la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos


Alejandra Pizarnik


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LA TORRE BLANCA, relato de Arturo Mora-Morales



 La muerte conoce tus aficiones y 

sabe dónde encontrarte.

 


En ese punto, durante la noche y con la iluminación eléctrica, tiene la ciudad otro escenario de hechos llamativos.


A partir de las 10, casi siempre comienza la diversión; colisiones en las esquinas de las avenidas 2 y 3 con la calle 38 (Viaducto N° 2) o en las esquinas de la 38 con las calles  4 y 5.  Suelen escucharse impactos, voces alteradas, sirenas; ambulancias que se alejan hacia el hospital, clamando paso con luces intermitentes y sonidos de pato. Por lo general, transportan a un motociclista;  ocasionalmente a un transeúnte o a un sexagenario. Rara vez llevan al pasajero o conductor de un coche, y solo  una vez, ¡qué cosa tan peregrina!, un conductor de ambulancia, gravemente lesionado después de ser embestido por un camión, logró encender el motor y dirigirse a emergencias.

 

No hablaré más de colisiones porque no vienen a cuento. Lo que sí relataré, aunque parezca insólito, es la experiencia de uno de mis mejores amigos: Fito, quien jamás parece haber mostrado interés en agregarle a su vida otra ficción distinta a sus obras  y propuestas teatrales. No es uno de esos hombres que se sientan junto al fuego de otros para alimentarles su racionalidad con paja. A veces, cuando quiere cambiar de aires, toma acrílicos, pinceles, telas y se entrega a la pintura. O se le ve frente a su tablero, ya que Fito es un ajedrecista notable, solo con el rey, recordando la belleza de algún movimiento o pensando en el albur de esa soberbia pieza de pelea cuyo suerte  se debate entre la victoria, la pérdida de la esperanza, ser atrapado o quedar sin escapatoria. Una tarde, Fito me mostró el rey y dijo, «Este trebejo ¡jamás muere!». 

 

Creo que para darme una versión de su historia debió detenerse un largo rato, superar sus reproches autocríticos y  alejarse de la tentación de escribirla. Algo comprensible, desde luego, habida cuenta de que las experiencias propias, suelen ser inefables, en sí mismas problemáticas, absurdas, como las aporías.

 

Me contengo un momento para recordar el contexto de su cuento: los desvelos causados por las luces brillantes de ese lado de la urbe, que hasta hace unas cinco o seis décadas, fue la demarcación suroeste, el borde más flamante de la ciudad. Mérida es una de esas localidades que, al crecer, dejan en suspenso sus extremos; auténticos miradores del desarrollo paisajístico. Siempre abierta a nuevas perspectivas, sugiriendo que el progreso no se detiene.

 

Después de la construcción de Glorias Patrias en la cabecera de la calle 36 en los años 30, la ciudad experimentó una de sus más dramáticas expansiones y cambió su relación con el concepto original del centro.  La idea de equidistancia, que era transitoria, como las calles que se amplían y extienden, se transformó en avenidas despejadas gracias a la incorporación de viaductos. Estos puentes reparan las divisiones geográficas y unen las parroquias separadas por los profundos cauces de los ríos. Después de la calle 38, que es el eje central de esta narración, la ciudad de los caballeros creció y se volvió más cuidadosa en su concepción de la belleza.

 

Quedémonos, ahora, en este último centro de la ciudad, donde  las apagadas candilejas de los postes públicos y las emociones divertidas y aterradoras, tanto de día como de noche, fueron la causa de muchos insomnios para mi amigo.

 

Hace un tiempo me habló de la vida que discurre por esta avenida: la sorprendente singularidad que algunos señores exhiben, la inocultable miseria de otros, las infames revelaciones de gente insospechable cuyas voces soeces llegan hasta la almohada o la butaca donde se abrevian los descansos, o la omnisciente cacofonía musical con sus horribles letras que invade la intimidad con un volumen no menor de 60 decibelios; las simples sombras que pasan frente a los espejos de la calle, las personas que se prodigan y responden saludos mecánicamente, sin interés; aquellos que caminan sin aparente propósito, recorriendo 6 o 7 cuadras y sin otra fascinación que terminar la jornada, de forma personalísima, se lanzan desde el puente, convirtiéndose en bolsas de huesos rotos, cuentas del desencanto o de la depresión, y vísceras de contenida dispersión en el lecho de piedras, 30 metros abajo.

