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Cinco cartas inéditas de Cortázar a Ariel Dorfman por Andrea Aguilar, 22 de agosto de 2014, El País



Dorfman mantiene una nutrida correspondencia con el escritor desde que se conocieron



El "azar de alguna mudanza" hizo temer a Julio Cortázar por el paradero de un ensayo sobre Rayuela titulado Omenaje que Ariel Dorfman le dio cuando apenas se conocían. Lo encontró, y se lo contó en una cariñosa carta que le escribió en junio de 1980 en la que le animaba a publicarlo —“hay allí tantas cosas vivas, tantos hallazgos bellísimos en todos los planos, que me apena que siga inédito”—. Esa misma epístola es una de las cinco que, más de tres décadas después de haber sido escritas, se ha encontrado el dramaturgo, escritor, poeta y profesor Dorfman “traspapelada en alguna caja escondida” en otra mudanza, esta vez en EE UU. El círculo o juego azaroso de mudanzas e inéditos encaja bien en el universo del autor de La casa tomada.
Se llevaban 30 años. Cortázar nació en Bruselas en 1914 con pasaporte argentino y Dorfman en Buenos Aires en 1942 aunque marchó de niño a Estados Unidos y más adelante a Chile. Y fue en ese país, en la toma de posesión de Salvador Allende donde se vieron por primera vez. Uno era invitado de honor, reverenciado escritor que triunfaba en todo el mundo; el otro, joven asesor para temas culturales del nuevo presidente cuyo Gobierno llenaba de esperanza a los intelectuales. El golpe de Pinochet truncó violentamente aquel sueño y llevó a Dorfman a París, donde frecuentó a Cortázar y arrancó una amistad que, como todas las que forjaba el autor deÚltimo round, dejó un largo rastro de cartas.
Ariel Dorfman en 2009. / ULY MARTÍN
Tantas fueron las que escribió a sus amigos Cortázar, a ser posible con un cigarrillo en la mano y escuchando jazz —"yo me siento a la máquina y dejo correr el vasto río de los pensamientos y los afectos"—, que ocuparon cinco volúmenes en la edición ampliada y corregida de 2012 de Alfaguara. La mayoría de las que mandó al autor de La muerte y la doncella quedaron incluidas en la antología, excepto estas cinco de 1980, 1982 y 1983. En ellas Cortázar habla de unas vacaciones planeadas con Ariel y su familia en México, después de que ambos participaran en el jurado de un concurso literario en Cocoyoc junto a García Márquez —"… pienso que nos sentiremos tan bien en nuestros bungalows que imagino un poco como los de las novelas de Conrad, aunque desde luego serán totalmente distintos…"—; se queja de la publicación de un texto suyo en Mercurio —"le avisé a la agencia Efe que si no desmienten o cesan de enviar textos a esos canallas yo dejo de colaborar con ella"—; le hace partícipe de su pesar tras la muerte de Carol —“vivo mal, hueco y perdido”—, y le agradece el contacto con The New York Times para publicar sobre Nicaragua. En estos últimos años crecía su compromiso político con los sandinistas. “Era muy modesto, al no contar que, además de crónicas sobre la causa de los Nicas escribió bellísimos cuentos en ese periodo”, recuerda Dorfman. “Nunca pude decirle adiós personalmente, darle ese abrazo que aún me falta. Pero cada vez que leo sus obras, él me da la bienvenida y me despide, sonriente y gigantesco y genial, y ese aliento tiene que ser inevitablemente suficiente”.

22 de agosto de 2014, 
El País / Fuente: El País




"Para leer al Pato Donald": Ariel Dorfman cuarenta años después "Entre sueños y traidores. Un striptease del exilio” / entrevista de Guido Carelli Lynch, Clarín, 21 de diciembre de 2012










“Relato experiencias que suelen callarse”

El destierro, la imposibilidad de regresar a Chile, su infancia, su lucha con el idioma 
y sus otras batallas personales, son algunos de los temas que analiza el escritor, 
a propósito de la publicación de sus memorias: 






 


