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hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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Victoria Ocampo: la vanidad del mal / Jacqueline Goldberg





«En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, tuvo el valor de ser un individuo… Dedicó su fortuna, que era considerable, a la educación de su país y de su continente… Personalmente le debo mucho a Victoria, pero le debo mucho más como argentino».

Jorge Luis Borges

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Victoria Ocampo fue, más allá de casi cualquier cosa, una gran flâneur y, en consecuencia, una exquisita cronista de cotidianidades y vanidades. Llamaba «testimonios» a sus textos, a sabiendas de que podían estar a medio camino entre la tontería y la lucidez, sin que ello fuera bueno o malo.

Se paseó por las grandes aceras del mundo, surcó con sus míticos anteojos blancos los epicentros de Europa y Estados Unidos, siempre atenta a novedades que volcar en palabras, hacer causa y reproducir en la Revista Sur, que fundó en 1931 y cuyo Consejo de Redacción integraban Eduardo J. Bullrich, Oliverio Girondo, Alfredo González Garaño, Eduardo Mallea, María Rosa Oliver, Guillermo de la Torre y Jorge Luis Borges. Este último, poco dado a las alabanzas, sobre ella escribió: «En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, tuvo el valor de ser un individuo… Dedicó su fortuna, que era considerable, a la educación de su país y de su continente… Personalmente le debo mucho a Victoria, pero le debo mucho más como argentino».

Victoria Ocampo (Buenos Aires, 1890-1979) es una figura mayúscula de la vida intelectual sureña: la primera mujer que integró la Academia Argentina de Letras, líder cultural y pionera en la lucha por las libertades e igualdad del género femenino. Fue la primera mujer en obtener el registro de conducir, usaba pantalones, fumaba, escribía en la prensa, fue prisionera política y luchó contra el nazismo durante los años de la Segunda Guerra Mundial, enviando alimentos y ropa a Europa, así como albergando a judíos escapados de las garras de Hitler.

En marzo de 1946, invitada por el Consejo Británico para las Relaciones Culturales se dio a una travesía que la llevaría a Estados Unidos y Europa, pasando primero por Río de Janeiro, Puerto Príncipe, Miami, Washington, Nueva York —asistió a las primeras sesiones de la recién fundada Unesco— para llegar finalmente a Londres, donde pasó todo el mes de abril en intenso contacto con la intelectualidad allí residenciada. Desde cada uno de los recodos visitados escribió cartas a sus hermanas Angélica y Pancha, ofreciendo pormenores de sus impresiones más hondas y superficiales, sus clamores intelectuales, pero también los de una mujer de clase alta que se hospedaba en lujosos hoteles y se quejaba de su dura y alta cama en el Queen Mary, revoltijo convertido en transporte de tropas que describe como una «casa abandonada, sucia, en que las cosas rotas quedan rotas sin que nadie haga el menor esfuerzo por componerlas».

Victoria Ocampo viajó el 5 de junio de Inglaterra a Alemania para presenciar breves momentos del Juicio de Nuremberg. Arribó a la ciudad en ruinas —«ese hermoso Nuremberg irreconocible», dijo— en un avión que mostraba las entrañas y «olía a batalla». Allí permaneció dos días en los que, además de formar parte del público anónimo y silente sentado frente a los asesinos nazis, entre ellos el temible Hermann Goering, se paseó por los escenarios de los discursos de Hitler, cenó con oficiales estadounidenses y se asomó a salones de baile.

Ocampo da cuenta sobre sus horas en Nuremberg en La viajera y sus sombras, crónicas de un aprendizaje y en Cartas de posguerra, estas últimas publicadas como reapertura de la Editorial Sur, fundada por la propia Ocampo en 1933. Ante una Hannah Arendt y el rigor de la aguerrida escritura de su Eichmann en Jerusalén, la mirada de Ocampo pareciera de pronto frívola, sus detalles minuciosos e innecesarios, la guerra y sus víctimas accesorios de un reportaje de revista femenina. Al lector solemne puede sacudirlo la molestia de Ocampo por los soldados americanos ebrios que pretendían tomarla por la cintura, sus relatos acerca de la presencia de una naranja solitaria en un plato, de las rosas que brotaban de un cerco, el ribete malherido de una realidad que, pese a todo, y a su manera, la perturbaba: «La tarde, ayer, era magnífica. Un cielo sin nubes, y la luna nueva. Las ruinas eran más impresionantes. Dicen que hay todavía setenta mil personas metidas bajo los escombros».





