la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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RESONANCIAS, poema de Dinapiera Di Donato








A veces empuja su silla hasta la costa
del río Mnemosine
allá va a soltarle música

a los gritos

abre la tapa y salta al agua su genia
la chica Junio flambeada
entre columnas de la casa Frick
para el verano
como una estridencia horadando la paciencia
cuando despierta
con su altoparlante
aplaude sobre la tierra
que bebe la adelfa

los logros bolivarianos
vociferados
bajan
hasta extinguirse
el ruido de la patria
los querubes de las orquestas inflables
virtuosos
del rescate
los únicos bellos al llorar

ella revienta de la rabia
se esconde en su frasco


frota paciente







©DINAPIERA DI DONATO










La edad de la inocencia, por Dinapiera Di Donato



               -¿Dejo esa parte?
Todavía creo que se interesará en algo que no sean sus propias anotaciones.         
  
No es un reclamo. Además me conozco Mujeres que corren con los lobos: el alma salvaje, ensimismada puliendo colmillos y a su aire, es la que  te pone a escribir a arañazo limpio, se mea en su territorio, no pase, huélame, aquí estoy yo. Si no, eres un animal frito en la panza de cualquiera. Pero ¿dejo esa parte?, vuelvo a preguntar y ella hace como que  atiende. Y ahora que recuerdo, el manual de las lobas no dice nada sobre las tortibestias. 
           -Que sigas.
La gringa y su mascota se presentaron  como una anunciación, con luz violenta,  ángeles, pistilos y paloma mensajera.  Era 1980, era París, acababa de cocinar trucha con almendras, su pieza de joyería en la sartén, casualmente día de burlar el régimen de pan con mantequilla y pepinillos: no era becaria petrolera como la novia. Que por cierto, qué raro que no ha llegado a recibirlos.
El perro compartió, casi contento, pero la señora Petherbrige no tenía apetito; seguía con la linterna prendida como si todavía estuviera subiendo a las buhardillas, donde a cada tres pisos se apagaba la luz, con ese aire de Winona Ryder en el primer Alien, pidió permiso para tocar su oscura trenza, y entonces, recostados los tres a la turca, el perro en  medio, no había sillas libres, ella terminó mostrando fotografías de un bosque de tamarindos con su orquidiario de corianthes y la iguana Azul posando; trataba de alegrarles la espera con cuentos de Azul, que aún vivía en  su pueblo de origen donde todos eran poetas, hasta los banqueros.

Los políticos, los administradores culturales y toda persona que aprendía a leer y a escribir aspiraba a la salida inminente de un poemario, aunque fuera una vez en la vida, con todas las posibilidades de que fuera excelente; como las telenovelas brasileras. Otro día contaría una que le contaron por carta.

Por ahora la estampa extraterrestre  de una Azul rajada para sacarle los huevos para curar asmas, seguía  pinchada  al  poema francés de la pared dedicado a su novia, que no terminaba de llegar, casi dibujado con su caligrafía de monja iluminista para  hacerla entrar en ese anacronismo  –decía la novia, llamado literatura francesa: Etoile fanée  du jour/ et toujors l’ étoile au coin des lévres/ parce que lasse/ tu dors/ sur mon épaule.   Puro sentimentalismo sonoro, -también dijo, que ya tendría que haber llegado, pero, así, poquito a poco, que perdonara Petherbrige, pero los franceses también tuvieron literatura.

-Puro sentimentalismo musical de panaderos, dice de pronto Petherbrige wagneriana soltando las cibelinas negras, a París no se iba a reverenciar  nada ni nadie. Qué raro,  lo mismo que dice mi novia, pero abría muy grande sus pepas azules y como exagerando el acento norteamericano porque sólo le interesan las lenguas orientales y las amazónicas y de pronto 1900 se instaló en la pieza con una walkiria bien alimentada y un doberman que sólo entendía de antropología y revolución cubana, aquello se empezaba a parecer a la cama de Nathaly Barney soltando piel y sentido práctico  por todas partes así que no sé cómo  terminaron riendo a mares porque el aterciopelado color gris ratón que parecía un doberman  que respondía al femenino  Henrriette estuvo cazándole la trenza y cuando al fin la atrapaba  se la daba a la señora Petherbridge, con ella aún pegada detrás,  hasta que sus pájaros  tocaron a la puerta  pasada la medianoche,  que el chofer estaba listo, que empezaba a nevar. Los cocodrilos de las botas se pusieron ansiosos de nieve, las martas diamante negro les saltaron otra vez al cuello  y el otro animal, Henriette, volvió a sus melancolías. Las chicas de las plumas que se presentaron, la una como asistente de la señora y la otra como veterinaria exilada  Argentina, cuidadora del precioso animal  Henrriette, pusieron cara de asco viendo mi cuarto desde la puerta, lucían  como codornices rellenas, Henrriette puso más cara de grima pero de sólo verlas a ellas. Se notaba que estaba harto de ser un perro existencialista con nombres caprichosos de cachaperas ilustradas. A él le regalé la foto de Azul que se llevó en la boca, otra vez feliz. 

