Barcelona, final del invierno, casa de la autora. Entro con patas de mosquito (y la sangre llena de sangre). Sé que estoy ante una escritora inmensa. Me reciben la naturalidad, la generosidad, el saber y el genio innato. Cuenta su amiga Lil que en el pasado Cristina utilizaba tres máquinas de escribir a la vez: en una escribía poesía, en otra novela, en otra cuentos, tal vez ensayos. Nació en Montevideo en 1942 y se exilió en 1972, sabiéndose objetivo marcado por la dictadura uruguaya. Su obra es inconmensurable y difícil de catalogar: el lirismo más profundo convive con lo irreverente, el humor con la melancolía, la ironía con lo grotesco, lo erótico con lo metafísico… Varias decenas de títulos, muchos de ellos sublimes, en los que prevalecen la experimentación y la demolición de líneas divisorias.
En el último año ha publicado el ensayo Julio Cortázar y Cris, el poemario La noche y su artificio (ambos en Cálamo) y la colección de relatos Los amores equivocados(Menoscuarto). En breve saldrá su próximo libro de poesía, Las replicantes; en otoño, una novela corta. Las obras de Peri Rossi llevan a amar — aunque sea adúltera o no convenidamente, aunque no se sepa qué—. A amar por un rato. Una serie de citas extraídas de Los amores equivocados sumadas a algunas preguntas sirven de excusa para hablar del amor, ese polisémico término. Aun sabiendo que parcelar la realidad —separar lo que en la vida va junto— suponga falsearla.
PARTE 1: Las preguntas.
¿Son predecibles tus fuentes de inspiración literaria?
No soy consciente de ellas. Y tampoco tengo muchas ganas de que sean conscientes. Cuando empiezo a escribir un libro, no sé qué va a ser todavía ese libro. Sé que en ese momento ese tema me ha interesado y es el momento en el que tengo ganas de escribir. Yo no me siento especialmente vinculada a ningún escritor. Incluso con los escritores que más me gustan no tengo siempre un vínculo literario estrecho. Pero en todo caso, no creo que sea fácil decir que tengo influencia de tal o de cual. Y en concreto en Los amores equivocados tampoco.
¿Qué bondades tiene para ti la vida?
Eso hay que preguntárselo a cada persona. Porque si yo hubiera nacido mujer en la Edad Media, y hubiera sido de clase no pudiente, habría tenido una vida tremendamente desgraciada. Si hubiera nacido en el siglo XIX, posiblemente hubiera sido histérica. En el XX, tuve la suerte de nacer en Uruguay en vez de ser judía en Alemania o en Austria. Entonces… A mí lo que me interesa de la vida es casi todo. Soy muy curiosa. Y aunque el saber con sangre entra y casi todo saber encierra un dolor, por ahora me sostiene la curiosidad. Es lo que hace que todavía tenga ganas de vivir. Porque hay cosas que no sabemos. Y todas las cosas que no sabemos, a mí me estimulan.
¿Tienes algún convencimiento profundo?
De que el deseo es lo que nos mantiene vivos. Y no estoy hablando del deseo erótico solamente: estoy hablando del deseo como actitud ante la vida. El poder ilusionarse, el tener proyectos, el tener curiosidad. Todo lo demás me parece relativo. Y además, sabemos muy poco. Pero a mí me puede entusiasmar estar estudiando —como estoy estudiando— el comportamiento de los bonobos, y mañana, de pronto, me entusiasma otra cosa de la ciencia, o me entusiasmo con jugar al Candy Crush. Hace muchísimos años, la revista que publicaba Libération (el órgano de la prensa francesa de izquierdas), eligió a los que consideraba los cien mejores escritores del mundo y les hizo la misma pregunta: ¿Por qué escribe usted? Y yo dije por deseo. Lo que me mantiene es el deseo. No necesariamente el deseo sexual, sino el deseo vinculado al conocimiento.
La ironía para retratar lo terrible aparece con frecuencia en tu escritura. ¿Es el amor uno de esos “asuntos terribles”?
Puede ser. Yo siento que estoy casi siempre en la órbita del romanticismo: lo sublime y lo grotesco. La ironía es un recurso para que lo terrible no te desborde, para que no te haga perder el sentido de la realidad. Es decir, el mundo es terrible y es maravilloso a la vez, y no creo que haya ninguna vida solamente terrible ni solamente maravillosa. Cuando yo me acerco a ciertos temas muy dolorosos, puedo ser lírica (y expresar la emoción: una emoción que es dolorosa), o puedo ser distanciadora, para poder mirarlo desde afuera. La ironía siempre sirve para crear un poco de distancia. Pero es una ironía llena de ternura, porque estamos todos en la nave de los locos, estamos todos en el mismo barco, y el destino de ese barco no sabemos cuál es. La cita que abre mi novela La nave de los locos es una cita de Pessoa maravillosa: «La vida es un viaje experimental hecho de manera involuntaria». Ahí está toda la filosofía para mí.
¿Qué da más, el amor o el desamor?
Ambos son muy intensos. Cuando yo escribí El amor es una droga dura, los científicos decían que el primer periodo del amor (lo que se llama el enamoramiento, la pasión) solamente se podía aguantar tres años. Ahora ya lo bajaron a dos. Supongo que es porque, como vivimos en este proceso de aceleración del capitalismo tardío, la pasión resulta improductiva, no produce más que dolor o placer, y eso no se puede contabilizar, no aparece en el “debe y haber”. El capitalismo no favorece el amor. La pasión es algo para clases pudientes: necesita tiempo, necesita entrega y olvidarte de todo lo demás. Uno no tiene tres pasiones en la vida. La pasión es excluyente. Yo creo que el capitalismo prefiere que la gente se apasione por un partido de fútbol, porque dura cuarenta y cinco minutos un tiempo, cuarenta y cinco otro, después se pelean un poco en la calle y ya está. Pero la pasión amorosa es muy absorbente. No produce. Y si no produce, no la podemos apoyar.
¿Recuerdas tu primer amor?
Sí. Mi madre. Creo que fue mi madre.
¿Cómo se sobrevive sin amor?
Ahí uno está muerto. Es decir, hay muertos en vida. Los consultorios de los psicoanalistas están llenos de clientes (yo no digo pacientes) víctimas del amor… y de víctimas de la falta de amor: que quisieran amar alguna vez, que les gustaría probar cómo es pero que nunca han sentido una cosa así. No se puede decir que sea un acto voluntario. El amor es una quemadura, el amor arde, es ardor. Y bueno, hay gente que después te dice: es que no podés eliminar el sufrimiento de la pasión —justamente pasión viene de padecer, se llama pasión al viacrucis de Jesús—. Amar es un padecimiento, pero glorioso padecimiento, nos hace sentir más vivos. Después, claro, hay que descansar… Hay cosas características de la pasión, como la intensidad de todo lo sensorial. No es lo mismo escuchar sola Je suis malade cantado por Lara Fabian, que escucharlo al lado de la persona que te gusta. A mí lo que me fascina de la pasión es que vulnera todo, traspasa todo, es un intensificador, es una droga, en realidad. Si la gente se droga con tonterías es porque no son capaces de tener las drogas interiores. Ahora, también es verdad que una pasión a dos, una pasión compartida, es de una extraordinaria violencia interior. No física, pero digo violencia porque no deja espacio para otras cosas, a veces.
¿Se suple la falta de amor con mucho amor a uno mismo?
Es al revés. Esto que suelen recomendar los conductistas, que hay amarse primero a uno para luego amar a los otros, eso es mentira. El que se ama mucho a sí mismo no tiene espacio para el otro. El amor al otro puede ser más fuerte que el amor a uno mismo. La prueba es el sufrimiento, que seas capaz de sufrir. Porque el objetivo del amor, de la pasión, no es la felicidad permanente: habrá momentos de éxtasis y momentos de expiación. Pero el narciso se ahoga. Porque hay que hacer siempre una precisión: el narciso está enamorado de su imagen, no de sí mismo. Las personas narcisas están enamoradas de la imagen que proyectan hacia los demás, no de su yo. Toda esa gente que se ama tanto a sí misma termina por no tener espacio para los otros. Por algo el cristianismo dice que ames al prójimo tanto como a ti mismo. Mirá si te amarás a ti mismo que la prueba de amor es que ames al prójimo tanto como te amas tú. Si en el siglo XIX la enfermedad social era la histeria, por la represión sexual, y en el XX la neurosis por las guerras, yo creo que el XXI ha empezado como el siglo del narcisismo. La gente prefiere estar en su casa —con un robot, o con juegos (y yo soy muy amante de los juegos mecánicos)— al riesgo. El amor siempre es un riesgo. Porque estás descubriendo tu fragilidad. Es lo que decía William Blake: ¿Cómo voy a ser amigo de la mujer a la que amo si una mirada suya me conduce al paraíso, pero si me falta estoy en el infierno? El amor nos descubre nuestra fragilidad, y hay que ser muy valiente para ser vulnerable. Pero el aburrimiento —la falta de amor— es feroz.
¿Amar se puede, se quiere o sucede?
Yo creo que no es voluntario. Lo que puede ser voluntario es dejar de amar, cuando por ejemplo consideras que te está haciendo un daño insoportable. Pero amar no es hacer el amor, es una construcción en el tiempo. Exige una capacidad de renuncia, de renuncia a los placeres solitarios: hay que hacer concesiones, hay que negociar, hay que estar dispuesto a amar hasta lo que no te gusta, a aceptarlo, por lo menos. Yo creo que amar es sobre todo salirse de la frontera del yo. Es decir, es desear la fusión con el otro, sin tener miedo a perder —nadie va a perder— la individualidad. No se pierde por amar nuestra famosa identidad. Eso no es posible. El momento de fusión en que parece que uno y otro son uno solo, un solo cuerpo, una sola manera de sentir, es algo que la eternidad nos está regalando. El amor es una experiencia que no se puede conseguir de ninguna otra manera. Y no hay problema, se vuelve de eso, desgraciadamente se vuelve. Hay mucha gente (yo lo he leído, lo he vivido) que tiene miedo de esa fusión, que piensa que va a perder su identidad, su sacrosanta identidad, lo que llamaba Freud el narcisismo de las pequeñas diferencias. Hay gente que le tiene miedo a la fusión del amor porque piensa que no van a volver a ser ellos. Cuando se vuelve siempre. ¡Desgraciadamente! Y estamos las que —estando tan hartas de nosotras mismas, de nuestro yo siempre encarcelado, siempre encerrado, siempre yo, yo— deseamos esa fusión para convertirnos un rato en otra cosa. Pero es una experiencia que exige valor, no tener ese fantasma de no volver.
¿Es posible el amor desde la desigualdad?
El amor parte de la fantasía de la semejanza o de la seducción de la diferencia. Yo creo que son las dos posibilidades que hay. Uno disfruta y goza porque comparte o tiene la ilusión de estar compartiendo o sintiendo lo mismo, o lo más parecido posible. Qué maravilloso ese momento, no sentirse solo, no estar solo sintiendo algo, y poder decir esta persona que está conmigo está sintiendo parecido, es decir, romper la soledad. Es una experiencia que a mí me parece maravillosa. Pero la diferencia también puede atraer justamente por curiosidad, por afán de conocimiento. Parecería que, en ese sentido, la heterosexualidad asegura una cierta diferencia casi irreconciliable: cuerpos diferentes no pueden sentir lo mismo.
¿Tiene algún sentido hablar del amor?
El amor hay que sentirlo. Es una cosa, por otra parte, muy reciente en la historia de la humanidad. El amor lo inventaron los trovadores. Y Dante.
¿No fue una crueldad, la invención del amor?
No, no lo fue. En primer lugar, fue civilizador, porque cuando aparece el amor, el amor de los trovadores, el señor lo único que quería era guerrear. Comía con los dedos, mataba jabalíes, y le ponía un cinturón de castidad a la mujer para que no follara con otro mientras él iba a guerrear, y se llevaba la llave. Cuando aparecen los trovadores y aparecen las cortes de amor (las cortes de amor fueron una maravilla inventada por las mujeres; los grandes movimientos civilizadores en la historia de la humanidad han sido protagonizados por mujeres, por grupos de mujeres), estas mujeres de la nobleza, totalmente hartas de sus brutos, empiezan a apoyar a los trovadores. El trovador elegía a una dama, que era su amada para siempre, pero la condición era no acostarse. A veces, ella le entregaba un pañuelo, una prenda íntima, y él, cuando tenía que ir a batallar, batallaba por ella. Pero ellas establecen unas normas, unas normas para el buen amor, y cuando un caballero dejaba de cumplir esas normas, hacían cortes de amor. Las cortes de amor eran como tribunales —de mujeres— que juzgaban al hombre (el trovador o el caballero) que había contravenido esa norma. Por ejemplo, la contravención podía ser que, en una batalla, el caballero no llevara la liga o el pañuelo que ella le hubiera dado, o que hubiera osado besar a otra. La condición era no llegar al coito, porque si no, venía el bruto y los mataba. Pero fueron tremendamente civilizadoras. Ellas pusieron la música, escribieron poemas (la mayoría de los poemas de trovadores eran escritos por las mujeres), traen la seda de Oriente, les enseñan a los brutos de los maridos a escribir, a comer con cubiertos. Fue un movimiento tremendamente civilizador. Imagínate, poder juzgar a alguien porque cometió una falta de amor. Precioso. Las normas yo antes me las sabía de memoria. La primera decía «Todo caballero debe palidecer ante la presencia de su amada». Bonito. Precioso.
¿Y dónde está documentado todo eso, de dónde viene?
De las cortes de amor. Yo tengo un libro francés traducido por mí hace muchos años, Leonor de Aquitania. Fue una de las mujeres más importantes de la historia de la humanidad. Uno de sus hijos era gay, Ricardo, lo capturaron los turcos. Cuando lo capturaron los turcos y pidieron un rescate, ella se montó a caballo y se fue a Turquía a por él. Pagó el rescate y volvió con él a Francia. Ricardo ya tenía treinta y pico de años. Leonor de Aquitania fue una de las creadoras de las cortes de amor. Tocaban instrumentos musicales, componían. Fue una época maravillosa. Es la única época bonita de la Edad Media. Sé que cuando traduje el libro leí un juicio de amor. Eso está documentado todo. Ahora, no llegaban al coito nunca. Era un amor ideal. Por eso que se considera un invento literario, el amor.
Claro. El dolor tiene intensidad. Y además, las neuronas del placer y las neuronas del dolor son concomitantes, están unas al lado de las otras. Yo preferí toda la vida el dolor frente al aburrimiento o al vacío. El dolor te hace sentir vivo. Solo los que están vivos pueden sentir dolor. Los muertos ya no sienten dolor. Me parece que no tenemos por qué huir tanto del dolor. El dolor es una experiencia, una experiencia totalizadora. Se te muere tu madre y te duele el estómago, te pisa un auto y de noche no puedes dormir… Yo, desde la última separación, no he podido volver a escuchar música. Si me pongo a escuchar música, evoco, sufro como una descosida. Tendré que esperar.
«¿Cuándo el amor no era un asunto solitario?».
Si los protagonistas de ese relato escribieran juntos su historia de amor, podría dejar de ser solitario. Pero sería una historia mentirosa. Solamente quizás en el momento de éxtasis sexual puedes pensar que estás sintiendo lo mismo —¡Pero valga la pena la fantasía!: tampoco hay que pretender vivir solo en la realidad. Las fantasías son muy hermosas—. El amor es siempre solitario porque lo que busca es la compenetración con el otro, que es casi imposible.
«Cada cual es la medida de su dolor».
Eso es cierto. Por ejemplo, en los estudios que se hacen sobre el dolor físico, en la guerra, la misma lesión (suponte: un balazo en la clavícula) en cuerpos diferentes produce dolores diferentes. Pero además hay un elemento cultural. En la Segunda Guerra Mundial, un médico muy interesado por este tema observaba que los italianos se quejaban muchísimo más que los ingleses. ¿Por qué? Porque también cómo demostrás el dolor es una cuestión cultural. Yo tengo una amiga alemana que se ha venido a vivir a España porque dice no aguantar más la contención alemana. Claro, un italiano no se contiene. Ese médico que hizo esas observaciones en la guerra decía: seguramente los italianos se quejan más por la relación con la madre, porque son muy madreros, y los ingleses no. Pero yo creo que el dolor es individual, no solo cultural.
«La inteligencia sensual era un arte, algo tan sagrado como la música de Schubert o los naufragios de Turner».
La inteligencia, lo que en la Edad Media de los trovadores, en la escuela del Dolce stil novo de Dante se llamaba “el intelecto de amor”, la inteligencia del amor. Lo que pasa es que eso después se perdió. Y ahora yo diría que es muy difícil, porque generalmente el amor obnubila. No sé si el amor es una buena manera de conocer a alguien. Creo que no, porque cuando te enamorás de alguien proyectás un ideal, una imagen que tú tenés. Es decir, el otro es como un maniquí al que tú vestís o desvestís… Y no estoy hablando de sublimación. Porque uno de los errores es creer que la idealización es solamente ver las virtudes. De pronto también le ves unos defectos horribles que no tiene. Es decir: idealizar, lo que quiere decir, es que predomina la imagen que tú te hacés del otro sobre la realidad. Pero para lo bueno y para lo malo. Si la persona es celosa, por ejemplo, puede perfectamente imaginarse que el otro le está engañando cuando no le está engañando. Es una idealización también. Pero yo no sé si el amor es un buen instrumento para conocer. No estoy segura, porque existe toda esa etapa de proyección de lo que uno lleva dentro. Yo hay días que me despierto con ganas de decirle “amor mío, te amo” a alguien, y no sé quién es. ¿A quién se lo digo? ¡Y yo qué sé! Mi próximo libro, que ya está en la editorial, se llama Las replicantes, y hay un poema, que se llama ‘Las replicantes’, que empieza algo así como “me gustaría saber a quién le digo te amo cuando te digo que te amo”. Porque yo muchas veces que he dicho “te amo” tengo la sospecha de que no se lo estoy diciendo en realidad a esa persona, y me pregunto a quién se lo estoy diciendo. Y finalmente, claro, digo ah, me hace recordar a tal. Pero esa me hace recordar a otra, esa a otra, y a otra. Es una cadena de replicantes. Tú no sabés cuál fue la primera vez, ni siquiera si existió una primera vez, ni siquiera si son las mismas. Y a lo mejor la primera fue la madre.