La escritora mexicana Silvia Molloy señala, en su minucioso prólogo a La viajera y sus sombras, crónicas de un aprendizaje, que el yo del segmento del libro titulado «Impresiones de Nuremberg», «no menos autobiográfico que el yo de sus otros textos (y no menos marcado por el género: es la única mujer invitada y observa, por otra parte, la ausencia de mujeres entre los inculpados), sabe, sin embargo, que su lugar en esta crónica, en relación con la magnitud de los hechos que narra, es mínimo. Este admirable (y en ella no muy frecuente) distanciamiento de la primera persona, apuntalado por el oportuno ninguneo del que Ocampo es víctima —sus compañeros de viaje apenas le prestan atención: «yo parecía ser una especie de mujer invisible»—, le permiten un anonimato fecundo, una mirada nueva que agudamente capta lo insólito, lo absurdo, lo grotesco; una mirada que, al pasar por el espectáculo de la ciudad derruida, enfrentándose a la curiosidad hostil de los sobrevivientes, se sabe «horriblemente indecente». Como nunca, la crónica de la experiencia en Nuremberg atiende al matiz, capta el detalle, adivina que lo normal se vuelve excepción en un mundo que ha dejado de serlo.»

«Salgo mañana para Nuremberg, con más curiosidad que entusiasmo», escribió Ocampo a sus familiares en Buenos Aires, lamentándose de su eterno discurrir entre valijas. Una vez en la ciudad alemana, remitió dos misivas, en una de las cuales —entre demasiadas palabras en inglés y francés, como era natural en ella dado su asombroso trilingüismo— se detiene a explicar que no hallaba un «toilet», que no comió el almuerzo que le sirvieron antes de entrar a la sala del Trial y que en el hotel donde se hospedaba las sábanas eran dudosas.

Sorprende en ese mínimo par de cartas la descripción que la escritora hace del custodio de Göering, incluso envía un recorte de periódico en el que se le ve y en la propia carta lo dibuja a mano: «Al lado mismo de Goering, un soldado americano espléndido, con un modelito que me gusta mucho: traje kaki, cinturón blanco, casco banco, polainas blancas y un simple palito blanco en la mano. Detrás de cada acusado uno de estos reales mozos. Parados así como una estatua de buena carne fresca. Los que no tienen nada de carne fresca son los acusados. ¡Qué caras! ¡Qué derrumbe físico!».

En una crónica tan vacua como incisiva, continúa su percepción de aquel momento: «Si muevo un poco los prismáticos, pierdo el uniforme norteamericano y la mitad de Göering y encuentro a Hess. Me recuerda los monitos que en los días de invierno se acurrucan, desamparados, contra los barrotes de su jaula. Tiene los ojos muy juntos. Parece friolento e indiferente, atento a su propia distracción como quien, mirando por la ventana, se aplicara a ver únicamente los pequeños defectos o las manchas del vidrio».

Los nazis producen en Ocampo una particular voracidad imaginativa. Alfred Jodl le recordaba a «Laurel», el personaje de la serie televisiva El gordo y el flaco: «El ademán de Jodl resulta cómico porque evoca, en un momento de gran dramatismo (¿ignoraba o no ignoraba —se le pregunta— los crímenes cometidos en tal fecha?), el de las telefonistas». La escritora argentina concluye: «Comprendí en Nuremberg lo que es vivir en un país de vencidos en que fermentan los rencores. Sólo los vencedores pueden hacerse una gloria de una ruina. Entre los vencidos, ruina es sinónimo de humillación».

Ocampo, aún en medio de lo terrible, se sentía en Nuremberg como en los teatros a los que la llevaban de niña para escuchar música clásica, lo cual explica una cierta incapacidad para traspasar la costra de la realidad: «Las personas mayores, deseosas de satisfacer mis apetitos de melómana, solo me informaban vagamente de lo que pasaba en escena, juzgando si Wagner o Mozart eran buenos para mis jóvenes oídos, los libretos de Don Juan o Tristán podían ser perniciosos para mi alma. Esta vez nadie me prohíbe estudiar el libreto a mi antojo: principios y dificultades jurídicas, leyes internacionales, problemas múltiples. Pero lo que me fascina es la melodía, no la letra. Tantas cosas permanecen latentes detrás de la palabra, enmascaradas por ella».
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Hannah Arendt (Hannover, 1906 / Nueva York, 1975) estuvo a Jerusalén entre abril y junio de 1961, también por voluntad y antojo. Apenas se enteró de que Otto Adolf Eichmann había sido capturado un año antes por un comando israelí en un suburbio de Buenos Aires, reprogramó el enjambre de su agenda y se autopostuló como reportera de la revista The New Yorker. De inmediato fue aceptada: era una pensadora de lujo que miraría al nazi de la cabina de cristal más ferozmente que cualquiera. Su historia personal así lo imponía, pero sobre todo aquello que había acopiado previamente sobre el Holocausto, el existencialismo, el Totalitarismo y lo que terminó por definir como «la banalidad del mal»: «Fue como si en aquellos últimos minutos [Eichmann] resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes».