En mi pueblo, seguí, ahora mostraba el álbum entero, se daban bromelias impresentables. Ni góngoras ni albertinas, las alboroseas eran casi castas al lado del gabinete de reconstrucción vaginal que crecía allí. Cuando el río se secaba desaparecían y era un alivio para el puritanismo de entonces. Hasta que volvía el río y más atrás esas mujeres flores lamedoras de los hormigueros. De niña me la pasaba escribiendo en el hormiguero del patio de tamarindos como si se tratara de las escrituras de un catastro que me hacía la dueña de un territorio. Las parásitas, como taras miméticas, cambiaban de color. Las había parecidas a entrañas expuestas y otras crecían como prótesis injertas al cuerpo del hormiguero. Todavía no había aparecido en las miradas un cirujano maestro  asomado sobre las orquídeas erectas de Cataniapo igual que asoman ahora los consumidores de narices, de glúteos, de gramos de pelo y silicona, centímetros de pene y ceja. Quien tuviera ojos que viera. Los insectos que eran orquídeas microscópicas y clítoris crecidos mojados en el río, como se ponían en remojo las planchas dentales del vaso de agua y las inocentes hombreras y pelucas se cocían, se oreaban, se descosían, se pintaban y quitaban colores de ojos y prepucios, vaginas con caninos manchados de rojo, vulvas con luz naranja y sombras azules a punto de silbar, la vida bajo los tamarindos era un laboratorio de mandíbulas incansables pero se expandía como un manuscrito de maleza árabe que mi pena y mi rabia componían. Solamente el haiku podía contener lo que una sola letra del nombre de Sawäb, mi novia de infancia, que un viajero me explicó cuando vio el nombre que tatué en las frutas del taparo cuando yo tenía seis años y me convenció de que  aprendiera a leer y escribir. Árbol sagrado o verbo responder. El que responde cuando llamas. El viajero no volvió, Sawäb tampoco. Azul, la iguana, me seguía por todas partes y le leía mis poemas horrorosos. Lo único que habíamos estudiado Sawäb y yo era algo de Darío y Santa Mistral.
Pero hace rato que el perro Henrriette y la señora Petherbridge recogieron sus rasos y animales desollados para el frío y otras cosas que no sé por qué se las han llevado porque  las asistentes de picos rojos lucen aún más esponjadas. Me vaciaron la pieza.


   Y ella, que hubiera querido que se quedaran hasta la llegada de la otra  que admiraría orgullosa el dibujo de khol que le hizo a la visita, transformada en una catira con ojos de novia de Nefertiti que hicieron ladrar al doberman, primero de susto, después pidiendo caricias de khol porque ni la trucha ni mi pelo le sentaban mal. Ahora las visitas parecen un desnudo en el Nilo, para que cuando aparezca la novia vuelva a decirle que todo lo que tocaba lo volvía Sylvia Kristel  en Emanuelle. Tremendo  halago para las chicas de la generación de su novia que aunque supieran leer la escritura femenina quitándole mariqueras, para la cama sacaban una combinación de transgresiones coloniales de lo negrote grandote con un hada miss universo en cuatro patas. La novia no llegó ni esa noche ni nunca más.
                             