Ariel Dorfman, a sus 70 años, hace lo que quiere, dice lo que piensa y con educación plantea sus exigencias. Por ejemplo: “Prefería que la entrevista fuera por mail. Mientras más relacionadas con el nuevo libro, mejor”. Y si hay repreguntas, nos avisa, sí tendríamos la chance del teléfono. Las entrevistas por mail son más frías y en apariencia controladas, pero se dejan llevar por el tono intimista a la que la correspondencia obliga. “En general, me gusta responder por escrito y luego podemos aclarar algunas cosas por fono, pero prefiero tener certeza de que mis palabras serán reproducidas en forma fidedigna; más tratándose de un libro tan controversial y posiblemente polémico y, creo, benditamente transgresivo”.
Quiere que la entrevista sea sobre su último libro Entre sueños y traidores. Un striptease del exilio; en el que relata sus años de exilio, la imposibilidad de regresar a Chile, aun con la democracia; pero al mismo tiempo es también una bitácora de su infancia, de sus viajes, de su intimidad y, claro, de su fe política. Porque en la vida y en las memorias de Dorfman hay tres patrias, varios exilios forzados que lo atraviesan, política nacional, política internacional, una relación de amor/odio con los Estados Unidos, Buenos Aires y la incógnita del peronismo. Hay muchos libros y entre ellos por supuesto Para leer al Pato Donald . También tiene fotografías del sueño socialista que terminó en la pesadilla de Pinochet. Y enseña el drama maravilloso del idioma. Porque Dorfman escribió sus memorias primero en inglés –el idioma al que había renunciado de una vez y para siempre en 1969, por ser la lengua del imperio– y luego en español. Tiene una historia de amor apasionada y en apariencia sin demasiados sobresaltos con Angélica a quien define como la “co–protagonista del libro”, pero también dos trágicos 11 de septiembre.
Sobre todo eso entonces podemos preguntar y entre tantas dudas incluir algunas más que lo entrometan con el presente. Sus respuestas son largas y vuelven con un nuevo pedido o advertencia. “Ruego que, habiéndome tomado tanto tiempo en responderlas, me las publiquen en forma íntegra”. Lo intentamos.


1973. Poco antes del golpe, con su mujer Angélica.


   



¿Por qué considera que éste es un libro controversial y transgresor?

Salí de Chile en 1973, después del golpe, creyendo muchas cosas, tanto acerca del mundo como acerca de mi persona y durante los casi veinte años que estuve afuera (con retornos intermitentes y frustrados) sufrí transformaciones radicales, tanto políticas como personales y lingüísticas. Aunque a la larga no me arrepiento de lo que viví ni de las decisiones que tomamos con la mujer de mi vida, Angélica, para lograr sobrevivir a esos trances tan duros, me doy cuenta de que gran parte de esa historia es la de alguien que se contaminó, quizás inevitablemente, durante el destierro, que de tanto combatir el mal perdió un poco la brújula. Mostrar ese proceso, paso a paso, para que los lectores lo comprendan junto conmigo, es lo que anima estas memorias. Se trata, sin embargo, de una narración que viene a ser, creo yo, descarnada, a la que no estamos acostumbrados en América Latina, donde seguimos enamorados de la biografía heroica, fruto tal vez de un resabio del honor que heredamos de España y, quizá más remotamente, de los moros. Puede chocar que cuente incidentes incómodos que no me honran. De ahí el subtítulo de “striptease”, alguien que se va sacando la ropa y, en mi caso, después de que cae toda la ropa, bueno, seguí con la piel y las tripas, despellejándome, destripándome, hasta que queda, así lo espero, algo de verdad. Pero transgresor, también, porque se atreve a una crítica cruda de la transición chilena y relata experiencias de exilio que suelen callarse.

¿Su mirada sobre esos años no disimula la culpa que sentía por su origen de clase y también por haber sobrevivido?

Al contrario, esa doble culpa –que no podía sacudirme los privilegios de clase, y que no morí en La Moneda junto a Allende pese a todos mis juramentos de lealtad– es el motor de mi existencia durante los primeros años del exilio, me llevan a todo tipo de decisiones que eran claramente contraproducentes y especialmente complicadas para mi pareja. Agradezco a Angélica que, pese a mis equivocaciones y a la vida difícil y errante (en muchos sentidos de la palabra) a la que la llevé, ella nunca dejó de acompañarme, de darme nacimiento una y otra vez con su confianza.