Arendt fue profundamente juzgada cuando, en 1963, publicó el conjunto de sus artículos bajo el título de Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal. Allí hablaba de un proceso realizado correctamente, criticaba el rol de los consejos judíos y del recién creado Estado de Israel y concluía que no podía haber una culpa colectiva: «Donde todos son culpables, no lo es nadie [...]. Siempre he considerado como la quintaesencia de la confusión moral que en la Alemania de la posguerra aquellos que estaban completamente libres de culpa comentaran, entre ellos, y aseguraran al mundo cuán culpables se sentían, cuando, en cambio, sólo unos pocos de los criminales estaban dispuestos a mostrar siquiera el menor rastro de arrepentimiento.»



 
A Hannah Arendt se le recriminó venenosamente un desamor hacia el pueblo judío. El Premio Nobel Saúl Bellow señaló que «Banalidad es la máscara detrás de la cual se esconde una voluntad extraordinariamente fuerte de eliminar la conciencia». Y Gary Smith acotó que Arendt era «una judía llena de odio contra sí misma».

Más allá de tenaces juicios, de sus vocablos espesos y la magnitud de su claridad filosófica, en ciertos momentos la autora se permitió la vanidad de lo que veía frente al hombre del cristal y menciona la reacción de los diversos personajes a su alrededor, en lo que Victoria Ocampo mostró ser una maestra. Arendt acota frases como: «Pese a los insistentes consejos de su abogado, Eichmann no alteró su tesitura.». (…) «En momento alguno adoptaron los jueces actitudes teatrales. Entraron y salieron de la sala caminando sin afectación, escucharon atentamente, y acusaron, como es natural, la emoción que experimentaron al escuchar los relatos de las atrocidades cometidas». O como esta otra con la que habla de la teatralidad del juicio: «A medida que iba revelándose la magnitud ‘de las penalidades sufridas por el pueblo judío en la presente generación’, y a medida que la retórica de Hausner adquiría más y más ampulosidad, la figura del hombre en el interior de la cabina de vidrio se hacía más pálida y fantasmal. Aquella figura no daba signos de vida, ni siquiera cuando el dedo acusador lo señalaba, y cuando la voz indignada clamaba: ‘¡Y aquí está sentado el monstruo responsable de todo lo ocurrido!’».




 
Hay una frase en la que Arendt, pese a su tesitura, se permite un dejo de esa feminidad inaplazable que hace de las miradas de soslayo todo un acontecimiento: «Miré con disimulo alrededor, y advertí que las palabras de la mujer a nadie le habían parecido extraordinarias. Uno tiene la sensación de que esta historia, como todas las historias reales, no es completa. Hubiera debido haber allí una voz, preferentemente femenina, que tras lanzar un profundo suspiro añadiera: ‘Y pensar que hemos malgastado tanto y tanto gas, bueno y caro, suministrándolo a los judíos…’»
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Aún deseándolo, no hay posible comparación —más allá de un ejercicio lúdico como éste— entre Victoria Ocampo y Hannah Arendt, ambas testigos y escritoras de excepción de los juicios emprendidos contra los nazis. Una era desmelenadamente latinoamericana; la otra, lacónica y alemana. Perseguían realidades distintas, reflexiones prendadas de muy divergentes pasiones. Ante la magnitud filosófica y política del testimonio de Arendt, el de Ocampo ha sido percibido como una insalvable ausencia de compromiso, con una enorme y fría distancia emocional e intelectual, una suerte de «paseo turístico». Sin embargo, no lo es del todo. Sus crónicas sobre Nuremberg hablan de un sentirse replegada sobre sí misma, «hecha un ovillo, paralizada, crispada hasta perder contacto con mi propio corazón. La atmósfera de la ciudad me entraba por todos los poros. No lograba sustraerme a ella, ni remediarlo». Ocampo menciona que a su regreso sufrió un deshielo tras el cual «sentimientos y pasiones toman un color uniforme».

Hay que reconocer que la frivolidad que campea en muchos de los textos de Ocampo es, sobre todo, apariencia; que en su mirada hay una sostenida conmoción que no pestañea para recalcar lo insólito, lo terrible, incluso lo inútil de los testimonios de víctimas y victimarios; aquello que, guste o no, también deja a la Historia un fecundo retrato de los juicios contra los nazis, donde el mal se mostraba banal, pero también vano.

Caracas, octubre de 2010


Bibliografía
Arendt, Hanna. Diario filosófico (1950-1973). Herder. Barcelona, 2006.
Ocampo, Victoria. Cartas de Posguerra. Sur. Buenos Aires, 2009.
Ocampo, Victoria. La viajera y sus sombras, crónicas de un aprendizaje. Fondo de Cultura Económica para América Latina. México, 2010.
Young-Bruehl, Elisabeth. Hannah Arendt: una biografía. Ediciones Paidós Ibérica. Barcelona, 2006.