“Relato experiencias que
suelen callarse”
El destierro, la
imposibilidad de regresar a Chile, su infancia, su lucha con el idioma
y sus
otras batallas personales, son algunos de los temas que analiza el escritor,
a
propósito de la publicación de sus memorias:
Ariel Dorfman, a sus 70 años, hace lo que quiere, dice lo que piensa y con educación
plantea sus exigencias. Por ejemplo: “Prefería que la entrevista fuera por
mail. Mientras más relacionadas con el nuevo libro, mejor”. Y si hay
repreguntas, nos avisa, sí tendríamos la chance del teléfono. Las entrevistas
por mail son más frías y en apariencia controladas, pero se dejan llevar por el
tono intimista a la que la correspondencia obliga. “En general, me gusta
responder por escrito y luego podemos aclarar algunas cosas por fono, pero
prefiero tener certeza de que mis palabras serán reproducidas en forma
fidedigna; más tratándose de un libro tan controversial y posiblemente polémico
y, creo, benditamente transgresivo”.
Quiere
que la entrevista sea sobre su último libro Entre sueños y traidores. Un
striptease del exilio; en el que relata sus años de exilio, la imposibilidad de
regresar a Chile, aun con la democracia; pero al mismo tiempo es también una
bitácora de su infancia, de sus viajes, de su intimidad y, claro, de su fe
política. Porque en la vida y en las memorias de Dorfman hay tres patrias,
varios exilios forzados que lo atraviesan, política nacional, política
internacional, una relación de amor/odio con los Estados Unidos, Buenos Aires y
la incógnita del peronismo. Hay muchos libros y entre ellos por supuesto Para leer al Pato Donald . También tiene fotografías del sueño socialista que
terminó en la pesadilla de Pinochet. Y enseña el drama maravilloso del idioma.
Porque Dorfman escribió sus memorias primero en inglés –el idioma al que había
renunciado de una vez y para siempre en 1969, por ser la lengua del imperio– y
luego en español. Tiene una historia de amor apasionada y en apariencia sin
demasiados sobresaltos con Angélica a quien define como la “co–protagonista del
libro”, pero también dos trágicos 11 de septiembre.
Sobre
todo eso entonces podemos preguntar y entre tantas dudas incluir algunas más
que lo entrometan con el presente. Sus respuestas son largas y vuelven con un
nuevo pedido o advertencia. “Ruego que, habiéndome tomado tanto tiempo en
responderlas, me las publiquen en forma íntegra”. Lo intentamos.
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1973. Poco antes del golpe, con su mujer Angélica.
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¿Por
qué considera que éste es un libro controversial y transgresor?
Salí de Chile en 1973, después del golpe, creyendo muchas cosas, tanto acerca
del mundo como acerca de mi persona y durante los casi veinte años que estuve
afuera (con retornos intermitentes y frustrados) sufrí transformaciones
radicales, tanto políticas como personales y lingüísticas. Aunque a la larga no
me arrepiento de lo que viví ni de las decisiones que tomamos con la mujer de
mi vida, Angélica, para lograr sobrevivir a esos trances tan duros, me doy
cuenta de que gran parte de esa historia es la de alguien que se contaminó,
quizás inevitablemente, durante el destierro, que de tanto combatir el mal
perdió un poco la brújula. Mostrar ese proceso, paso a paso, para que los
lectores lo comprendan junto conmigo, es lo que anima estas memorias. Se trata,
sin embargo, de una narración que viene a ser, creo yo, descarnada, a la que no
estamos acostumbrados en América Latina, donde seguimos enamorados de la
biografía heroica, fruto tal vez de un resabio del honor que heredamos de
España y, quizá más remotamente, de los moros. Puede chocar que cuente
incidentes incómodos que no me honran. De ahí el subtítulo de “striptease”,
alguien que se va sacando la ropa y, en mi caso, después de que cae toda la
ropa, bueno, seguí con la piel y las tripas, despellejándome, destripándome,
hasta que queda, así lo espero, algo de verdad. Pero transgresor, también,
porque se atreve a una crítica cruda de la transición chilena y relata
experiencias de exilio que suelen callarse.
¿Su
mirada sobre esos años no disimula la culpa que sentía por su origen de clase y
también por haber sobrevivido?
