante es la violación de su madre durante los pogromos que acabaron con las vidas de centenares de miles de judíos después de la I Guerra. No eran incidentes aislados, fue una política deliberada de hu­millación y matanza. Y en ese momento, las más victimizadas fueron las mujeres (como en la Argentina, el sadismo sexual no era ninguna casualidad: a los tor­turadores les gustaba ese tipo de violencia). Entre las víctimas es­tuvo la señora Lispector, una mu­jer que con su salud destruida y ya casi paralítica, consiguió llevar a su familia hasta el lejano Brasil, donde su hija menor la vio morir durante los primeros nueve años de su vida. Clarice, una niñita, no pudo hacer nada para salvarla. Lo único que le quedó –algo que me conmovió bastante– fue con­tar historias en que algún ángel, algún santo, llegaba para salvar a su mamá. Fracasó. Ese deseo de salvar a través de sus escritos estuvo presente en su obra hasta sus últimos días. En el taxi que la llevó al hospital donde moriría, le dijo al conductor: "Imagínate que no vamos al hospital, que no estoy enferma, que vamos a París".

Por esa dimensión mística de Clarice, ¿usted afirma que es "la escritora judía más importante después de Kafka"?
Bueno, como en la vida de todos nosotros hay varios aspectos. A Clarice la podemos describir co­mo una escritora judía o mujer o brasileña o latinoamericana o lo que sea, y todo eso es verdad. Pero para quien conoce la litera­tura judía, las semejanzas de la obra de Clarice con escritores judíos muy antiguos –y que ella no conocía– son asombrosas. Ves a una señora elegante en la playa de Copacabana y no la re­lacionarías nunca con un rabino de Cracovia del siglo XVI, pero al leerla encontrás las mismas preocupaciones: la personalidad formada por el exilio y la perse­cución primero, y luego la im­portancia no sólo de la palabra –una preocupación muy propia de los judíos–, sino también del poder místico del lenguaje. No es casualidad que Clarice intentara salvar a su mamá por medio de la palabra. El místico cristiano, por ejemplo, intenta alcanzar a Dios por medio de la oración, de la imitación de Cristo. El hindú lo hace muchas veces por ejercicios físicos como el yoga. El judío lo hace a través de la palabra.

¿Por qué cree que Clarice nun­ca quiso volver a Chechelnik, su tierra natal?
Creo que lo que más quiso en su vida fue haber nacido en otras circunstancias, en otro lugar, sin todo el horror que acompañó su origen y que la marcó para siem­pre. Quería que no le pasara a su madre lo que le pasó. Quería per­tenecer a Brasil. Es interesante que los brasileros siempre la vie­sen como una extranjera. Habla­ba raro, con un acento que nadie sabía de dónde provenía y que se debía, en realidad, a un defecto de dicción. Conocí muy bien a su hermana, doña Tania, que no te­nía nada de eso. Era una señora muy elegante, muy correcta, muy brasileña. Muy judía, pero nada extranjera. Sin embargo, Clarice fue vista como una cosa extraña, "el monstruo sagrado" –ella, que siempre quiso ser vista como una persona como cualquiera otra.


¿Cómo la colocaría en la pers­pectiva de la literatura latinoa­mericana de su tiempo? Por entonces, Cortázar, Neruda, Rulfo, Paz eran algunos de los nombres que se consagraban.
Por un lado, ella era una lati­noamericana de su época como tantas otras. Pero al compararla con los escritores que citas aquí, notas una diferencia muy profun­da. No creo que Rulfo o Cortázar tuvieran la ambición que tuvo Clarice, que era nada menos que "la reconstrucción del mundo". Se puede decir, sí, que los lati­noamericanos de esa generación tenían tales ambiciones. Neruda, por ejemplo, también quería re­construir el mundo, pero por la vía política, igual que Octavio Paz, cuyas primeras obras tuvie­ron que ver con la opresión de los campesinos. Pero lo que quiere Clarice es distinto. Ella, desde ni­ña, quiere rehacer el mundo por la vía mística, y sabe de la imposi­bilidad de su proyecto. Vemos en La pasión según G. H. –en que la mujer, después de una crisis mística, termina comiendo una cucaracha–, que el deseo de Cla­rice, ¡a quien le da un asco tre­mendo!, es el de reunir lo más íntimo del ser humano con la materia divina de la que estamos hechos

Tras "Cerca del corazón sal­vaje", se la comparó con Woolf, Joyce y Proust, cosa que a ella no le gustó nada. Cuando la leyó por primera vez, ¿usted también evocó a otros autores?
Me resulta muy difícil compa­rarla con otros escritores. El gran artista siempre tiene una cosa única, fuera de serie, que no le debe a nadie y ante él, sin saber cómo, la grandeza simplemen­te se siente. Desde el principio Clarice me fascinó. Cuando fui a Brasil por primera vez, a los diecinueve años, hice un enor­me viaje en autobús a Argentina, Uruguay y Paraguay; estuve en cuatro países, cinco estados bra­sileños, no sé en cuántas provin­cias argentinas, y lo único que me impresionó fue La pasión se­gún G. H. que había comprado en una librería de Florianópolis. ¡No vi nada! Eso sólo pasa pocas veces en la vida. Como el amor.

¿Un escritor, o un aspirante a escritor, puede aprender algo de Clarice?
Un joven escritor –un escritor de talento– que me entrevistó en San Pablo, me dijo que los jóve­nes escritores de Brasil sienten el peso de haber nacido después de Clarice: sienten que ella lo dijo todo, que no les queda más nada. Y eso los oprime. Entendí perfec­tamente lo que quiso decirme, a pesar de tener un costado un po­co ridículo, es decir, no ves a es­critores argentinos por las calles de Buenos Aires diciendo "¡Ay de mí, nací después de Borges!" Todo escritor, todo artista, toda generación, tiene que inventarlo de nuevo. Y la herencia de Clari­ce no es tanto literaria como mo­ral: la fidelidad a uno mismo. Al final de su vida dijo, un poco or­gullosa: "Que eu saiba nunca fiz concessões" ("que yo sepa, nunca hice concesiones"). Por eso es tan querida y admirada. ¿Cuántos podemos decir lo mismo?


©Ana Prieto
Agosto 2010
Revista Ñ 
Buenos Aires



Houston, 1976. Crítico, editor, traductor

Se recibió en Historia en la Universidad de Brown (EE.UU.), y se doctoró en la Universidad de Utrecht, Holanda. Escribe la columna New Books de Harper's Magazine, y colabora en The New York Review of Books. Su biografía sobre Clarice Lispector (2009) se ha convertido en un éxito de ventas y ha sido aplaudida por la crítica. Será editada en Francia y Portugal.

Así escribe
" Los hechos y las particulari­dades me fastidian", escribió (...). En su vida y escritura hizo esfuerzos por borrarlos. Pocas personas, sin embargo, se han expuesto como ella. A través de las muchas facetas de su trabajo –novela, cuento, co­rrespondencia y periodismo, en esa prosa espléndida que la convirtió en "la princesa de la lengua portuguesa"– una úni­ca personalidad se disecciona implacablemente y se revela de manera fascinante, en la que quizá sea la más grande autobiografía espiritual del siglo XX.

"A la vez que deseo defender mi privacidad, tengo el inten­so deseo de confesarme ante un público y no ante un cura." Su estilo de confesión buscaba desenterrar las verdades ínti­mas de una vida de incesante meditación. Esta es la razón por la que Clarice Lispector ha sido comparada menos con otros escritores que con mís­ticos y santos.

("Why this world", pag. 4-5. Trad.: Ana Prieto)

 Fuente: Revista Ñ 


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