                            -¿Emmanuelle? Hace rato que se había desinteresado en  el cuento de aquellas bollobobas setenteras que se formaban en París.
   - Era la chica holandesa  con ojos de zafiro de una serie supuestamente porno y gafa, casi como Sexo en la ciudad pero destinada a la educación sexual de las estudiantes de humanidades de los años setenta. En una aventura de Bankok  se vistió para un safari y cazó a una mujer para ella sola. Lo malo es que seguía una estética del porno aguado, sentando la  pésima impresión de que dos mujeres en la cama se dedican al ballet y a los arreglos florales.

                           - No descargues con la gimnasia rítmica, te recuerdo lo que le pasó en la cama a dos balletistas de punta, en Valencia. ¿Cómo era eso de las clases de Puericultura con Emanuelle?

   Pero en sus días junto al Sena con aquella novia que encontraba que todo lo que tocaba lo volvía porno, después de la visita de los Petherbrige,  el amor se mudó al elegante Passy. Y con todos los libros que sacaron de su cuarto, quién las entiende, si la mayoría eran de tonterías francesas, pero es que a fin de cuentas la ahora ex se los había regalado con la beca cuando ella prefirió una caja con cama en el séptimo piso, pagado por su cuenta y no compartir gastos de apartamento que no podía. Mi ex solía argumentar que  una intelectual becaria del país jamás se rebajaría a un cuarto de criadita, pero yo distraída, embelesada  con las mariconas canónicas, vivía saboreándome lo mío, a fin de cuentas a los veinticinco todo está lleno de vistas. La ex guerrillera norteamericana sí entendió cómo eran los negocios de las intelectuales en el campo cultural, no había leído El cuarto propio ni La risa de La Medusa ni No hay tiempo para rosas rojas ni Qué carajo hago yo aquí, los himnos de los destapes revolucionarios caraqueños,  ni falta que le hacía, porque se especializó en tercer mundo  donde se conseguían mujeres de buen cuerpo, bien criadas e inofensivas, con inocentes pasiones por los animales o por la solidaridad social o por la moda o por el autoconocimiento.
  

               - Y entonces, ¿dejo esa parte? le pregunto, pero ella aparta su manuscrito y el mío y enciende la pantalla donde un famoso portugués especialista en anos se acaricia mientras una mujer es olida por otra con cuerpo de doberman y brillo de zafiro en la pelambre. Y de todo, ésto es lo más cursi, me dice, esto, bórralo.

Cuando empezaron los rumores  de que yo había enterrado a  Sawäb en los tamarindos me fui de Cataniapo, pero lo que pasó, de eso, mejor que lo escriba  ella.

© Dinapiera Di Donato

Una versión de este relato se editó en el libro Dos Orillas.




Dos Orillas, es una recopilación de cuentos lésbicos en el que participan una veintena de escritoras tanto españolas como americanas que apareció en 2008 en Barcelona, editado por  el Grup E.L.L.E.s en colaboración con la editorial gay y lésbica Egales. Además, han hecho el esfuerzo de crear también una edición en inglés para promocionar las escritoras hispanas en los ambientes anglosajones.
La edición ha estado a cargo  de Minerva Salado. Aparecen en este libro  relatos de Sonia Rivera Valdés, Magaly Sánchez Ochoa, Susana Guzner, Rosamaría Roffiel, Margarita Drago, Helen Dixon, Dinapiera Di Donato, Tatiana de la Tierra, Lola Robles, Odette Alonso, Lucía Suárez Reyes, Mariela Varona Roque, Paquita Suárez Coalla, Isabel Prescolí, Anna Lidia Vega Serova, Jacqueline Herranz Brooks, María Concepción Regueiro, Patricia Toledo, Mabel Cuesta y Artemisa Téllez.


Con temperancia, por Dinapiera Di Donato, Nueva York, junio 2009







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Buenos días, Viviana. Hoy, con "temperancia", recorrí solamente los fragmentos de novelas y tu entrada defendiendo la palabra puta...tratando de desemantizarla. Tal vez no te quede otra que hacerlo a través del relato o la poesía o es que tienes todavía la energía para sostener el activismo, la creación y la lucha por la locha. Disculpa, no conociste la locha, cuando llegaste frente al Ávila ya la monedita gris sin la gracia de la plata era un dicho; ah, es que cuando era niña en Venezuela las monedas eran de plata salvo la locha y el centavo, no sé si llegaste a manejar bolívares de plata.