Pero se identifica esa constante, el deseo de decir “te amo”.
Claro, porque ahí lo que importan son los perfiles psicológicos de la seducción. El deseo, por ejemplo, no sabés de qué es. Es deseo del otro, pero ¿de qué del otro? ¿De todo del otro? ¿De lo que tú pensás que es el otro, de lo que tú has deseado toda la vida? Por otra parte, tienes que dejarle espacio al deseo del otro también, que a su vez tiene todas sus proyecciones. Es realmente un deseo de fantasmas, en el que nunca sabrás si el momento para ti de mayor éxtasis ha sido el momento de mayor éxtasis para la otra persona. Ni siquiera sabés si el momento en que tú has gozado más es el que ha gozado el otro. Tolstoi, que era un déspota, le exigía a su mujer (tuvieron trece o catorce hijos juntos) que llevaran un diario cada uno, y cada día se lo leían a la noche, sobre la relación, sobre su vida. Y lo hicieron. Pero muchos años después se descubrió que en realidad Tolstoi escribía un diario para ella —porque sabía que lo iban a leer esa noche— y escribía un segundo, que era el que ella iba a encontrar —porque sospechaba que ella iba a desconfiar del primero, y que iba a buscar otro—. Pero en realidad había un tercero que era el verdadero.
[Risas]. Qué lío.
Claro. El hombre primitivo era más espontáneo en estas cosas, cuando amaba u odiaba a otros los quería incorporar: al enemigo porque querés incorporar su valor, sus virtudes, y al que amás porque lo querés tener contigo. Por eso la canción más famosa en los clubs de gais y lesbianas era Devórame otra vez. Y Homero, cuando presenta a dos héroes, dice «Te comeré el hígado». Hay un deseo de poseer al otro. En primer lugar, para que no incordie más, para que no demuestre todo el tiempo que es otro. Y en segundo lugar, porque hay un deseo de unidad, de fusión, muy importante, que creo que es lo único que explica la maternidad.
¿El deseo de ser madre sería el deseo de fusión y posesión llevado a la práctica?
Claro, llevado a la práctica. Porque si lo pensás, ¿cuánto amor tiene que haber en alguien que está dispuesto a sufrir nueve meses (vómitos, mareos, peso en los riñones…)? Tiene que tener una fantasía de fusión. Que tiene otra lectura posible: como el amor fracasa siempre, vos decís: por fin voy a tener algo mío.
Tú no explicarías la maternidad por el instinto reproductor.
Creo que el instinto tiene una parte importante, pero en eso soy muy freudiana. Creo que, cuando la mujer comprende el fracaso del deseo, se compensa con tener un hijo. Es verdad que ese hijo es lo único que ha podido incorporar. El pene entra y se va. Un hijo lo tiene dentro de verdad. Ahora, qué es lo que lleva a una mujer a desear tener algo adentro y guardarlo, te prometo que no lo sé. Porque el hombre no desea tener adentro algo de verdad. La mujer sí, desea tener algo, y yo creo que casi la compensa del fracaso (no absoluto) del deseo, de la relación, eso que le han dicho que es imposible. La relación sexual es imposible. Hay una relación, pero muy solitaria. En último término, posiblemente la masturbación es más estar con uno mismo —pero de verdad— que estar con el otro. Porque el otro, ¿está? ¿Estás con el otro? Nadie es capaz de decir de verdad cuando está haciendo el amor lo que le pasa por la cabeza al otro. Ni uno lo quiere saber, tampoco. No lo queremos saber. Porque además nos va a mentir.
«Ella ya se estaba enamorando. ¿De qué? Del cuerpo. De qué otra cosa se podía enamorar».
Es muy curioso esto porque yo siempre he creído que la gente se enamoraba del cuerpo, no de otra cosa, porque para otra cosa tenés amistades. Si yo me llevo muy bien con alguien, si me gusta mucho, físicamente puede ser que tenga una historia. Pero yo no me acuesto con mis amigas. ¿Qué es lo que tiene de específico el amor? Lo que tiene de específico es la relación sexual. Lo demás lo podemos compartir con mucha gente. Incluso las cosas más refinadas: escuchar un lied, o ver un cuadro, lo puedes hacer con otra persona. Lo que tiene de específico el amor es el deseo. Una vez, alguien me dijo: “¿Tú de qué te enamoras?”. Yo, del cuerpo, de qué me voy a enamorar. “¿Cómo quieres que te vaya bien en la vida, entonces?”. ¿Y de qué se enamoran los otros? “Mujer, no del cuerpo. De la persona”. Digo: la persona tiene un cuerpo. Sin cuerpo no hay persona. Claro, después pensé: ella es heterosexual. Seguramente, cuando está con un hombre a lo mejor piensa “es el papá de mis hijos”, o “a lo mejor puede ser el papá de mis hijos”. Y entonces se puede enamorar de otras cosas.
Es la última. «Las mujeres suelen ser excelentes maridos».
Ah, sí, son maravillosas. No hay mejor marido que una mujer. Porque comprende a la otra mujer. Por ejemplo, ¿qué hace la mayoría de los hombres cuando la mujer menstrúa y dejó, sin querer, la braga por ahí? Agarra y dice: “Qué es esto”. Le es ajeno. Si la mujer se queja, o tienen una discusión ese día, le dice “¿Ya estás con la regla?”. En todo momento está marcando que para él la cercanía es los diez minutos que hacen el amor y se acabó. En cambio una mujer entiende perfectamente las necesidades de otra mujer. Si le duele el vientre porque está con la regla, le pone la mano encima, le trae un analgésico, le trae la bolsa de agua caliente. Hay una intimidad en una relación de mujeres (o de hombres) que la da el hecho de que comparten fisiología. Saben lo que necesita una mujer porque ellas también son mujeres. No tengo que estar negociando las diferencias, se comparte muchísimo más. Esto de estar todo el día negociando, explicando, dando respuestas a cosas… Yo me acuerdo que estaba en un bar famoso de aquí de Barcelona, y había un chico gay con una mujer con una niña. Y ella le estaba explicando a él: “Sí, yo me separé hace tiempo, pero ahora estoy feliz, y estoy con una mujer: me va a buscar al trabajo, me lleva en moto a todos lados, me hace la compra, cuida a la nena, trabaja, me llama, me manda regalos, me manda rosas… Yo nunca me sentí tratada así por un hombre”. Entonces, yo creo que los maridos que buscan las mujeres (la mujer heterosexual que busca un marido ejemplar) es una mujer. El marido ejemplar es una mujer. Que es un tipo de marido que a lo mejor ya no existe, que es un modelo atrasado, pero es muy complaciente. Una relación entre mujeres suele ser muy complaciente porque saben lo que más o menos necesitan. No siempre lo que desean, pero sí lo que por lo menos necesitan. Que es ternura. Los hombres con la ternura tienen mucho problema. A mí me parece que, por más componentes pasionales que haya en una relación entre mujeres, siempre hay un elemento de ternura, de empatía, de entenderse muy fácilmente, ser cómplices. Y eso es más difícil de conquistar en una relación con alguien que tiene el cuerpo diferente, que se afeita, por ejemplo. Tú menstruas y él se afeita. Pero quienes son muy celosos de su yo —y no quieren nunca borrar esos límites— prefieren las relaciones diferentes, se sienten muy protegidos por la diferencia. Y yo eso también lo entiendo.
Otorga identidad.
Clarísimamente. Yo tengo algunas amigas que han pedido a veces a sus maridos que se vistan de mujer para carnaval. Si el tipo es muy seguro de sí mismo, lo hace. Entre dos mujeres es muy normal que las dos se disfracen para carnaval sin tener que forzar una identidad. Sin embargo, al hombre le da un poco de miedo esa confusión que puede haber en ciertos momentos entre un cuerpo y otro. Sobre todo entre un imaginario y otro. Eso siempre lo considera un poco homosexual, el hombre. Y la mujer no. La mujer lo está deseando. Generalmente lo está deseando.
Nació en España y vive en los Países Bajos, donde trabaja como profesora de español y literatura en una escuela internacional de secundaria. Estudió sociología, música y demografía. Tiene un máster en lengua y literatura españolas por la Universidad Internacional de Valencia y es correctora profesional. Desde octubre de 2012 publica microcríticas en su propio blog de reseñas literarias: MCL (Microcriticas Literarias).
Cristina
Peri Rossi me recibe en su apartamento, con vistas a los edificios y terrazas
de Barcelona. Desde allí, algunos días incluso se divisa el mar. En diciembre
de 2008, la escritora fue galardonada con el prestigioso Premio Internacional
de Poesía Fundación Loewe, otra distinción más en su carrera de poeta y
narradora. Nacida enMontevideo, Uruguay, el 12 de noviembre
de 1941, participó en las revueltas de los años sesenta. Su nombre y su obra
fueron prohibidos en su país, y tuvo que exiliarse a España en 1972. Debido a
sus actividades políticas, dos años más tarde tuvo que emigrar de nuevo, esta
vez a París. Regresó a Barcelona en 1974, donde obtuvo la nacionalidad
española. Es una de las escritoras más reconocidas en el mundo hispanoparlante,
asociada al boom de la literatura latinoamericana de los años setenta y
ochenta. Como escritora, Peri Rossi ha sido muchas veces pionera, abriendo
camino a las escritoras que la siguieron. Su obra abarca todos los géneros:
poesía, relato, novela, ensayo, artículos, y ha sido traducida a más de quince
lenguas. Peri Rossi ha creado su propio estilo, su propio lenguaje. Su poesía
es audaz, apasionada, corpórea, expresiva, moderna, despiadada. Es el lenguaje
seductor del deseo.
Ulrike
Prinz:¿Cristina, te consideras una persona “libre”?
Cristina Peri Rossi: Sí, aunque la libertad absoluta es imposible. Yo me
comprometo mucho con las situaciones emocionales, afectivas; la emoción siempre
es un compromiso para mí. Por ejemplo, este año la Organización de las
Naciones Unidas me invitó a dar una conferencia sobre los sesenta años de los
derechos humanos, en reconocimiento a mi labor en la lucha por la justicia, la
libertad, la democracia y la igualdad. En este sentido, no soy libre, en la
medida en que tengo compromisos éticos, que a su vez implican unos deberes.
Esos deberes yo los transformo en deseos, ya que la libertad se logra cuando
uno consigue convertir los deberes en deseos. En mi caso, el deseo está tan
superpuesto al deber que soy muy feliz haciendo las cosas que debo hacer
éticamente, y me sentiría muy mal si no las hiciera.
Lo que sí siento es una gran libertad para pensar, y para hacerlo con respecto
a los prejuicios y las cosas que uno hereda o las ideas propias de una época;
además, me interesa mucho ponerlos en tela de juicio. Quizás esto me viene de
la infancia, porque los niños suelen ser bastante lógicos. Freud dice que hay
un sentido innato de la igualdad y de la justicia muy arraigado en los niños.
Yo lo he sentido desde muy pequeña y lo he desarrollado. Eso me ha ayudado
mucho, porque el debate interior se produce cuando la lucha por la libertad
perjudica a los intereses particulares o subjetivos. Conozco a escritores y
escritoras que no se han comprometido en la lucha contra las dictaduras porque
temían que sus obras fueran prohibidas, como ocurrió con las mías. Mi nombre
estuvo prohibido en Uruguay durante quince años; una emisora de radio fue
cerrada sólo por nombrarme. Durante los trece años de dictadura, mis amistades
tuvieron que quemar mis libros porque corrían el riesgo de ser arrestados.
Sí tengo la conciencia tranquila, soy feliz, y no se me plantea ese debate
entre los logros y objetivos personales y la conciencia. En Brasil, durante la
dictadura quedaron muchos escritores y escritoras –hoy con premios importantes–
porque ni se exiliaron ni criticaron la dictadura. Ahora, cada cual tiene que
resolver eso a su manera. Creo que lo más que le puedo pedir a un artista o
intelectual es que esté a la altura de su obra, que su vida esté en consonancia
con sus principios. A mí, por lo menos, me da cierta tranquilidad.
UP:¿Y hay mucha diferencia entre la
libertad política, y la libertad literaria y personal?
CPR:La literatura tiene que tener libertad
porque es justamente en el arte donde podemos poner las fantasías; incluso las
cosas que están prohibidas podemos volcarlas en la literatura...
UP:¿Y puede ser una guía?
CPR:Exacto. Hasta las cosas que permanecen
fijas a lo largo de la vida, como el sexo. Yo cuando escribo puedo ser, por
ejemplo, un perro. Puedo utilizar la primera persona y trasladarme a otra
manera de ser. Suelo hacerlo con frecuencia en la narrativa, donde utilizo
mucho la primera persona como instrumento literario para lograr la cercanía con
el lector, la identificación. Es una gran libertad para mí poder ponerme,
llegado el caso, en el lugar de un hombre. Tengo un relato muy famoso, titulado
“Conversación con el ángel”, sobre un hombre casado al cual su mujer abandona
por una mujer. Intento meterme en la cabeza de un hombre heterosexual que no
entiende nada, que se desespera porque quiere entender y que se siente
excluido. El personaje está desesperado, recorre la ciudad de noche, se
emborracha. De pronto, sin darse cuenta, entra en un bar gay, lo que hace que
se sienta más confundido, más violento, más agresivo; se acerca a una mujer,
que en realidad es un travestido, le empieza a hablar y al final le agarra del
cuello y le pide que le explique qué hacen dos mujeres. Y la explicación que
este personaje le da permite que se abra la puerta de su entendimiento a lo que
hasta entonces le provocaba ira y esa sensación de traición.
Esta libertad es, a su vez, también un riesgo de la escritura. Una juega
permanentemente a sentir lo que otros sienten, sobre todo en las novelas. Y, a
veces, me cuesta volver, separarme del personaje. Yo siempre digo que los
escritores no debemos vivir solos. Hay momentos en los que necesito que alguien
me diga, por ejemplo: “No fuiste a la tintorería” o “Anda a comprar el pan”;
eso me obliga a volver a la realidad. La frontera entre lo real y lo imaginario
es muy frágil, y cuando estoy involucrada en ese mundo imaginado me cuesta
salir, porque es muy estimulante: ahí uno es casi Dios. Yo soy atea, pero
inventar un personaje, que se siente casi como algo propio, acerca un poco a la
idea de la creación divina. Por eso, cuando termino un libro, sobre todo de
narrativa, paso una semana de depresión. La llamo “la depresión
postparto". Ya no está dentro, está fuera..., deja de ser mío.
UP:La cuestión de la identidad del autor
y del personaje es un tema interesante. Siri Hustvedt en su ensayo Being a Man
confiesa que en sus sueños es un hombre y que ella escribe desde la perspectiva
de un hombre.
CPR:A veces eso es más fácil, porque
escribiendo como mujer se corre el riesgo de hablar sobre una misma. En mi
última novela, El amor es una droga dura, el personaje masculino está escrito
en primera persona. Manuel Vázquez Montalbán la presentó en Barcelona y Vicente
Verdú en Madrid, y recuerdo que luego los dos me preguntaron: “¿Cómo es que te
metes tan bien en la cabeza de un hombre?”. Es una facilidad que hay que
aprovechar –porque si no toda la literatura sería biográfica (aunque siempre
hay elementos biográficos)–, y también la posibilidad de trasladarse a otra
época..., al siglo XVIII o al XXV. Eso a mí me ensancha muchísimo mi libertad.
UP:Volviendo al tema de la libertad. Hace
exactamente cuarenta años que el mundo se movilizó y emprendió una lucha por la
libertad. Tú, que perteneces a la generación del 68, ¿cómo viviste –como
testigo y protagonista– la revolución estudiantil en Uruguay?
“Lo mejor es no nacer. Pero en el caso de nacer,
lo mejor es no ser exiliado”.
CPR:Me gustó mucho el análisis sobre el 68 de
la revista Humboldt. Es el mejor que he visto, porque el 68 no fue tan
importante en Europa como en EE.UU. y en América Latina. La Revolución Cubana
del 59 es quizás lo que contribuye a su importancia en América Latina, pues le
da una perspectiva de futuro a la revolución y la hace posible, también para
Europa. Aunque Europa, después de dos guerras mundiales, estaba totalmente
deprimida, y tuvo que colocar lejos la utopía y la revolución. Régis Debray, un
intelectual francés que fue a luchar a Cuba, es un ejemplo de la admiración que
se sentía en Europa por estos movimientos revolucionarios, que después tuvieron
que pagar el precio de la realidad. Las revoluciones tienen que enfrentarse en
algún momento con las condiciones reales, y ahí empiezan a demostrar que no
siempre son capaces de sostener sus ideales, que, en último término, no son más
que una guía, es muy difícil traducirlos.