¿Si volviera el tiempo atrás, elegiría pedir asilo con los beneficios económicos que eso implicaba?

No me gustan las decisiones que tomé, pero no me arrepiento de ellas, porque entiendo (estas memorias me ayudaron a ello) las razones profundas (aunque a veces perversas) que me animaban. Lamento el sufrimiento que ocasioné a quienes amo, mi mujer, mis hijos, mis padres, mis amigos. Pero hace tiempo que me di cuenta de que la manera de reparar un pasado doloroso es tratar de que el futuro lo sea menos.

¿Por qué dice que “perdió” tres países y no que los ganó? ¿Qué fue lo “positivo” del exilio?

Digo que los perdí, pero finalmente digo que, en efecto, los gané, pero la verdadera ganancia es liberarse del nacionalismo provinciano y comprenderse como un ser humano donde se sobreponen muchas comunidades y muchas identidades, comprender y aceptar que no es un problema pertenecer a muchos lugares y deberse a muchas causas. De hecho, todos participamos de múltiples consonancias y tradiciones y es un error grave suponer que hay que elegir entre ellas en vez de intentar, como la historia lo demuestra, una síntesis que enriquezca. Creo que mi literatura se vio favorecida por los golpes hermosos de la distancia, el aprendizaje de un mundo vasto y contradictorio, pero, claro, hay veces en que echo de menos no vivir en el sitio donde crecimos, donde nos educamos, donde tuvimos las experiencias centrales y entrañables que todavía nos dan forma.

¿Por qué no pudo reestablecerse en Chile?

De veras que hay que leer el libro para comprenderlo, pero voy a decir, falseando las cosas al reducirlas a una fórmula, que el país había cambiado demasiado y que Angélica y yo también. Fundamentalmente, me di cuenta de que necesitaba la lejanía para poder escribir. Es probable, por ejemplo, que estas memorias no podría yo haberlas escrito de haberme quedado en Chile. Ni tampoco Konfidenz, ni Americanos , ni una obra teatral como Purgatorio o mis crónicas y comentarios periodísticos. Acabo de terminar un libreto para una ópera, Naciketa, basada en un cuento de los Upanishads. La vamos a estrenar en Mumbai el año que viene, y estoy seguro de que no podría haberla concebido sin haberme alejado geográficamente de América Latina. A la vez, está claro que esa ópera está inspirada por mis experiencias de latinoamericano.

¿Por qué le interesa tanto el género diario? No es su primer libro testimonial.

Parte del libro, por cierto, reproduce por primera vez –aunque con una reescritura posterior para darle una forma más compacta– el diario de nuestro retorno a Chile en 1990, donde examino cómo Angélica y yo nos desencantamos del país al que intentábamos ferozmente volver, contra viento y marea, durante tantos años de destierro. Esto permite al lector sobrellevar junto a nosotros el día a día del retorno, sus glorias y tristezas, y le da al libro mismo, espero, algo de suspenso, casi de “thriller”, género que me gusta mucho (de ahí La Muerte y la Doncella ). El género, además, tiene algo de voyeurístico, asomándonos a una intimidad que el autor quizás no previó que alguien iba a leer, aunque se me ocurre que cada persona que escribe un diario también desea que alguien compartirá esas palabras algún día.

¿Qué cambió en el proceso de reescritura de estas memorias, del inglés al español?

Lo escribí en inglés porque ese idioma me permite distanciarme de los traumas que viví, tratarme a mí mismo como otro, (Je est un autre es el título de un famoso libro francés sobre la autobiografía). Me permite exponerme como el castellano quizá no me lo hubiera permitido. Cuando lo reescribí, justamente, en castellano, temblaba a veces preguntándome cómo me había atrevido a revelar tantos secretos, tanta “deshonra” (por retomar una palabra de una respuesta anterior). Pero como ya estaba escrito en inglés, ya estaba expresado el pensamiento, resultó más manejable y llevadero enfrentar la legitimidad de lo que estaba ahí, desparramado en el papel o en la pantalla, y admitir que era necesario contar esa historia, con todas sus profanaciones. Durante tanto tiempo pensé que ser tan bilingüe como lo soy era una maldición. Ahora bendigo mi ser doble, mi bifurcada raíz.