Tú me preguntas pero a mí me gustaría preguntarte, pero no hay tiempo, lo sé.
Me gusta tu blog que es como los cuadernos del libro que fue una de mis biblias, por unos días, en mi vida de veinteañera: El carnet dorado, de Doris Lessing. Las otras biblias de esa misma época, como te imaginarás, fueron Rayuela, El bosque de la Noche y La pasión según GH, descubierta Lispector a través de Cixous. De los días en que ya no iba a las marchas, en París. Tu blog funciona como los distintos cuadernos de la escritora de la novela de Lessing. (…)

Dinapiera Di Donato
Nueva York, junio 2009

Bella durmiente con cobra (Ejercicio para un bosque), de Dinapiera Di Donato





                                                                 
                         Para Milagros  Bello que sí conoció a Rose L. y otras
en Lauriston. Donde encuentras las tijeras Vitry del siglo dieciocho.

       
 La Cobra, que no podía actuar sino al momento del crepúsculo, no terminaba de aparecer, pero ya en el jardín nebuloso no se oían los pájaros y sólo se entrecruzaban los silbidos de los aparatos de sonido en expansión. Parecen colmillos frotados de elefantes peleando, dijo Andrés-Ojito de Carnero y su voz también me llegó amplificada.
Es que en esa hora algunos bosques de la ciudad semejaban cuevas donde todo resonaba. Las palabras de Andrés-Ojitos subían por las ramas cercanas a la mesa blanca de hierro forjado, rebotaban contra los pinos que crecían por los lados del bosque del fondo y se regresaban cayendo en el hueco de mi mano que también parecía un pozo de ecos.
Después sonó algo como granos de azúcar contra los ventanales de cristal y era Andrés-Pezuña de Cabrito  que me quería decir algo pero cuando me acerqué ya no arañaba entre las cortinas. Una silueta refulgente lo había apartado con sus grandes aletas espinosas: era La Cobra, con su capa de fósiles, pitón amarrada a la cintura y el inmenso chal bordado de escamas fosforescentes que se pegaban al vidrio como ventosas y por los ojos de las escamas yo sentí que ella estaba controlando la temperatura del público reunido en el jardín. Esperé que apareciera Andrés-Pulgarcito-Savoy desde otro ángulo pero La Cobra se repetía por toda la cristalería, espiándonos.
En realidad languidecíamos haciendo juego con las estatuas y hasta los meseros dentro de sus trajes rigurosos eran piedras bien pulidas. Los espacios se agrandaban suavemente entre las sillas con sus espalderas de arabescos y en cada grupo se levitaba un poco mientras alguien replicaba un monótono cómo dices susurrado únicamente para sí frente a otro que absorbía un licor delicado como objeto de arte.
Yo no entendía qué le pasaba a todo el mundo aquella tarde donde nadie se reconocía y los saludos se limitaban a un tenue gesto de la mano casi con guante, como bocanadas de humo lanzado por divas. Hasta se podía oír las nubes "que pasaban sobre los grupos como manto de maleficio, trastocándonos", al niño Andrés le aburrían mis imágenes y paré de contarle lo del encantamiento de cien años, pero sí estuvo de acuerdo en que parecía "que allí de pronto habíamos dejado de ser caribeños desproporcionados, ruidosos, lindos y felices”, festejando en los jardines de las embajadas los años de dictadura o el triunfo de la democracia o alguna otra cosa de ésas que se solían celebrar entonces con gran lujo.
Será que les impresiona La Cobra o que hay que impresionarla a ella, llegué a pensar. Porque aunque éramos un pueblo descreído y ligero conservábamos la manía de la solemnidad y de todo acontecimiento hacíamos ocasión ideal para conmovernos hasta lo más profundo del centro del corazón de nuestras más patrióticas entrañas para después hacer un chiste.
Pero fue Andrés-Huesito quien me reveló el misterio de las cabezas cariacontecidas. No era por La Cobra, no, Andrés-Aceituna me preguntó que si yo no me regresaba pronto para mi país, como todo el mundo, en caso de que mi país fuera el suyo porque el suyo estaba ahora en quiebra y esa era la última fiesta que daba la Embajada antes de cerrar.
La última frase la dijeron unas trillizas a coro, para entonces ya los niños formaban banda aparte y lucían algo raros con sus disfraces predilectos, supuse. Y es que La Cobra que echaba fuego por la nariz -seguía explicando Andrés-Tripita- a los niños los volvió pescados. Yo me quería alejar para pensar, además ya me sentía en un cuento de los siete enanos, pero tampoco podía correr el riesgo de caer en manos de ex diplomáticas, ex poetisas, o ex pintoras especialistas en artes del fuego, que me recitarían de memoria y sin acento a Proust, por lo de mi lado literato, y que seguidamente me contarían un atroz chisme de ultramar, por lo de mi lado compatriota.
Yo estaba en la fiesta por una cita de amor que ya había concluido porque al llegar alguien me entregó un sobre con postales,  una de Madame Rose L., la cineasta, muy joven, seguramente de la época en la que fue feliz en Lauriston, porque los ojos le brillaban intensamente y a mí no me brillaron más porque por detrás estaba escrito: imposible. Tomo avión Charles de Gaulle Caracas a las 18.  Asunto grave.