Al
contrario, esa doble culpa –que no podía sacudirme los privilegios de clase, y
que no morí en La Moneda junto a Allende pese a todos mis juramentos de
lealtad– es el motor de mi existencia durante los primeros años del exilio, me
llevan a todo tipo de decisiones que eran claramente contraproducentes y
especialmente complicadas para mi pareja. Agradezco a Angélica que, pese a mis
equivocaciones y a la vida difícil y errante (en muchos sentidos de la palabra)
a la que la llevé, ella nunca dejó de acompañarme, de darme nacimiento una y
otra vez con su confianza.
¿Si
volviera el tiempo atrás, elegiría pedir asilo con los beneficios económicos
que eso implicaba?
No me gustan las decisiones que tomé, pero no me arrepiento de ellas, porque
entiendo (estas memorias me ayudaron a ello) las razones profundas (aunque a
veces perversas) que me animaban. Lamento el sufrimiento que ocasioné a quienes
amo, mi mujer, mis hijos, mis padres, mis amigos. Pero hace tiempo que me di
cuenta de que la manera de reparar un pasado doloroso es tratar de que el
futuro lo sea menos.
¿Por
qué dice que “perdió” tres países y no que los ganó? ¿Qué fue lo “positivo” del
exilio?
Digo que los perdí, pero finalmente digo que, en efecto, los gané, pero la
verdadera ganancia es liberarse del nacionalismo provinciano y comprenderse
como un ser humano donde se sobreponen muchas comunidades y muchas identidades,
comprender y aceptar que no es un problema pertenecer a muchos lugares y
deberse a muchas causas. De hecho, todos participamos de múltiples consonancias
y tradiciones y es un error grave suponer que hay que elegir entre ellas en vez
de intentar, como la historia lo demuestra, una síntesis que enriquezca. Creo
que mi literatura se vio favorecida por los golpes hermosos de la distancia, el
aprendizaje de un mundo vasto y contradictorio, pero, claro, hay veces en que
echo de menos no vivir en el sitio donde crecimos, donde nos educamos, donde
tuvimos las experiencias centrales y entrañables que todavía nos dan forma.
¿Por
qué no pudo reestablecerse en Chile?
De veras que hay que leer el libro para comprenderlo, pero voy a decir,
falseando las cosas al reducirlas a una fórmula, que el país había cambiado
demasiado y que Angélica y yo también. Fundamentalmente, me di cuenta de que
necesitaba la lejanía para poder escribir. Es probable, por ejemplo, que estas
memorias no podría yo haberlas escrito de haberme quedado en Chile. Ni tampoco
Konfidenz, ni Americanos , ni una obra teatral como Purgatorio o mis crónicas
y comentarios periodísticos. Acabo de terminar un libreto para una ópera,
Naciketa, basada en un cuento de los Upanishads. La vamos a estrenar en Mumbai
el año que viene, y estoy seguro de que no podría haberla concebido sin haberme
alejado geográficamente de América Latina. A la vez, está claro que esa ópera
está inspirada por mis experiencias de latinoamericano.
¿Por
qué le interesa tanto el género diario? No es su primer libro testimonial.
Parte del libro, por cierto, reproduce por primera vez –aunque con una
reescritura posterior para darle una forma más compacta– el diario de nuestro
retorno a Chile en 1990, donde examino cómo Angélica y yo nos desencantamos del
país al que intentábamos ferozmente volver, contra viento y marea, durante
tantos años de destierro. Esto permite al lector sobrellevar junto a nosotros
el día a día del retorno, sus glorias y tristezas, y le da al libro mismo,
espero, algo de suspenso, casi de “thriller”, género que me gusta mucho (de ahí
La Muerte y la Doncella ). El género, además, tiene algo de voyeurístico,
asomándonos a una intimidad que el autor quizás no previó que alguien iba a
leer, aunque se me ocurre que cada persona que escribe un diario también desea
que alguien compartirá esas palabras algún día.
¿Qué
cambió en el proceso de reescritura de estas memorias, del inglés al español?