También asegura que la izquierda norteamericana le permitió redescubrirse. ¿Es menos dogmática que la latinoamericana?

Me refiero, en un largo capítulo, a mi evolución política con todos sus vaivenes y búsquedas, cómo fui madurando, encontrando la manera de criticar las experiencias socialistas y a la vez reivindicar la necesidad de seguir luchando contra la injusticia. En esa evolución jugaron un rol importante mis vínculos con una izquierda norteamericana que, si bien débil en números, es rica en ideas y coraje moral. Relato en el libro cómo, gracias a un grupo en Estados Unidos que abogaba por la paz y la justicia, fui a la Embajada polaca y me enfrenté con el embajador, denunciando la forma en que se maltrataba y perseguía a los adherentes de Solidarnosc. Le dije que como seguidor de Salvador Allende sentía como una afrenta que el gobierno comunista polaco reprimiera a los trabajadores, nada menos, en nombre de un socialismo que no era tal. Me enaltece que me hayan expulsado de aquella Embajada esa fría mañana en Washington. En cuanto a comparaciones, hay enormes flaquezas e ingenuidad en sectores amplios de la izquierda norteamericana, así como hay mucho pluralismo y rechazo de los dogmas en nuestra América del Sur, a la vez que considerable confusión y retórica irresponsable. Pero no tenemos de qué avergonzarnos. Lo que subrayo en el libro es que si yo hubiera sido militante de un partido político (como lo fui durante tanto tiempo) habría pedido permiso antes de ir a esa Embajada o antes de entablar relaciones con Vaclav Havel y el club de jazz de Praga o antes de denunciar violaciones a los derechos humanos en Cuba. Liberarme de esa chaqueta de fuerza mental fue difícil para mí. Durante un tiempo me dejé convencer por el argumento de que no podemos “hacerle el juego al enemigo”, un argumento que tiene mucha fuerza cuando el enemigo mata y exilia y desaparece y atormenta a tu pueblo y a tus amigos. Pero llegué a la conclusión de que si no decía la verdad tal como la entendía, en ese caso sí que le estaba haciendo el juego al enemigo. Y, de paso sea dicho, no me gusta mucho eso de plantear el mundo como un enfrentamiento perpetuo con enemigos, dividiendo a los seres humanos entre un “nosotros”, los que tenemos toda la razón y un “ellos” que están totalmente equivocados. Ese camino deshumanizante es de perdición. Lo que no significa dejar de lidiar por aquello en que uno cree. Claro que no fue mi fuerte la tolerancia durante muchísimos años y espero que haya logrado desmenuzar en el libro con dolor y sinceridad cómo llegué a convertirme en la persona compasiva que ahora (creo que) soy.












                                 Argentina, Chile y el eterno (no) retorno

Fascista dice –escribe– era el régimen que expulsó a su padre de su país natal, la Argentina en 1944. Como contrapartida Dorfman ganó una nueva patria, los Estados Unidos, hasta que en 1954, tuvo que abandonar su nuevo hogar tras la persecución a la que el senador John McCarthy sometió a su padre. Y entonces llegó Chile. Y lo dicho: Allende, Pinochet, incertidumbre durante varios meses en la Embajada argentina hasta que llegó el exilio forzado. Otra vez, como si fuera el principio, Dorfman regresó a Buenos Aires, otra vez gobernaba Perón. Apenas aterrizó en Ezeiza, la Policía Federal se encargó de aniquilar la quimera que Dorfman había pergeñado durante su larga espera en la Embajada: “la fantasía de que iba a poder permanecer en mi país natal argentino el tiempo que me diera la gana”. Lo interrogaron durante horas hasta que por fin lo largaron con un consejo: “será mejor, hijo de puta, que te portes bien”. “Esperaba que el Gobierno peronista, por derechista que fuera, iba a facilitar mis actividades revolucionarias”, escribe. “Hacer el juego” en la Argentina, donde todavía gobierna el peronismo, es una frase que goza de sugerente actualidad. 