Las trillizas, hijas de doctores en Economía de los pueblos -en vía de desarrollo, me estaban explicando detalles, siempre a coro. Lo de las cifras de la banca internacional no me quedaba claro entonces, -tampoco ahora-, además ellas hablaban mitad en inglés, que Andrés-Tripa de Pollito traducía, primero al polaco –su lengua materna- y por último a la lengua de su papá, pero ya para cuando él reencontraba fluidamente la lengua de su padre venezolano los otros enanos políglotas llevaban rato haciendo chistes en francés, que me distraían, que ¿cuáles fueron las razones que dio Giscard cuando salió corriendo del Elysée? que porque todo estaba plagado de mites errants, y las trillizas risas, a coro, y ahora en venezolano otro chiste, cómo se dice caraota en chino. "Caraota" no es zanahoria en español, ¡gafas! se desquitaba Andrés-Polaquito por mí que no había entendido el chiste de Miterrand,  ni el de la quiebra del país.
No sé por qué los empecé a compadecer, tan resueltos a llevar sus comedias de bobitos hasta el final para complacer a esa adulta idiota que era yo, tratando de contarles una película de Rose L. para concentrarme en ella y no en lo que estaba escrito. La segunda postal era Marcel Duchamp posando en Rrosa Sélavy con el aforismo número 2 de Desnos detrás: Rrose Sélavy demande si les Fleurs du Mal ont modifié les moeurs du phalle…chiste privado. Ellos me compadecían.
Tan torpe, tan desinformada, era mi culpa: desde que me enamoré de una compatriota sólo creía en milagros, no volví a leer los periódicos y ni siquiera leía atentamente las cartas alarmadas que me empezaron a llegar con cheques francamente reducidos. De pronto recordé, en los últimos envíos ya no había cheques de regalo. Y ... claro, ahora podría también explicarse la inestabilidad emocional de mi amante, que nos llevó a separarnos hacía un mes y que no viniera a la cita y la absurda nota y la melancolía de todo el mundo esta tarde.
Ahora Andrés-Espinita me dijo que todos éramos pirañas y me invitaba a caminar por el bosque para cazar cosas. Y avanzamos entre arbustos cada vez más altos cuando empezaron a caer gotas y un poco más adelante nos encontramos con que en el centro del bosque llovía a cántaros y todos los enanitos de la fiesta nadaban allí, brillando como cardumen. Bastó desandar diez pasos y en la reunión todo seguía igual, ni una sola nube de agua.
La Cobra ya había salido al escenario. Se estaba agitando como lava ardiendo, lanzada hacia el poniente. Era su conocida Despedida solar, para voz de soprano, maraca, agua, cocuiza, caolín y saxo. Todo se animó y llegó tanta gente que sólo se podía estar de pie, apretados unos contra otros, obligando a muchos a treparse sobre las mesas ya sólidamente ancladas. Por todas las puertas y ventanas que daban al jardín asomaban brazos y piernas nerviosas que saludaban el espectáculo. En menos de media hora habían acabado con los aperitivos que fueron engullidos junto con los centros de mesa de flores apetitosas. Los meseros huyeron bajo amenazas cuando se negaron a entregar la reserva de piña colada y ponche crema destinada en principio a las señoritas.
El grupo de lacanianos y los tesistas del doctor Duvignaud, preocupados, quisieron formar un comité de orden con los becarios de Beaux Arts pero no se ponían de acuerdo acerca de si aquello era tensión colectiva desbocada y mal canalizada o sana catarsis, ni si lo de La Cobra era ritual seudoreligioso primitivo o performance de avanzada y en lo que sí estuvieron de acuerdo fue en que cómo era posible un tal desastre económico en un país tan, pero tan, y hasta lloraron un poco hombro con hombro, empujados por la marea. No era justo, no era justo, no era justo, tener que regresar sin, sin, sin haber cerrado procesos vita... Ahora se levantaban alaridos, por lo que fueron apareciendo discretamente las fuerzas del Orden con antigases  y alguien saltó al escenario y le quitó el micrófono a La Cobra para declamar que a él, a él que llevaba el mismo nombre del padre de la patria, a él nada menos lo había agredido vieja con perro so pretexto de que nadie estaba tranquilo en la cuadra por el escándalo de esos negros, ¡nos llamó negros!, de esos árabes, señores, ¡nos trató de árabes!, y no pudo terminar porque la agregada cultural intervino para pedir por favor señores, dejemos actitudes tercermundistas, ¡francamente!
El papá de Andrés-Andrés se estaba abriendo paso a codazos, venía en dirección  a nosotros que mirábamos todo desde la entrada del bosque, bien abrazados. Yo le acababa de contar al niño otra historia con Madame Rose pero por qué esa foto-postal y no otra, yo recordé que la vi enviar muchas así, la misma foto, Madame Rose sentada radiante, un vasito de cristal con un tulipán pintado, junto a su mano pequeña, un cuadro en la pared a su izquierda con el perfil de pájaro de su actriz preferida que ella misma se encargó de hacerla fracasar, por caprichos de su endiablado carácter. Historias de hace cuarenta años que no sé por qué pusieron a  llorar a Andrés, es por el perfil de pájaro, explicó y luego me quiso tomar una foto porque yo y que era en realidad un payaso bien bonito.
Desde el principio me había confundido con uno cuando vio mis pantalones blancos anchísimos con un estampado de globos. Se le escapó al padre y corrió hacia mí pero se tuvo que parar en seco al terminar de verme de la cintura para arriba, entonces me lanzó un puñado de aceitunas y me preguntó a una distancia prudencial si yo era la señora Cobra porque eres feísima, dijo, pero desde entonces me siguió, haciéndome insólitos regalos: ramitas florecidas, aceitunas a medio morder, una barajita con el señor del universo y guardián de las galaxias, una copa de vino blanco que alguien olvidó en una mesa, y por último unas groserías en otros idiomas que yo iba apretando con fuerza, como el resto.