Lo escribí en inglés porque ese idioma me permite distanciarme de los traumas
que viví, tratarme a mí mismo como otro, (Je est un autre es el título de un
famoso libro francés sobre la autobiografía). Me permite exponerme como el
castellano quizá no me lo hubiera permitido. Cuando lo reescribí, justamente,
en castellano, temblaba a veces preguntándome cómo me había atrevido a revelar
tantos secretos, tanta “deshonra” (por retomar una palabra de una respuesta
anterior). Pero como ya estaba escrito en inglés, ya estaba expresado el
pensamiento, resultó más manejable y llevadero enfrentar la legitimidad de lo
que estaba ahí, desparramado en el papel o en la pantalla, y admitir que era
necesario contar esa historia, con todas sus profanaciones. Durante tanto
tiempo pensé que ser tan bilingüe como lo soy era una maldición. Ahora bendigo
mi ser doble, mi bifurcada raíz.
También
asegura que la izquierda norteamericana le permitió redescubrirse. ¿Es menos
dogmática que la latinoamericana?
Me refiero, en un largo capítulo, a mi evolución política con todos sus
vaivenes y búsquedas, cómo fui madurando, encontrando la manera de criticar las
experiencias socialistas y a la vez reivindicar la necesidad de seguir luchando
contra la injusticia. En esa evolución jugaron un rol importante mis vínculos
con una izquierda norteamericana que, si bien débil en números, es rica en
ideas y coraje moral. Relato en el libro cómo, gracias a un grupo en Estados
Unidos que abogaba por la paz y la justicia, fui a la Embajada polaca y me
enfrenté con el embajador, denunciando la forma en que se maltrataba y
perseguía a los adherentes de Solidarnosc. Le dije que como seguidor de
Salvador Allende sentía como una afrenta que el gobierno comunista polaco
reprimiera a los trabajadores, nada menos, en nombre de un socialismo que no
era tal. Me enaltece que me hayan expulsado de aquella Embajada esa fría mañana
en Washington. En cuanto a comparaciones, hay enormes flaquezas e ingenuidad en
sectores amplios de la izquierda norteamericana, así como hay mucho pluralismo
y rechazo de los dogmas en nuestra América del Sur, a la vez que considerable
confusión y retórica irresponsable. Pero no tenemos de qué avergonzarnos. Lo que
subrayo en el libro es que si yo hubiera sido militante de un partido político
(como lo fui durante tanto tiempo) habría pedido permiso antes de ir a esa
Embajada o antes de entablar relaciones con Vaclav Havel y el club de jazz de
Praga o antes de denunciar violaciones a los derechos humanos en Cuba.
Liberarme de esa chaqueta de fuerza mental fue difícil para mí. Durante un
tiempo me dejé convencer por el argumento de que no podemos “hacerle el juego
al enemigo”, un argumento que tiene mucha fuerza cuando el enemigo mata y
exilia y desaparece y atormenta a tu pueblo y a tus amigos. Pero llegué a la
conclusión de que si no decía la verdad tal como la entendía, en ese caso sí
que le estaba haciendo el juego al enemigo. Y, de paso sea dicho, no me gusta
mucho eso de plantear el mundo como un enfrentamiento perpetuo con enemigos,
dividiendo a los seres humanos entre un “nosotros”, los que tenemos toda la
razón y un “ellos” que están totalmente equivocados. Ese camino deshumanizante
es de perdición. Lo que no significa dejar de lidiar por aquello en que uno
cree. Claro que no fue mi fuerte la tolerancia durante muchísimos años y espero
que haya logrado desmenuzar en el libro con dolor y sinceridad cómo llegué a
convertirme en la persona compasiva que ahora (creo que) soy.
Argentina, Chile y el
eterno (no) retorno
Fascista
dice –escribe– era el régimen que expulsó a su padre de su país natal, la
Argentina en 1944. Como contrapartida Dorfman ganó una nueva patria, los
Estados Unidos, hasta que en 1954, tuvo que abandonar su nuevo hogar tras la
persecución a la que el senador John McCarthy sometió a su padre. Y entonces
llegó Chile. Y lo dicho: Allende, Pinochet, incertidumbre durante varios meses
en la Embajada argentina hasta que llegó el exilio forzado. Otra vez, como si
fuera el principio, Dorfman regresó a Buenos Aires, otra vez gobernaba Perón.
Apenas aterrizó en Ezeiza, la Policía Federal se encargó de aniquilar la
quimera que Dorfman había pergeñado durante su larga espera en la Embajada: “la
fantasía de que iba a poder permanecer en mi país natal argentino el tiempo que
me diera la gana”. Lo interrogaron durante horas hasta que por fin lo largaron
con un consejo: “será mejor, hijo de puta, que te portes bien”. “Esperaba que
el Gobierno peronista, por derechista que fuera, iba a facilitar mis
actividades revolucionarias”, escribe. “Hacer el juego” en la Argentina, donde
todavía gobierna el peronismo, es una frase que goza de sugerente actualidad.