Para mí, el 68 es un movimiento antiautoritario. En los lugares de Uruguay
donde se consiguieron algunos logros, la universidad empezó a ser un órgano
representativo, donde los representantes de los estudiantes eran tan numerosos
como los de los burócratas, los funcionarios. Y también supuso la libertad
sexual.
UP:A eso voy...
CPR:Aunque yo, que tengo buena edad y
experiencia en izquierdas, te puedo decir que la izquierda es tan reaccionaria
en este punto de vista como la derecha.
UP:Sí, libertad sexual sí…, para los
hombres...
CPR:... pero no para las mujeres. Quizás lo
más terrible es que las mujeres se confundieron. Al permitirles formar parte de
la guerrilla uruguaya, pensaron que estaban en pie de igualdad con los hombres,
pero no tuvieron acceso a puestos dirigentes del aparato político. Podían
participar fusil en mano, pero a la hora de tomar decisiones, ellas no
contaban. Fueron usadas como carne de cañón. Además, hay otra cuestión de la
que no se ha hablado, y en la que yo insisto mucho, que demuestra hasta qué
punto siguen funcionando las jerarquías patriarcales en el enfrentamiento con
el poder: todas la mujeres guerrilleras, al ser arrestadas, fueron violadas.
¡Todas! No se perdonó a ninguna. Y, después, les dieron las mismas palizas, y
las mataron igual. O sea, la violación sigue siendo utilizada como instrumento
de dominación y sobre ello no ha reflexionado la izquierda. Porque las mujeres
estaban en calidad de compañeras de los guerrilleros. También por eso, pocas
mujeres se exiliaron solas. Se exiliaron porque se exiliaba su compañero.
Otra cosa importantísima del 68 es el movimiento antipsiquiatría; se comprendió
que el electroshock no era la solución. Y, además, el movimiento
sesentayochista permitió la apertura de pensamiento. ¡Fue la última vez que una
generación creyó que podía cambiar el mundo!
UP:Hablando del exilio, ¿cómo ha influido en
el escenario de la narrativa contemporánea?
CPR:Hay toda una corriente de literatura
del exilio desde Virgilio, que fue un exiliado. En la Antigüedad era el
principal castigo. La corriente de los filósofos pesimistas griegos tiene este
aforismo tremendo: “Lo mejor es no nacer. Pero en el caso de nacer, lo mejor es
no ser exiliado”.
UP:¿Tú también lo vives con tanta dureza?
CPR:Mientras duren las dictaduras, es una
situación muy dolorosa. El emigrante económico, que sale de su país con la
ilusión de hacer dinero para volver, va a conocer un lugar donde se vive mejor.
En cambio, el exiliado es echado a patadas del lugar donde nació. Por lo tanto,
vive el exilio como un castigo y una gran pérdida. Los exiliados, tanto los de
la guerra mundial como los de la guerra española o como nosotros mismos, hemos
perdido una guerra. Consecuentemente, somos los derrotados.
Es muy confuso, porque, por un lado,
se tiene un sentimiento de culpa muy fuerte, muy duro. Se siente que se ha
traicionado a la gente que ha luchado y, en último extremo, se siente culpa por
haber salvado la vida. Por otra parte, se idealiza lo que se ha perdido, porque
se ha perdido involuntariamente, como cuando se nos muere alguien.
Yo sufrí,
sufrí muchísimo, pero no publiqué el libro que escribí en el exilio, los
poemas. No quise publicarlos hasta que no cayera la dictadura. Me parecía que
cultivar el dolor era una manera de hacerlo más fuerte. Mientras, lloraba
porque no estaba en Uruguay. Participaba en la vida española, diciéndome a mí
misma –haciendo honor al internacionalismo socialista– que era lo mismo combatir
a Franco que a Videla o a Pinochet, o al dictador de mi país. Y que era lo
mismo luchar por el socialismo en España que en Uruguay. Pero lo que sí se
pierde es la historia personal, los nombres y los recuerdos que no se pueden
compartir. Por eso, todos los exiliados tienden a formar guetos. Nos juntamos,
aunque no haya otra afinidad, para compartir al menos un pasado, o las
referencias exteriores. Pero no conviene cultivarlo mucho, porque hay que
tratar de integrarse en el lugar. Es más fácil hacerlo cuando ya la dictadura
ha caído, porque, entretanto, estás viviendo en dos lugares a la vez y no sabe
qué vas a hacer. Las únicas dos personas que conozco que nunca se plantearon el
tema fuimos mi compañera, la que se exilió conmigo, y yo. Cayó la dictadura y ninguna
de las dos se planteó en ningún momento qué hacer. Ella compró un billete y yo
compré un billete, ni siquiera volvimos juntas, pero ni en un momento pensamos
en quedarnos... no, no..., sobre todo porque una no regresa nunca. El lugar al
que se regresa ya no es, el tiempo y una misma han cambiado, y entonces ya no
se puede regresar.
UP:Hay un lema que dice: “Vengo de lejos
y escribo en Europa”. ¿Te aplicarías ese lema?
CPR:Yo practico una literatura muy universal.
UP:… más bien cosmopolita.
CPR:Muy cosmopolita. Y soy consciente de que
algunos de mis libros, cuando se publicaron en España, estaban muy adelantados
a lo que era el lector español o la lectora española, pero yo los publiqué
igual. Mi novela La nave de los locos, por ejemplo, es una gran alegoría sobre
el exilio, y cuando la edité en 1984, en España la gente no estaba preparada
para ese libro. En América Latina quizás tampoco. Eso es algo con lo que se
tiene que vivir. La sensación de precocidad o de estar adelantado. Kafka tiene
un aforismo precioso que dice que la literatura es un reloj que adelanta. A
veces atrasa, pero en mi caso adelanta.
UP:En tu libro Habitación de hotel, gran parte de los poemas tratan de la ciudad,
de los espacios transitorios. ¿Qué influencia ejerce la ciudad de Barcelona en
tu poesía?
CPR:La primera vez que escribí sobre
Barcelona, hace muchos años –en un libro llamado Barce-donas, en el que
participamos sólo mujeres–, yo hablaba de que las ciudades tienen sexo. Y a mí
me parece que Barcelona es una ciudad bisexual, con elementos masculinos y
femeninos. Es una ciudad en la que me siento cómoda, fundamentalmente por el
mar. Yo me crié en Montevideo; pasé allí treinta años y no puedo estar mucho
tiempo en un lugar que no tenga mar. Me basta con saber que está, me basta con
olerlo a veces. Me ahogo, me asfixio, donde no hay mar.
Por otra parte, me tocó vivir una etapa bonita de Barcelona. La de la muerte de
Franco, esos años de la transición, en los que estuve vinculada a los poetas,
escritores y artistas de esta ciudad. Fue una época interesante, con cierto
parecido a lo que yo viví en Uruguay. Allí con más intensidad, porque eran más
revolucionarios. Por eso digo que la gauche divine fue siempre más divina que
gauche, ¡mucho más divina que gauche! Fue un desperdicio porque no tuvieron
suficiente.. Había un grupo de mujeres, Esther Tusquets, Ana María Moix,
Beatriz de Moura, que hubieran podido ser el Bloomsbury de Virginia Woolf. Se podría haber dado algo parecido a
los salones de mujeres aquí en Barcelona. Pero no cuajó, un poco por pereza y
porque el hecho de haber vivido tantos años con la dictadura nos había dejado
con un enorme complejo de inferioridad. Digamos que teníamos la autoestima muy
baja. Aunque había editoriales, había artistas, había muchos artistas
latinoamericanos en este momento...
UP:¿… a fines de la década de 1970 y
principios de los ochenta?
CPR:Sí, cuando empieza la movida en
Madrid. Había en Barcelona dos o tres lugares de encuentro: el Boccaccio,Els Quatre Gats y el Bauma,
pero eso no prosperó, porque, por un lado, los artistas somos muy
individualistas. Y los que se habían quedado, creo que se sentían bastante
culpables por no haber resistido lo suficiente a Franco. Además, en esa etapa
hubo muchos latinoamericanos, y se creó una especie de rivalidad entre los
exiliados y los artistas de aquí. Pero fueron unos años de mucha libertad, de
mucha experimentación, que a mí me devolvieron lo que había perdido.
UP:En tu poema “Mi casa es la escritura”,
y en otros, defines la escritura al mismo tiempo como punto de partida y
también como meta. Las palabras como ultima ratio, como refugio. ¿Cuál es el
poder de la poesía?
CPR:Yo creo que es donde las palabras
recuperan su fuerza primitiva, porque en el lenguaje coloquial lo que prima es
la necesidad inmediata de comunicación; la palabra, lo que tiene de frescura e
incluso de erotismo. La palabra es algo que tiene su gusanillo, su musicalidad.
Incluso hay palabras que me caen mejor que otras. Esa necesidad de la
comunicación inmediata que tiene la novela y también el lenguaje coloquial no
cuenta en la poesía. Cuando leo un poema en público siempre digo: “La primera
vez lo leo para que se enteren un poco de qué va”. La segunda, vuelvo a repetir
el poema y digo: “Ahora ya es lo que quiero decir”. Y la tercera agrego:
“Ahora, para que sientan emociones”. En la poesía, las palabras recuperan la
fuerza primordial, porque en el tráfico normal la palabra se desgasta. Como en
la poesía está suspendido el tiempo y el espacio –las dos coordenadas habituales–,
estamos en un espacio de nadie, y en ningún tiempo –en la eternidad, o como se
le quiera llamar–. Se parece a la religión, sin tiempo ni espacio. Ahí las
palabras recuperan todo su vigor y toda su fuerza. Además, una palabra al lado
de otra puede ganar o puede perder; se contaminan, entran en relación entre sí,
y eso es un juego.
UP:Como en la música...
CPR:Es que la poesía es música. Tú te das
cuenta si un poeta es bueno o malo fundamentalmente por cómo suena. El tema
puede ser importante, pero si no suena bien, si no sale la música, no hay nada
que hacer.
Esto lo estuve hablando con mi traductora de EE.UU. Le había enviado un poema,
titulado “Una experiencia espiritual”, que empieza: “Ella andaba buscando una
experiencia espiritual...”, y yo le explicaba que no tenía que poner “estaba”,
porque “estar” da sensación de quietud y lo que yo quiero expresar es
justamente que esa mujer estaba andando.
En la poesía, cada palabra tiene que tener su justificación. La poesía, cuando
es buena, no permite que le quites ni le pongas un vocablo. Es como cuando
compones una pieza musical, no puedes poner ni un compás de más... Ese rigor,
esa economía se dan en la poesía, y en el relato breve también. El relato y la
poesía tienen esa exigencia. Esto lo estudió bien Edgar Allan Poe, que era
poeta y narrador, ya que la estructura de la poesía y la del cuento son muy
similares.
En la poesía, el primer verso es fundamental; y en un relato, la primera frase.
El proceso y La metamorfosis, de Kafka, están escritos como si fueran poesía.
En un poema, tienes que acertar con el primer verso y también con el último. En
el relato, el final tiene que ser un golpe para el lector. Yo lo hacía al
principio de modo instintivo, pero ahora ya llevo una larga experiencia. La primera
frase la sé antes; a veces voy en el metro, y tengo una primera frase, y me la
tengo que apuntar en un papel.
UP:Has publicado cerca de treinta y siete
libros...
CPR:Casi cuarenta libros... y a veces estoy
durmiendo, y me sale una primera frase. Y entonces no tengo ganas de encender
la luz y apuntarla, y trato de memorizarla, pero no hay manera, aunque sé que
va a volver. Puedo tener el tema, pero, mientras no tengo la primera frase, no
escribo, porque la primera frase siempre la comparo con la seducción. Si tú de
pronto estás en el vestíbulo del cine y pasa alguien que te gusta, si no das
con la sonrisa o la mirada adecuadas, se te va. O te sale o no te sale, pero,
si no te sale, se va a ir, así que mejor que se te ocurra, ¿no? (Se ríe.)
UP:Te acaban de otorgar el Premio Internacional de Poesía Fundación
Loewe por tu libro Playstation.
¿Cuál es el mensaje de este libro? ¿Cuál es su aventura?
CPR:Es un libro muy, muy duro, un libro
completamente urbano, de una gran soledad. Este libro sí que es completamente
autobiográfico. Eso quiere decir que cada poema cuenta una historia pequeña que
me ha pasado a mí. Por ejemplo, un poema que habla de cuando yo estaba recién
exiliada, vivía en un barrio obrero, aquí en Barcelona, por San Andrés –un
barrio de emigrantes pobres–, y un día salí en la televisión. La televisión era
Dios. Y, entonces, cuando fui al mercado, me empezaron a mirar mal, porque
pensaban que, si yo salía en la televisión, tenía que ser rica y famosa. ¿Y qué
hace un rico y famoso viviendo ahí? Y yo me daba cuenta del malestar, me daba
cuenta de que me estaban mirando de reojo, gente que normalmente me saludaba
como si yo fuera la vecina de toda la vida..., hasta que un vecino me dijo:
“¿Qué está haciendo usted, rica y famosa, entre nosotros, que somos pobres?”.
Cuenta sobre todo cosas que tienen que ver con el mundo literario, con la
experiencia de tener que vivir de la literatura. Uno de los poemas que tiene
más éxito se titula “Punto de encuentro”, y en él hablo de una experiencia que
me pasó. Entro en un sex shop muy grande, cerca de mi casa. Me gusta mucho ir a
los sex shop de vez en cuando. Estaba vacío, estaba lleno de cosas –enorme, una
superficie inmensa–, y me encuentro con un colega de la universidad, era la
única persona que había, un profesor de filosofía. Y, cómo no, los dos nos
sentimos un poco turbados, y nos ponemos a hablar de filosofía, de la polémica
entre Locke y Hobbes. Y mientras él empieza a hablar de mis libros, yo estoy
pensando que él está deseando meterse en la cabina para masturbarse y yo estoy
deseando comprar una película porno. O el poema “Formar una familia”, que
empieza diciendo que una mujer me gustaba mucho pero me propuso formar una
familia. Y yo le pregunto que para qué quiere otra familia, si ya tiene una,
tiene padre, madre, hijos, primos... Y ella me dice: “¿Ésa es tu idea de la
familia?”, y yo le respondo que no, que tengo muchas más.
FORMAR UNA FAMILIA
Aquella mujer me gustaba
mucho
pero me propuso que formáramos una familia
ella ya tenía un hijo
de su primer marido
tenía padre madre hermanos y primos
Otra familia me parecía una redundancia.
¿Para qué quieres otra familia? –le contesté
¿Para que vea cómo tu hijo no baja la tapa
del retrete por miedo oculto a la castración
y cómo tu hermana no cierra la puerta del baño
para no perderse nada de lo que ocurre en el salón?
¿Ésa es tu idea de una familia? –me preguntó.
No, además tenía otras ideas:
gente con la cual yo no me tomaría un café
si no mediara un parentesco
gente que discute por dinero
propiedades cuentas bancarias
gente que no se habla por un asunto
de reparto de sillas o de sofás
y que se reúnen una vez al año
–por Navidad–
sin tener ganas
y se pasan la noche anterior
y el veinticinco de diciembre
comiendo y bebiendo
y haciendo mucho ruido.
¿Tú qué haces por Navidad? –me preguntó, entonces.
Busco una emisora de música clásica
–le dije–
y juego a la playstation.
Trata
un poco sobre lo que todos sentimos pero no decimos. Es la desmitificación de
todos los rituales de la vida urbana. Y cuento una noche en el hospital de Sant
Pau de Barcelona... Es un libro con el que todo el mundo se ríe, yo creo que
por nerviosismo. Cuando leo algo de él, siempre salta la carcajada, pero es
porque estoy diciendo lo que todo el mundo piensa y no es correcto decir. Es un
libro muy, muy incorrecto.
UP:Con
eso volvemos a la cuestión de la generación del 68.
CPR:Claro,
sí, sí, exactamente. Pero, por otro lado, estoy segura de que es bueno que en
un libro esté lo que pensamos muchos y no nos conviene decir. No hay ningún
poema de amor, hay una profunda soledad en el libro, pero es la soledad del
individuo contemporáneo en las grandes ciudades, en la que terminamos jugando
con la playstation. La que crea menos problemas, ¿no?
UP:Claro,
siempre se puede ganar...
CPR:Además,
cuento anécdotas reales, por ejemplo, que tuve una editora muchos años que es
una gran jugadora. Los escritores somos todos muy jugadores. Pero también la
literatura es un juego en algún lugar. Cuento que mi editora siempre me
invitaba a sus reuniones de póker. Yo le digo que no, porque voy a perder (ella
juega con su psicoanalista, con otra mujer y, claro, yo voy a perder), y ella
me dice: “Tú juegas con las máquinas al póker”. Yo le contesto que sí, pero que
la máquina no tiene nada contra mí, ni yo contra ella. Soy una jugadora
solitaria, a todo juego sola, porque luego no soporto la agresividad que hay
cuando la gente pierde. Por eso, siempre prefiero jugar con máquinas. El poema
termina diciendo que, al no irme con la editora a jugar al póker, es la primera
vez que pierdo una oportunidad de perder. (Se ríe.)
UP:Bueno,
la última pregunta: algunas veces hablas de la catástrofe del amor. ¿Se puede
aprender a amar a la medida justa?