 

Reoriento el rumbo del relato para hablar de un extraño despertar de Fito. A esa hora, alrededor de las 3, solía levantarse impulsado por la apnea. Huía de la cama para refugiarse en la luz azul, enfrentar los desafíos del ordenador y dedicarse a revisar  su trabajo. En ocasiones, me llamaba para decirme: «Anoche tampoco pude dormir. Salí espantado del sueño con las garras de la pelona en el cuello».

 

Sin embargo, aquella vez las cosas ocurrieron de otra manera. En medio de un bloqueo desesperado de las vías respiratorias, Fito no despertó para  vislumbrar las razones del disgusto que solía confirmar demasiado tarde. Estas razones lo abatían a plena luz del día. Me refiero a las aventuras expedicionarias del ladrón conocido como el Tajadilla, el protagonista antagónico de las vecinas de la planta baja, el campeón en salto alto de esa calle, «el bastardo que se desliza por las paredes del edificio y, en los pisos inferiores de la torre, roba sin ser detectado, sin discriminación ni linderos concretos». Este ladrón, sin duda,  fue el responsable de la extracción de los neumáticos del Renault  Megane, de la batería del Renault Clio —mi amigo es fiel a esta marca de coches franceses, a su familia y a su estilográfica Waterman—, de la caja de herramientas, el tricket y los dos cilindros de gas de las hermanas Seijas…

 

Fito salió agitado y exhausto después de  evitar una de las situaciones más desconcertantes que alguien podría enfrentar. No supo si fue un bloqueo en la garganta —tan vívidas eran las imágenes, tan palpable la textura de las cosas, el montaraz viento de la calle, tan denso el olor de su cuerpo—, lo que lo salvó de morir literalmente de miedo;  o  tal vez fue un impulso involuntario e instintivo el que lo rescató del más absurdo percance en su historia personal. Durante esos minutos u horas —nada es más relativo e insoportable que la temporalidad de los sucesos en el universo de las revelaciones—, en el último instante de vida, algo diferente, esencial y básico ocurrió. Un alma ágil —no puede determinar si la suya o la del otro—, saltó por el cauce o grieta de la ensoñación y se puso a salvo.

Desde un punto de vista objetivo, le resultó sumamente complicado estructurar de forma coherente, según su lógica, las explicaciones necesarias. Quedó convencido de haber tenido una experiencia extracorporal, de haber presenciado lo que recuerda y de haber percibido lo sucedido en el momento preciso.

 

Me dijo: «Compadre, somos seres perdidos en un mundo donde solo hay lugar para abstraerse, apreciar, interpretar y conducirse de acuerdo con la aceptada visión de la realidad. Nuestra cabeza, conducida por las experiencias, es un órgano que funciona irreprochablemente cuando estamos despiertos y que comprende ideas obvias y evidentes sin cuestionarlas. Nos negamos a examinar lo nuevo, lo que está fuera del canon. Los paraderos ocultos o desconocidos han sido y serán descubrimientos de otros, temas de estudio científico o hazañas de la locura. Nos paraliza lo que no comprendemos, la falta de nombres para las cosas, los entornos y realidades rechazadas por la norma. Amamos de manera dogmática el misterio. Construimos templos en honor a ese conocimiento, pero nos mantenemos frente él en el límite, con sus puertas cerradas. La racionalidad, que no es imprudente ni perturbada, defiende la importancia del temor; el miedo es la conciencia estructurada de que algo está mal, el silencioso aviso de que se ha infringido una norma. Con el susto viene la parálisis, la prudencia; sin él, la temeridad, el disparate, el tiro en pie catastrófico, el fin. Si aquella noche, mi yo amenazado no hubiera reaccionado como lo hizo, al amanecer los forenses habrían constatado dos muertes: la primera violenta y la otra, natural».