1964. A sus 22 años, Ariel Dorfman levanta el puño después de la derrota
presidencial  de Salvador Allende, de quien seis años después sería colaborador.


Usted dijo que nadie le había podido explicar razonablemente el peronismo. ¿Cómo se lo explicaría a un tercero?

Si lo pudiera explicar a un segundo, a un tercero, a un cuarto, hubiera escrito un libro que sería un best-séller.

También recuerda en sus memorias sus encuentros con Cortázar. ¿Cómo recuerda su compromiso político? El vivía en París y usted era un exiliado.

Tuve la inmensa suerte de tener como amigos y hermanos mayores a los dos escritores vivos que más me han influenciado: Harold Pinter y Julio Cortázar. Con este último (como con el primero) desarrollamos Angélica y yo una gran amistad. Parte de esa amistad (como lo indica la vasta correspondencia que tuve yo con él, de la que se acaba de publicar una pequeña muestra) consistió en conversaciones políticas. Cortázar siempre fue un hombre progresista, que se indignaba ante la mentira y el sufrimiento, y dispuesto a trabajar por otro tipo de mundo, pero a la vez era algo ingenuo, porque nunca había participado como militante (¡gracias a los dioses de la literatura y las musas!) en un movimiento de masas. Sus instintos, sin embargo, eran muy certeros y era bastante astuto –la represión en el Cono Sur y, después, la revolución sandinista– lo forzaron a dedicar muchas horas al trabajo cotidiano de solidaridad. Pero nunca se quejó, siempre estaba dispuesto a ayudar. Era un ser angelical. Y me duele usar el pasado imperfecto para él. Sigue vivo, merodeando por ahí, por aquí cerca, es –sí, ES– un ser angelical.

La dictadura argentina fue más sangrienta y la de Pinochet más larga. En Argentina está socialmente condenado apoyar a Videla y en Chile todos tienen un vecino que reivindica a Pinochet.

Es una de las razones por las que no vivimos en Chile. Pero como me gusta resaltar las contradicciones propias, vivimos en un país, Estados Unidos, donde hay vecinos (si bien cada vez menos) que reivindican a George W. Bush y sus invasiones idiotas e imperiales. Pero la malignidad ajena es siempre más fácil de sobrellevar que las del país de uno.

Se refiere a la muerte de Pinochet en 2006 y reflexiona sobre cómo será recordado. ¿Qué grado de legitimidad tiene hoy?

Hay demasiados que, en Chile y en el extranjero, todavía consideran a ese criminal de guerra y torturador como el que salvó a Chile del comunismo, y hay muchos que quisieran revivirlo y asustarnos con su retorno bajo otro nombre y encarnación. Pero por lo general, su imagen está debilitada, ojalá irremediablemente. La ironía es que lo que la derecha chilena no le perdona es que fuera ladrón. Sus violaciones de derechos humanos les importa mucho menos (aunque chillen lo contrario).

Algunos países han elegido leyes del perdón –información a cambio de conmutación de penas– y otros prefirieron otorgar duras penas a los represores. ¿Qué estrategia elegiría usted para lidiar con los crímenes de lesa humanidad?

Prefiero la verdad al castigo. La verdad, asumida a fondo por un pueblo, es el peor castigo, la mejor manera de superar el pasado. Ahora, si hay condiciones para castigar (siempre que no sea con pena de muerte), bienvenida sea esa sanción, para que no haya impunidad.

Se ventilan diferentes críticas al proceso socialista de Allende, desde el enfrentamiento de clases, la seguridad fallida de que el socialismo no tenía vuelta atrás, la falta de previsión...