CPR:Mira,
yo pienso que a amar no se aprende. Amar es una cosa que una tiene en el
corazón. Porque, en último término, si uno no tiene capacidad de amar es
difícil que encuentre un objeto para amar, qué sé yo: el perrito, el gatito, el
vecino de la esquina. Además, el amar te coloca en una situación de fragilidad
y de vulnerabilidad (siempre me acuerdo del poema de William Blake que dice que
la sonrisa de la mujer que ama le lleva al paraíso, pero si no lo mira se hunde
en el infierno). Sí, nos coloca en una situación de dependencia emocional muy
grande, en una situación muy frágil. Pero ¡bendita sea esa fragilidad, porque
lo contrario sería ser robot!
UP:Tiene
que ver con la libertad también, la libertad interior...
CPR:Sí,
sí, lo que ocurre es que algo tenemos que obtener. Todos los seres humanos
somos narcisos. ¿Cómo es que nos colocamos en esa situación de dependencia?
Algo importante tenemos que obtener. Yo creo que es, por una parte, la
intensidad emocional y, por otra, la ilusión. Asumimos esa fragilidad y esa
vulnerabilidad en la medida en que va unida a una cuota de intensidad que no
tienen otras cosas... Lo comparo con la creación. Lo que ocurre, lo que noto,
es que la gente cada vez está menos dispuesta a colocarse en esta situación de
fragilidad. Por todos lados, los libros de autoayuda te dicen que hay que
evitar la dependencia. A ver, ¿qué están diciendo? Evitar el contacto, el amor…
Al contrario, lo que tenemos que hacer es reforzar esos lazos de dependencia.
Lo tremendo es depender de una sola persona, pero no los lazos de dependencia.
Yo dependo de que me vendan el pan, de que el médico esté cuando le llamo...
Sí, vivimos en situaciones de dependencia. Y la interdependencia, por otra
parte, es cuando la dependencia es mutua.
A mí me gusta mucho que me interrumpa mi novia a cada rato para decirme “Te
quiero”, me parece maravilloso. ¿Para qué quiero yo que no me interrumpa? Estoy
rodeada de gente que no quiere que nadie le interrumpa con un mensaje así. Y me
parece que el amor hace aflorar con esa fragilidad nuestra parte más sensible.
Normalmente, los libros de autoayuda te dicen: primero hay que amarse a sí
mismo y después a los demás. Si te lo tomas en serio, muy en serio, nunca amas
a nadie. Porque en el amor hay una entrega, y así te vuelves menos egoísta.
Justamente, para mí amar implica renunciar a una cantidad de objetivos. Uno no
ama para hacer lo que le da la gana, sino para renunciar en parte a lo que nos
da la gana y hacer a veces lo que el otro quiere. Uno tiene que tener en cuenta
la satisfacción del otro, porque no somos distintas personas. Pero, en todo
caso, creo que el amor no es solamente el amor interpersonal, sino también el
amor a la gente, a ciertas ideas, a ciertos objetos y, sobre todo, un amor a la
vida, que implica renunciar a ciertos placeres... Yo no tengo ninguna duda de
que, de pronto, el sadomasoquismo es muy intenso, pero estoy dispuesta a
renunciar siempre al sadomasoquismo, porque creo que el respeto a la vida me
lleva renunciar a ciertos placeres que son dolorosos.
que sentía por Julia, demasiado fuerte y demasiado complicado para
definirlo sólo como los anhelos sexuales
de una muchacha por otra"
La pintura vieja en un lienzo, a medida que envejece, a veces se vuelve transparente. Cuando eso ocurre, es posible, en algunas imágenes, ver las líneas originales: un árbol se mostrará a través de un vestido de mujer, un niño deja paso a un perro, un barco grande ya no está en mar abierto. Eso se llama pentimento porque el pintor, "arrepentido", cambió de idea. Tal vez sería bueno decir que la vieja concepción, reemplazada por una elección más adelante, es una manera de ver y luego ver de nuevo. Eso es todo lo que quiero decir sobre la gente en este libro. La pintura ha envejecido y yo quería ver lo que estaba allí para mí, qué hay para mí ahora.
Siempre sé por lo que toca a mi memoria: sé cuando puedo confiar en ella y cuando algún sueño o fantasía entró en la vida; y el sueño, la necesidad del sueño, distorsiona lo que aconteció... Pero confío absolutamente en lo que recuerdo de Julia.
He tenido mucho tiempo para pensar en el amor que sentía por Julia, demasiado fuerte y demasiado complicado para definirlo sólo como los anhelos sexuales de una muchacha por otra. Y, no obstante, existían con toda seguridad.
Jane Fonda y Vanessa Redgrave en Julia, versión de Pentimento.
No tengo notas de mi diario de aquel viaje, sino sólo el recuerdo de estar viendo una cara reconstruida que no ocultaba la herida de cuchillo que discurría por el lado izquierdo. El hombre de la funeraria me explicó que había estado intentando cubrir la cuchillada de la cara, pero que yo debía ver la heridas del cuerpo si quería ver un revoltijo que no se podía disimular. Abandoné el lugar y me quedé en la calle durante un rato.
No tengo claro el año en que yo, que siempre había sido una especie de rebelde sin causa -no sólo en el sentido en que lo fue gran parte de mi generación, sino por haber visto a la familia de mi madre enriquecerse y solidificar su fortuna a costa de los negros pobres- me di cuenta de que en mi rebeldía había algunas tiernas raíces políticas. Creo que todo comenzó con mi descubrimiento del nacional-socialismo, durante mi estadía en Bonn, Alemania, tratando de inscribirme en la universidad. Necesité meses para comprender lo que estaba escuchando. Entonces, por primera vez en mi vida, reflexioné sobre el hecho de ser judía. Pero no era únicamente el anti-semitismo lo que me impresionaba. Era escuchar, en boca de gente de mi propia edad, los alardes de conquistadores confiados, los redobles de la guerra.
(...)
Innumerables vidas estaban siendo arruinadas, y pocas voces se levantaron en su defensa. ¿Desde cuándo era necesario estar de acuerdo con alguien para defenderlo de la injusticia? Nadie en su sano juicio hubiese pensado que los sinólogos, por ejemplo, acusados y despedidos de sus puestos en el Departamento de Estado, hicieron algo más que darse cuenta de que Chiang Kai-shek estaba perdiendo la guerra. La verdad lo convertía a uno en traidor, como a menudo sucede en tiempos de canallas.
Una de las grandes dramaturgas y escritoras del siglo XX de Estados Unidos, fue también una destacada y comprometida activista contra el racismo, el fascismo, el nazismo, la guerra de Vietnam. Alguna de sus obras más conocidas y exitosas: Pentimento (1973) , novela autobiográfica llevada al cine con el nombre de Julia e interpretada por Jane Fonda y Vanessa Redgrave, que ganó 3 Oscars en 1977; Tiempo de Canallas (1976) ,texto autobiográfico sobre la persecución del macartismo; The Children's Hours (1934) , obra de teatro, la historia de dos profesoras acusadas de lesbianismo, estrenada con gran éxito en el teatro el mismo año y llevada al cine dos veces: en 1936, interpretada por Miriam Hopkins y Merle Oberon, y la segunda de 1962, con Audrey Hepburn y Shirley McLaine de protagonistas. The Little Foxes (1939), un descarnado retrato de la hipocresía de una familia clase media, estrenada en teatro y llevada al cine en 1941, con la actuación de Bette Davis, y Watch on the Rhine (1941), obra de teatro, una denuncia del nazismo, estrenada en 1941 y también llevada al cine un año después con el mismo nombre e interpretada por Bette Davis. También escribió las obras autobiográficas: An Unfinished Woman: A Memoir(Una mujer incompleta) (1969);Maybe(Quizá)(1980) y Three (memorias) (1980), entre otros textos. Estudió en la Universidad de Columbia y en la Universidad de Nueva York. En 1936 quiso estudiar en la universidad de Berlín, pero se lo impidió el antisemitismo generado por el nazismo. En 1937 viaja a España a apoyar a los republicanos y junto con Ernest Hemingway y John Dos Passos escribe el guión de The Spanish Earth, uno de los más estremecedores documentales sobre la Guerra Civil Española, que presenta la lucha de los milicianos y de los movimientos campesinos. En 1939, en plena explosión del nazismo, viaja a Viena y arriesga su vida para salvar la vida de personas judías (ella era judía por parte de padre): lleva dinero en forma clandestina, que comprará la vida de esas personas. El dinero es de su amiga Julia, luchadora contra el nazismo, quien la recibe en esa ciudad y es asesinada poco tiempo después. Lillian Helllman cuenta esta historia en Pentimento, llevada al cine como Julia en 1977. Lillian Hellman fue ovacionada de pie en la entrega de los oscars.
En 1952 fue perseguida por el macartismo y como se negó a testificar en contra de sus colegas, el gobierno de Estados Unidos le congeló sus bienes y la incluyó en la lista negra que le impedía trabajar. Lillian Hellman tuvo entonces que trabajar como empleada en una tienda para poder sobrevivir. Hellman cuenta esa historia en Tiempo de Canallas.
En 1956 el músico Leonard Bernstein le pide que escriba el libreto de la opereta Candide, cuya música estaba componiendo. La obra se estrena con gran éxito en 1957.
Lillian Hellman enseñó en Harvard y Yale y recibió el New York Drama Critics Circle Award, la Medalla de Oro de la Academy of Arts and Letters for Distinguished Achievement in the Theater y el National Book Award.
Fue guionista, agente publicitario y crítica literario. Se casó una vez, se divorció y en 1930 empieza una relación amorosa (y a veces laboral) con el escritor Dashiell Hammett, que dura 30 años, hasta la muerte de éste. Sus obras
Nací en Nueva Orleans; mi madre, Julia Newhouse, de Demopolis, Alabama, se enamoró, y continuó enamorada, de Max Hellman, cuyos padres habían llegado a Nueva Orleans con la inmigración alemana de los años 1845-1848 y allí tuvieron a sus hijos: mi padre y sus dos hermanas. Mucho antes de nacer yo, la familia de mi madre se trasladó de Demopolis a Cincinnati y luego a Nueva Orleans, ambas ciudades convenientes, supongo, para tres muchachas casaderas.
Pero mi primer recuerdo los sitúa en un gran apartamento de Nueva York: mis dos tías jóvenes y muy guapas; su taciturno hermano de rostro adusto, y la mujer callada, poderosa, severa, que era su madre, Sophie Newhouse, mi abuela. Sus hijos, sus criados, todos sus parientes, a excepción de su hermano Jake, la temían, y otro tanto me ocurría a mí. Ya de pequeña me disgustaba sentir ese miedo y fanfarroneaba para protegerme de él.
El apartamento de los Newhouse poseía, en la calidad de los objetos y en la actitud de las personas, ese talante de la clase media alta que nunca llega a tener verdadero estilo. Un ambiente pesado pendía sobre las preciosas habitaciones ovaladas. Ciertamente, había fiestas para mis tías, pero las fiestas, a juicio de una niña que atisbaba desde el cuarto de los criados, resultaban tan calladas que durante mucho tiempo estuve convencida de que en las ocasiones especiales los adultos movían los labios sin emitir ningún sonido. Los días posteriores a la fiesta se oían anécdotas emocionantes sobre los nuevos pretendientes, pero estos no eran nunca lo bastante buenos y las fiestas, sin duda, no eran lo suficientemente buenas para quienes podrían haberlo sido. Por otra parte estaba la comida de los domingos, a veces con la asistencia de tíos y tías abuelos, llenas de manifiesta maledicencia sobre quién tenía más dinero, o quién lo gastaba con excesiva prodigalidad, quién heredaría qué, quién había comprado una alfombra que duraría eternamente, quién una joya de la que más le valdría haber prescindido. Eran reuniones corporativas, en las que mi abuela ocupaba el inesperado puesto de vicepresidenta. El presidente era su hermano Jake, el único ser humano ante el que la vi ceder. Al principio pensé que eso se debía a que él era más rico y se encargaba de lo que llamaban administrar el dinero de ella. Pero se trataba de una explicación demasiado sencilla: era un hombre con una gran fuerza, proclive, al igual que ella, a doblegar el espíritu de la gente por el mero placer de ejercitarse. Pero también era ingenioso, tenía bastante mundo y consideraba que sus maquinaciones financieras eran naturales no solo para su propio provecho, sino también para el del país, lo cual le parecía cómico. (Solo una vez tuve verdadero contacto con mi tío Jake: cuando a los quince años acabé el colegio, me regaló un anillo que llevé a una casa de empeños de la calle Cincuenta y nueve, me dieron veinticinco dólares y me compré libros. De inmediato fui a decírselo, pues ese día, creo, decidí que alguna vez debía producirse la ruptura. Se me quedó mirando y al cabo de un rato se rió y pronunció las palabras que más tarde usé en The Little Foxes: «Veo que a pesar de todo tienes carácter. Casi todos los demás están hechos de almíbar».)
Pero aquel apartamento de Nueva York que visitábamos varias veces por semana, la casa de veraneo adonde acudíamos una vez al año en calidad de hija y nieta pobres, me convirtió en una niña airada y me provocó para siempre una desenfrenada prodigalidad mezclada con respeto hacia el dinero y quienes lo poseen. Las épocas de respeto estuvieron cargadas de autodesprecio y siempre cometí mis peores errores durante esos períodos. Sin embargo, una vez escrita y sepultada The Little Foxes, ese conflicto perdió importancia, de la misma manera que la imagen de la familia de mi madre se iría desdibujando hasta casi desvanecerse.
No dejaba de ser natural que mi primer afecto se dirigiera hacia la familia de mi padre. Él y sus dos hermanas eran libres, generosos, divertidos. Pero, del mismo modo que yo pintaba a toda la familia materna de un solo color, consideraba excesivamente extraordinaria a la familia de mi padre, y más tarde volví ambos juicios extremos contra mi madre.
En realidad mi madre era una excéntrica de carácter dulce, la única mujer de clase media que he conocido que no rechazó la clase media —eso habría constituido un acto de voluntad—, sino que la esquivó de todas todas. Le gustaban la vida sencilla y las gentes sencillas, y habría sido más feliz, creo, de haber permanecido en la atrasada zona rural de Alabama, cabalgando a sus anchas los caballos de los que hablaba tan a menudo, en lugar de añorar toda su vida a los hombres y las mujeres negros que le enseñaron la única religión que conoció. Yo ignoraba qué decía cuando movía los labios en una iglesia baptista, en una catedral católica o, más raras veces, en una sinagoga, pero estaba claro que era posible hallar a Dios en todas partes, pues varias veces a la semana nos deteníamos en una iglesia, la que fuera, y al parecer se sentía a gusto en todas.
Pero las naturalezas simples también pueden ser complejas, y eso crea problemas a los niños, que desean que todos los adultos sean nítidamente una cosa u otra. Me desconcertaba e irritaba la pasividad de mi madre porque se combinaba con una inquebrantable obstinación. (Mi padre no fue considerado un marido adecuado para una muchacha rica y guapa, pero el profundo temor que mi madre sentía hacia la suya no logró vencer su profundo amor por mi padre, si bien debido a ese mismo temor mis tías no se casaron nunca y mi tío no contrajo matrimonio hasta que murió su madre.)
Daba la impresión de que mamá solo hacía lo que quería mi padre y, sin embargo, vivíamos tal como ella quería que viviésemos. Deseaba fervientemente retenerlo y complacerlo, pero las protestas de mi padre no lograban alterar las extrañas manías ya identificadas por Freud. La hechizaban las ventanas, las puertas y las estufas, y muchas veces se pasaba hasta media hora ante ellas, o al salir de casa se empeñaba en volver mientras la esperábamos en la calle hiciera el tiempo que hiciese. Y traía a casa tristes señoras de mediana edad que conocía por casualidad en un banco del parque, para que llenaran de miserias la sala de estar: relatos sencillos de enfermedades, de pobreza o de soledad a lo largo de la tarde acababan a menudo con una invitación a cenar, con gran fastidio por parte de mi padre.
Recuerdo una ocasión en que pintaron nuestro apartamento y la semana que en principio debía durar el trabajo se alargó hasta convertirse en tres porque uno de los dos pintores, un hombre bajito y enfermizo con acento italiano, no tardó en descubrir que mi madre era una oyente comprensiva. Cumpliendo con su deber, se subía a la escalera a las nueve de la mañana, pero a las once ya estaba sentado en el sofá con el cuento de la joven esposa que murió de parto, el niño que se había quedado en Italia, la madre enferma y medio muerta de hambre que vivía en la Toscana, las noches en Nueva York, donde no conocía a nadie con quien comer o charlar. Después del almuerzo, que preparaba nuestra malhumorada cocinera irlandesa y que servía mi madre para ocultar el malhumor de la otra, el pintor se encaramaba otra vez a la escalera y pintaba durante un par de horas, mientras mi madre le instaba a que dejara de trabajar y saliera a disfrutar de un día agradable al sol. Una vez, hacia el final de la larga tarea —el otro pintor no volvió después de los primeros días—, regresé a casa con varios libros de la biblioteca y me molestó encontrar al pintor instalado en mi silla preferida. Me detuve en el umbral y, mientras miraba enfadada a mi madre, el pintor le preguntó:
—Su hija. ¿Cuántos años?
—Quince —respondió mi madre.
—En Italia, quince no es joven. ¿Está sana?
—Muy sana —afirmó mi madre—. Los de su generación tienen los pies más grandes que nosotros.
—Lo pensaré —dijo el pintor—. Ya le diré algo.
Advertí que mi madre no entendía a qué se refería, pues sonrió y asintió con la cabeza como hacía siempre que sus pensamientos estaban en otra parte, pero yo me enfurecí y se lo conté a mi padre durante la cena. Él se rió y yo me levanté de la mesa, aunque después le dijo a mi madre que el pintor no debía volver por casa. Unos años después, cuando llevé a cenar a un joven apuesto y despreocupado que se emborrachó como una cuba e insistió en descender por el muro del edificio desde nuestro apartamento del octavo piso, mi padre, que lo miraba desde la ventana, comentó: «Tal vez deberíamos intentar localizar a ese pintor de paredes italiano». Mi madre llevaba cinco años muerta cuando comprendí que yo la había querido muchísimo.