 

Con el latiguillo «siempre que llovió, paró», que debe recordarle a su amigo de juventud Carlos Giménez, puso en claro que lo más importante fue salir sano del mal trance, sin importar las consecuencias ni la razón  exacta que lo sacó del sueño.

 

«A esas horas, cuando te ves atrapado por situaciones que están  en la clasificación de los delirios, cualquier momento y causa que te devuelve a la realidad sin un infarto o un fallecimiento inexplicable, merece bendiciones. Ni en los sueños hay lugar para el desánimo. Todo ayuda. Siempre que llovió, paró. Se valora cada pequeño detalle de la vida, desde la caída de un alfiler hasta la orden de los esfínteres, los cambios bruscos en los niveles de azúcar en sangre, el mandato prosopepéyico de la navaja o  incluso la amistad antojadiza del diablo, que es diestro en tocar las puertas de cualquier sueño de vecino para meter baza».

 

Está de más decir que aquella ensoñación fue abominable. Fito, en aislamiento, cuidándose de las amenazas pandémicas declaradas un año antes, vivía días de hastío. Salir representaba un temor monitoreado por sus hijas y vigilado por su mujer, compañera de reclusión. Desde la ventana, solía observar a los escasos viandantes y, por las noches, al indigente que solemnemente se reinstalaba bajo el soportal del edificio del otro lado de la calle. Era un comercio cerrado, como todo en la ciudad, apagado y bajo el signo de los tiempos de la plaga.

 

Recuerda aquella vez cuando llegó a admirar la audacia libre de aquel hombre que parecía no temerle a nada. «La inocencia corrige nuestras flaquezas naturales, nos hace valientes», se dijo. «Deberíamos ser como él: estoicos, temerarios, inmunes al miedo».

 

Aquel indigente parecía insensible a las preocupaciones de la época, a las cifras nacionales y mundiales de muertes. Su trajín tenía un aspecto enigmático y otro cercano. Una parte oculta, la que transcurría en otros lados de la ciudad, donde hurgaba en vertederos para comer; y esta, la arreglada, era la de ocupar su lugar para dormir alrededor de 6 y 30. De este tenor eran sus rutinas, hasta que Fito —no entiende por qué— se vio ubicado, durante impresionantes y resididos momentos, en la intemperie, en su esquina opuesta, acostado sobre la superficie de cartones y protegido únicamente por el raído y oscuro saco de lana merina y el montón de periódicos del mendigo. Sin conciencia de ser Fito, ni del pasado ni de ser alguien más, permanecía despierto, con su cabeza aislada de los sonidos por la tinnitus. Su ojo derecho estaba oscurecido por el edema macular. Observaba con el ojo bueno, el izquierdo, el cielo superpuesto al techo del único lugar del mundo donde hubiera anhelado estar en ese momento: la torre blanca.  Desde allí, contemplaba la pobre iluminación de las estrellas sobre el tejado y un cielo sin luna.

 

Sentía, con un olfato distinto, su propio desaire, el olor a grasa, a polvo de hierro y otras sustancias sucias propias de la trashumancia, adheridas a su cuerpo. El ojo derecho, el lusco, ocultaba la proximidad de su verdugo. El hombre se acercaba acompañado de tres perros de aliento glacial. Cree que el gruñido suave de uno de los canes lo alertó. Aquella persona exhibía una delgadez extrema, su cabello era blanco y espeso, llevaba unas gafas, con monturas de piel, estilo motorista o aviador de principios del siglo XX. Las sujetaba con correas de goma.  Además lucía un mostacho de gato, su voz era ronca y débil.  Mientras colocaba su índice verticalmente en la boca, advertía: «Shh, no digas nada, te estoy ofreciendo un pasaje directo desde esta esquina hasta el infierno».