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1964. A sus 22 años, Ariel
Dorfman levanta el puño después de la derrota
presidencial de Salvador Allende,
de quien seis años después sería colaborador.
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Usted
dijo que nadie le había podido explicar razonablemente el peronismo. ¿Cómo se
lo explicaría a un tercero?
Si
lo pudiera explicar a un segundo, a un tercero, a un cuarto, hubiera escrito un
libro que sería un best-séller.
También
recuerda en sus memorias sus encuentros con Cortázar. ¿Cómo recuerda su
compromiso político? El vivía en París y usted era un exiliado.
Tuve la inmensa suerte de tener como amigos y hermanos mayores a los dos
escritores vivos que más me han influenciado: Harold Pinter y Julio Cortázar.
Con este último (como con el primero) desarrollamos Angélica y yo una gran
amistad. Parte de esa amistad (como lo indica la vasta correspondencia que tuve
yo con él, de la que se acaba de publicar una pequeña muestra) consistió en
conversaciones políticas. Cortázar siempre fue un hombre progresista, que se
indignaba ante la mentira y el sufrimiento, y dispuesto a trabajar por otro
tipo de mundo, pero a la vez era algo ingenuo, porque nunca había participado
como militante (¡gracias a los dioses de la literatura y las musas!) en un
movimiento de masas. Sus instintos, sin embargo, eran muy certeros y era
bastante astuto –la represión en el Cono Sur y, después, la revolución
sandinista– lo forzaron a dedicar muchas horas al trabajo cotidiano de solidaridad.
Pero nunca se quejó, siempre estaba dispuesto a ayudar. Era un ser angelical. Y
me duele usar el pasado imperfecto para él. Sigue vivo, merodeando por ahí, por
aquí cerca, es –sí, ES– un ser angelical.
La
dictadura argentina fue más sangrienta y la de Pinochet más larga. En Argentina
está socialmente condenado apoyar a Videla y en Chile todos tienen un vecino
que reivindica a Pinochet.
Es una de las razones por las que no vivimos en Chile. Pero como me gusta
resaltar las contradicciones propias, vivimos en un país, Estados Unidos, donde
hay vecinos (si bien cada vez menos) que reivindican a George W. Bush y sus
invasiones idiotas e imperiales. Pero la malignidad ajena es siempre más fácil
de sobrellevar que las del país de uno.
Se
refiere a la muerte de Pinochet en 2006 y reflexiona sobre cómo será recordado.
¿Qué grado de legitimidad tiene hoy?
Hay demasiados que, en Chile y en el extranjero, todavía consideran a ese
criminal de guerra y torturador como el que salvó a Chile del comunismo, y hay
muchos que quisieran revivirlo y asustarnos con su retorno bajo otro nombre y
encarnación. Pero por lo general, su imagen está debilitada, ojalá
irremediablemente. La ironía es que lo que la derecha chilena no le perdona es
que fuera ladrón. Sus violaciones de derechos humanos les importa mucho menos
(aunque chillen lo contrario).
Algunos
países han elegido leyes del perdón –información a cambio de conmutación de
penas– y otros prefirieron otorgar duras penas a los represores. ¿Qué
estrategia elegiría usted para lidiar con los crímenes de lesa humanidad?
Prefiero la verdad al castigo. La verdad, asumida a fondo por un pueblo, es el
peor castigo, la mejor manera de superar el pasado. Ahora, si hay condiciones
para castigar (siempre que no sea con pena de muerte), bienvenida sea esa
sanción, para que no haya impunidad.
Se
ventilan diferentes críticas al proceso socialista de Allende, desde el
enfrentamiento de clases, la seguridad fallida de que el socialismo no tenía
vuelta atrás, la falta de previsión...