Mi parto había sido peligrosamente mal llevado por un elegante doctor de Nueva Orleans y a ella le quedó el permanente temor a volver a pasar por el trance, de modo que fui hija única. (Veintiún años después, estando yo casada y encinta, sintió el mismo temor por mí y no ocultó su satisfacción cuando perdí al bebé.) Yo tenía treinta y cuatro años, había estrenado dos obras con éxito y llevaba catorce o quince años bebiendo mucho aun teniendo un cuerpo que se llevaba mal con la anarquía, cuando un médico me habló de los problemas que afectaban a los hijos únicos durante toda su vida. Ciertamente necesitaba que un médico me revelara la violencia y el desorden de mi vida, si bien siempre supe qué poderes tenía una hija única. No fui más mala ni menos generosa ni más desagradable que otros niños, pero no acababa de encontrar el equilibrio en un mundo en el que sabía cuán importante era para otras dos personas que sin duda me amaban por lo que era, pero que también disfrutaban utilizándome para atacarse mutuamente. Creo que no lo hacían de manera consciente, en general se trataba de bromas afectuosas, aunque pronto descubrí que las chanzas de mi padre sobre lo mucho que le gustaba el dinero a la familia de mi madre, sobre cómo mi abuela materna había cortado las alas a sus hijos, sobre su deseo de considerarnos —a él y a mí— unos vagabundos ajenos a la familia y sin valor en el mercado, eran más que simple choteo. Deseaba conquistarme para que me pusiera de su lado, y lo consiguió. Era un hombre atractivo, ocurrente, irascible, orgulloso, y —como intuí muy joven pero no supe con certeza hasta mucho después— en su vida hubo otras mujeres. Por lo tanto sus ataques a la familia de mamá no obedecían siempre a los motivos invocados.
Cuando yo tenía unos seis años, mi padre perdió la importante dote de mi madre. Nos mudamos a Nueva York y fuimos pobres de solemnidad hasta que por fin él comenzó a ganarse bien la vida como viajante de comercio. Durante aquel tiempo regresamos cada año a Nueva Orleans para pasar seis meses con sus hermanas. Por lo tanto me trasladaban de la escuela de Nueva York a la de Nueva Orleans sin prestar atención a la época del año o la calidad del colegio. Esta constante necesidad de adaptarme a dos mundos muy distintos convirtió mi formación académica en una especie de frenético partido de tenis, unas veces contra niños que golpeaban con fuerza y brillantez, otras contra niños que apenas sabían sostener la raqueta. Este es posiblemente el motivo por el que nunca destaqué en la escuela ni en la universidad y la razón de que deseara que me dejaran en paz para poder leer a solas. Descubrí a muy temprana edad que ante cualquier otra prueba que no fuera la lectura conseguía saltar con gracia y facilidad el primer obstáculo, pero caía de bruces al correr hacia el siguiente.
2
En la parte del jardín donde la casa hacía esquina se alzaba una gran higuera que tres encinas situadas delante de ella y a los lados impedían ver desde la pensión de mis tías. Supongo que no descubrí los placeres de la higuera hasta los ocho o nueve años y, aunque después he vivido en muchas casas, algunas de ellas construidas para mí, todavía la considero mi primer y más querido hogar.
En aquella extraña vida mitad en Nueva York y mitad en Nueva Orleans, no tardé en advertir que a mis profesores de Nueva Orleans les incomodaba porque iba adelantada respecto a mis compañeros de clase, y que a mis profesores de Nueva York les irritaba porque iba demasiado atrasada. Pero en Nueva Orleans encontré una solución: hacía novillos al menos una vez a la semana, y con frecuencia dos veces, a sabiendas de que nadie se preocuparía ni se molestaría en dar cuenta de mi ausencia. Aquellos días salía muy arreglada hacia la escuela, con los zapatos de hebilla bien lustrados y un elegante sombrero para protegerme de lo que llamaban «el clima», con mis libros y una cestita llena de deliciosos manjares que mi tía Jenny y Carrie, la cocinera, me preparaban para el almuerzo. Doblaba en la bocacalle, seguía hasta Saint Charles Avenue y me quedaba sentada en un banco como si esperase un tranvía, hasta que los huéspedes de la pensión y los vecinos se habían ido a trabajar o retirado para el descanso que todas las señoras del Sur consideraban necesario después del desayuno. Entonces corría hacia la higuera, ocultándome detrás de los arbustos para asegurarme de que no me amenazaba ningún peligro en la casa. La higuera era grande, sólida, acogedora, y con el tiempo llegué a convencerme de que me quería, me echaba de menos cuando yo no estaba y aprobaba todos los aparejos que había dispuesto para los días felices que pasaba en sus brazos: tenía un columpio para dejar los libros de texto, una cuerda para izar la cesta del almuerzo, un agujero para guardar la botella de refresco que tomaba por la tarde, una caña de pescar y una maloliente bolsita de carnada añeja, una almohada bordada con el retrato de Henry Clay montado a caballo que le había robado a la señora Stillman, huésped de mis tías, y un colgador de verdad para dejar el vestido y los zapatos y tenerlos limpios cuando regresara a casa.
En aquel árbol aprendí a leer, inundada de las pasiones que solo experimentan los amantes de los libros, ávida, muy joven, desconcertada por casi todo lo que leía, sudando para tratar de entender un mundo de adultos del que huía en la vida real pero al que deseaba desesperadamente incorporarme en los libros. (No relacionaba los hombres y las mujeres adultos de la literatura con los que veía a mi alrededor. Constituían una especie distinta para mí.)
En la higuera descubrí que me entusiasmaban todos los seres que vivían en el agua. Cierto es que el agua era agua de alcantarilla y que la pesca difícilmente podía llamarse así; a veces las cosas que flotaban en las acequias de Nueva Orleans no eran bonitas, pero yo no sabía qué era bonito y todas me gustaban. Después del almuerzo —los huéspedes varones regresaban a la pensión para una buena comida y una siesta— la calle volvía a ser un lugar seguro, con solo el ruido de Carrie y sus ayudantes en la cocina, y tenía la certeza de que jamás pasarían del porche trasero o del gallinero. Entonces bajaba de mi árbol para sentarme junto a la acequia con mi caña y la carnada. Con frecuencia atrapaba algún cangrejo que había subido desde el golfo, más a menudo pescaba mi presa preferida, la langosta, y a esa hora segura a veces conseguía al menos seis para mi cesta. Hacia las dos y media, cuando la casa y la calle empezaban a animarse de nuevo, regresaba a mi árbol y durante otro par de horas leía, dormitaba o pasaba lo que yo llamaba la hora enferma. Ha transcurrido demasiado tiempo y ya no recuerdo por qué consideraba «enferma» esa hora, pero desde luego no me refería a un malestar físico. Creo que pensaba en un atisbo de tristeza, un primer reconocimiento de que había tanto que entender que tal vez nunca se llegaba a encontrar el camino, y los primeros indicios, quizá, de que ese camino no sería fácil para un carácter como el mío. No estoy segura de que sintiera todo eso entonces, pero sé con seguridad que estaba subida en la higuera cuando, unos años más tarde, me sorprendió por primera vez el conflicto que me perseguiría, me perjudicaría y me beneficiaría durante el resto de mi vida: simplemente, el deseo obstinado, incesante, imperioso de estar sola y el encontronazo con el deseo de no estar sola cuando no quería estarlo. Ya intuía que los demás no lo tolerarían, aunque, siendo hija única, durante el resto de mi vida actué como si a mí me lo toleraran y debieran tolerármelo.
Me gustaba mucho más la temporada en Nueva Orleans que los seis meses que vivíamos en el apartamento de Nueva York. La vida en la pensión de mis tías me parecía extraordinariamente sustanciosa. Y qué curioso conjunto formaba mi familia. Mis dos tías, Jenny y Hannah, hermanas de mi padre, eran mujeres altas y corpulentas, divertidas y generosas, hijas de una tradición alemana culta y refinada, que se habían visto en la necesidad de ganarse la vida y se la ganaban sin quejarse, si bien Jenny, la más guapa y enrevesada, tenía frecuentes arranques de un mal genio interesante. Era raro, pensaba yo entonces, que trataran a mi madre, quien tan a menudo me irritaba, como si fuera una valiosa pieza de loza china llegada de un mundo desconocido para ellas. Y en cierto sentido así era: mi madre procedía de una familia rica, era menuda, de cuerpo delicado y encantadora —en realidad era una mujer fuerte y valerosa, pero tardé años en averiguarlo—, y puesto que mis tías querían mucho a mi padre, se portaban bien con ella y la protegían de los huéspedes de cuna más humilde. Dudo que comprendieran —yo sí lo entendía en virtud de cierta malicia infantil— que disfrutaba con los inquilinos y los escuchaba con la simpatía que Jenny no podía permitirse. Supongo que ninguno de ellos ofrecía gran interés, pero me fascinaba lo que imaginaba que ocurría tras sus puertas.
Advertía que el señor Stillman, un hombre corpulento, desenvuelto y bien parecido, flirteaba con mi madre y desafinaba al cantar. Sabía que un huésped llamado Collie, un hombre demasiado delgado y triste de edad indefinida, trabajaba en el banco de su tío y se emborrachaba todas las noches. Era el preferido de las huéspedes de la pensión, pues creían que no viviría mucho. (Se equivocaban: más de veinte años después, cierta vez que fui a visitar a mis tías ya jubiladas, me lo encontré en el restaurante Galatoire y tenía exactamente el mismo aspecto.) Y había dos hermanas ajadas, sensuales y risueñas que se llamaban Fizzy y Sarah y decían querer a los niños y a todos los árboles. Una vez oí una pelea entre mi madre y mi padre en la que ella dijo que a él le gustaba Sarah. Me pareció indigno de mi madre y me alegré cuando mi padre rechazó riendo la acusación. Decía la verdad por lo que respectaba a Sarah: la que le gustaba era Fizzy, y el día que los vi reunirse delante de un restaurante de Jackson Avenue y subir a un taxi no se borró de mi memoria durante muchos años. Me sentí invadida por una ira ciega, por unas ganas de llorar que no sabía explicar, por la compasión y el desprecio hacia mi madre, por un deseo intenso de seguirles para ver lo que quiera que fueran a hacer y matarles. Al cabo de una hora me arrojé desde la copa de la higuera y me rompí la nariz, aunque no me di cuenta de que me había roto un hueso y solo sentí un dolor espantoso.
Corrí de inmediato en busca de Sophronia, que había sido mi niñera cuando yo era pequeña, antes de que nos mudáramos, o medio mudáramos, a Nueva York. Trabajaba para una familia que vivía en una casa grande a la que había que ir en tranvía desde la nuestra y cuidaba a dos chiquillos pelirrojos a quienes yo detestaba, regocijándome en mis perversos celos. Sophronia fue el primer y más inequívoco amor de mi vida. (Años más tarde, cuando era una muchacha peligrosamente rebelde, mi padre solía decir que, si hubiera podido seguir pagando a Sophronia durante todos esos años, yo habría estado sometida al único control que había llegado a aceptar.) Era una mujer alta, guapa, de tez ligeramente morena —todavía conservo muchas fotos de su rostro meditabundo—, y para mí, como para tantos otros niños blancos del Sur, fue el único anclaje seguro, tan necesario en los primeros años y tan olvidado después. (No ocurrió así en nuestro caso: nos escribimos y nos vimos tan a menudo como fue posible hasta que murió, cuando yo tenía veintitantos años, y la primera paga que gané en mi vida me la devolvió convertida en una cadena de oro.) Mis visitas a Sophronia no eran del agrado de la madre de los dos niños pelirrojos y por eso siempre llamaba a la puerta trasera.
Pero Sophronia no estaba en casa el día que me caí. Me senté en el umbral de la cocina y lloré con la cara entre las manos hasta que la cocinera envió a la doncella a buscarla a Audubon Park. Sophronia acudió, corriendo, creo que por primera vez en su vida de majestuosos movimientos, y se deshizo de los dos pelirrojos. Me llevó a su habitación y me lavó la cara, me palpó la nariz y me tapó la boca cuando grité. Comentó que debíamos ir a ver inmediatamente al doctor Fenner, pero cuando le dije que me había tirado del árbol dejó de hablar del médico, me vendó la cara, me dio una pastilla, me acostó en su cama y se tendió a mi lado. Le conté lo de mi padre y Fizzy y me dormí. Cuando desperté, me dijo que me acompañaría a casa. Por el camino me ordenó que no le contara a nadie lo de Fizzy y que, si al cabo de un par de días todavía me dolía la nariz, me limitara a decir que me había caído en la calle y me negara a responder a cualquier pregunta sobre cómo había sido la caída. A una manzana de la casa de mis tías, nos sentamos en el portal de la iglesia baptista. Sophronia parecía triste y comprendí que la había disgustado. Le acaricié la cara, gesto que siempre había sido mi manera de indicar que le pedía perdón.
—No vayas por la vida creando problemas a la gente —me dijo.
—Si te digo que no contaré lo de Fizzy, es que no lo contaré.
—Corre a casa. Adiós.
Sería un adiós para todo un año, pues había olvidado que regresábamos a Nueva York al cabo de dos días y, cuando telefoneé para decírselo, la mujer para la que trabajaba Sophronia me prohibió que volviera a llamarla. El caso es que pronto olvidé lo de Fizzy y cuando me quitaron la venda de la nariz —se veía distinta pero no muy distinta— nuestro médico de Nueva York dijo que se curaría sola, o cualquier otra tontería aceptada entonces en lo tocante a narices rotas.
Regresamos a Nueva Orleans el año siguiente y en los años sucesivos hasta que cumplí los dieciséis, y esos fueron siempre los mejores períodos de mi vida. La tía Hannah me llevaba cada sábado al cine y después al Barrio Francés, donde comprábamos malolientes libros viejos encuadernados en cuero y ella me contaba cómo era todo aquello en su niñez; me hablaba de mi abuela —yo la recordaba—, una mujer muy alta de rostro severo y arrugado y carácter amable; de mi abuelo, fallecido antes de nacer yo, quien en el retrato que había sobre la chimenea tenía un aspecto demasiado serio y distinguido. Era evidente que, en un mundo de clase media, habían sido una pareja poco corriente, pues siguieron su camino sin pensar demasiado en la posición social ni el dinero, amados y respetados por sus hijos. «Tu abuelo solía decir» era una forma habitual de iniciar una frase y, a pesar de que su palabra había sido ley, permitió, en una época y un lugar poco afectos a los excéntricos, las muchas excentricidades de mi padre y mis tías, hasta el punto de que ninguno de sus hijos supo nunca que eran distintos de los demás. Por ejemplo, un día Hannah se enfadó —fue la única ocasión en que la vi dar muestras de mal genio— porque mi madre insistió en que me terminara la cena; mi tía se levantó, dio un manotazo en la mesa y le dijo a mi madre y a los sorprendidos huéspedes que a los doce años había decidido no volver a comer con otras personas y, en consecuencia, se sentaba en las escaleras del porche delantero, adonde durante dos años mi abuela le llevó la comida en una bandeja, sin hacer ningún comentario; y así las cosas, ¿qué tenía de malo que una vez yo no quisiera acabarme la cena?
Creo que tanto Hannah como Jenny eran vírgenes pero, en tal caso, no parecían en absoluto unas solteronas. Hablaban con simpatía de las personas casadas, eran generosas con los niños y el sexo era algo para pasar un buen rato. Jenny había sido consejera de muchas jóvenes del barrio en vísperas de su noche de bodas o de la noche con su primer amante. Entre ellas había una tontuela rica que Jenny consideraba irritante y desagradable. Cuando tenía dieciséis años, me las encontré enfrascadas en una conversación muy seria en el jardín, y luego Jenny me dijo que la muchacha había ido a consultarle cómo podía evitar quedarse encinta.
—¿Qué le has dicho?
—Le he dicho que tomara un vaso de agua helada justo antes del acto sagrado y tres sorbos durante el mismo.
Cuando acabamos de reír, comenté:
—Pero se quedará encinta.
—Él se casa por dinero y la dejará cuando lo haya conseguido. De esa forma tal vez a ella le queden al menos unas cuantas criaturas.
Cuatro años más tarde, cuando escribí a mis tías que iba a casarme, recibí un telegrama: OLVÍDATE DEL VASO DE AGUA HELADA. LOS TIEMPOS HAN CAMBIADO.
Creo que en esa casa aprendí a reír y a hacer punto, a bordar, a coser los dobladillos rectos y a cocinar. Los domingos me tocaba limpiar las langostas para la fantástica sopa de mariscos, y Jenny y Carrie, la cocinera, me enseñaron a hacer sopa de tortuga y a matar pollos sin quejas de señorita sobre el horror de dispensar la muerte, y a desplumar y cocinar los patos silvestres que los vendedores ambulantes pregonaban en nuestra calle los domingos por la mañana. También aprendí que hay que dar sin compasión ni jactancia. Una de las normas de mi abuelo, cuando mi padre y mis tías eran niños, era que jamás había que rechazar a ningún pobre que pidiera algo, y sus hijos cumplían el precepto. Nueva Orleans era una ciudad con muchos pobres, sobre todo de raza negra, y después de la cena la mayor parte de las noches la cocina de la pensión se convertía en un lugar muy agradable: con frecuencia hasta ocho o diez personas blancas y negras, casi siempre muy viejas o muy jóvenes, se sentaban a la mesa del porche de la cocina y Carrie nos ordenaba a las sirvientas y a mí que les lleváramos fuentes y cafeteras humeantes.