Aquél es mi papá, volvamos al bosque, gimió Andrés-Pescadito del monte.  Y corrimos porque así nos mojaríamos  menos pero después nos quedamos largo rato viendo una mujer de piedra que se bañaba en hojas secas y los enanos-peces llegaron a hacerle cosquillas en un pie muy blanco y Andrés quería que le diéramos mi collar de ojos de tigre, por el nombre que lo hacía reír, pensó en su desdentado, pero pronto se oyeron las voces de las trillizas organizando el regreso porque por allí andaba una loca drogada que se había robado un niñito y ya estaba demasiado oscuro. Andrés-Garabato entonces me reveló un secreto: le dio tres golpecitos al tronco de un Castaño manchado y el banco de piedra más cercano se movió de sitio. Era la entrada a un sótano antiatómico donde he venido muchas veces, dijo Andrés-Acure, fuimos bajando hasta que dimos con la jaula donde dormitaban unos ángeles pestilentes. Son muy malos, me explicó mientras metía la mano y acariciaba la pelambre metálica de uno que abrió un inmenso ojo gris plomo y le hizo un gruñido amistoso. No los toques tú, son mutantes y comen plastidios raros, están hechos de fibras de seres vivos. Y seguidamente destapó un barril del que sacó puñados de aceitunas de Chipre para arrojárselas  y todos despertaron y las atrapaban en el aire. También les gustan las semillas de merey tostadas. No te quites los lentes, murmuró Andrés, y luego dirigiéndose a las criaturas ¿Verdad que es un payaso bien bonito? y se dispuso a abrirles la reja.

©Dinapiera Di Donato
de libro 
Noche con Nieve y Amantes
Fundarte, Caracas, 1991