 

Hace muchos años leí en algún impreso que a las 3 de la madrugada termina la vida de ciertas personas y comienza para alguien más un desdoblamiento temporal o un tipo de viaje sin retorno. Si no se revierte, oportuna y debidamente, deja al viajero atrapado en el cuerpo de un desconocido. Debido a esto, los hospitales psiquiátricos podrían tener a mucha gente inmovilizada, con diagnósticos y tratamientos de despersonalización.

 

Si los desaciertos de la memoria no han agregado o alterado nada en esta página, mi amigo Fito describe así su suerte:

 

«Cuando vi la daga en manos del ejecutor, un fuerte deseo me impulsó a estar en el cuerpo del hombre que solía asomarse a la ventana de la Torre blanca.  En primer lugar, busqué el aire necesario para evitar ahogarme y luego, durante el acto de escape, tuve aquella sensación de encogerme y desaparecer en un resplandeciente adminículo. Allí, mi alma indemne huyó del asesino quien quedó acribillando un cuerpo sin vida.

 

Después de recuperada la lucidez tras la sofocación, me di cuenta de que el desafortunado de la esquina de la calle 38 con avenida 5, mi menesteroso otro yo, ya no respiraba frente al flaco y sus tres perros. Observé cómo estos canes lo olfateaban con el esmero que ponen los labradores retriever sobre sus presas. En ese momento, descubrí que el otro ser había sido definitivamente desahuciado y se había alojado cabalmente en mi cuerpo».

 

En perfecta sincronía, sintió el clásico golpe en el estómago que provoca el susto. Celebró estar justo donde quería y se pellizcó para asegurarse de que aquello no era la última imagen de un sueño. Puso, sin temerle a las amenazas del frío, los pies en el piso helado. En lugar de dirigir la mirada, como otras veces, a «los círculos viciosos del lado Norte de la calle», enfocó su interés en la esquina Sur donde había sentido poco antes el extraño e íntimo estremecimiento del helado arpón de septiembre.

 

Fito intentó convencerse de que las circunstancias favorables que lo trajeron desde aquellas visiones a esta realidad, desde una posición precaria de observación hasta su cuerpo y hogar, se alinearon perfectamente: el amanecer demoraría, el apagón, como ocurre todas las noches, fue oportuno, muy oportuno.  En cuestión de segundos, como en una escena de película, revivió cada detalle: la dura suavidad de la improvisada cama, el lene tejido de su saco y la neutra sensación de las hojas de periódicos arrugadas, el techo del soportal de la tienda de electrodomésticos, el grillo de alguna carretilla y unos pestañeos después, el creciente ladrido de los perros envalentonados en la tiniebla de la calle trasera. Aquella desagradable sonoridad debería haberlo  prevenido, pero él seguía aletargado, pensando en la posibilidad de ser alguien más, de escapar de su mala salud y de la pobreza que lo había obligado durante mucho tiempo, a pasar la noche sin otra protección que un techo, sin barreras y a solo dos metros de la calle. Volvió  la cabeza hacia su derecha y notó la cercanía del hombre con su facha de perdulario, de gafas de piel que enmarcaban dos lentillas o filtros, una de color amarillo y la otra de un rojo brillante, con el saco hecho jirones y los pantalones anchos y rotos que dejaban al descubierto las rodillas y los muslo. ¿Vendría a quitarle la única valiosa posesión de su vida, su viejo y querido traje de casimir?  Se dio cuenta demasiado tarde de que, sin tiempo para escapar, el hombre solo había venido a cumplir el violento encargo de Ker, del destino y de la muerte.

 

Incapaz de evitar la acción de su inesperada Némesis, Fito cree que los gritos de alarma destinados a ahuyentar al asesino se vieron silenciados por su disfonía. A salvo y detrás del grueso vidrio de la ventana, cubierta por la cortina de gasa, está convencido de haber exclamado «¡No lo mates, flaco! ¿qué daño te causa ese pobre hombre?», pero su esposa afirma que, frente a la proyección de la luz de la vela, lo vio paralizado, en silencio, con los brazos levantados en un gesto desesperado de súplica.