Una de esas noches vi por primera vez a Leah, una muchacha de tez morena clara, de unos quince años, pelirroja y con pecas, cara fea y aplastada y una gran barriga. Supongo que yo tendría unos catorce años, pero la recuerdo muy bien porque me miró fijamente mientras comía hambrienta. Volvió alrededor de una semana más tarde y Carrie la llevó aparte y le susurró algo, pero creo que la chica no le contestó, pues Carrie se encogió de hombros y se alejó. A la mañana siguiente Hannah, que siempre se levantaba a las seis para ayudar a Jenny antes de irse a trabajar a la oficina, soltó un grito junto a la ventana de mi dormitorio. Al asomarme vi que señalaba debajo de la casa mientras decía en voz baja:
—Sal de ahí.
La chica morena y pelirroja salió arrastrándose despacio.
—No debes meterte ahí —dijo Hannah—. Hay mucha humedad. Entra, niña, y sécate.
A partir de ese día Leah vivió en algún lugar de la casa y al cabo de unos meses dio a luz en el hospital municipal. Por consejo de Sophronia, el bebé fue entregado en adopción con una pequeña propina que dio mi madre. Nunca supe qué hacía Leah en la casa, pues cuando ayudaba a lavar los platos Carrie perdía los estribos, y cuando se ponía a hacer las camas Jenny le pedía que lo dejara, y una vez que estaba rastrillando las hojas del césped el jardinero le gritó: «Tú no estás bien de la cabeza», de modo que al final optó por seguirme a todas partes.
Yo, según me decían, me estaba convirtiendo en una criatura difícil. La señora Stillman decía que era rebelde, el señor Stillman comentaba que sin duda haría sufrir a mi madre y a mi padre, y Fizzy decía que era lisa y llanamente de una perversidad detestable. Había tenido un mes malo. Una noche me quedé dormida en la higuera y al bajar por la mañana me negué a decirle a mi madre dónde había estado. James Denery III me golpeó muy fuerte cuando jugábamos a tirar de la cuerda y esperé hasta el día siguiente para atizarle en la cabeza con una cafetera de porcelana y después su madre se quejó a la mía. También me negué a volver a las clases de danza.
Y por aquel entonces pasaba la mayor parte del tiempo con un grupo de un orfanato que había en nuestra misma manzana. Supongo que el grupo de huérfanos no era más atractivo que cualquier otro, pero ser huérfano me parecía algo deseable y una forma de independencia a la medida. El caso es que los huérfanos me interesaban más que mis compañeros de colegio y, aunque sus juegos eran más rudos, se quejaban menos. Frances, una belleza morena de mi edad, se comportaba como si reinara sobre los otros porque a su padre lo había asesinado la mafia. Miriam, pequeña y nervuda, me robaba regularmente el dinero del bolso rojo que me había regalado mi tía, y me dio una tunda la única vez que protesté. Louis Calda era religioso y me hablaba de eso. Pancho era moreno, triste y, a mis ojos, un poeta, porque una vez me dijo en español: «Te amo». No pude dormir ni una noche entera después de esa declaración y debido a eso en adelante sentí siempre una mezcla de compasión e irritación respecto a las primeras inquietudes sexuales de las niñas, tan encubiertas, tan complejas, tan absurdas en comparación con el sexo de los niños. Louis Calda nos llevó a Pancho y a mí a una misa católica que pudo transformarme en una conversa de catorce años. Pero Louis aclaró que no me consideraba digna y Pancho, para atajar mis lágrimas, se cortó un mechón con una navaja, me lo dio como si fuera un regalo de la realeza y me tiró de un empujón a la acequia. No sé por qué lo consideré un acto afectuoso, pero así fue, y al llegar a casa abrí la tapa del reloj de pulsera nuevo que me había regalado mi padre por mi cumpleaños y metí el mechón en la caja. Cuando el reloj se paró al día siguiente, mi padre insistió en que se lo diera en el acto y declaró que el relojero no era digno de confianza.
Esa fue la noche que desaparecí y esa noche Fizzy dijo que yo era de una perversidad detestable y el señor Stillman dijo que haría sufrir siempre a mi madre y a mi padre, y mi padre se encaró con los dos y les dijo que los asuntos de su familia los resolvía él solo, sin comentarios de extraños. Pero lo dijo demasiado tarde. Había regresado a casa muy enfadado conmigo: el relojero, al quejarse mi padre de que no era digno de confianza, había descubierto el mechón de cabello en la caja del reloj. La reprimenda de mi padre empezó siendo suave pero se volvió airada cuando me negué a explicar el origen del mechón. (Con frecuencia se enfadaba cuando más me parecía a él.) Estaba tan enojado que no advirtió que me estaba atacando delante de los Stillman, de mi antigua rival Fizzy y de la complacida señora Dreyfus, una huésped nueva y rica, que esa misma tarde se había quejado de mis malos modales. Mi madre salió de la habitación cuando mi padre se enfureció conmigo. Hannah, que pasaba por allí, levantó la mano como si ...
ex ministra de Cultura, directora y guionista española.
Dicen que su voz era a la vez furibunda, divertida, triste, afectuosa, áspera y sutilmente femenina. Dicen que se reía a menudo como para suavizar la seguridad con la que soltaba algunas de sus aseveraciones. Cuando habla de sí misma de joven, me gusta imaginarla como una Rosalind Russell en la película Luna nueva: ácida, brillante y provocadora, poniendo en tela de juicio cada palabra que suelta un Cary Grant perplejo que no logra seguir su ritmo. El relato de su vida tiene el poderoso imán de esa voz, la de una mujer sin domesticar que jamás vivió en cautiverio, aunque tuviera que pagar un precio por ello, sin ir más lejos, ese largo pleito en su vejez contra la también escritora Mary McCarthy, a la que denunció por difamación.
Lillian Hellman fue una mujer con carácter, como se decía antes, de convicciones firmes defendidas hasta la terquedad. Nada de relativismos morales. En 1952, ante el Comité de Actividades Anti-Americanas, declaró sin dudarlo: «No puedo recortar mi conciencia para ajustarla a la moda de este año». Me gusta el símil, tan femenino, de modista. Si Hellman podía trivializar lo serio es porque se tomaba muy en serio lo cotidiano. ¿Quizá fuera eso más fácil cuando ella se formó, en los años veinte y treinta del siglo pasado, que en 2014? Esta es una de las preguntas que sugiere la lectura de sus memorias. Parece que entonces fuera más sencillo ignorar las convenciones puesto que eran tan claras, saltarse los límites puesto que eran tantos, sorprender puesto que tantas cosas eran nuevas. Sin embargo no es el sabor de lo añejo lo que nos deparan sus memorias, sino una sorprendente vigencia. Hellman vivió tiempos convulsos, de cambios sociales, económicos y políticos, cambios en los valores y las costumbres no muy distintos de los de ahora. Tuvo una profesión, la de guionista y dramaturga, marcada por la incertidumbre, donde la continuidad dependía estrictamente de su propia fuerza e inventiva, como les ocurre hoy a tantos profesionales, pertenezcan o no a sectores creativos.
En lo personal, he de confesar que enfrentarme a las memorias de esta gran mujer me ha llevado a enfrentarme casi sin querer a mi propia biografía. Viéndome con el ejemplar de Pentimento en la mano, mi madre me recordó que mi padre había conocido personalmente a Lillian Hellman. Yo no lo recordaba, pero claro, apenas debía de ser una adolescente entonces. Sí recordaba el entusiasmo que mi padre, el productor, guionista y director de cine José María González Sinde, tenía por la obra y la vida de Hellmann. Hasta 1979 no se publicaron sus memorias en España, aunque Mujer inacabada es de 1969, y Pentimento, de 1973, pues se dice que ella tenía prohibido publicar o representar sus obras mientras viviese Franco y en España hubiese una dictadura. Mi padre corrió a comprarlas y se las regaló a mi madre exactamente en el día de San Valentín, con el jocoso ruego en la dedicatoria de que no se tomase lo de «mujer inacabada» personalmente. Que no iba con segundas, vamos.
Debió de ser entonces, en los primeros ochenta (Hellman murió en junio de 1984), cuando mi padre atravesó los previsibles obstáculos hasta llegar a una artista célebre y logró entrevistarla. Él era español, lo cual supongo que para la señora Hellman era ya una buena carta de presentación, pero nada vinculaba a mi padre con el mundo personal o profesional de la gran autora, salvo que él también era un hombre de izquierdas y también trabajaba en el cine. Pertenecían a generaciones muy distintas (mi padre nació en el año 1941, ella en 1905), pero ambos compartían una sensibilidad social o, digamos, una afinidad electiva que en el caso de mi padre le llevó a la militancia comunista en la clandestinidad, y a ella a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, que la incluyó en la lista negra de guionistas no contratables, provocó su ruina económica, le hizo perder su casa de campo y mandó a la cárcel a su pareja, Dashiell Hammett, escritor de novela negra.
En 1969, cuando Mujer inacabada se publicó, Hellman contaba sesenta y cuatro años y hacía ocho que su pareja, Hammett, quince años mayor que ella, había muerto. Para entonces ella había ido dejando poco a poco el cine y el teatro, y pasó a dar clases en la universidad. Con Mujer inacabada ganó el National Book Award. Pentimento, que es un complemento perfecto del primer libro, llegó en 1973. En 1976 Hellman publicó su tercer volumen de memorias, Scoundrel Time, en castellano Tiempo de canallas, no incluido en este volumen, pues versa exclusivamente sobre la persecución política a la que ella y Hammett, junto a muchos otros, fueron sometidos en los años cincuenta. Mi padre compró la edición mexicana. Quizá era ese el período con el que, junto con las andanzas de Hellman en la Guerra Civil española, más se identificaba. Había una mezcla de admiración y agradecimiento hacia los intelectuales extranjeros que defendieron la República, pero especialmente hacia los norteamericanos que décadas después sufrirían una nueva persecución por esas ideas izquierdistas. En los sesenta, mi padre también estuvo en prisión por sus convicciones políticas, como Dashiell Hammett, y también creía, como en cierto modo lo hacía la señora Hellman, que el cine, el teatro y la literatura podían y debían contener visiones de la realidad que contribuyeran a transformar la sociedad o al menos a advertir de cuanto en ella no funciona.
Al recordarme mi madre algo que yo había olvidado por completo, que mi padre había pasado quizá una tarde, o incluso más tiempo con Hellman en su casa de Martha’s Vineyard, sentí una enorme alegría. Poca introducción iba a tener que redactar. Con transcribir el texto de mi padre, trabajo hecho. ¿Quién mejor que la propia autora respondiendo de viva voz a las preguntas de un español para presentarla a los lectores y lectoras contemporáneos? ¡Una entrevista exclusiva e inédita! Frotándome las manos, empecé a abrir cajas y archivadores. Removí cielo y tierra, maleteros y trasteros, pero mi padre murió en 1992 y desde entonces el tiempo ha hecho su propio trabajo: hoy, varias mudanzas después, la carpeta con la etiqueta «LILLIAN HELLMAN» ha desaparecido. De aquella tarde, quizá de ese lunch regado con algún martini, no ha quedado rastro.
A cambio de esas palabras de primera mano perdidas que posiblemente afloren algún día (yo nunca tiro la toalla), puedo contar que la vida me ha concedido otras pistas y otras herramientas para comprender a Hellman. También yo he terminado siendo guionista de cine, cosa que no imaginaba cuando con dieciocho o diecinueve años leí sus libros y sus obras de teatro (mi padre quería montar La loba y un verano estuvimos haciendo una versión en castellano mano a mano). También yo he vivido en el sur de los Estados Unidos, conocí Nueva Orleans en 1982, cuando estudiaba en Jackson, capital del estado de Mississippi, y puedo asegurar que ese paisaje geográfico y humano era tan mágico, extraño y misterioso como se desprende del recuento de Hellman, y tan lleno de conflictos, tensiones y contradicciones en las relaciones personales, sea por las diferencias de clase o de raza, como ella dibuja en su intenso y peculiar afecto por su cocinera negra Helen o por el haya que la crió, Sofronia. Por otra parte, también yo he acabado por embarullarme públicamente en política y también, como la señora Hellman, he padecido algún desencanto.
Aunque Hellman no se detiene en ello, pues las mujeres de su generación, aunque se tuvieran por feministas, no veían necesario hacer bandera de sus convicciones y hubieran encontrado humillante que alguien señalara para bien y para mal su condición de escritoras; ser mujer y escribir profesionalmente en los años treinta o cuarenta no era frecuente. Puede dar la impresión de que sí lo fuera, porque algunas escritoras como ella o su íntima amiga Dorothy Parker tuvieron mucho éxito, pero es una percepción distorsionada. Eran pocas y no era fácil que las tomaran en serio. No es que desde entonces hayamos avanzado mucho; las artes siguen siendo uno de los sectores más reacios a la igualdad. El del cine es un gremio duro, como también lo es el del teatro; hay mucho riesgo y mucho dinero en juego, y aunque el trabajo en equipo en el que todos dependemos de todos favorezca la camaradería, también hay que tener los pies muy bien asentados en la tierra para que los éxitos y los fracasos te pillen entera. Lillian Hellman se hundió más de una vez, como nos confiesa sin tapujos, pero tenía el instinto y la inteligencia para recuperarse y volver a sentarse ante la máquina de escribir. Ese era su secreto: trabajar, trabajar y trabajar. Trabajando es cómo logró ganarse el respeto de pesos pesados de la industria, como el productor Samuel Goldwyn o el director William Wyler. Y además pronunciando frases como «no hay nada en mi vida de lo que me avergüence», palabras con las que dejaba a todos planchados, sobre todo, porque las creía, las defendía y las practicaba.
Hellman, además de crear personajes de ficción para doce obras de teatro y once películas, se convirtió en personaje ella misma. Empezó Dashiell Hammett, de quien se dice que la usó como modelo para Nora Charles, la leal e inteligente esposa del detective Nick Charles, protagonista de El hombre delgado, la novela policíaca y luego película protagonizada por William Powell y Myrna Loy. Después llegó la película Julia, en 1977, dirigida por Fred Zinnemann, protagonizada por Jane Fonda en el papel de Hellman y Vanessa Redgrave en el de su amiga Julia, y basada en uno de los capítulos de Pentimento, un capítulo, por cierto, no exento de polémica, pues años después una mujer acusó a Hellman de haberse apropiado de su historia personal para el libro.
Como los enemigos acérrimos, las polémicas y los enfrentamientos abundaron en la vida de Hellman, tras su muerte siguió la fascinación por ella; se continuaron publicando extensas biografías y se escribieron nuevas obras de teatro, como Cakewalk, de 1993, del escritor Peter Feibleman, uno de sus últimos amigos o amantes. Y hay más: en 1999, Kathy Bates dirigió una película para televisión, Dash and Lilly, y en 2002 Nora Ephron estrenó una obra de teatro titulada Imaginary friends basada en enfrentamiento en los tribunales de Hellman y May McCarthy. Basten estos ejemplos como ilustración, porque la lista es larga, como también es larga y constante la lista de reposiciones de sus obras.
Si hoy, cuando se cumplen treinta años de su muerte, la personalidad de Lillian Hellman y el modo en que vivió su vida siguen generando preguntas, reflexiones y el deseo de conocerla y seguirle el rastro, no es solo porque sus experiencias contengan alguna clase de lección de los tiempos pasados que resulta útil para las nuevas generaciones; es que esa voz furibunda, divertida, triste, afectuosa, áspera y sutilmente femenina que encontrarán ustedes en estas páginas sigue viva y nos sigue apresando.
Lillian Hellman, Playwright, Author and Rebel, died at 79 July 4, 1984
Lillian Hellman, one of the most important playwrights of the American theater, died of cardiac arrest yesterday at Martha's Vineyard (Mass.) Hospital near her summer home. She was 77 years old and also lived in Manhattan.
The playwright had been taken to the hospital by ambulance from her home at Vineyard Haven. Isidore Englander, her lawyer and one of her executors, said that Miss Hellman had suffered from a weak heart for several years.
Among Miss Hellman's plays that have entered the modern repertory are ''The Children's Hour,'' ''The Little Foxes'' and ''Watch on the Rhine.''
Wrote for Motion Pictures
She was also one of the most successful motion-picture scenarists, and the three volumes of her memoirs were both critical and popular successes - and even more controversial than her plays.
Yet the Hellman line that is probably most quoted came from none of these, but from a letter she wrote in 1952 to the House Committee on Un-American Activities when it was investigating links between American leftists and the Communist Party in this country and abroad.
''I cannot and will not cut my conscience to fit this year's fashions,'' Miss Hellman wrote.
She offered to testify about her own opinions and actions, but not about those of others, because ''to hurt innocent people whom I knew many years ago in order to save myself is, to me, inhuman and dishonorable.''
For this, she risked imprisonment for contempt of Congress, was blacklisted and saw her income drop from $150,000 a year to virtually nothing.
Although she had participated with Communists in many causes, she was not a Communist. ''Rebels seldom make good revolutionaries,'' she explained.