Ventilar es una buena palabra, ya que hay mucho viento inútil que da vueltas
por ahí. Por ejemplo, “por qué no armamos el pueblo”, una y otra vez me hacen
la pregunta. Y la respuesta es simple: primero, porque era una revolución
pacífica; y segundo, porque entonces el golpe hubiera venido antes. Las razones
de nuestra derrota son múltiples y complejas, pero en esencia: fuimos
incapaces, en un momento internacional increíblemente adverso, en que el mundo
marchaba en la dirección opuesta (ahora podemos retrover la tendencia que
culminó en Thatcher y Reagan, y cuyos horrores neoliberales todavía padecemos),
fuimos incapaces, repito, de garantizar una coalición suficientemente amplia,
en especial con sectores medios y con la Democracia Cristiana, que nos
permitiera enfrentar a la derecha golpista y aislarla. Pero eso, claro, no
explica mucho, porque si Allende hubiera propuesto esa alianza con la DC (y
sectores de ese partido hubieran rechazado tal asociación), si el presidente
hubiera sugerido desacelerar la revolución para asegurar la supervivencia de la
democracia, yo mismo lo hubiera denunciado como traidor a la causa. Y yo no era
para nada ultra. Y hablando de lo ultra: hay que destacar el papel nefasto que
jugó la extrema izquierda ilusa durante los tres años de Allende,
constantemente sobrepasando los límites de lo que ellos llamaban el “estado
burgués’ (y lo hacían sabiendo que Allende no los iba a reprimir). Con todo,
recuerdo los tres años de la Unidad Popular como los mejores de mi vida y de la
vida de Chile, los más dignos, los más maravillosos, los de mayor humanidad que
he conocido.
¿Cómo
vivió el debate sobre el suicidio o asesinato de Allende?
Yo creí durante muchos años que a Allende lo habían asesinado. Los militares
mentían en todo, ¿por qué no en eso también? Cabía, además, en un relato de
heroicidad y simpleza que nos hacía falta en la lucha por recuperar la
democracia y rescatarlo a él de la desaparición en que Pinochet lo tenía
sumido. Pero me fui dando cuenta de que, en efecto, no sólo era verdad que se
había suicidado, sino que aceptar que así había sido volvía más compleja la
realidad, menos mítica; nos forzaba a no vivir de ilusiones, por reconfortantes
que fueran. Humaniza a Allende.
¿Cómo
compararía el socialismo que intentó instalar Allende con el denominado
socialismo del siglo XXI en la región?
Son momentos tan diferentes de la historia que toda comparación resulta
inoportuna, Hay, sí, bastante que los procesos sociales de hoy pueden aprender
de nuestra revolución pacífica en Chile, sus logros y sus fracasos.
¿Por
qué perdió la Concertación las últimas elecciones? ¿Cómo juzga el gobierno de
Piñera?
Con ninguna modestia, digo que las razones de la pérdida de la Concertación se
encuentran en mi libro. Nuestra minuciosa experiencia de una clase política que
llegó a un pacto con los poderes fácticos de la dictadura (con la encomiable
búsqueda de un consenso que nos ahorrara más conflicto y, posiblemente, otro
golpe militar), mi descripción de cómo fueron postergados los jóvenes y las
mujeres y se torció el lenguaje y el alma del país, explican mucho de lo que
llegó a pasar veinte años más tarde. En cuanto a Piñera, una calamidad, un
bochorno, una pena.
En
2008 votó a Obama. ¿A quién votó ahora?
Obama, de nuevo, aunque con los ojos más abiertos a sus posibilidades reales de
llevar a cabo cambios profundos en una sociedad desoladoramente injusta. En el
libro, hago un paralelo entre Obama y Allende, y menciona las lecciones que
podría aprender de Chile el presidente norteamericano.
Por
último, “Para leer al Pato Donald” es un libro icónico. ¿Qué vigencia tiene
hoy, a 40 años de su publicación? ¿Era inocente o es que hoy somos cínicos?
En un sentido, ese libro no podría estar más vigente, ni podría ser más certero
en sus análisis y profecías: el mundo entero es como un simulacro de
Disneylandia (o así se lo sueñan grandes mayorías humanas). Tengo críticas, por
cierto, que hacerle al texto, pero me enorgullezco de haberlo escrito, aunque
no lo volvería a escribir de esa manera hoy. Por otra parte, me han contado que
hay guerrilleros que murieron en Colombia y Centroamérica con ese libro en su
mochila. Por lo que me toca, si acaso contribuí a esas muertes, pido perdón.
©Guido
Carelli Lynch
Clarín
21 de diciembre de 2012