Ventilar es una buena palabra, ya que hay mucho viento inútil que da vueltas por ahí. Por ejemplo, “por qué no armamos el pueblo”, una y otra vez me hacen la pregunta. Y la respuesta es simple: primero, porque era una revolución pacífica; y segundo, porque entonces el golpe hubiera venido antes. Las razones de nuestra derrota son múltiples y complejas, pero en esencia: fuimos incapaces, en un momento internacional increíblemente adverso, en que el mundo marchaba en la dirección opuesta (ahora podemos retrover la tendencia que culminó en Thatcher y Reagan, y cuyos horrores neoliberales todavía padecemos), fuimos incapaces, repito, de garantizar una coalición suficientemente amplia, en especial con sectores medios y con la Democracia Cristiana, que nos permitiera enfrentar a la derecha golpista y aislarla. Pero eso, claro, no explica mucho, porque si Allende hubiera propuesto esa alianza con la DC (y sectores de ese partido hubieran rechazado tal asociación), si el presidente hubiera sugerido desacelerar la revolución para asegurar la supervivencia de la democracia, yo mismo lo hubiera denunciado como traidor a la causa. Y yo no era para nada ultra. Y hablando de lo ultra: hay que destacar el papel nefasto que jugó la extrema izquierda ilusa durante los tres años de Allende, constantemente sobrepasando los límites de lo que ellos llamaban el “estado burgués’ (y lo hacían sabiendo que Allende no los iba a reprimir). Con todo, recuerdo los tres años de la Unidad Popular como los mejores de mi vida y de la vida de Chile, los más dignos, los más maravillosos, los de mayor humanidad que he conocido.

¿Cómo vivió el debate sobre el suicidio o asesinato de Allende?

Yo creí durante muchos años que a Allende lo habían asesinado. Los militares mentían en todo, ¿por qué no en eso también? Cabía, además, en un relato de heroicidad y simpleza que nos hacía falta en la lucha por recuperar la democracia y rescatarlo a él de la desaparición en que Pinochet lo tenía sumido. Pero me fui dando cuenta de que, en efecto, no sólo era verdad que se había suicidado, sino que aceptar que así había sido volvía más compleja la realidad, menos mítica; nos forzaba a no vivir de ilusiones, por reconfortantes que fueran. Humaniza a Allende.

¿Cómo compararía el socialismo que intentó instalar Allende con el denominado socialismo del siglo XXI en la región?

Son momentos tan diferentes de la historia que toda comparación resulta inoportuna, Hay, sí, bastante que los procesos sociales de hoy pueden aprender de nuestra revolución pacífica en Chile, sus logros y sus fracasos.


¿Por qué perdió la Concertación las últimas elecciones? ¿Cómo juzga el gobierno de Piñera?

Con ninguna modestia, digo que las razones de la pérdida de la Concertación se encuentran en mi libro. Nuestra minuciosa experiencia de una clase política que llegó a un pacto con los poderes fácticos de la dictadura (con la encomiable búsqueda de un consenso que nos ahorrara más conflicto y, posiblemente, otro golpe militar), mi descripción de cómo fueron postergados los jóvenes y las mujeres y se torció el lenguaje y el alma del país, explican mucho de lo que llegó a pasar veinte años más tarde. En cuanto a Piñera, una calamidad, un bochorno, una pena.

En 2008 votó a Obama. ¿A quién votó ahora?

Obama, de nuevo, aunque con los ojos más abiertos a sus posibilidades reales de llevar a cabo cambios profundos en una sociedad desoladoramente injusta. En el libro, hago un paralelo entre Obama y Allende, y menciona las lecciones que podría aprender de Chile el presidente norteamericano.

Por último, “Para leer al Pato Donald” es un libro icónico. ¿Qué vigencia tiene hoy, a 40 años de su publicación? ¿Era inocente o es que hoy somos cínicos?

En un sentido, ese libro no podría estar más vigente, ni podría ser más certero en sus análisis y profecías: el mundo entero es como un simulacro de Disneylandia (o así se lo sueñan grandes mayorías humanas). Tengo críticas, por cierto, que hacerle al texto, pero me enorgullezco de haberlo escrito, aunque no lo volvería a escribir de esa manera hoy. Por otra parte, me han contado que hay guerrilleros que murieron en Colombia y Centroamérica con ese libro en su mochila. Por lo que me toca, si acaso contribuí a esas muertes, pido perdón.



©Guido Carelli Lynch
 Clarín


21 de diciembre de 2012

Fuente: Clarín