And Lillian Hellman was a rebel, possessing a headstrong, argumentative, stubborn - some said arrogant - streak that seldom enabled her to admit she could have been wrong. She also found it difficult to admit that viewpoints that conflicted with her own might possess some merit, a trait that in her late years embroiled her in public disputes with the authors Diana Trilling and Mary McCarthy. She rebelled first against her family, especially the wealthier branch of her mother, the former Julia Newhouse. They were Southern merchants of German-Jewish origin, who had settled in Alabama, then New Orleans, where she was born on June 20, 1907.
Her father, Max, moved to New York after a business reversal and began a successful career as a salesman. An only child, Miss Hellmann spent her girlhood shuttling between upper West End Avenue and the genteel boardinghouse kept by two maiden aunts in New Orleans.
Her memoirs, which are less an autobiography than a montage of the people who meant most to her, portray relations of love and tension between the girl and her wet nurse, her aunts, a cousin who was a ''lost lady'' and other extraordinary kinfolk and friends. A loner, disaffected from family and school, she took refuge in books.
Revealing Anecdotes
After a scolding, she ran away at the age of 14. Received with love on her return two days later, she recounted that she learned something ''useful and dangerous - if you're willing to take the punishment, you are halfway through the battle.'' She added, ''That the issue may be trivial, the battle ugly, is another point.''
In another revealing anecdote, she said she pawned a ring given her on her 15th birthday by her maternal uncle, Jake Newhouse, and bought books with the money.
''I went immediately to tell him what I'd done,'' she said, ''deciding, I think, that day that the break had to come. . . . He laughed and said the words I later used in 'The Little Foxes': 'So you've got spirit after all. Most of the rest of them are made of sugar water.' ''
After graduation from Wadleigh High School, Miss Hellman was enrolled at the Washington Square campus of New York University for three years and later studied journalism at Columbia University. But, she said, she often cut classes to explore Bohemian Greenwich Village. This led in 1924 to her first job, reading manuscripts at the venturesome new publishing house of Boni & Liveright.
She left the next year and married the writer Arthur Kober. The marriage ended in a friendly Hollywood divorce in 1932. In between she did book reviews, wrote short stories that she said she did not like, visited France and Germany and read scripts for Metro- Goldwyn-Mayer.
Met Dashiell Hammett
It was a period, as she recalled it, of frequent idleness, discontent and drinking. It terminated when she met Dashiell Hammett, with whom she would live off and on for 31 years. Mr. Hammett told her that she was the model for Nora Charles, the cool and witty wife in his book ''The Thin Man'' - but was also the model for his villainous women as well.
Miss Hellman wrote a play, a comedy, with Louis Kronenberger. She said it amused them both enormously, but nobody else found it funny, and it was never performed. Thereafter, each of her plays were written in several drafts, after long research and under harsh coaching by Mr. Hammett.
The next, ''The Children's Hour,'' was suggested by a book about a lawsuit in Scotland. It is the story of a vicious girl destroying the lives of two teachers by falsely accusing them of having a lesbian affair. Miss Hellman, who was then reading scripts for the producer Herman Shumlin, took it to him and sat in a corner while he read it.
After the first act, she recounted, he said ''Swell!'' After the second, ''I hope it keeps up.'' After the third, ''I'll produce it.''
It opened in 1934, and was an immediate hit. Although it was banned in Boston, Chicago and other cities, and in Britain, Miss Hellman earned $125,000 from its first run, and a $50,000 contract from Samuel Goldwyn to turn it into a movie.
A Play About Slander
It was a period, as she recalled, when a film could not show a man on a couch with a girl unless at least one foot was touching the floor. But with what would become her legendary skill, she revised her tale of slander to one involving jealousy and a love triangle, rather than lesbianism. The picture, called ''These Three,'' was considered daring enough in that age of Pollyanna films, and it was a success.
Speaking of ''The Children's Hour,'' Miss Hellman said, ''I never see characters as monstrously as audiences do.'' For her, it was a play not about a vicious child but about the evil power of a slander, and to some degree anticipated the political investigations of the left that were to come.
By 1935, she was able to dictate terms for an occasional scenario for Hollywood (''The Dark Angel,'' ''Dead End''), and was one of the country's highest-paid writers. Yet she drew closer to the left.
She wrote a drama about a strike, ''Days to Come,'' which appeared in late 1936 and was unsuccessful. She then went to Spain, helped write Joris Ivens's film, ''The Spanish Earth,'' and came home to campaign for aid to the Loyalists fighting the Franco forces in the Spanish Civil War.
Meanwhile, she was working hard on a play about a Southern family obsessed with money and power - the play, she later said, that got out of her system her own resentment toward her mother's family. Her close friend Dorothy Parker suggested the title: ''The Little Foxes.''
Frightened by Success
It was a great hit on stage and in the screen version, which Miss Hellman also wrote. She fled New York after the Broadway opening; she explained that she was frightened by success and what it did to people.
With her earnings, she bought an estate in Westchester County and converted it into a working farm. For 13 years, she lived there and helped run it, while writing plays, books and magazine articles and carrying on an active social life.
Interviewers, conditioned by the toughness of her writing, were surprised to find her intensely feminine, fond of clothes and cooking, a short, attractive person with reddish hair and an aquiline nose. Late in life her face was generously lined and her voice was raspy, a condition she attributed to nearly a lifetime of chain-smoking.
While conceding the taut excitement of her work, some critics complained that her plots were melodramatic. She replied: ''If you believe, as the Greeks did, that man is at the mercy of the gods, then you write tragedy. The end is inevitable from the beginning. But if you believe that man can solve his own problems and is at nobody's mercy, then you will probably write melodrama.''
Deeply engaged with the fate of Spain and what she foresaw as the coming war with Nazism, Miss Hellman was widely attacked as a Communist. But when her anti-Nazi play, ''Watch on the Rhine,'' opened in early 1941, the Communist press criticized her for supporting the Allies in what it then called the ''phony war.'' Inspired by Childhood Friend
The play, named the best of the year by the New York Drama Critics Circle, describes a tragic encounter between a German foe of the Nazis and a cynical Rumanian in the home of a cultivated, liberal American family. The hero's American wife seems to have been inspired by a girlhood friend of Miss Hellman's who joined the anti-Nazi underground and was killed.
One of the Hellman memoirs, ''Pentimento,'' tells the story of ''Julia,'' and recounts that Miss Hellman once smuggled $50,000 to her to be used in bribing Nazi guards to free prisoners.
Last year, Yale University Press published a memoir by Muriel Gardiner, a psychoanalyst who was active in the Austrian underground in World War II, and suggested that Dr. Gardiner's experience was the model for the Hellman story. Since the Hellman story ends with her bringing Julia's body back to the United States, some critics raised questions about the authenticity of the Hellman story.
Miss Hellman responded that Miss Gardiner ''may have been the model for somebody else's Julia, but she was certainly not the model for my Julia.'' Two War Movies
During the war, Miss Hellman wrote a scenario for a movie about the Eastern front called ''The North Star,'' extolling the bravery of the people of the Soviet Union, by then an American ally. After heavy rewriting, it emerged as a simplistic affair and she deplored it, although it was well received.
She also wrote a play, later a movie, ''The Searching Wind,'' about an American diplomat and prewar appeasement of Hitler, and visited the Eastern front outside Warsaw as a guest of the Soviet Government.
Then came ''Another Part of the Forest'' (1946) and ''The Autumn Garden'' (1951), both returning to the theme of bitter strife over money and power in genteel Southern settings. Both were successes.
Never Denounced Stalinism
Miss Hellman was attacked by a number of critics for never denouncing the excesses of Stalinism, as others on the left did.
Mr. Hammett was jailed in 1951 for refusing to submit a list of contributors to what the Federal Bureau of Investigation had branded a Communist front, the Civil Rights Congress, of which he was a trustee. He emerged with his health shattered. Miss Hellman received her summons the next year.
She formally offered to testify about herself but not about others. Further, she refused to let her lawyers cite the fact that she had been criticized by the Communists. She said that to use this ''would amount to my attacking them at a time when they were being persecuted.'' Balmain Costume for Courage
Wearing a new Balmain costume to give her courage, she said later, Miss Hellman appeared before the House committee, repeated her offer to testify about herself, then invoked the Fifth Amendment on questions about others. The committee did not choose to cite her for contempt. But she suddenly became an untouchable in the movies and the theater.
Her income dropped from $150,000 the year before to a pittance. She had to sell her farm. She worked briefly in Italy on a scenario that was stillborn, and briefly as a salesclerk in a department store, under an assumed name. Not until ''Toys in the Attic'' appeared in 1960 did her financial straits end. This play again won the drama critics' award, but the Pulitzer prize board rejected the recommendation of its drama jury that it receive that honor as well.
In ''Scoundrel Time,'' a memoir that was a best seller in 1976, Miss Hellman recalled that era with bitterness - not so much for those hunting Communists as for the former leftists who named names, and for those liberals who remained silent or who participated in anti-Communist efforts that she said were subsidized by the Central Intelligence Agency. These events, she said, led directly to Vietnam and the Watergate affair.
''Such people would have a right to say that I, and many like me, took too long to see what was going on in the Soviet Union,'' she wrote. ''But whatever our mistakes, I do not believe we did our country any harm. And I think they did.'' Twice Planned to Marry
Mr. Hammett died in Jan. 1960. In an introduction to a collection of his short stories, Miss Hellman said of his last years with her, ''It was an unspoken pleasure, that having come together so many years, ruined so much and repaired a little, we had endured.''
In an interview in 1973, she shed a bit more light on that relationship, troubled by his drinking, their tempers and a ''modern'' attitude toward marriage.
''We did have two periods of planning to be married,'' she said. ''The first time, he disappeared with another lady. That's not really fair - I was disappearing too. . . . We were both of that nutty time that believed that alliances could stand up against other people. I should have known better, because I had a jealous nature.''
During the decade when she was blacklisted by Hollywood, Miss Hellman wrote four adaptations for the stage: ''Montserrat,'' based on a novel by Emmanuel Robles; ''The Lark,'' from Jean Anouilh's play about Jeanne d'Arc; the book for ''Candide,'' an operetta, with music by Leonard Bernstein, and ''My Mother, My Father, and Me,'' based on a novel by Burt Blechman.
All of the later plays got mixed reviews, but are occasionally revived. ''The Lark,'' which Miss Hellman also directed, was described as much better than a Christopher Fry version staged in London. The critics' judgments of some of these shows, as with the Hellman plays that were smash hits, have improved as time passed. ''The Little Foxes'' was revived in 1980 as a vehicle for Elizabeth Taylor and had a successful run on Broadway and a national tour. Her Last Play
By the end of the 1950's, motion-picture offers were coming in again, but Miss Hellman was no longer interested. She explained that she did not want to work in a medium where directors were free to revise a writer's work at will.
''Toys in the Attic,'' still another drama about a doomed Southern family, was hailed as perhaps her finest play. It was also her last.
''I do not like the theater at all,'' she said in a lecture in 1966. ''I get restless.''
Elsewhere, she quoted Mr. Hammett as telling her, ''The truth is you don't like the theater except the times when you're in a room by yourself putting the play on paper.''
But she was not idle. Occasionally, she taught classes in writing at Harvard, Yale and the City University of New York. She edited the letters of Chekhov and the Hammett stories and worked on her memoirs: ''An Unfinished Woman'' (1969), ''Pentimento'' (1974) and ''Scoundrel Time.'' In her town house on the Upper East Side and her cottage on Martha's Vineyard, she held court for a circle of younger writers. 'Julia' Story Filmed
Miss Hellman at first turned down an offer of more than $500,000 for the movie rights to these books, on the ground that they involved living persons who might be hurt. But she later sold movie rights to the ''Julia,'' story and it was made into a film in which Miss Hellman was played by Jane Fonda.
She herself had criticized her friends Lionel and Diana Trilling, among others, for their writings on the cold war. But when Miss Hellman's publisher, Little, Brown & Company, rejected a book by Mrs. Trilling because it responded to Miss Hellman, the latter commented, ''My goodness, what difference would that make?''
Mrs. Trilling had to find another publisher, however, and the feud between the two women continued, at one point, in 1981, coming down to battle-by-interview in which they exchanged sharp words.
Mrs. Trilling said that on Martha's Vineyard ''anyone who entertains me is never again invited to Lillian Hellman's house.'' Miss Hellman issued a formal statement in which she acidly denied the charge. Mary McCarthy Feud
The playwright also, in 1979, plunged into a headlong feud with the novelist Mary McCarthy after Miss McCarthy, in a television interview, characterized Miss Hellman as ''a dishonest writer'' whose every word, ''including 'and' and 'the,' '' was a ''lie.'' Miss Hellman sued Miss McCarthy, the Educational Television Corporation and the interviewer, Dick Cavett, for damages of $1.75 million for ''mental pain and anguish.''
Last May 10, Miss Hellman won a preliminary round in the lawsuit when Justice Harold Baer Jr. of State Supreme Court denied Miss McCarthy's motion to dismiss the suit. While Miss McCarthy had argued that her statements were expressions of opinion about a public figure, Judge Baer said that the strong statements seemed to fall ''on the actionable side of the line - outside what has come to be known as the 'marketplace of ideas.' ''
Many of her admirers and other observers were apprehensive about the fact that Miss Hellman had become obsessed with the action and that she might squander a great deal of her energy and wealth on the lawsuit. They also feared that she might erode the freedom of critics like herself to comment.
It was ironic, some said, that despite Miss Hellman's lifelong championing of civil rights, a victory in the case might seriously erode First Amendment protections. Mr. Englander said yesterday that he did not know what impact Miss Hellman's death would have on the lawsuit.
Miss Hellman's veracity also came under attack in 1980 by Martha Gellhorn, a writer once married to Ernest Hemingway. Miss Gellhorn accused Miss Hellman of having passed off fiction for fact in ''An Unfinished Woman'' when she wrote about Mr. Hemingway. Sued for Nixon Tapes
Throughout her life Miss Hellman continued to raise her voice for such causes as civil rights and peace, and with others filed a suit that won a court ruling that the Nixon White House tapes were public property. She also signed petitions seeking the release of Soviet dissidents.
In ''Scoundrel Time,'' she commented on her disillusionment: ''My belief in liberalism was mostly gone. I think I have substituted for it something private called, for want of something that should be more accurate, decency. . . . but it is painful for a nature that can no longer accept liberalism not to be able to accept radicalism.''
For many reviewers, Miss Hellman's position and her dramatic art were best expressed in the wistful closing lines of ''An Unfinished Woman'':
''I do regret that I have spent much of my life trying to find what I called 'sense.' I never knew what I meant by truth, never made the sense I hoped for. All I mean is that I left too much of me unfinished because I wasted too much time.''
Miss Hellman left no survivors. A private graveside ceremony will be held at 2:30 P.M. Tuesday at Abel's Hill Cemetery on Martha's Vineyard. A memorial service in New York City will be held at a date still to be determined.
Friend offers Tributes to Lillian Hellman at a Service
The New The New York Times, July 4, 1984
Jules Feiffer, Patricia Neal, John Hersey and other literary and theatrical colleagues gathered today in the tiny town of Chilmark on the island of Martha's Vineyard to pay tribute to Lillian Hellman.
Miss Hellman, one of the most important playwrights of the American theater, died of cardiac arrest on Saturday at the age of 79 in the Martha's Vineyard Hospital, near her summer home in Vineyard Haven.
Nearly 200 people gathered for a graveside service on a gentle slope beneath a group of pitch pines to say goodbye to Miss Hellman. Many of her friends from literary circles, the movies, theater, television and journalism attended the ceremony at Abel's Hill Cemetery.
Peter Feibleman, an author and Miss Hellman's friend, said: ''I talked to her on Friday. I was to come here on the 15th to go over some galleys and I was trying to put it off for a few days. She wouldn't have any of that. She said, 'I want to work, I want to work, I want to work.' That was about six hours before she died.''
The cartoonist and writer Jules Feiffer remembered Miss Hellman's voice, as he heard it on National Public Radio on the night of her death. ''Oh my God, that voice!'' Mr. Feiffer said. ''It had been awhile since I heard Lil's voice in full-throated rasp.''
Fred Zinneman contó en cierta ocasión que, cuando trabajaba en el guión de Julia, basado en un capítulo de Pentimento, de Lillian Hellman, dudó sobre la posible relación carnal entre las dos protagonistas, la autora del libro y su gran amiga, Julia. Se lo preguntó a la escritora y ésta, tras permanecer un buen rato ensimismada, le replicó que no se acordaba del detalle, pero que en cualquier caso aquello no modificaba en nada los sentimientos hacia su amiga. En la reciente edición en castellano de Mujer inacabada, la Hellman cuenta -entre otras cosas- su estancia en España durante la guerra civil. Joven americana, autora de teatro, famosa y progresista llega a la España desolada. En su diario hay una fecha importante para comprender su talante: el 17 de octubre de 1937. Conoce a Pasionaria, personaje mítico, a Álvarez del Vayo, a la plana mayor de las fuerzas progresistas. Pues bien, el relato más minucioso lo realiza sobre una pareja que encuentra en una plaza recoleta, ella a medio camino entre la vocación religiosa y la condición de enfermera y él, un hombre maduro, triste y de comportamiento infantil.
Son dos anécdotas que describen un mismo carácter, una misma personalidad, la de una mujer fascinada por el ser humano. Lillian ama el recuerdo de Julia y se siente atraída con más intensidad por unos personajes insólitos que por quienes representan en vida los ideales políticos. Mujer inacabada, relato autobiográfico de la escritora, rezuma amor, ternura y fascinación por el individuo. Es un mensaje del humanismo más puro de cuantos se conocen.