 

En cuestión de segundos, el asesino llevó a cabo su tarea sin titubear y se dio la vuelta para dirigirse con tranquilidad excesiva hacia los lados de la avenida 16.  Mi amigo, a salvo, en pocos attosegundos, tuvo tiempo para retener, desde su apartamento, una vista privilegiada de lo ocurrido.  Sin embargo, entre el Fito racional y la escena, se interponían las sombras, las dos calzadas, el arcén y las aceras de la 38.

 

Sé que hablar de aquello implica sembrar dudas sobre la propia cordura y alimentar otros interrogantes, por lo que Fito se abstiene de hablar más del asunto.  Por eso le pregunté: «No crees que tu perspectiva sobre lo sucedido podría haber ayudado a la policía a esclarecer ese crimen?».

 

Él respondió: «Querido compadre, aquel que no comprende el valor del silencio, porta un bulto de inútiles palabras. ¿Quién querría declarar sobre algo que no comprende?»

 

Lo que sucedió después quizás no tiene relevancia: treinta minutos más tarde, presenció la llegada de las patrullas con sus luces azules y rojas intermitentes, la inútil ambulancia y el vehículo de medicina legal.

 

Una cosa está clara: aquel matón frío y oscuro volvía  con sus perros una y otra vez a la escena, despreocupado tanto por la oscuridad como por el resplandor del plenilunio en una ciudad sin luz eléctrica. El sujeto, un verdadero bribón frecuentaba el soportal, casi siempre a la misma hora; rara vez al amanecer, pues evitaba el cielo gobernado por el sol.

 

Fito, oculto tras el anonimato, solía observarlo sobre el mismo proscenio. El sujeto, en apariencia, fascinado con el lugar y el entorno de su siniestra obra, dirigía hacia la ventana de Fito su mirada audaz y cíclicamente, oculta por las antiparras bicolores. Lo hacía con los labios aguzados en posición de «shh», siempre llevando en la mano izquierda un tablero de ajedrez imantado. Parecía desafiante, mostrando unas pocas piezas negras, entre ellas un alfil dirigido hacia el campo del rey adversario. Sostenía el tablero en posición vertical,  con la mano diestra y la cabeza inclinada, transmitiendo  un par de metamensajes: «¡Es tu turno!  ¡Vamos, mueve tu pieza!».  Valentón, jactancioso, un pobre imitador de Paul Morphy, ansioso por darle jaque mate al rey junto a su torre blanca.

 

Así fue la situación vivida por este amigo, hasta que un día de marzo de 2022, compró los boletos aéreos y se fue a vivir a otra esquina y a otra torre en Córdoba. Seguramente, en ese lugar no faltarán los largos inviernos y los intensos veranos propios de los infiernos andaluces, pero al menos allí no trincha ni manda el arbitrario diablo de la 38.

 



©Arturo Mora-Morales

Cuentista, ensayista, articulista,  crítico literario y periodista venezolano (1955, Tovar, Estado Mérida).

Desde 1972 ha colaborado con periódicos y revistas de Venezuela y el extranjero, como El Nacional, Últimas Noticias, Diario Crítica, Diario Panorama, El Impulso, Antorcha, Diario La Nación, Diario Frontera, Revista Archipiélago (Unam, México), Suplemento Cultural de UN, Revista Brújula de América y País de Papel (de la AEM, Mérida).

Autor de Marzo (poesía), 1985; Ladera interior (poesía), 1995; Los espejos divergentes, (cuentos), 1997; Baladas del agua, (Relatos), 2003; Cortejos de la tarde, (Relatos) 2003; Sebastián (narrativa), 2006; Arcoiris lunar, narrativa del mar, la tierra y el viento. Coautoría. (2008). 


Preside la Asociación de Escritores de Mérida, Venezuela. Director de País de Papel desde 2012.