Si el barometro por el que la autora mide las calidades humanas no es otro que el de sus cualidades en tanto que individuos (política, fama y veleidades públicas al margen), no puede extrañar el que los personajes secundarios alcancen parcelas de protagonistas en los recuerdos de la Hellman. Entre sus amistades surge con frecuencia la constelación mitológica de la literatura norteamericana del siglo XX: allí están Scott Fitzgerald, William Faulkner, un Ernest Hemingway, evidentemente despreciado por la autora, Norman Mailer y, naturalmente, Dashiell Hammett, con quien compartió buena parte de treinta años de existencia. Sin embargo, las historias y aventuras inolvidables surgen en las descripciones de los ocupantes de un hotel moscovita, en plena guerra mundial: japoneses desconcertantes, mercaderes enigmáticos de pieles, prostitutas de la rusia revolucionaria, o en los lugareños de un pueblo castellano durante la guerra.
La lista de conflictos sociales vividos por la Hellman complacerían a buen número de progresistas de todo el mundo, no le falta detalle: desde las ya citadas guerras de España y mundial, a la solidaridad con los judíos, el profundo desprecio por la caza de brujas del senador McCarthy o la defensa apasionada de las minorías raciales norteamericanas. Una lista de afinidades ideológica que firmarían sin dudar desde Fidel Castro a Dubcek, pasando por Enver Hoxha, Willy Brandt o Deng Xiaoping. Lo que ninguno de ellos firmaría -y aquí comienza la auténtica grandeza de la escritora- es la visión que describe la Hellman en este libro.
Un joven fanático o un burócrata de la revolución -que de todo hay en la viña del Señor- calificaría estas memorias de «decadencia pequeñoburguesa», pues contienen las dosis suficientes de sensibilidad y sentimentalismo como para perturbar un espíritu dogmático. Personalmente creo que esa es su gran virtud, la de aproximarse a unos fenómenos colectivos desde el relato de lo anecdótico, o si se prefiere, de lo particular a lo particular, puesto que la suma de las particularidades daría lo general.
La experiencia histórica da siempre la razón a los humanistas. Para nadie es un secreto que el recuerdo de la guerra civil española ha sido frecuentemente manipulado por las dos partes de la contienda (ahí están los oscuros sucesos de Casas Viejas, la comuna asturiana, la represión contra el POUM o las luchas entre socialistas, anarquistas y comunistas, por citar ejemplos de una parte. La lista de ejemplos de la otra parte sería interminable), quizá por ello se agradezca más la visión de una extraña que cuenta la vida cotidiana. Sobre, el triunfo de la revolución bolchevique se ha escrito mucho y de manera excesivamente fluctuante, según avanzara el proceso de desestalinización del régimen.
Lillian Hellman pasa por la vida y por los acontecimientos sociales traumáticos con un cierto escepticismo y desencanto (¿será una precursora más de lo que los herederos de la épica colectiva llaman «pasotismo»?). En cualquier caso ese escepticismo y desencanto conlleva en su caso un enorme respeto por la dignidad humana. Esa mezcla produjo un libro que se publicó en Estados Unidos en 1969. Ahora se acaba de editar en España: merece la pena leerlo.
Empecé a oír hablar de Lillian Hellman muchos años después de haberla conocido. Una mañana particularmente oscura y helada de 1967 —en ese entonces intentaba yo trabajar como reportero en The Hartford Courant, de Hartford, Connecticut— un periodista amigo, que se llama Malcolm y que hasta entonces tenía como vocación frustrada el teatro, me invitó a que lo acompañara a New Haven, un poco hacia el sur, pues tenía que entrevistar a una profesora que dirigía en Yale un taller de arte dramático.
Sin mucho qué hacer en una ciudad como Hartford, donde el 90 por ciento de la gente trabaja en compañías de seguros, me atrajo de inmediato la idea de conocer cuando menos el campus de la Universidad de Yale, comprar algunos libros y echarme por ahí un café mientras Malcolm cumplía con su misión periodística
Algo me dijo Malcolm en el camino: que se trataba de una señora muy interesante, muy conocida y seguramente me dio otros datos, pero no le presté mayor atención Yo nunca había oído hablar de Lillian Hellman.
La nevada de la víspera hizo que, por lo resbaloso de la autopista, nuestro trayecto fuera necesariamente lento y llegamos un poco tarde a Yale. No hubo tiempo, pues, de que Malcolm se demorara en explicarme qué lugares debía visitar yo y así me vi de pronto, junto con él, entre los alumnos de una clase de arte dramático que prestaban atención al ejercicio de una compañera al frente del salón. La maestra la miraba desde el escritorio: era una señora de unos 60 años, delgada, con un vestido de seda ocre oscuro que se le untaba discretamente al cuerpo y que fumaba. Súbitamente interrumpió a la alumna e hizo ella misma el ejercicio de entrar en un cuarto y sentarse en una silla. Elaboró toda una explicación en torno al lenguaje gestual, no lingüístico, de los actores; habló sobre el sentido del ritmo, del espacio, sobre el valor del silencio en la escena, la pausa, la imposibilidad de componer una pieza de teatro a manera de las secuencias cinematográficas, y concluyó con un gesto un poco demasiado “teatral” que al tiempo en que “cerraba” su parlamento le permitía ironizar sobre sí misma, con una gran elegancia “Ahora se pueden ir al carajo”, dijo (algo así como Now you can all get the hell out of here!) y se dio media vuelta hacia su escritorio.
Los jóvenes aspirantes a actores abandonaron el aula y Malcolm se acercó a la maestra. Empezó a interrogarla. Ella le contó que vivía en Manhattan, como siempre, y que iba a Yale en tren dos veces por semana a dar su clase.
No recuerdo más. Salí a recorrer la Universidad y más tarde regresamos a Hartford. Por supuesto, ni idea tuve acerca de la persona con quien había estado conversando Malcolm. Sólo me quedó la impresión de que había hablado con alguien muy importante “en Broadway” y supuse que era una de tantas gentes que yo no conocía.
Años después, cuando vi una foto de Lillian Hellman en un número de aniversario de la revista Esquire, tuve la extraña sensación de que la había visto antes, pero no pude asociar su rostro con su nombre. Estaba retratada junto a una chimenea, llevaba un vestido blanco de satín, muy elegante, fumando, y adelantaba unas páginas de sus memorias (más tarde me percaté de que se trataba de An Unfinished Woman, Una mujer inacabada, el primer tomo de su recuento más o menos autobiográfico, el que precedió a Pentimento y el capítulo sobre Julia y la película y todo lo demás).
Empezaba a atraerme como escritora: por su claridad, por su contundencia, por su digamos, carácter. Saber que había sido durante más de treinta años compañera de Dashiell Hammett contribuyó a mi interés por ella. Poco a poco fui componiendo mi personaje: era sureña, había nacido y crecido en Nueva Orleans, había estado en la Unión Soviética, era amiga de Tennessee Williams, había escrito el guión de una película con Shirley MacLaine y Audrey Hepburn (aparentemente basado en su obra La hora de las niñas) y había puesto en su lugar, como absolutamente nadie lo había hecho, al senador Joseph McCarthy.
Y, claro, luego vino Julia, Jane Fonda, Vanessa Redgrave, y todas las informaciones colaterales.
Más o menos en las mismas fechas (¿1976, 1977?) me molestó ver en la portada de una revista derechista, The National Review, que dirige William Buckley, la reproducción de una fotografía de Lillian Hellman en la que anunciaba un abrigo de mink. Tranquila, fumando, la señora miraba a la cámara y daba la impresión por la ausencia de collares o de mascada en el cuello, de que debajo del abrigo estaba desnuda. Tampoco entonces la relacioné con la maestra de Yale. Bueno, me dije, no es de extrañar que la chotee una revista anticomunista. Al fin y al cabo, para la gente de Nueva York, tan vecina naturalmente y desde siempre a Madison Avenue, la publicidad es algo cotidiano y normal .¿Qué de extraño podía tener que Lillian Hellman hubiera decidido posar en el anuncio que con tan mala fe reproducían sus enemigos? Y hasta allí mi memoria, digamos gráfica, de la autora de Tiempo de canallas: su tercer libro autobiográfico (que no el último: Maybe se titula el más reciente de sólo 90 páginas) que acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica en traducción de Rosario Ferré.
Leí Tiempo de canallas en 1977, cuando salió en libro de bolsillo, y una vez más me encantó el coraje, el sentido de, digamos, el honor, de la gran dramaturga, de la gran mujer que se enfrentó en Washington al Comité senatorial de Actividades Antinorteamericanas a principios de los años 50.
Recuerdo lo que allí relata: su encuentro, su elusión de Elia Kazan en el hotel Plaza de Nueva York (recuérdese que a Kazan se le atribuyó haber hecho algunas delaciones), su retrato de Gary Cooper, acobardado o como un niño asustado el legendario vaquero ante los senadores, etcétera. Es difícil olvidar también la ternura, la solidaridad, el respeto fundamental y recíproco que conoció junto a Dashiell Hammett, sobre todo cuando el autor de Cosecha roja lo detienen y encarcelan dos años por negarse a declarar ante los macartistas entre los que insidiaba Richard Nixon (que se ganó así el mote de Tricky Dicky).
Luego de coordinarse con su abogado, Lillian Hellman propuso en una carta un trato a los senadores: estaba dispuesta a decir de sí misma todo lo que quisieran, pero no iba a mencionar ni a inculpar a nadie. Si no aceptaban su proposición, se acogería a la quinta enmienda de la Constitución (por la que un ciudadano puede negarse a declarar). No eran tiempos fáciles. Se podía caer en la cárcel por tener ideas socialistas o por haber militado en la izquierda. La clase media entera señalaba con dedito admonitorio a los “traidores”. Agarraba vuelo la guerra fría en el mundo. El día de su comparecencia y sólo en cierto momento (cuando pidió que su proposición quedara asentada en actas), su abogado empezó a distribuir entre los reporteros copias de la carta. Transcurrieron varios minutos. Hubo un gran silencio y uno de los senadores anunció que no la interrogarían y que su “caso” quedaba “cerrado”.
De esa anécdota proviene en buena parte un prestigio que Lillian Hellman no necesitaba. En 1934 había estrenado en el Maxine Elliot’s Theatre de Nueva York, y con enorme éxito, The Children’s Hour (La hora de las niñas), donde muestra la situación de dos maestras rurales acusadas de ser lesbianas por una niña; luego en 1935, y en el Vanderbilt Theatre, Days to come (Los próximos días), y posteriormente: The Little Foxes (Las zorritas), en 1939; Watch on the Rhin (Mirada sobre el Rhin), en 1941; Another Part of the Forest (En otro lugar del bosque), en 1946; The Autumn Garden (El jardín del otoño), en 1949. Suyas también son The Searching Wind y Toys in the Attic (Los juguetes en el ático).
Sin embargo, el hecho biográfico, su actitud pública, ha incomodado a algunos de sus contemporáneos, y no precisamente de The National Review. Hay quienes han visto en ella un deseo de no verse asociada con los comunistas norteamericanos de los años 30 y 40. A alguien más le ha irritado su “sentido del honor”, su decisión de asumirse como implacable crítica de personas a quienes conoció, “personalizando” además. No le perdonan que “exhiba” su entereza moral. Recientemente, hace unos meses Mary McCarthy la acusó públicamente de “deshonesta”. Lillian Hellman la demandó judicialmente por difamación. Terció Norman Mailer en The New York Times Books Review solicitando que Lillian Hellman retirara su demanda y aseverando que “todos los escritores somos deshonestos, para qué nos hacemos tontos”.
Últimamente, la prensa nos da noticia del más reciente libro de Lillian Hellman: Maybe, en el que todo lo pone en entredicho: no la relación de los hechos, no lo que escribió o aseguró en algún momento. No: más bien todo lo que sentimos y vemos y creemos que es la realidad, nuestros sentimientos, la vida, nuestra creencia en el amor, la fe “irreflexiva” de los niños. Todo queda en interrogantes. No en afirmaciones.
Y hace todavía muy poco, unos cuantos meses yo diría, me encontré en la biblioteca de una amiga, mientras revisaba por curiosidad los estantes, un libro acerca de los diez o doce mejores dramaturgos norteamericanos de las últimas décadas: O’Neill, Anderson, Albee, Williams. Cada uno de los ensayos estaba precedido por la fotografía del autor analizado. Bajo la foto de una señora de rostro alegre y entero, de oscuro vestido de seda que se le untaba discretamente, se leía: Lillian Hellman, en el invierno de 1967, durante su clase de composición dramática, en Yale.
Lillian Hellman: Tiempo de canallas: Fondo de Cultura Económica; México 1980
Un fallo cardiaco acabó ayer con la vida de Lillian Hellman, escritora, dramaturga, una heroína para los norteamericanos de pensamiento liberal y un personaje literario en sí misma. Tenía 79 años. Falleció en un hospital de Boston (Estados Unidos), adonde había sido trasladada cuando se le produjo el ataque cardiaco. La leyenda viva de Lillian HelIman no creció sólo de sus libros, sino de su actitud vital, especialmente vigorosa en la época del macartismo, cuando ello defendió sus ideas frente al famoso cazador de brujas.
La célebre escritora y dramaturga norteamericana Lillian Hellman falleció ayer en Boston (Massachusetts) a los 79 años. La autora de Pentimento murió en el hospital de Martha's Vineyard, isla situada junto a Cape Cod donde tenía su residencia de verano, dijo un portavoz del centro médico. Lillian Hellman, conocida en España sobre todo por el libro citado, a partir del cual se elaboró la película Julia, publicó su primera obra teatral, The children´s hour en 1934.
Frente al 'macartismo'
Luchadora tenaz en tiempos del macartismo, denunció a través de sus obras distintas caras de las injusticias y horrores del tiempo que le tocó vivir. La más reciente traducción al castellano de una de sus novelas autobiográficas, La mujer inacabada, relata su experiencia en la España de la guerra civil.
Lillian Hellman fue una superviviente de la caza de brujas del macartismo en los años de 1950 a 1956. Fue juzgada y perseguida por sus supuestas actividades antinorteamericanas, acusación a la que contestó con una frase que ha sido citada tantas veces que se ha convertido en tópico: "No puedo ni quiero sacrificar mi conciencia a las exigencias de la moda de este año". Una frase que resume bien el carácter de esta escritora que a través de sus obras y de las luchas que emprendió en distintos frentes legó un ejemplo de integridad. A raíz de su negativa a denunciar, el gobierno de Estados Unidos congeló sus bienes y los de su pareja, el escritor Dashiell Hammett, quien también se negó a denunciar y estaba gravemente enfermo. Sin dinero y prohibida, Lillian Hellman tiene que trabajar con empleada en una tienda de ropa para poder mantenerse y costear la enfermedad de Hammett. Tenía entonces 45 años y la persecución duró 6 años, hasta el fin del macartismo en 1956. Esa etapa de su vida es contada magistralmente en su novela corta Tiempo de Canallas.
Ya en 1934 Lillian Hellman había sido víctima de censura cuando se estrena su primer gran éxito teatral, The Children's hours, en el que aborda un tema prohibido para la época: el amor lésbico. La obra fue adaptada con gran éxito para el cine. La primera versión se adaptó en 1936 con el título These three y luego en una nueva versión con el mismo título en 1962, con Audrey Hepburn y Shirley Maclaine, teniendo un gran éxito en ambos casos.
Lillian Hellman vivió la guerra civil española, la segunda guerra mundial, y en su país expresó su rechazo por los abusos del macartismo, su solidaridad con los judíos y las minorías raciales norteamericanas. Sin embargo, en su obra los personajes son seres algo insólitos que no reflejan esta gran inquietud política.
Durante la entrega de los Oscars en 1976, cuando la película Julia con Jane Fonda y Vanessa Redgrave, versión de su novela Pentimento, ganó 3 Oscars, las ovaciones del público no se dirigían a los actores y directores convocados para esa ocasión. Lillian Hellman subió al escenario ante los aplausos que los asistentes le dedicaron, puestos en pie, en señal de aprecio por esta prestigiosa luchadora liberal norteamericana.
Mal conocida en España, Lillian Hellman empezó quizá a captar mayor interés en este país a raíz del estreno de la película Julia, adaptada por Fred Zinneman. Varias de sus obras han sido llevadas al cine.Ella misma fue autora de algunos guiones cinematográficos, además de doce obras teatrales y tres obras autobiográficas.
La biografía española
Lillian Hellman nació en Nueva Orleans en 1905. A los 19 años encuentra su primer trabajo como lectora en una editorial, la de Horace Liveright, que había dado a conocer a celebridades como William Faulkner, Eugene O'Neill y Sherwood Anderson, entre otros. No le va muy bien. Más tarde se casa con Arthur Koeber, agente teatral y periodista, de quien se divorcia pocos años después. Para entonces había conocido al escritor Dashiell Hammett, con quien entabla una importantísima relación amorosa que se prolonga hasta la muerte de Hammet en 1961.
Los tres volúmenes de su obra autobiográfica Pentimento, La mujer inacabada y Tiempo de canallas reúnen una larga lista de anécdotas y retratos de personajes larga lista de anécdotas y retratos de personajes de su época que los convierten en importantes documentos.
La relación de Lillian Hellman con España no se limitó a describirla en la ficción de una de sus novelas. En 1931 colaboró con Hemingway y el realizador Joris Ivens en el guión de la película The Spanish Earth (La tierra española) que recientemente se exhibió en Madrid de forma excepcional. Esta película se realizó para reunir fondos para la causa republicana durante la guerra civil. Esta joven norteamericana llegó a España movida por sus intereses políticos y fue una de las seducidas por las causas que entonces defendió.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 1 de julio de 1984